Agne Brown, soy Ngafúa, mensajero de Changó. Te hablo con los ojos invisibles de tus ancestros aquí presentes:
¡Nagó, elegido de los orichas para sublevar al muntu en el exilio!
¡Olugbala, el fuerte, cuyos puñetazos templan la prudencia!
¡Kanuri mai te ofrece su belleza para que incendies el soul de tus espejos!
¡Oye tu memoria ancestral, en ella duermen, viven, nacen los hijos de Sosa Illamba, madre de los hambrientos sin nombre!
Agne Brown, parto de Yemayá, escúchame:
Changó, entre todos los ekobios, te ha escogido a ti: mujer, hija, hermana y amante para que reúnas la rota, perseguida, asesinada familia del muntu en la gran caldera de todas las sangres.
¡Que el pasado de esclavitud no tenga por qué avergonzarlos! El muntu surge valiente, fortalecido de todas sus heridas. Busca tu trinchera en las cenizas de tus huesos. Experiencia eres de aquellos que te siguen, te esperaron y acompañarán en la fría noche de los tugurios.
Respira el aire libre, aquí estamos alumbrando el comienzo de tu nueva vida olvidada de la carimba que puso la loba blanca sobre tu soul.
Venías de caminos tan lejanos que se te olvidan los recuerdos. Mantendrás cerrados los ojos pero estabas despierta. Rememoras las ideas que te inquietaban al quedarte dormida la noche anterior. Tu padrastro te oyó predicar en su iglesita como otras tantas veces. «Porque sabemos que si este tabernáculo se deshiciera, recibiremos de Dios un edificio eterno, una casa no hecha por manos, la morada celestial…».
El humo de la ducha te envolvía y gozosa te hundirás en el agua templada. Lentamente entras en posesión de tu cuerpo. «Si mi padre me viera ahora distinta a los bracitos escuálidos que tanto acariciaba…».
Te enjabonabas los hombros cuando adviertes que no te habías quitado la pulsera y te echarás a reír. No es la primera vez que te acontece. Mientras mantenías el brazo extendido fuera del agua, sorprendida, descubres la mácula en mitad de los senos. Asustada, trataste de sacudirla pero no pudiste arrancártela.
Enciendes la luz. Allí persistía entre tus senos el vivo y encarnado cuajarón. Un vago sentimiento revive el olvido de pasadas angustias, el olor a carne quemada. Intuirás la forma de la mancha: dos serpientes mordiéndose las colas. Tratas de aliviar tu desazón con la piadosa idea de que te ahogas en una pesadilla. El agua tibia, la apertura de las cortinas, la luz de la lámpara apenas son anuncios de la mañana inundando el cuarto y entonces oíste que de la calle sube ese inconfundible vocerío de la ciudad que despierta.
Por aquellos días el reverendo Robert me adoptó como su hija a partir del instante en que me tapara los ojos frente al cadáver colgado de mi padre. Pero él no ha muerto, seguirá hablándome con su voz cantarina para hacerme comprender que no debía olvidar sus palabras. Sí, después de ahorcado viene a buscarme debajo de los cerezos en donde me escondí cuando me dijo: «Huye, hija».
Escucho la risa del señor Steward, supongo que fue él, no pudo ser otro, quien se subirá en la sillita de madera que me había hecho mi padre y desde allí pasó la soga por encima de la viga para anudar el lazo. Acabo de decir «supongo» y estoy mintiendo porque ahora lo observo nítidamente.
Pero cuando esto aconteció, cuando le pone la soga al cuello y los otros tres hombres tiraron de la otra punta y el pesado cuerpo de mi padre sube hasta tocar con su cabeza el techo, ya el rechoncho Jones le habrá apoyado la punta de la escopeta en la cara. Yo hundía las manos en la tierra detrás de los cerezos y sin embargo, ahora sé que lo vi todo. Junto a él está el flaco Harry a quien mi padre socorrerá siempre que lo acosen los dolores reumáticos al hachar en el bosque.
Lo traía cargado hasta dejarlo sobre la mecedora en el corredor de su casa y dándose prisa, pedirá los auxilios de la hermana Josefa, otra reumática que llega en su silla de ruedas y entre ambos le sobaban la espalda mientras se retorcía de dolor. Y fue ese hombre, delgaducho, adolorido, quien amarra las manos de mi padre aprovechándose de que el rechoncho Jones le pone el cañón de la escopeta entre los ojos.
Y reirá el flaco mientras armaba el nudo más fuerte que ha podido hacer en su vida con sus frágiles manos. Lo que rememoro ahora con toda claridad me explicará lo que me perturbó toda la vida. ¿Cómo el flaco Harry y el gordo Steward pueden amarrar a mi padre y colgarlo de la viga que él mismo había ajustado al techo, si los dos juntos, aun multiplicados por cuatro, no sumarían la fuerza necesaria para sujetarlo y reducirlo?
Nadie me dijo nada, jamás oiré hablar de esto, pero lo cierto es que el sheriff Princenton también está allí con la carabina apuntando a mi padre. Y además observé que su segundo, Clark, le amenaza desde la puerta con una pistola.
Entonces no fueron dos, como se dice, sino cuatro las lobas que esa noche llaman a mi padre. Escuchamos la voz del flaco diciendo que necesitaba ayuda porque su hermana Josefa está enferma. Mi padre se levantó de la cama y sale apresuradamente con la lámpara. Fue Clark quien le rajó la frente con la cacha de su pistola.
«Maldito negro, ahora las vas a pagar todas. Buscarás en el infierno a tu mujer en vez de estar aprovechándote de la hermana loca de Harry». Eso es lo que oigo y lo que había olvidado. La señorita Josefa por las tardes se arrastrará en su silla a pedir a mi padre que le aplique el ungüento en la pierna paralizada, porque ya he dicho que Harry y ella son unos reumáticos.
Gime con gritos que nadie escuchará porque se abrazaba a mi padre entre dolida y gozosa mordiéndole la espalda: «¡Soba negro bruto! ¡Soba más fuerte!». Yo no entiendo que si tanto le dolía, lo insulte y pida que continúe con el sobijo. «Ve a cuidar la casa que Harry está en la granja», me gritará la señorita Josefa.
Entonces yo me voy a sentar en la mecedora donde ella se pasaba la mayor parte del día. Allí vigilo lo que nada tenía que cuidar, meciéndome en la mecedora, echando la vista hacia el interior de la sala sin atreverme a entrar aunque me crecían las ganas de ver de cerca los platos con reborde de oro, distintos de aquellos en que comemos mi padre y yo.
No pude sorprenderme de que al marcharse los asesinos, riendo y dándole palmaditas a Harry porque su hermana no sufriría más de dolores en la pierna, mi padre se quite la soga del cuello y sujetándose de ella se deja caer para venir hasta donde me encuentro escondida. «Ven, ya se fueron, no te quedes aquí el resto de la noche porque te puedes resfriar».
Me tomó del brazo, abre mi mano y limpia la tierra que yo había apuñado cuando oí sus risotadas. Solo después de alejarse, cuando se entraron al corredor de la casa del señor Harry y se beben varias botellas de cerveza, mi padre me da un beso. El beso más caluroso, el último suspiro.
Me recoge del suelo para llevarme paso a paso hasta nuestra choza. Tomará la sillita de madera, le quita el barro que dejaron los zapatos del rechoncho Steward sin que todavía pueda explicarme cómo no la apachurrara con su peso. Me levanta en alto como para sentarme en un trono elevado y luego me dejará en mi silla. No volvió a decirme nada o es que no escucho sus palabras.
Son las oscuridades de que hablo, témpanos oscuros en medio de la clara visión de mi infancia. Así me encontrará el reverendo Robert y creyéndome horrorizada corre a taparme los ojos. Pero yo estoy tranquila mirando a mi padre colgado de la soga después de que él mismo se la echó al cuello y se suspende con la facilidad con que su sombra subía por la pared.
Te acompañé hasta la capillita perdida en la barriada. Desde mucho antes de marcarte con las serpientes de Legba te sigo los pasos. En vez de atravesar la plaza preferías las aceras para que los pequeños se prendieran de tus manos y poderlos arrastrar hasta el templo. Divisaste a tu padrastro parado en la puerta con la Biblia bajo el brazo.
Así lo habías visto, a esa hora y en muchas otras a la espera paciente de que regresen los feligreses que lo han abandonado. Miras al interior y sentiste mi mano apoyada sobre tu hombro. Te habrías propuesto no regresar a la iglesita y sin embargo, estás aquí a sus puertas. La encuentras vacía y sentiste piedad por tu padrastro. Deberás tocarlo para que advierta tu presencia.
–Una vez más estamos solos…
–Sí, padre, a esta hora hay un mitin de los predicadores de la nación del islam. Se sienten orgullosos y prepotentes. Afirmaban que reconstruirán este país piedra sobre piedra con la gracia de Alá.
–Dios los acoja en su gran misericordia.
–Los cantantes del coro también se excusaron. Dos de ellos, Sally y Bethman han formado un dúo y cantan en el grill de Anderson. Pero otros son arrastrados a la guerra.
Arreglas el púlpito con un ramo de flores. El invierno está presente en el viento frío. Tu padrastro se alejó a orar. En tardes como estas, frías y desoladas, le asaltan visiones en las que veía congregados a sus feligreses muertos y vivos. Pero ahora ni siquiera tuvo el consuelo de que lo acompañen sus alucinaciones.
–Hija, mientras te tenga a mi lado esta iglesia se mantendrá firme. Como siempre que se disponía a predicar se arrodilla y apoya sus labios sobre la Biblia. Te adelantas a sus movimientos y antes de que diera las gracias al Señor, suavemente le quitas la estola de predicante para colocarla sobre tus hombros. Respiró aligerado. Calladamente subes al púlpito pero ya el fuego de Changó encendía tu lengua:
–Me dirijo a vosotros, ekobios que me escucháis. No a los blancos sordos. No vengo a predicar paciencia ni resignación ni vanas esperanzas: les anuncio el culto de la vida y las sombras que inspiran la rebeldía que hay en nosotros los negros. Más allá solo perdura el eco de los sueños. Pero oídlo bien, vida y rebelión no existen sin la presencia de los muertos.
Somos la fuerza de todo lo que fue y la fuente poderosa de todo lo que será. No habrá ejércitos de blancos ni todos sus odios juntos que sean más poderosos que esta firme voluntad de ser y hacer. Solo rebelándonos los vivos y los muertos a través de todas las sangres cumpliremos la profecía de Changó.
–¡Oh, Señor, no la abandones!
Tu padrastro aprisionó la Biblia contra su pecho para protegerse de tu infestado espíritu. Sacudido por temblores avanza hasta el púlpito. Siente miedo ante el Señor por no haber guardado su casa. Luzbel despobló su iglesia de fieles y ahora socava la más firme piedra de su altar. No podía convencerse de que la pequeña y dócil Agne que acogió aquella mañana cuando lincharon a su padre sea la misma que ahora siembra la violencia. Avanzó unos pasos engañándose con la incredulidad. Pero es tu voz, esa tu palabra, ese tu verbo encendido.
–Mi dulce cordero, mi apacible ángel, recógete en la almohada de esta Biblia. Pronuncia la palabra Dios. Su solo nombre te librará de Satanás y te purificará. ¿En qué patio dividido y en qué lóbrego cuarto sin leña, en la frialdad de qué invierno se avivó en ti la llama del Ángel Colérico? Agne, por última vez te ruego sobrepongas la fuerza de la luz sobre las oscuras tinieblas que te invaden.
Baja de la piedra habitada por Luzbel a postrarte de rodillas frente a este libro sagrado. Baja y arrodíllate y pide perdón, pecadora inocente. Reza aquí a mi lado por el alma atormentada de Timothy Brown, tu sacrificado padre. Aquí te aguardo postrado ante la serena potestad de la palabra de Dios.
Esperó seguro y firme la respuesta. El líquido de sus ojos retoma el brillo aceitoso de la paz. Cerró los párpados y con las Sagradas Escrituras sobre su pecho, murmura la plegaria con que otras veces ha podido ahuyentar al Demonio. Debías arrastrarte a sus pies con tu cuerpo de serpiente implorando algo más que el perdón. Oía los pasos y siente tu mano sobre su hombro, la súplica anhelante: «Perdóname, padre». Media hora después descubrirá que sueña.
–¡Agne! ¡Mi adorada hija!
Su voz recorrió los rincones sin hallar tu eco. Solo y abatido, Cristo sin clavos, deja escurrir sus brazos sobre los costados vacíos.
La arcada me es conocida, el botón del timbre que muchas veces había hundido con la punta de mi lápiz. Ahora lo oprimo nerviosamente. Esperé indecisa, asaltada por mis escrúpulos de confesarme ante un blanco aunque haya sido por muchos años mi profesor. Me confundo aún más cuando antes de abrir la puerta ya alcanzo a ver su camisa azul y el pañuelo rojo en derredor de su cuello. Lo acompañaré a lo largo del corredor y me deja con una ligera palmada sobre el hombro.
–Siéntese. Ya vuelvo.
He estado aquí mirando la colección de objetos recogidos en sus viajes por el continente de mis antepasados. Entonces solo sentía por ellos la curiosidad del estudiante que observa su material de trabajo. Ahora constituye una realidad íntima, extrañamente amputada de mi propio cuerpo. De repente al mirar la estatuilla de Ifá, sentiré que se inflaman las serpientes tatuadas en mi pecho. Los dieciséis ojos del oricha despiertan de su largo sueño para mirarme desde su urna de cristal y reflejarse en mi propia memoria. Escuché los antiguos olores de otras llamadas.
Lisa-Mawu la divinidad andrógina de los fon me muestra el oeste-este y trasciendo las barreras del espacio tiempo de mi cuerpo. Me asomo a las fichas de abia de los fang con las cuales los discípulos de Orunla adivinan los ocultos designios: «pantera acosada», «antílope abatido», «gran pájaro de la noche». Pude unirme a mis ancestros dormidos en los cestos funerales de los bakota.
Me invitaron a sentarme a su lado y me entregan un colmillo de elefante tallado por los luba del alto Zambeze. Allí estaba grabada la historia de mi vida desde el kulonda depositado por Nagó en el vientre de mi madre.
La mano del profesor Harrington me sustrae de las meditaciones al apoyarse sobre mi hombro. Perdí el equilibrio y tiembla mi cuerpo. Sin que advirtiera mi turbación, moduladas por otro, pronunciaré las palabras:
–Vengo a hablarle del renacimiento africano del culto a la vida y las sombras.
Elevó sorpresivamente las manos con incredulidad.
–¡Otra secta! ¡Solo en América tenemos más de doscientas iglesias!
Quedo atontada como si de golpe los ancestros me hubieran quitado su apoyo. Pero mi decisión de abordar el tema no disminuyó:
–Usted me ha enseñado que las culturas altamente tecnificadas tienen mucho que aprender de los comportamientos del hombre elemental.
–Es incuestionable, entre otras cosas porque los pueblos bárbaros se encuentran rodeados de la naturaleza. Usted no pondrá esto en duda. Pero me pregunto: ¿por qué retornar a la filosofía africana primitiva? ¿Por qué precisamente a la africana y no a la romana, polinésica o esquimal?
Desde que me senté en la silla estoy refrenándome, dando oportunidad a que sean las ideas y no mis impulsos los que se enfrenten a sus argumentos.
–No puedo negarle que tengo razones para preferir la tradición africana a la anglosajona, primordialmente, porque soy una negra americana. Nos afirmamos en la hermandad del muntu preconizada por los orichas africanos y en las luchas de nuestros ancestros en las plantaciones, en los slums, en las fábricas, donde quiera que Changó enciende su rebeldía. Será una nueva religión para todos los oprimidos cualesquiera que sean sus sangres.
–¿Se trata entonces de africanizar la actitud religiosa del blanco americano? Señorita Brown, perdone mi comportamiento pero deseo que usted sea franca. ¿A qué ha venido aquí? Usted conoce muy bien mis ideas. Están consignadas en varios volúmenes y las ha oído expresar de mis propios labios en dos años de cátedra.
Aunque no pretendo justificar la supremacía blanca, no es menos cierto que mis antepasados entre todas las razas han sido los encargados de desarrollar la técnica científica y que esa técnica les confiere poder sobre los otros humanos.
A ustedes los negros les han sido asignadas otras tareas que cumplir. Pero creo que el papel de Atlas también es importante. Sin vuestra fortaleza la humanidad se hubiera estancado en la barbarie: el músculo de los negros convertido en palanca de los blancos también mueve el mundo…
Ahora me empuja la necesidad de rebelarme. Me levanto y mis piernas cobran fuerzas. Seguramente mis huesos también pertenecen al ancestro que me sostiene. Doy la espalda al profesor y anduve buscando algo con la vista. Dudaba si desnudarme y mostrarle las serpientes en mi pecho o continuar guardando mi secreto. Alguien extraño comenzará a dirigir mis actos. Me acerco al escritorio.
Aparté el pisapapel de bronce con la cabeza de Olokún y a tientas encuentro un lápiz que presentí oculto debajo de un legajo. Lo sabía allí como si yo misma lo hubiera colocado en ese rincón. El profesor mirará con ansiedad mis trazos sobre la hoja de papel. Hago abstracción de su presencia aunque dibujo exclusivamente para él.
–Las serpientes de Legba… –exclamó–. ¡Para renacer hay que morir!
El humo fluyó por su nariz envolviéndolo en una nube transparente que lo torna irreal. Hablaré a esa sombra alejada de mi sangre:
–Usted lo ha dicho: ¡Renacer! El hecho de que el pueblo negro haya podido sobrevivir a tanta ignominia, recreándose siempre más poderoso, es una prueba irrefutable de que estamos señalados por Changó para cumplir el destino de liberar a los hombres. El culto a los ancestros, la ligazón entre los vivos y los muertos, pondrá fin al mito de los dioses, individuales y egoístas. ¡No hay Dios más poderoso que la familia del muntu!
Las mismas sombras que me habían llevado allí me transponen a través de los muros. Ya fuera de su casa, pude ver que el profesor Harrington observa pensativo el papel donde he dibujado las serpientes. Finalmente, después de romperlo, lo arrojará a la canasta de sus papeles inútiles.
Agne Brown, soy Zaka, protegido de Nagó, tu primer ancestro africano sepultado en esta tierra de profundos ríos. He recorrido las praderas entre rebaños de búfalos; en las noches, aullando, sigo las correrías sin regreso del lobo gris. Hace siglos bebí el humo de las altas montañas donde anida el águila blanca y duermo en las encinas centenarias donde reposamos los bazimu.
Hermano de los sabios y pacíficos hopis, sobre mi cabeza pusieron sus plumas los valientes creeks. Compañero fui de los oceolas y entre mis ekobios seminolas tengo enterrados los huesos al lado de Gato Salvaje, mi nuevo padre.
Los ekobios indios me llamaron Nube Negra y me reconocen en el rostro turbio del cielo cuando la tormenta desata su furia. Me escucharán siempre que el rayo incendie las plantaciones de la loba blanca; saben que son mías las lluvias que inundan sus cultivos de algodón y tabaco… pero la loba me da otro nombre: todavía se acuerda de Abraham, el negro fugitivo que envenenó las aguas de sus acequias, roba las mulas de los establos y degollará sus cerdos. Ahora, soy ojo, nariz y oído de mi padre Gato Salvaje, vigilante de nuestro pueblo, nuestra tierra y nuestros ancestros.
Escucha mi historia:
Las islas del mar de las Carolinas eran estrechas para los muchos ekobios que desembarcan. A veces, en un mismo día fondean hasta dos barcos negreros. Entonces se oían preguntas que no encuentran respuestas en las lenguas confundidas. Ancianos ekobios que han perdido la memoria se acercan a los barcos y preguntaban sobre la tierra que no volverán a ver, alejándose sin escuchar la respuesta.
A las pocas horas de haber desembarcado, Agne Brown, ya dejamos de ser extraños. Somos un eslabón más en la larga cadena de cargadores en el puerto o en los cañaduzales; el sol se bebe el sudor de nuestras espaldas. Por las noches, nadando de una isla a otra, los gritos nos mantendrán despiertos:
¡Ayú…!
¡Ayú…!
Pequeña es mi prisión grande la pena.
¡Ayú…!
¡Ayú…!
¡Aquí arde una vela que no apaga un ciclón!
Después, tiempo sin orillas, cuando conocíamos el camino que une las barracas a las plantaciones y las plantaciones a la muerte, sin avisarnos, nos embarcan para tierra firme. Comenzamos a comprender que no nos dejarían libres un solo momento: la fuga ya es un largo camino en nuestras mentes.
En la corta travesía de las islas al continente aunque nos retenían menos tiempo en las bodegas y nos sacan a cubierta para que respiráramos el sol, los rejos atajaban nuestros pasos y las escopetas no dejan de apuntarnos.
Poco nos agradaba masticar el idioma de la loba blanca pero adivinamos que es un portillo indispensable para escapar. Necesitaremos conocer lo que nos dice, lo que pensaba de nosotros cuando nos escupe o cree que no la escuchamos. En la cargazón hay jóvenes ekobios de Guinea, Benin y Angola que hablan lenguas que tampoco entendemos.
Así, entre silencios y gritos una mañana descubrimos la tierra que nos esperaba desde hace siglos. Pensamos, ingenuamente, que era el fin de nuestro viaje cuando apenas es el comienzo de nuestra muerte. Muchos años después supe que este puerto se llama Norfolk. Otra vez la misma angustiosa subasta. Nos miden los dientes y sopesaban nuestros testes para uncirnos a las cadenas. Antes de que nos separen, las ekobias muestran a sus pequeños hijos las caras de sus padres por si volvían a encontrarse.
Callados, sombras que hablan con los párpados dormidos, los indios rondaban el muelle. Se agrupan bajo los árboles de la plaza, junto a los caballos, en la puerta de los almacenes. Temerosos de que les roben sus mujeres, los varones las agarran por las muñecas. Veo ancianos indios de ojos azules y pelo rojo; jovencitas con la misma untura de mi piel que llevan plumas de pájaros en sus trenzas.
Nos separan a golpes, unos para escaldar lana y algodón en New England; otros llevados a las plantaciones de Virginia. Mi columna marchará hacia los lagos y praderas de los seminolas en Georgia. Las noches me hacen recordar otras que he visto en África con los ojos de mis abuelos.
El viento traía ruidos de tambores y me revuelco en la tierra calurosa como si una mujer hubiera dormido sobre ella. Muy de madrugada, antes de que los perros nos gruñan, el anciano Ngafúa nos despertará con su violín. Se cubre con un sombrero de copa y una casaca polvorienta que no se quitará ni cuando crucemos los desiertos. Repite una antigua epopeya que cantaba en el Dahomey:
¡A ti me dirijo Maghan Sundjata!
Te hablo rey mandinga,
sombra amplia
donde se recogen los desposeídos los reinos, los imperios destruidos por la loba blanca.
¿Seremos los únicos
en morir lejos de tu sombra?
Adelantándose a la columna, provistos de escopetas, los rastreadores blancos se perdían por los bosques para regresar con los caballos cansados. A sus gritos las carretas se detienen o cruzaban ríos resecos por el verano. Detrás marchábamos el grueso de los ekobios transportando las cajas con azadones y picas, los barriles de pólvora y el cargamento de baúles. Siempre que encontramos alguna pozeta de agua, se descansaba por dos o tres días. Los exploradores se suben a las colinas para mirar y mirar los horizontes.
Mi olfato bisoño no conseguía alertarme con aquellos movimientos. Más me preocuparán sus mujeres bañándose en las charcas, mostrándonos las nalgas blancas, los pesados senos temblándoles. Algunos de nuestros ekobios se masturbaban y otros, en las noches, sobaban los lomos de las yeguas. Pero nuestra mayor preocupación son algunas jóvenes indias que se acercan y huían.
¿Ilusiones? ¿Sueños? Por las noches las reclamábamos con aullidos pero solo nos responden los coyotes vagabundeando por la pradera.
Cuando acampamos cerca de algún poblado indio, los blancos entran en conversación con los caciques para intercambiar piezas de géneros y collares de vidrio por mazorcas de maíz y tabaco.
–Me llamo Zaka.
Reía la joven. Sus dientes duros se niegan a morderme.
Otras veces la población india dejaba abandonados sus ranchos. En- tonces los blancos no duermen apuntando con sus escopetas por donde llegará el viento con sus flechas. Al oscurecer revisaban nuestros grillos, sueltan los perros y dormirán con los caballos amarrados a las ruedas de sus carretas.
Poco a poco fui entendiendo lo que nos decía el viejo Ngafúa con su violín:
Cuando se juntan el seminola
y el negro,
el hombre blanco el hombre blanco pierde el sueño.
He necesitado muchas noches largas con largos despertares, para recuperar la memoria real de estos años de domesticación. Quiero identificar el verdadero soul del ancestro que succioné de mi madre la primera vez que mamé de su seno. Nochesdías de rememoración desde el tiempo en que mi padrastro me trajo a Lawrence.
Las cicatrices de aquellos primeros pasos me quedaron grabadas porque no creo que otra niña negra americana hubiera vivido la insólita historia de sentirse «hija» de un blanco que nunca la engendró. El reverendo Robert es tan puritano que no puede decir, ni para mentira, que yo sea realmente su propia hija. Por ejemplo, a modo de fábula, afirmar que soy el fruto bastardo de sus relaciones pecaminosas con una liberta de Atlanta. No.
Sencillamente revela: «Esta es mi hija Agne», y me echaba por delante con mi cara negra y mis cabellos motudos. Nadie de los que te ven pasar al lado del reverendo Robert por las calles de Lawrence, piensa: «Eh, ahí va la hija del linchado Timothy Brown». Tampoco vuelves a oír que te llamen la «huérfana», recordándote que una vez tuviste una madre que al peinarte cantaba aquella canción:
¿Cuánto hace?
¿Cuánto hace
que se fue el tren de la tarde?
¿Cuánto hace?
¿Cuánto hace, linda, cuánto hace?
Todo cuanto recuerdo no es más que la memoria prestada, el doloroso proceso por el cual me fui convirtiendo en blanca sin que mi piel se me haya aclarado. Tú no eres el caso común de los mulatos que se han desteñido gradualmente a través de dos o tres generaciones en las que siempre hubo una negra, abuela o madre que se acostara sin amor con un blanco. Uniones de frío interés descolorizante. Por esa noche nace una mancha blanca en la piel a la que nunca se puede llamar «padre». Tu caso no es ese, Agne.
Tienes que recordar todo. ¿Cómo fue eso de que de la noche a la mañana borraran tu pasado africano con solo tomar el tren en Atlanta sobre la rodilla de tu padrastro, al lado de tu «hermana» Susan? Esa sí su verdadera hija. La difunta Laura, su esposa, la tuvo en su único parto. Y ahora con sus dos huérfanas, la blanca y la negra, el reverendo Robert viaja en el furgón reservado a la gente de tu color. Asomada a la ventanilla observas cómo desfilan veloces las chozas de los cultivadores de tabaco como aquella en donde ahorcaron a tu padre.
De esta manera casi sin darte cuenta vas rodando de la negritud a la blancura con solo estarte quieta sobre las rodillas del reverendo. Así me escapé de sur a norte en un tren que alborotaba los patios, que sigue siempre al norte y que atravesará los interminables caminos de tabaco hasta dejarme en la estación de Lawrence.
«Ahora iremos a casa de vuestra tía Harriet». Y los blancos te miran descender del furgón reservado a los negros, prendida de la mano de un pastor loco, que en la otra arrastra a su propia hija rubia. El ekobio que recogió el equipaje anda delante y de vez en cuando se detenía con las maletas al hombro para mirar si es verdad que lo siguen seres reales o fantasmas. Te observaba una y otra vez sin que deje de caminar.
–Aquí vive la señora Harriet –dijo. Ni siquiera piensa en bajar las maletas–. Todos la conocen porque tiene la única lavandería del pueblo –hablaba sin cambiar las maletas de hombro–. Aquí trabajan muchas ekobias. Salen en grupo a lavar la ropa a las orillas del río. ¿Pero esta pequeña no sabrá enjuagar ni unos calzoncillos?
Tu padrastro no lo oye preocupado por tocar la campanilla. Susan, más decidida, golpeó ansiosa la puerta. En el interior un remedo de ladrido denuncia a un perro gangoso.
–Baja las maletas. Aquí tienes.
El ekobio extiende la mano y agarró las monedas con apresuramiento pero no baja las maletas. Estaba pendiente de la negrita vestida con traje blanco al lado de esa otra cabecita roja. La risa, algo más que risa le cosquilleaba los labios. Tú no puedes imaginarte Agne Brown, lo que muerde a ese ekobio porque entonces te estabas acostumbrando a sentirte la hija de un blanco. Se abrió la puerta y aparece la tía Harriet. La recuerdo con su cara de trapo blanco en la cual alguien pintó una cereza roja para indicar sus labios apretados.
Se asomó indiferente como quien recibe una visita que no se espera y de súbito abrió la boca al reconocer a su hermano. Se le abalanzó sobre los hombros y lo besa dando quejidos. Tú no podías advertirlo pero todos aquellos gritos eran la demostración jubilosa de una mujer sola que encuentra a alguien en quien depositar una soledad envejecida.
–¿Y esta preciosa criatura es mi sobrina Susan?
Se inclina y le acarició la cara con ambas manos, besándola en la frente. El ekobio permanece allí con sus maletas al hombro. El reverendo estaba igualmente emocionado de reencontrar a su hermana Harriet a quien había dejado años atrás en Indiana, porque los Robert no son de Kansas, vinieron de más arriba y ahora se reúnen en Lawrence tras recorrer distintos caminos. Ella se casó con el sargento Hopkin, quien al marchar a la guerra le había dejado tres hijos. La mayor, Helen, se va con un newyorkino fabricante de tijeras.
No sabía sino de aceros y los robles y las flores de Bloomington no cambiaron sus sueñes de industrial. La menor se escapó al oeste. Transitan por allí mercaderes y aventureros que subían de New Orleans hasta Kansas City. Uno de ellos, en la algarabía del puerto, invita a Shelly a probar fortuna. La madre la llora pero no en voz alta porque se largaron sin bendición ninguna.
Y el menor, ahora debía andar por los veinte años, le acaba de escribir una carta de París, donde está concentrado después de haber sufrido una herida en el frente de guerra. La gran pena no es la herida sino que no ha dado con el padre. Imagínate, pues, si la tía Harriet no iba a estar gozosa de abrazar a su hermano Robert. No lo ve desde cuando se marchó como predicador igual que otros muchos yankis a cristianizar a los bárbaros sureños.
–Mi hija Agne.
El ekobio fue el primero en reaccionar abriendo los ojos. Ahora sí, presintiendo la tormenta, depositó las maletas en el suelo. La tía Harriet vuelve la vista sobre mi insignificante presencia. Me había visto. Pero eras algo así como si no existieras. La palabra «hija» en los labios de su hermano la sacudió mucho más que al maletero.
–Sí tía Harriet, soy Agne.
Te mira con los ojos tan abiertos que te dejaste engullir sin parpadear. Entonces, cuando pudo eructar el primer asco de aquella sorpresa, reparó en el rostro sonriente, satisfecho, de su hermano Robert. Sus mejillas pierden color pero su furia no se dirigió contra mí que estaba entre alegre y sorprendida sino sobre el maletero.
–¡Retírate!
Ceremoniosamente se llevó las manos a la gorra, tarareando, bailando en la punta de sus pies descalzos. Baja los escalones con un silbido que paladeaba la más jugosa noticia para el corrillo de los lavanderos de la señora Harriet en la orilla del Kansas.
–Entra, ya vendrán por las maletas.
Puso la mano sobre el hombro de mi padrastro y trata de introducirlo con Susan, separándoles de mi lado. Mi padrastro se resistió. Tú no alcanzas a penetrar esta tensión que ha surgido de golpe entre la tía Harriet y su hermano por culpa de la palabreja «hija». Por instinto soltaste la mano del reverendo. Revivías los temores sufridos por alguien, distantes y oscuros sentimientos de inseguridad. ¿Lo recuerdas ahora?
Todavía mi domesticación de niña blanqueada no me permite rememorar aquellas reacciones. ¿Recuerdas que no supiste si continuar pegada a la mano de tu padrastro o echar a correr detrás del ekobio maletero? Ciertamente lo he olvidado. ¡Ah! Solo rememoras el deslizamiento, lo que en ese instante y desde entonces constituyó una alianza interesada con tu padrastro.
Era muy niña para juzgar las cosas como puedo hacerlo ahora cuando Legba me señala con su signo. El reverendo te sujetó con tanta fuerza que cuando su hermana lo empujó para que entrara, te arrastra con él. Entonces oigo de nuevo gruñir al viejo perro y conozco la verdadera voz de mi tía Harriet.
–¡Deja a esa negra! Las muchachas del servicio se ocuparán de señalarle su lugar.
El reverendo o tu padrastro era un liberal de verdad o es un predicador testarudo dispuesto a arriesgarlo todo con tal de salvar un alma de las garras del Diablo.
–Harriet, esta es mi hija. Entiéndelo antes de que yo dé un paso adelante.
Se echó sobre el primer sofá para no hacer la escena ridícula de desplomarse en el suelo. Se lleva la mano a la cara y aun por entre sus dedos puedo ver la imagen que no ha podido borrarse de mi memoria blanqueada. La tía Harriet se retorcía ante la insensatez de su hermano Robert, el único pariente que regresaba a su lado en tantos años de soledad. Y ese hermano por mi presencia se torna indeseable.
No necesitó una palabra más. El reverendo comprende cuál debía ser su actitud si en verdad persistía en continuar siendo tu padrastro. Se inclina sobre ti y te levantó en sus brazos. Mi hermana Susan mira consternada a la tía Harriet sin entender cómo su alegría pudo diluirse en un prolongado llanto.
Tú tampoco dejabas de observar su cara gimoteante. No siento por la tía ningún odio cuando mi padrastro cierra la puerta suavemente. Lo inesperado –¡qué grato es rememorarlo ahora!– fue encontrar al ekobio allí esperándonos. Sin que tu padrastro le dijera nada, recogió las maletas y le pregunta:
–¿Vamos al hotel?
El reverendo lo siguió calladamente, sujetando a sus dos hijas de las manos.
Ahora recuerdo la tonada del ekobio que tenía la misma cadencia maliciosa de mi padre siempre que sobaba la espalda a la hermana de Harry.
La ekobia se asoma con los labios caídos y abultados. Sus muchos años habían vencido los músculos, pero al advertir la presencia de un blanco frente a su puerta, tuvo suficientes escrúpulos para arrugar la nariz. Decido ponerla en guardia con la luz de mis cien ojos.
–La señora Dorothy Wright…
–Si le interesa, sepa que está hablando con ella.
–No quiero incomodarla… soy agente al servicio del juzgado penal del sector.
–Nada debo a la justicia de los blancos.
–Tengo entendido que usted fue una de las sorprendidas en el local donde operaba el llamado Culto de las Sombras.
–Precisamente fue allí donde vi su cara. Ya me decía yo que no me era desconocida. ¿Pero qué quiere la Policía de nosotros? Muy pronto tendrán que soltar a nuestra Agne. Ustedes los blancos no entenderán nunca los sentimientos nobles que inspiran nuestro culto.
–Si me lo permite… me agradará recoger algunos datos sobre su «secta».
–Que yo sepa, aún no se ha decidido aceptar en nuestra religión a ningún blanco.
El agente persistía en sonreírle.
–Tengo orden del juez para indagarla respecto a las actividades de la señora Brown.
Estuvo husmeándole el olor a todos sus gestos. El detective echa una mirada general. Varias láminas adornaban la pared del fondo. En el lado opuesto se destaca la fotografía de un anciano sin corbata. Tengo la impresión de que era la única imagen que nuestra ekobia había podido enmarcar. El funcionario se acerca a mirarla.
–Ese es mi abuelo, linchado por ustedes en Louisiana.
Se llevó los lentes a la cara, sentándose lo más lejos que pudo del policía.
–¿Desde cuándo conoció a la señora Brown?
–Creo, si no me equivoco, que fue en la quinta o sexta vida anterior. Sacó una libreta y sin aparentar extrañeza anotó algo en ella.
–¿Qué tiempo hace que ingresó a la «secta»?
–Desde que tuve el primero de mis hijos. Su kulonda fue sembrado por un antepasado bakota, tres mil años antes que usted naciera.
–Pero según datos recogidos por nosotros, la «secta» solo tiene unos seis meses de fundada.
Sus muchos siglos le hacían sentirse segura en los estrechos marcos de aquella habitación donde había vivido desde que se casara. En la alcoba interior dio a luz a sus cinco hijos y ahí mismo en la sala veló al mayor cuando fue muerto por la Policía durante la hambruna del treinta que sacudió a Harlem.
–Para su conocimiento, nuestra religión es más antigua que la suya. Antes de que Cristo fuera bautizado en el Jordán, los fundadores de nuestro culto se bañaban en ceremonias sagradas en las aguas del Níger.
–¿Tiene usted algún carné que la identifique como correligionaria?
–Mis cinco hijos. Sin la gracia de Changó no habrían nacido mis antepasados, ni mis hijos, ni yo misma. La evidencia de que pertenezco a la gran familia de los hombres creados por Odumare es que estoy viva. Este es el único requisito para pertenecer a nuestra religión: todo el que haya nacido tiene posibilidad de eternizarse al lado de sus ancestros.
Sin mostrar desconcierto, continuó llenando su libreta. La aparente falta de lógica y la prontitud con que le respondía la mujer desbarata el hilo de su pesquisa. Trató de romper su cáscara:
–¿Practica usted la poligamia?
La pregunta le produjo un revulsivo gesto de hilaridad.
–Desde luego que sí. Todas las ekobias del culto somos concubinas de Changó y hemos sido embarazadas por él, no una vez, sino muchas.
–¿Cree usted en la posibilidad de ese embarazo por artes de un dios fantasma?
–No es nada nuevo. La Santa Biblia cuenta que la Virgen María fue empreñada por el mismo procedimiento.
Un poco de saliva recorrió la garganta del policía sin que pudiera humedecerla.
–¿Podría explicarme cuál es el procedimiento?
–Muy sencillo. Uno se acuesta con un hombre y si el dios Changó bendice la unión, le engendra un hijo. Eso es todo. Así lo cuentan también las Sagradas Escrituras.
–¿Entonces su «secta» niega que los padres engendren a sus hijos?
–Solo Changó puede decidir sobre la vida y el número de hijos que posean los mortales.
Optó por terminar su interrogatorio, llevándose la libreta al bolsillo en un gesto de deplorable incomprensión. La ekobia se apresura a abrirle la puerta. El detective avanzó pero se detiene. Una nueva idea vino a remover su olfato.
–Todo parece confirmar que la señora Brown tendrá que pagar una larga condena por proxenetismo y prostitución. Por otra parte el local de la «secta» ha sido clausurado y será poco probable que se le conceda licencia de funcionamiento. En consideración a tales hechos, ¿podría usted decirme cuál será la suerte de su «secta»?
La ekobia se acerca todo lo que pudo al detective, empujándolo con su aliento.
–Nos estamos reuniendo desde esa misma noche en el número 325 East de la calle 147. No somos catecúmenos para sumergirnos en las cloacas de la ciudad. Nuestra religión crecerá en América y el mundo y no serán ustedes quienes puedan impedir que nuestros ancestros, africanos y americanos, nos unan, fortalezcan y aleccionen en la lucha por liberar a la humanidad de la demencia de la loba blanca. ¡Mandato de Changó!
–¡Desnúdate!
No era la única ni la más deprimente humillación que he sufrido desde que me detuvieron. La carcelera se planta frente a mí con las tijeras en la mano. En una pequeña mesa está el uniforme gris. Antes esculcó mis ropas en busca de armas. Se mantiene firme con las tijeras empuñadas. La violencia de sus doscientos kilos se acrecienta con el uniforme que la distingue como superiora de las gendarmes.
El gorro ladeado y la banderola de cuero de donde le cuelga la pistola. Con movimientos lentos soltó los botones de mi blusa. No insinúo ningún temor. Rodaron la falda y el pantalón a lo largo de mis piernas. Vacilo entre taparme el sexo con las manos o cubrir el símbolo de Legba entre los senos.
La carcelera no pudo reprimirse y descompuso su cara blanca con una carcajada. Al oírla, me sorprendí de que pueda reír. Me mantengo erguida en el banquillo mientras tijereteaba mis cabellos. Crucé las manos sobre los senos y al rozar la mácula compruebo que las culebras se retuercen.
–Ya le he visto ese tatuaje. Ustedes las prostitutas tienen unas ocurrencias…
Sustituyó las tijeras por la navaja y corta al rape la raíz de mis cabellos. Me alzo aún más manteniendo firmes los hombros. Las serpientes se revolvían mientras las hebras ensortijadas caen sobre mi cuerpo.
–Me imagino que debes estar deseosa de mirarte a un espejo. Aprietas los dientes y finges que te importa un bledo que te rasure. Pero yo sé que te revientas. Algo misterioso tiene el cabello, todas las mujerzuelas que traen aquí se vuelven histéricas cuando se les corta. Pero contigo no he necesitado ayudante. Tomas las cosas con paciencia.
Me entrega el uniforme de presidiaria. Una blusa de dril azul apenas con una abertura para colgarla del cuello. El número 999999. Supe al verlo que es la edad exacta de mi más remoto ancestro. El uniforme permitía que me desplazara con amplitud como si realmente estuviera desnuda. En vez de palparme la cabeza rapada como lo espera mi carcelera, preferí aplacar las serpientes de Legba oprimiendo mis senos bajo el uniforme de carcelaria.
–Hasta las rameras tienen su momento en que se sienten orgullosas por su hijo aunque no sepan quién haya sido el padre.
Las ekobias detrás de las rejas dirigieron contra mí su frustrada rebeldía.
–¡Ahora sí estarás convencida de que no fue el Espíritu Santo quien te embarazó!
Otras veces había estado aquí frente a esas rejas predicando resignación y ahora comprendo cuán poco útiles debieron resultarles mis palabras.
Penetro los muros y pude ver que me esperaba en la sala de visitas. Encogido sobre sí mismo, el largo cuerpo de Malcolm X se reducía a una aparente insignificancia. Las gafas redondas cubren la mayor parte de su cara. ¿Quién lo ha enviado? Esta situación ambivalente de poder mirar más allá de las paredes y no penetrar las motivaciones de ciertos hechos me desconcertaba. Legba se resistía a abrirme sus cien párpados.
–¿No se ha enterado de lo que publica hoy la prensa? Mire, aquí tengo uno de los muchos periódicos que dan la noticia de su caso en la página roja, pero estamos dispuestos a hacer de ello un escándalo.
Recogí el periódico y leo la información que había marcado con lápiz rojo.
«Predicadora de un nuevo culto detenida por prostitución. La señorita Agne Brown, antropóloga de la Universidad de Columbia, convicta de practicar públicamente la poliandria. No se sabe si se trata de un novedoso sistema de prostitución o de una depravación mística. En su culto la calle 145 de Harlem, se hallaron pruebas evidentes de proxenetismo. Ha sido encarcelada».
–¡Canallas! Para ocultar su crimen se me encalaboza y acusa de depravada sexual. Es cuanto los blancos pueden comprender del vitalismo africano.
–Todo saldrá bien. He solicitado autorización al Honorable Maestro, tu servidor y apóstol para encargarme del caso. La referencia que tenemos de tu vida, estudios y activismo social son excelentes.
Nuestra conclusión es que has sido vilmente aprovechada por el Demonio Blanco. Al enterarse de que tomas conciencia de tu raza y te resistes a continuar siendo un instrumento contra ella, contra tus hermanos negros, han decidido hundirte en esta cárcel de prostitutas.
Transpiraba un rencoroso aliento. El delgado y ensortijado alambre de su cuerpo toma temple y resonancia en la medida en que hablaba.
–Veo poco probable que puedan ayudarme. Tengo serias discrepancias sobre las ideas que predica la nación de islam porque soy enemiga de la segregación.
No era polvo que se deje arrastrar por el viento. Se le incendió la voz como lo hacía en sus prédicas callejeras:
–No hay que olvidar el crimen cometido contra el hombre negro por la loba que se llama cristiana. Alá ha dado al Honorable Maestro una espada de dos filos para cortar el Diablo Blanco que se ha incrustado en nuestra mente.
Me puse a andar en derredor de la butaca. Del otro lado de la reja, la carcelera alarga su vista pero sus ojos no podían reflejar nuestras imágenes ni sus oídos seguir el eco de nuestras palabras.
Primero me enceguecieron los lampazos y después, retardados, escucho los disparos. Venían del futuro. Alcancé a ver que Malcolm X se lleva la mano al pecho, desplomándose sobre el charco de sangre que ya lo esperaba en el piso del gran auditorio. Pero antes de que su cuerpo se desangre, rápidamente se reincorporó y sin despedirse, como si recordara una cita olvidada, pidió a mi carcelera que le abra la reja.
–Ahora, Agne Brown, a tu ancestro Zaka, lo llaman Oreja Mocha, pero soy el mismo ekobio que trajeron de las islas del mar de las Carolinas.
A unos cuantos nos dejan en la ciudad donde los nuevos amos franceses nos hundirán en el sótano de una fábrica de ron. Tenían miedo de que el sol que se pasea por las calles de New Orleans nos acicateara el deseo de la fuga. Los demás, doscientos ochenta, los condujeron a las plantaciones de caña.
Nos gritaban en una lengua distinta a la de los antiguos dueños de las Islas Vírgenes, pero les entendemos: es el mismo ladrido de la loba blanca. Aquí en la destilería somos más de cuatrocientos descamisados, derritiéndonos con las fogatas de las grandes pailas que nos impiden distinguir la noche de los días.
Apenas el repetido canto de los gallos nos hace soñar con amaneceres. Los oídos húmedos, la piel mojada, siempre nadando en los vapores del ron sin que nos dejen probarlo. Por eso, tal vez, nuestra primera fuga terminó en una deplorable borrachera.
Solo tres meses después nos sacan para que miremos las calles de New Orleans. ¡Así debió ser el Tumbuctú de nuestros emperadores mandingas! Mansiones, perros, coches tirados por enormes caballos y el remolino del muntu. Pero a mí solo me importaban los ekobios. Abundan tantos como en Cacheo.
Sujetos por las cadenas, vigilados por el capataz, semidesnudos. Me sorprende que solo hablen la lengua extraña de los amos. Algunos de ellos vestidos con casacas, polainas y largos sombreros nos miraban con desprecio desde el alto puesto que ocupan en los coches detrás de la grupa de sus caballos.
Aquella misma tarde, cuando nos sepultan de nuevo en los oscuros sótanos de la fábrica, comuniqué a tres de mis ekobios el plan de fuga que solo logramos realizar un año más tarde. Contábamos con uno de los botes de la compañía, tres palancas, dos remos y la vía ancha del Mississippi. Todo hubiese salido bien si a última hora no agregamos a la cuenta una garrafa de ron. Dos días después, mientras nos reponíamos de la borrachera bajo la maraña de un pantano, nos descubren por el tufo de la garrafa que habíamos dejado destapada.
Viajábamos en la fantasía de la embriaguez, libres, hijo de Oya nadando en las aguas del Níger cuando realmente nos regresan a las calles de New Orleans. Los guardias nos arreaban a culatazos pero aún delirantes, confundíamos sus quepis con las coronas de fuego de los ancestros protectores. Detrás, persiguiéndonos, la jauría de perros lame la sangre que dejaban nuestros pasos. Ya en mitad de la plaza, entre el coro de los ekobios que cantaban viejas canciones de sacrificio, a cada uno de los fugitivos nos cortan una oreja.
…Pero conocimos la morada de los manatíes y cocodrilos en el gran Mississippi. Cubiertos por las ramazones desde el oculto pantano veíamos correr sus aguas turbias y profundas. La siguiente noche nos arriesgamos a cruzar la corriente. Cada golpe de remo nos aleja del amo, pero también, sin saberlo, cada paso nos acercaba a la esclavitud. ¡La cárcel de la loba no tiene límites!
Todavía con la herida abierta de la oreja arrancada me compra un negrero que revendía esclavos en Clarksdale. Pagó poco debido a mi oído agusanado pero se cuida mucho de argollarme con doble cadena. Otra vez vuelvo a ocupar mi puesto en la barcaza de negros cazados en el Gambia, tiempos idos, tiempos renovados. El canto, la lluvia sudor y el rebenque que desmaya el músculo:
El río es un camino el río es un camino.
¡Mississippi!
El río es un camino sin cabeza y sin cola.
¡Mississippi!
Te mido por mis penas
largo camino de sangre sin cabeza y sin cola.
Quienes denigran de mí, Booker T. Washington, porque un día almorcé con el presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca; por haber visitado a la reina Victoria en su palacio de Windsor y admitido títulos honoríficos de la Universidad de Harvard, esos han olvidado de ex profeso que soy hijo de una esclava. Antes de cumplir los cuatro años de edad ya era recolector de sal en las minas de mi propio padre, en Saltville.
Después, un tanto avergonzado de que su pequeño hijo trabaje en alquiler como otros muchos de sus esclavos, mi padre decidió señalar tareas domésticas a mi madre y a mí en la gran casona de su plantación. Desde entonces tengo la dura experiencia de conocer el «lugar» del negro en la sociedad sureña.
Siempre miré a mi padre con la doble distancia del amo y del blanco. Raras veces, en las muchas que cruzó a mi lado en el patio, en las bodegas, en los campos de recolección, en la cocina, dirige sobre mí una mirada de afecto.
Yo era apenas el mal recuerdo de unas horas de lujuria. Mi madre, siempre que lo encuentra, baja la cabeza, obediente, sumisa, como esa noche en que le sembró sin caricias la semilla de mi vida. Nunca escuché de ella un reproche por aquella violación. Es posible que en esta actitud materna se pueda desenterrar el porqué de mi carencia de odios hacia los blancos.
En la casa del «padre amo» estuve cerca de todas aquellas cosas que había mirado desde la barraca donde nos hacinábamos los esclavos. La rueda de los coches, los aldabones de cobre, los grandes espejos, los relojes con su oculto corazón golpeando la oscuridad.
Anoche, mientras dormía entre cajones de gallinas ponedoras, veo que se acerca un anciano alumbrándose con la lámpara de sus ojos. Vestía un largo sayón de cenizas, el mismo con que habían enterrado a mi abuelo después de que una mula lo pateara en el cobertizo. Me dijo que se llama Ngafúa, caminante de los tiempos.
–Ha llegado el momento en que dejéis de ser meros sembradores de granos y criadores de cerdos. Volved a reconquistar los conocimientos acumulados por nuestros sabios en las universidades y cortes imperiales del antiguo Níger.
Conté a mi madre las andanzas recorridas con la sombra de mi abuelo.
Entonces me asegura que no son fantasías:
–Realmente existen tales universidades y escuelas en Hampton. Los mapas dejaron de ser simples hojas de papel para convertirse en brújulas que me señalan ciudades y caminos donde habitaban otros hombres. Supe hacia qué lugares se dirigían los coches y de dónde llegan todos los veranos las golondrinas.
Los primeros dineros para el viaje los gano como cochero de una granja.
¿Cuántas veces no pensé en dirigir la carreta hacia Hampton para matricularme en el Instituto de Artes y Oficios del general Samuel Chapman Armstrong?
Con desazón sospecho que mi escaso salario no me permitiría acumular rápidamente el valor del pasaje. Enterados de mis propósitos, los ancianos del pueblo me regalan peniques, níqueles y monedas de veinticinco centavos. Pero fueron los quince años los que me hicieron rico. Tengo la suficiente valentía para lanzarme a la aventura con unos cuantos dólares en el bolsillo, una brocha de pintor y mis fuertes piernas para caminar.
Cuando llegué a la puerta del Instituto, compruebo que no había sido un sueño la visita del viejo Ngafúa. Pero también supe que mi vida es un eslabón ligado a los difuntos y vivos que me habían ayudado con sus limosnas.
Esta conciencia me obliga a volver a mi pueblecito natal cuando nada nuevo tenía que aprender en Hampton. Durante muchos años soy el único maestro de madres que aprenden en las mismas cartillas de sus hijos; enseño a las muchachas casaderas que arrastraban a sus novios a las bancas de la escuela. Otros dejan a la entrada sus azadones y con las manos sucias de barro ensayaban con dificultad el manejo de los lápices.
Sin embargo, son los ancianos los que más me sorprenden: sus deseos de aprender superaban los míos… hasta aquella tarde en que se apostó frente a la escuela la diligencia del correo. En las letras del sobre reconozco la escritura del general Armstrong.
En Hampton me esperaban sesenta indios cheroquíes recién llegados al Instituto. Apenas era un simple supervisor del dormitorio, pero desde el primer instante me afano para que esas noches se conviertan en horas de desvelo para los indígenas. Supe entonces que el hambre de conocimiento es propia de todas las razas.
No obstante, Agne Brown, desde mi sepultura quiero reconocer lo extraviado de mis propósitos cuando pretendí educar a los libertos en técnicas que ya habían sido superadas. Ansioso por redimirlos del trabajo rústico que yo mismo había practicado durante la esclavitud, no advierto que nos resignábamos a continuar siendo los fogoneros de la nueva sociedad industrial. La dolorosa situación de los ekobios hambrientos fue lo que me llevó a decir, y no me arrepiento de ello, que «más les valía ganarse un dólar en una fábrica que poseer la libertad de gastarlo en la ópera».
Mis palabras no fueron, como muchos lo piensan, inspiradas por el desprecio que nunca tuve por la educación académica. Después de mis polémicas con Du Bois y otros ekobios intelectuales, en mis madrugadas sin sueño regresaba a las aguas del Níger en busca de la olvidada sabiduría de los ancestros.
Una noche me hallaba dialogando con el abuelo Ngafúa cuando me llega la invitación que me hicieran un banquero blanco y un mecánico negro de Alabama para que enseñara en una pequeña escuelita de Tuskegee. Sentada a orillas del lago Chad, la sombra abuelo construyó con arena las futuras máquinas del muntu. Y luego, sin agregar una palabra, las borra con un puñado de arena. Comprendo. La escuelita de Tuskegee sería apenas un comienzo.
Los alumnos me esperaban sentados en el suelo. Los niños permanecen descamisados y muchos adultos ni siquiera tenían zapatos. La escuela estaba tan destartalada que cuando llueve debo abrir mi paraguas para proteger las páginas del libro con que enseño.
Fue entonces, cuando soñando, sueño construir con mis alumnos un nuevo edificio. Con las manos y rostros enlodados comenzamos por improvisar nuestras propias herramientas. Alumbrándonos con mechones encendidos pudimos atar los días a las noches. Pronto nuestro esfuerzo contaminó a todos los ekobios de Tuskegee. En los hornos de las cocinas se asan ladrillos; las mujeres preparaban caldo para los estudiantes y una anciana nos trajo cuanto tiene: los seis huevos puestos por su única gallina.
Se afirmaban los cimientos, se levantan las paredes y un día nos sorprendemos de encontrarnos sobre el techo. Nunca más la lluvia mojó nuestros libros.
Agne Brown, para valorar lo positivo o nefasto de mi obra es necesario que tu vista se extienda en la profundidad del tiempo. Así podrás distinguir al ekobio Daniel Hale Williams disponiéndose a repetir la hazaña solo antes lograda por los cirujanos del antiguo Egipto: abrir y suturar el corazón de un paciente vivo. Verás en el viejo instituto en Tuskegee al profesor George Washington Carver alimentando con savia sintética las raíces de los cafetos.
¡Oye! El joven Granville Woods te trasmite la primera señal inalámbrica desde un tren en movimiento.
Ningún artilugio visto o soñado está vedado a la inteligencia del muntu. Ninguna otra raza, ningún otro pueblo, con herramientas o sin ellas ha podido sobrevivir bajo las peores inclemencias e injusticias, a los poderes más despóticos, a la opresión más desculturizadora.
Entonces, cualquier tarea que nos propongamos podrá ser cumplida heroicamente. Se trata solo de encontrar la técnica, la oportunidad, el procedimiento para homologar y dirigir a nuestro pueblo en la construcción de su propio destino.
Con los primeros soles de agosto advierto que la sombra invisible de Legba me acompaña. Al despertar de los largos insomnios, los músculos tensos, dolorosos, confirmaban con indudable certeza que he desandado muchos pasos en lo más íntimo de mí misma.
No te ocultes bajo la falsa máscara negra que ciñeron a tu rostro como otra carimba de propiedad. Afiánzate en lo profundamente vivo, inmemorial de tus ancestros.
Por dos veces me muerdo la punta de la lengua para cerciorarme de que realmente no estoy aquí. El reloj marca las veintidosquince. El taxi se detuvo un instante antes de dejar la avenida de Broadway. Ahora con el semáforo libre, dobla la esquina. La caldera de Harlem hierve a pesar de la noche.
Los ekobios ablandados por el calor aflojan la cuerda de su ritmo. Largo rato después recuerdo que no he revelado la dirección al chofer. Solo entonces comprendiste que viajas compulsada por fuerzas que navegan hacia un futuro cuyo destino se encuentra en tu propio pasado.
Observo al conductor y su cara se me pierde en los recuerdos. Lo has visto con los brazos abiertos señalándote otros caminos. Uniformado, alto, fornido. Sí, aquel gendarme de tránsito que me indicara el lugar donde vive Joe. No obstante, sin mover los labios, te habló con el acento del tío Anton:
–Hemos sido violentamente arrancados de África y esparcidos por el mundo. Sufrimos la opresión donde quiera que nos han arrojado, pero lo que jamás logrará la loba es que ningún negro pierda la fe en sí mismo.
Nos detuvimos. En este edificio, frente a esa puerta, habías estado preguntando por Joe. Buscas a los niños que te rodearon al pie de la escalera. La quinceañera te guiña el ojo con la malicia de una vieja prostituta. Yo sé que la miro aunque realmente su falsa presencia apenas sea una sombra. Te sobrecogió el temor de aquella visita. Observas hacia arriba por el retorcido alambre de la escalera esperando encontrar a la rubia que te arrebata la inocencia de Joe. Por primera vez escuchaste que te nombran:
–Agne Brown, los ancestros te esperan.
Ya habías decidido subir cuando allá abajo en la oscuridad del sótano la luz entreabrió la puerta. Nunca antes la habías visto, pero sabes que es la hermana Wright quien te alumbra con su vieja lámpara. Tal vez porque su vestido negro te recuerda a la «tía» Ann, a quien siempre viste de luto con el eterno vestido de su viudez.
Ahora rememoras con alegría que los intentos de tu padrastro por alejarte de la cocina no han ahogado el afán de chuparte los dedos después de comer los ponqués empapados en miel y leche que ella te preparaba.
–Por fin estás con nosotros. Te hemos esperado desde que tu abuela Sosa Illamba llevaba en su vientre la semilla del muntu.
Veintidos treinta. Verifico entonces que el tiempo de los vivos no corre parejo con el andar de las sombras. Dos ancianas animan un diálogo que venía prolongándose sin edad. Sojourner Truth abrazando su Biblia y Harriet Tubman con el fusil al hombro.
Pasaste cerca de ellas preocupada de no rozarlas por temor a que se desmoronen. Miro alrededor buscando a alguien conocido. En el fondo la puerta de la sala permanece abierta. No puedo descubrir de qué punto procedía la luz que oscurece el recinto cuando el viejo Ngafúa apareció sonriente:
–Entra, esta es la casa de los ancestros que moran en ti, en mí, en la familia de los ekobios.
Se me hiela el respiro. En la estrecha alcoba, sin espacios ni paredes, tu cara se desdobla al reflejarse en los mil rostros de los ancestros. Sentados unos sobre otros, superpuestos, te bañan con sus miradas sin tiempo.
«Somos necesariamente la vida y la muerte».
La inscripción kush está grabada sobre el ataúd, pero la habías leído diez mil años atrás en un fragmento de arcilla encontrado bajo las arenas del lago Chad. En el cuarto antiguo persistía la invisible presencia de la hermana Wright frente al cadáver. Apoya su sombra sobre mi hombro para comunicarme su dolor:
–Mi hijo Malcolm, asesinado por la Policía el pasado agosto. Aunque lo cubría el peso de los siete velos islámicos, escucho su voz:
–Aparta la luz oscura que ahora te enceguece y observa con la mirada clara de nosotros los difuntos.
Resbalas en la telaraña de los sueños y dudas de lo que oías aun en el supuesto caso de que puedas estar despierta. Desesperada persistes en acomodar tu visión a la luz que te inunda. Alcanzas a ver que el abuelo de la hermana Wright recobraba sus movimientos en el retrato pegado a la pared. Puso en orden sus bigotes y se abre el cuello de la camisa para mostrarme la sombra de la soga.
–¡Linchado! –me dice amargamente la hermana. Habías olvidado la violencia de esa palabra. La muerte de un negro en la soga de un blanco se te hizo natural, es parte de tu educación. Levantaste la cabeza y reencuentras a tu padre colgado de la viga. La claridad de la luna proyectaba su sombra sobre la pared.
Pero no era un simple juego de reflejos, pues oyes claramente que remacha los clavos contra la viga. Me dijo que iríamos a vivir los dos solos bajo ese techo, aunque sabe que tarde o temprano lo colgarán. No me sorprenderá cuando lleguen las caterpillars a destruir nuestro rancho.
–Viviré aquí el resto de mi inmortalidad porque nadie puede desalojar un buzima del sitio donde expira.
Avanzaste hasta la puerta de la cocina donde te esperaba la «tía» Ann.
–Cuéntame, ¿en qué piensas? ¿Dime por dónde has andado, a quién veías y de qué hablaban?
Se sorprende de que puedas enhebrar tus sueños mientras te refiere muchas historias a la vez:
–Había una señora allá en Virginia que caminaba sin tener pies. Me decía nieta pero nunca pudo cargarme porque sus brazos eran enormes hojas de tabaco resecas por el sol.
Reía y ríe, regocijándose en el remolino de sus propias carcajadas. Veintitrés horas. Precipitadamente, arrastrada por Legba, salgo corriendo a cumplir la cita que tengo concertada con los reporteros. Las sombras de Sojourner y Harriet permanecían imborradas por la luz del nuevo día.
El taxi te espera. Subiste y una vez en el interior, mirando en el espejo retrovisor el rostro del tío Anton, le dices secamente:
–Llévame a la cárcel.
Al instante te hierve el frío de las esposas sujetándote las muñecas.
Siento una desolladura de siglos.
Las cámaras de los fotógrafos se acercaban tanto que tienes la impresión de que te hallas fuera de la celda.
–Seguramente se acogerá a la libertad de culto garantizada en nuestro país para justificar la poligamia que predica.
–No es necesario, aquí todas las religiones permiten que sus dioses sean polígamos y que las casadas declaren públicamente su adulterio declarándose sus concubinas.
Te vuelves más osada. Una invisible energía circunda tu pequeño cuerpo.
–La policía afirma que en la casa de la hermana Wright han encontrado pruebas de proxenetismo.
–Efectivamente, nuestras mujeres cohabitan allí con Changó.
En Clarksdale llegaba gente sucia de todas partes. Negreros, cazadores de osos, fugitivos blancos escapados de las cárceles… y nosotros. Me apartaron del grupo. Mi oreja invisible atrae la vista de los compradores. No sé cuánto pagó por mí pero llevo la cuenta de las patadas y puños que Johnson Robb descarga sobre mi cuerpo.
–¡Esta para que no te olvides!
–¡Esta para que despiertes!
–¡Esta para que no duermas!
Desde el primer golpe supe que está muerto. Primero le corté una oreja. Entonces descubrí que es sordo y que nunca oyó mis maldiciones. Luego por pedazos le voy rebanando los miembros, un corte por cada azote. Como tengo piedad de los chacales hambrientos dejaré el resto sin sepultura para que lo devoren esta noche.
Lo que te cuento sucedió un año después de que me encerró desnudo en una perrera con cuatro fieras que odiaban a los negros.
–Puedes largarte el día que te dé la gana porque por mucho que corras te alcanzarán. ¡Ya mis animales probaron tus carnes!
La cosa resultó fácil. Desde entonces sé que no solo debía asesinarle sino envenenar sus perros.
¡Miren, tengo que llegar donde me esperan mis mulas!
¡Esta es Doy!
¡La otra Carry!
El surco hemos de arar bien derecho
que lo siembre bien derecho dice el amo
que lo siembre con mi sangre.
¡Miren, tengo que llegar donde me esperan mis mulas!
Mi lomo y sus ancas sus ancas y mi lomo, son una llaga.¡Esta es Doy!
¡La otra es Carry!
Una vieja y sola llaga alimentando a los blancos alimentando a Johnson Robb.
¡Miren tengo que llegar donde me esperan mis mulas!
La una es tuerta de un ojo la otra manca de una mano.
¡Esta es Doy!
¡La otra Carry!
Hemos abierto la fosa ancho y profundo es el hoyo hemos abierto la fosa
donde enterraremos a Johnson Robb.
En esta vez he decidido escaparme solo y sin garrafa de ron. No robaría de su despensa ni un solo grano, solo el veneno que tiene para matar lobos. Me servirá para envenenar los perros. Es el día de la paga y el capataz se ha largado para Clarksdale. Johnson Robb nos deja cantar toda la tarde y a la media noche nos quitó los instrumentos para obligarnos a dormir. Las vacas continuaron despiertas en el corral.
El ojo abierto aunque sueñan que la noche les llena las ubres de leche. Dejó su lámpara encendida como lo hace siempre que se emborracha los sábados. Solo que esta noche se atragantará con su propia sangre. Duerme y no se da cuenta de su muerte. Esto es lo único que lamento, no se dio cuenta del cuchillo que le deja sin respiro. ¡Primero le corté las orejas y después, lo demás!
Agne Brown, el resto te lo he contado y para que no te olvides te lo repito. Soy Zaka, tu primer ancestro sepultado en estas tierras.
¡Esta es tu nueva casa! ¡Te la entrego para que la compartas con la loba blanca y no dejes que la destruya!