En el pasado debió ser una alquería de las que se fueron fundando hacia el oeste a través de las antiguas tierras de los apaches. Entonces no tendría los tres pisos y el penthouse, ni sus alrededores limitados por muchas iglesias que tapan la pequeña colina en donde posteriormente se construirá la universidad.
Pero ya Lawrence es paso obligado de aventureros y familias que viajaban con baúles, jaulas de pájaros, yerros, el jefe de la familia con el fusil cruzado sobre las piernas y la rienda de los caballos entre los dientes. Por aquí entró el grupo de sus fundadores.
Miran las vegas del río Kansas previendo la conveniencia de una buena provisión de agua. Después decidieron quedarse allí a la sombra de los pinos salvajes. Fuese esto o lo otro, la casona es hoy fonda en donde llegaban a tomar los alimentos principalmente los empleados del Gobierno que trabajaban en la construcción de una fábrica de municiones.
Gentes venidas de diferentes estados del centro de la Unión; algunos yankis que habían vivido muchos años en el sur y que después de la Guerra prefirieron rodarse más al norte porque se les tenía por espías del ejército de ocupación. Pasajeros ocasionales, comerciantes, predicadores, obreros, artistas y saltimbanquis que procedían de Kansas City, New Orleans y St. Louis Missouri. Ninguna huella dejan, salvo cuando constituían la familia de algún circo cuyos números de pista y acrobacias embobaban a los parroquianos.
Mucho tiempo después de arrancada la carpa se les oía hablar de la cantante y la bailarina que durante las noches osaban presentarse en público sin faldas y con calzones de encajes ceñidos por debajo de las rodillas. Mi padrastro, desde luego, me mantiene alejada de ellos. Sin embargo, al pasar los desfiles anunciando la función, asomada a la ventana yo alcanzo a mirar las caras pintadas de los payasos.
Un día, atraída por la banda de músicos que encabezaba el paso de las jaulas de leones y el lerdo caminar de los camellos, quise sumarme a la algarabía de los muchachos, aprovechando la ausencia de mi padrastro. Escaleras abajo salgo a la calle y me escurrí por entre las piernas de los blancos en el momento en que una cabalgata hacía sus piruetas.
Al principio solo observé a los jinetes con su malla de lentejuelas, pero después, el palafrenero negro que sujetaba uno de los caballos me llenó de otra vida. «¡Tío!», exclamé tan fuerte que volvió su cara buscándome con el movimiento de cabeza con que solía llamarme mi padre. La rienda de la sangre me tira y escurriéndome por entre las piernas del señor Perkins, dejé atrás el ladrido del perro de la señora Rogers y consigo alcanzarlo. Marchaba atento al caracoleo de su caballo cuando me agarré de la mano que llevaba suelta.
Me mira fijamente a los ojos como si de mucho antes me esperara, acogiéndome con la mayor suavidad con que podían apretar sus dedos. En un instante intercambiamos sueños y olvidos. Viejos encuentros de sangres. Y cuando me dejaba arrastrar de su fuego, mi padrastro alcanzó a desprenderme de su puño.
–Te dejas llevar fácilmente de la tentación. ¡Dios poderoso, dale un poco de calma a su sangre…!
Aún delirante por aquel reencuentro con mi tío Anton creo que escuché la palabra «negra» que mi padrastro no alcanzó a proferir. Me revuelco entre sus brazos y le golpeaba el pecho mientras la mano en alto del palafrenero se despedía a lo lejos con su sombrero de copa.
Ardían algunos escombros. El reverendo Robert, tu padrastro, mostró a los fotógrafos el púlpito carbonizado en donde tantas veces predicaste que el hambre y la miseria son brasas del Señor para probar la resignación de los negros.
–Mi hija fue tentada por el Demonio en ese lugar cuando leía la Sagrada Biblia.
Dos ancianas polacas, cubiertas las cabezas con velos oscuros, afirmaban que te conocen de pequeña aun cuando nunca supieron que eres la hija de Timothy Brown, ahorcado en Georgia. Nadie escuchó tu sermón aquella tarde y sin embargo comentarán:
–Aconteció en la madrugada. Puedo asegurarles que fueron los musulmanes negros. Los domingos se congregan allí en la esquina, predicando el odio contra el Diablo Blanco y la integración racial.
Las dos lenguas de Damballa, el humo y el fuego, lamían la capilla cuando aparecen los bomberos. Mucho antes los enmascarados habían llegado con sus metralletas y a golpes desbandaron a los pocos feligreses negros y blancos que cantaban himnos religiosos. Aún más, en la tarde, a la hora en que tú acostumbras a visitar a los padres de familia a su regreso del trabajo, estuvieron en la iglesia algunos de tus compañeros de la Nueva Escuela de Investigación Social.
Habían reunido a las muchachas y muchachos puertorriqueños y les repitieron las consabidas preguntas sobre prostitución y consumo de drogas. Ahora, precisamente son estos quienes arrojan agua a los policías por las ventanas y han pintado consignas en las paredes con las serpientes de Legba:
No estamos solos, nos acompañan las sombras de nuestros ancestros y descendientes.
El arzobispo de la diócesis de Washington ha prevenido a la comunidad católica, afirmando que «el nuevo culto despierta falsas esperanzas en los desesperados confundiéndolos con el equívoco de la salvación. Particularmente si quien lo predica se mostraba sumisa, hasta hace unos pocos días, a las enseñanzas de Cristo».
La anciana que vende los ejemplares del periódico Muhammad Speaks afirma convencida:
–Los diablos blancos no saben cómo devorar a la hermana Agne Brown.
En Chicago y Philadelphia se organizan mítines que terminarán en tumultuosas manifestaciones patrulladas por la Policía. Ya entonces, aunque tú no lo veas, los Escorpiones Negros rondan a tus seguidores cuando escuchaban a Malcolm X:
–Cuando veo que un policía armado de pistola y cachiporra golpea en la boca a un hermano negro, siento que el puñetazo se encaja en mis propios labios porque sé que eso le puede suceder a cualquiera de nosotros.
Desde los balcones los líderes del Comité de Estudiantes No Violentos, rodeados de micrófonos y bocinas, invitan a los transeúntes a sentarse frente a la oficina del juez que ha ordenado tu encarcelamiento.
Los escritores y artistas negros callan. Mañana, cuando el muntu despierte con tus prédicas y coreen por las calles el glorioso nombre de Changó, repetirán las mismas monsergas lanzadas contra el profeta Marcus Garvey: «El Culto a la Vida y las Sombras es una explosión irracional de negros ignorantes y fanáticos».
Por el momento, los ideólogos racistas se han adelantado a condenarte. En una entrevista televisada el profesor Harrington, indagatoriado por las autoridades sobre la «capacidad intelectual» y «responsabilidad profesional» de su antigua alumna, reveló hechos que divulgará ampliamente la prensa.
–A mi despacho llegó la señorita Brown a quien había dejado de ver por varios años. Quería conocer mi opinión sobre un pretendido renacimiento del paganismo africano en las religiones modernas. Le hice ver la vacuidad de sus ideas, que el pensamiento científico y religioso del americano contemporáneo no podía retrotraerse a las prácticas hechiceras de los brujos africanos.}
No obstante, tengo que reconocer que posee tales conocimientos de lenguas y religiones africanas que me hicieron dudar de que hubiese podido adquirirlos sin intervención de fenómenos extrasensoriales.
La memoria te hacía recorrer la amplia casona de Lawrence. Puedes adivinar los sitios donde sufriste las primeras opresiones. La sala del comedor. Tu padrastro debía agarrarte de la mano al entrar. Recobras el olor de los blancos, la mesa donde se sentaba la señora Rogers con su pequinés que siempre que te ve, alerta a los comensales con su gruñido:
«aquí está la negra». Te habrías quedado paralizada en la entrada si tu padrastro no te hubiese acostumbrado a sujetarte de su mano para obligarte suavemente a avanzar hasta el rincón de su mesa. Allí permaneces quieta con tus bracitos de trapo. Aunque no te miraran, pues ya se ha dado por admitida tu presencia, cada día te hacen sentir su rechazo. Porque todo es una fingida tregua desde la primera vez que oíste el ladrido del perro denunciándote y que repite siempre que te asomabas con las trencitas de tus cabellos retorcidos tejidos por la «tía» Ann.
Las escaleras te producían una sensación de desahogo, sobre todo cuando logras subir los dos primeros tramos e inicias el ascenso de la parte estrecha, más iluminada, que conducía al penthouse.
¿Recuerdas que al subir cerrabas los ojos, sujetándote de la baranda opuesta a la habitación del señor Perkins? Donde quiera que lo encontrabas en la casa, apoltronado en su silla a la entrada del comedor o leyendo bajo el árbol, cierra el libro (¿Sientes el color de sus carátulas?) para indicarte con el dedo sobre sus labios que debías callar. Fuera de la alcoba jamás reías o alzas la voz; apenas rozas con tus zapatitos los pisos de madera para impedir que traqueteen. Pero inexplicablemente el viejo Perkins te presentía aun en la oscuridad, solo por el olor de tu piel.
La señorita Elizabeth ocupaba el tercer piso. El sol se filtra sobre su puerta después de agujerear el tragaluz del techo. Nunca estás segura si en efecto era así o si te olvidas de la oscuridad después de saltar el último escalón de la escalera. Su gato asomado a la puerta te sigue dos o tres peldaños para ronronear entre tus piernas. Lo cierto es que allí te detenías y aunque sabes que han sido puestos sobre una mesita para ti, pillas a hurtadillas los caramelos que nunca probaste en su presencia. Hubo noches, eso nunca lo has olvidado, en que abandonas la cama mientras dormía tu padrastro, solo para robarlos.
Ahora te es imposible distinguir si tu inclinación a hurtar los confites encubría una afirmación de ti misma o un rechazo al soborno de quien pretende ganar tu simpatía a sabiendas de que te es repulsiva. ¿Por qué este oculto rechazo por la única persona blanca que trata realmente de atraerte?
Agne Brown, quiero que tengas la certidumbre de que solo recobrabas tu identidad de negra en la soledad del penthouse. Además de la soledad están allí las ventanas por donde te huías. Las contaste repetidas veces:
¡dieciséis cristales para que entraran el sol y la luna! Desde allí puedes mirar los alrededores, como decía tu padrastro, «con la nunca apagada mirada de Dios». ¡Mentira, son los dieciséis ojos escrutadores de Legba que te permiten palpar la vida en el interior de las cosas aparentemente ocultas!
El arce estaba plantado frente a la casona. Sus ramas altas se entran por la ventana del penthouse y aun sobrepasaban el techo. Desde el primer día en que llegaste, corres a la ventana. Por mucho tiempo te quedas asombrada de poder tocar sus hojas con solo estirar la mano y en el momento de escoger el lugar de tu cama disputaste a Susan su cercanía.
Habías visto que los árboles mudan el color de sus hojas en otoño y confundida preguntaste a tu padrastro:
–¿Algún día cambiará el color de mi piel?
Apoyó la Biblia sobre sus piernas, te mira a la cara y trató de adivinar las sombras que comenzaban a manchar tu mente.
–¿Para qué lo quieres?
–El perro de la señora Rogers dejaría de ladrarme.
–Es un animal.
–No ladra a ningún blanco en esta casa.
Volvió a abrir la Biblia y buscó en sus páginas un lugar donde esconder su vergüenza.
Desembarca en una fría y desolada noche de marzo cuando nadie lo esperaba… una década después al ser deportado, los millones de ekobios de América los despedirán con lágrimas.
Su sombra, la maleta al hombro, viajó sola por los socavones del metro sin que las locomotoras puedan aplastarla. Al caer la tarde marchaba entre los desocupados de Harlem en pos del dios negro que buscaba.
Frente a la casona de ladrillos rojos preguntó por Agne Brown y el Culto de las Sombras. La hermana Wright se confunde al advertir que su rostro alucinado tiene la misma fisonomía del retrato de su abuelo, linchado veinticinco años atrás. Sorprendida, le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
Tiene la duda de haber sepultado al abuelo con la misma soga con que lo subieron a la horca. Entonces le había dicho: «Muéstrasela al Señor para que sepa quiénes son tus asesinos».
–Me llamarán el Ras-Tafari.
Entonces supo que no lo había conocido antes aunque lleva el rostro de su difunto abuelo.
Le acomodamos un colchón debajo de la escalera donde dos noches antes había muerto el perro de la hermana Wright. Entonces supimos, Agne Brown, que el animal estuvo llamándolo con sus aullidos antes de su muerte.
El extraño bebió agua y después de lavarse los ojos con los dedos mojados en saliva, volverá a sumergirse en el sueño. Por tres días más anduvo sonámbulo, sacudiéndose el zumbido de las orejas.
Al cuarto anuncia:
–Millares de ekobios morirán en la Gran Guerra.
Por las noches sobre el colchón repite las vueltas que había trazado el viejo perro en su agonía. Se quejaba tanto que la hermana Wright pensó que lo apalean en otra vida. Preocupados de que pueda enloquecer de hambre, al regresar de las bodegas del Down East, le traíamos pedazos de pan y pellejos de jamón que traga sin masticar. Al quinto día vuelve abrir los ojos. Las telarañas envejecidas cubrían sus pestañas. Nos mira como si desconociera nuestras caras:
–Tendremos que disciplinar a nuestros hombres, mujeres y niños para la liberación de África.
Volvió a dormirse ates de que pudiéramos interrogarlo
Al sexto día su cuerpo echaba humo y desprende olor a pólvora. Asustada de que pudiera incendiarse su casa, la hermana Wright le quitó las ropas y entonces descubrimos que las serpientes de Legba queman su pecho. Lloraba y nos pregunta con padecimiento:
–¿Dónde está el Gobierno del Hombre Negro? ¿Dónde su rey y su reino? ¿En qué lugar se halla su presidente, su país, su embajador, su Ejército, su Marina y sus hombres de negocios?
Pero fue en el séptimo despertar, Agne Brown, cuando anunció su gran profecía:
–¡África para los africanos del mundo!
Esa misma noche se presenta un shepherd con barbas de ceniza y un turbante rojo. Llegaba de Jamaica, de la bahía de Santa Ana y en lengua antigua, nos habla del enviado:
–De recién nacido nunca gritó y en sus primeros cuatro años de vida sus labios no pronuncian palabra profana. Pero en la mente del Ras-Tafari ya estaba designado que el profeta despertaría a los ekobios de América con el fuegotrueno de su voz.
Apenas señalaba con el dedo, pero sonríe cuando escucha el canto de los pájaros. El médico le cortó el frenillo pero ni aun así su lengua puede martillar las sílabas. Los vecinos aconsejaron a su madre que lo lleve a la gobernadora del Culto Baptista Nativo para que la sombra del difunto Charles Lewis, el angel-man de los cimarrones jamaiquinos, traiga el trueno a su boca.
Aquella tarde, distantes del poblado, jugaba bajo una ceiba. Yemayá había arrojado sin descanso sus aguas sobre la isla. Los padres del niño permanecen en la cocina calentándose con el fuego del fogón. De repente se abrieron las puertas del cielo y desciende la centella. Quedó tendido en un charco de agua, las ropas convertidas en cenizas y su cuerpo echando humo.
Todos pudimos ver que el rayo le había trazado en el pecho las culebrinas de Legba. La madre lo abraza, le abría los ojos, no oye. Se lo arrebato y corrí a una cañada donde lo hundo varias veces hasta que la madre Yemayá le apagó el fuego. El niño-ángel, revivido, pronuncia su primera palabra:
–¡Changó!
Por eso lo bauticé con el nombre de Marcus Moziab.
Ya que has llegado hasta el Fortín Negro, Agne Brown, revivamos las huellas que todas las noches recorro de la mano de mi padre el seminola Gato Salvaje. Te hablo de los tiempos en que los cachorros de la loba blanca mordían la cola de su madre. Huyendo de mi amo blanco, yo, Zaka, con una oreja mocha, llegué hasta aquí. El jefe indio me llama hijo y desde entonces en mis venas correrán dos sangres.
Los seminolas y los creeks han aprendido muchas cosas de los extraños. Recuerdan que los españoles les dieron armas para combatir a los ingleses cuando estos trataron de expulsarlos de sus tierras. Ahora los bosques y pantanos de Alabama, Virginia y las Carolinas están poblándose de cimarrones evadidos de las plantaciones de los blancos americanos.
Con un poco de maña podemos burlar el olfato y los colmillos de sus perros. Pero desnudos y hambrientos nada nos protege contra el hielo de la nieve que en invierno blanquea nuestra piel. Entonces solo los pueblos indios podían brindarnos refugio.
Durante la Gran Revolución, atacados por las tropas patriotas, los británicos abandonaron este fortín. Mil negros huidos de las plantaciones de Georgia y Florida convivimos en él con los seminolas y oceolas. Jamás antes dos pueblos mezclaron su sangre con tanto amor. Crecemos juntos y en un mismo lugar enterraremos a nuestros muertos.
Ahora, después de cuatro años de convivencia y libertad, el general Andrew Jackson nos ataca con la consigna de destruir el fortín, someter a los indios y devolver los negros fugitivos y sus hijos a los antiguos amos. Nadie dormía; vigilantes los muertos y los vivos. Nuestros cañones y fusiles responden al asalto. Muchas veces salíamos de nuestras posiciones para perseguirles y arrebatarles sus caballos.
Hasta la tarde en que una bala de cañón disparada por los republicanos haga volar nuestro polvorín. Los cuerpos destrozados de nuestras mujeres y niños, cenizas y lágrimas, caen sobre nuestras cabezas. Un río de sangre india, zamba y negra comenzó a correr hacia los bosques vecinos. La noche nos torna ciegos y solo nos alumbrarán los ojos de la venganza.
–¿Quiénes son aquellas sombras que nos atisban desde las ruinas del fortín?
–Agne Brown, reconócelos. Son nuestros aliados oceolas y mi padre Gato Salvaje, cacique de los seminolas.
Antes de que los coyotes anunciaran la salida de la luna escuchamos el violín del viejo Ngafúa. Sobre la muralla del fortín, rodeado de zambos y jóvenes indios, les habla de sus obligaciones para con los muertos:
–Cuando un ekobio se libera a sí mismo, da la libertad a sus ancestros muertos en la esclavitud.
Te estaba esperando apoyada contra la verja del jardín. Solo en otra ocasión la habías sorprendido allí, bajo el arce, fumando escondida sus largos tabacos de Virginia. Era un jueves y su espera seguramente nada tenía que ver con su hijo. Desde lejos te distingue a pesar de haber oscurecido. Llegabas de la universidad cargada de libros y salió a tu encuentro, antes de que entraras a la casona.
–¿«Tía» Ann qué haces aquí?
Te sorprendiste de hallarla fuera de la cocina.
–Joe parte esta noche para New York.
Los libros cayeron a tus pies. Sabías su decisión de marchar a Harlem, pero nunca creíste que llegaría ese instante. La «tía» Ann te sacó del embobamiento:
–Tienes tiempo de verlo.
Reaccionaste, eco que persigue el grito. La «tía» Ann trata de seguirte con los libros que ha recogido del suelo. Corrías y pronto tus pasos ahogaron sus palabras perdidas en la distancia:
–¡Que escriba, que no se quede mudo como su padre…!
Desde mucho antes de acercarte a la estación de buses lo habías visto aguijoneado por la ansiedad.
–¡Joe! ¡Joe!
Se adelanta a recibirte en sus brazos y buscó tu boca. Sus suspiros mezclados a tus lágrimas.
–Nunca imaginé que pudieras abandonarme… Se bebía tus besos, tus palabras.
–¡No creí que te quisiera tanto!
Te acomodó a su lado y te arrastra consigo como otra parte de su cuerpo. Anduvieron alejándose de la estación sin que adivinaran el rumbo. Te entregabas anonadada a ese estremecimiento que sacude tu raíz.
–¡Me haces daño, Joe!
Llegaron hasta la orilla del río. La represa contiene el flujo de la corriente. Caminaban en la oscuridad, descubren los pasos que juntos habían recorrido de niños. La humedad de la arena no alcanza a apagar el fuego de nuestros cuerpos. Deseabas que te continuara estrujando los senos y que su boca, esa boca ruda, sedienta, te succionara el aliento. Joe se puso a temblar. También es la primera vez que poseía una mujer.
Aun cuando sacudo el polvo de las máscaras de Changó, limpiaba las lanzas de los guerreros massai y ordeno las nueces de Ifá, durante aquellos días en que soy una de las asistentes del profesor Harrington en el Museo de Historia Natural de New York, nunca mis dedos se electrizaron al tocar estos objetos, muntu al servicio de los vivos y los muertos.
Puedo clavarles los alfileres de las fichas etnográficas, y aun llevarlos burlonamente a mi cara –la mañana en que riendo me puse la máscara Changó-Sol deseosa de asustar a mi compañera Dorothy– sin que durante aquel instante, oculta detrás del oricha de la guerra, se hubieran encendido mis ojos con sus relámpagos. Son días de blanqueamiento, cuando perdida mi imagen, aún duermo en el magara de mis ancestros.
Los domingos por las tardes acompañaba a mi padrastro a la iglesia de Harlem. Solo entonces, en contacto con los ekobios encuentro un poco de calor en mi orfandad. El viejo Shorthy se trae su destemplada guitarra y pinchándole las cuerdas, pide al Señor que vigile a su nieta Pat, una prostituta acorralada en el bajo Manhattan.
Algunas muchachas dejaban de tocar el tamborín en el coro y huyen a un rincón o se escondían en el retrete para arrepentidas regar sus lágrimas por las paredes y el baño. Acosándolas con preguntas, meciéndolas contra mi pecho, confiesan que están embarazadas de un blanco a quien conocieron una noche, una noche que se prolongará por el resto de su vida sin que sepan nunca su nombre.
–De todas maneras es tu hijo.
Renacía el llanto en el vientre, ya voluminoso y crece el temor de que les vaya a nacer un pelirrojo. Agarradas de las manos nos ponemos a cantar.
También concurrían anglos, italianos, judíos y hasta japoneses. Todos juntos cantábamos el mismo salmo, viejas canciones del sur inspiradas en los Evangelios, en la huida de Egipto, en el salto hacia el Jordán del norte. Al terminar el culto nos encontrábamos con los musulmanes negros que aguardan nuestra salida:
–Vengan hermanos y hermanas, el honorable Elijah Muhammad los espera. Vean mis lágrimas… desde que era un niño no acudían a mis ojos. Pero no puedo evitarlas cuando siento la responsabilidad que tengo, de ayudarlos a comprender lo que la religión del hombre blanco nos ha hecho…
Mi padrastro se detiene y me agarró del brazo, golpeado por aquella enorme roca que casi lo aplasta. Entonces supe que se llama Malcolm y que es el principal desplumador de nuestra congregación. Cientos, millares de negros abandonaban nuestras iglesias y se congregan en la calle 125 para escucharlo:
–¡Ningún negro cuerdo quiere en realidad la integración! ¡Ningún blanco cuerdo quiere en realidad la integración! ¡No! ¡El honorable Elijah Muhammad predica que la única solución para el negro en los Estados Unidos es separarse totalmente del blanco!
Al principio, Agne Brown, ahora, todas las noches vemos la sombra del abuelo Nagó. Unas veces se nos presenta vestido con la piel de puma y hablando una lengua de silbidos y cantos, nos dice que se llamará Nat Turner, en un tiempo todavía no llegado. Aún conserva sus ropas rotas, las barbas salpicadas con la sangre de sus amos.
Yo, Nicholas Biddle, antes de empuñar el fusil y aun después, cuando despierto en la noche, lo encuentro apostado al pie de mi cama. La primera vez me contó un largo relato de cuando era navegante y anduvo por estas tierras mucho antes de que la loba blanca devorara los hombres búfalos. Me dice que no encontrará reposo en la vida y en la muerte hasta que el muntu esclavizado cumpla el mandato de Changó de liberarse de sus amos.
Ahora, cuando los hijos de la loba gruñen entre sí, todas las noches recorre las colonias alertando a los ekobios sobre la guerra. Le veían en las cocinas, en las bodegas de tabaco, en los muelles, donde quiera que un padre o un hijo se despedía de la madre o la mujer para escapar hacia el Ejército de la Unión.
En las plantaciones predica a los ekobios aún indecisos que deben tomar las armas y luchar por su libertad. «Me hacéis miserable e indigno con vuestra cobardía». Y entonces, nacidos súbitamente, sombra de nuestros difuntos, hijos de nuestras vidas, comenzábamos a abandonar los campos. Solos o unidos, gotas separadas, agua de un mismo río, buscamos los centros de reclutamiento en los estados del este. Fortress Monroe, Hampton Roads, Fort Sumter, Port Royal.
Fingiéndome blanco, valido de mis cabellos rizados y facciones indias, me presenté al cuartel de reclutamiento en New York. Dos días después, descubierta mi verdadera identidad de negro, fui expulsado del batallón. Volví a presentarme para la defensa de la ciudad de Washington donde me dan un uniforme. De esta manera, Nicholas Biddle, quien te habla, fue el primer soldado negro que se enrola en los ejércitos de la Unión.
Más tarde en Baltimore, también soy el primer herido de la Revolución al ser apedreado por un motín de blancos que protestaba por mi presencia en las tropas norteñas. Mi ejemplo y los fugitivos esclavos que pedían armas, indujeron al Gobierno abolicionista a llamarnos a filas. Diariamente son muchos los que se enrolan bajo el mando del general Ben Butler.
Nagó nos adiestraba en las brigadas de caballería del general Pleasanton como fundidores de cañones, espías, enfermeros y combatientes. En New Orleans lo ven al amanecer, la luna todavía escondida entre las jarcias del muelle. Al comienzo imaginaron que era el parpadeo del faro pero poco después reconocen que es el sol de Nagó nunca apagado en nuestras almas.
Otra noche, se le aparece al esclavo Robert Smalls, uno de los tripulantes del carguero Planter, en Charleston. Lo despertó y lo incita a la fuga. Todavía alucinado llamará a su mujer, carga a sus hijos, despertó a su cuñada y mientras los pilotos blancos dormían en sus casas, prenden las calderas del barco.
Al amanecer, al viento la bandera blanca, el Planter se sumó con su nuevo capitán, Robert Smalls, a los navíos de la Unión que bloqueaban el puerto.
Otros ekobios roban mulas, ganado, vaciaban las despensas y prenderán fuego en la retaguardia de las tropas confederadas.
Cuando Nagó se nos aparece con su espada deslumbrante, no cesa de repetirnos:
–La libertad es una semilla que ha de ser regada con sangre.
Supimos entonces que es él quien nos habla desde el patíbulo donde será ajusticiado Nat Turner sin suplicar perdón.
Antes de que la loba nos encerrara en esta cárcel, ya otros ekobios han dejado aquí su olor, las salivas, las palabras, sus gritos. Los oigo en la oscuridad y aprendo de memoria las voces rebeldes de sus sombras.
El prontuario nos sindica como negros de alta peligrosidad. Los guardias esgrimen alarmas electrónicas, rebenques de agua fría y el látigo de fuego de las metralletas. Por las mañanas inspeccionan las celdas, miraban nuestros tobillos, nos desnudan y buscan incesantemente los cigarrillos de marihuana que nos vendían los propios guardias.
En la parte alta, entre muros gruesos, solo permeables por el taladro de las sirenas, mantienen encalabozados a los más peligrosos: excombatientes de guerra, predicadores, Scorpios y poetas. A Malcolm, con la llama fuego de Changó en sus cabellos, comenzaba a mirársele de otro color:
–Ustedes me ven… bien, en la calle me llamaban el Rojo de Detroit.
¡Sí! ¡Sí, un diablo pelirrojo y violador era mi abuelo!
Gozaba de cierta libertad de movimientos que lo hace sospechoso. Ya los guardias le conocen y más se fijaban en nosotros a quienes se dirige con su sonora cuerda de trombón:
–Los negros, los hijos de Dios, también son dioses, y entre ellos hubo uno, un ser humano como los demás, que fue grande entre los poderosos y supremo en sabiduría y poder: ¡Mahoma!
La carne golpeada inundaba las rejas del primer piso: ekobios sorprendidos cuando roban en los almacenes de alimento; fugitivos de la vida, borrachos que solo despertaban para hundirse de nuevo en el pozo de una botella de whisky; padres sin empleo que permiten a sus hijas menores acostarse con extraños en las mismas camas donde nacieron. Perdida la dignidad y el resentimiento. Estos ekobios son los preferidos de Malcolm cuando tiene oportunidad de predicarles en el patio bajo la mirada hostigante de los guardias:
–Quiero hablarles hoy de lo que dice el honorable Elijah Muhammad. Él nos enseña que el hombre negro jamás tendrá respeto de alguien hasta que primero aprenda a respetarse a sí mismo. Antes de llegar aquí había oído hablar del Rojo. Esto fue pocos días después de que la dueña del bar, para ocultar a uno de sus grandes amantes, me mostrara a la Policía como jalador. Me acusaron de portar armas que nunca tuve y quieren arrancarme nombres de personas asesinadas antes de que yo llegara a este infierno llamado Harlem.
Agne Brown, no vayas a contar a mi madre que has visto a su hijo Joe detrás de una reja. Su potente cuerpo que ha resistido a tantos golpes, no sobreviviría a esta puñalada.
Tenía dos años más que yo, pero lo que sabía o dice saber de las cosas de la loba blanca y del mundo me obligan a admirarlo. Joe es el único hombre a quien he amado.
Su derecho a entrar a la cocina de «tía» Ann lo tiene adquirido por la doble condición de que es su hijo y de ser un niño que trabaja. Puedo revivirlo hoy exactamente como lo conocí aquella mañana. Tiene los zapatos rotos, una gorra le cubría la frente, pero siempre lleva limpias sus ropas. Entonces supe por qué la «tía» Ann permanece con las luces de la cocina encendidas hasta tarde en la noche.
–Este es mi hijo Joe.
Se regocijó de ver cómo nos miramos sin decirnos palabras. El tembloroso apretón de nuestras manos y nuestra fingida indiferencia.
–Se llama Agne y estudia en la escuela de los blancos.
Me mira con aquel desdén que nunca pudo quitar de sus labios al besarme. Desde ese día yo espiaba en lo alto del penthouse los sábados en la tarde cuando visita a la «tía» Ann. Si mi padrastro estaba ausente corro por las escaleras atropellando el gato rojo de la señora Elizabeth.
–¡El día menos pensado te romperás una pierna bajando de esa manera!
Es su forma de hacerse importante. Siempre me habló a regañina. Mi pasión de adolescente me dice que detrás de sus palabras ásperas hay un alma tierna que no podía expresarse con mayor dulzura. ¡Cuán lúcido me resulta ver que el principio de mi amor hacia él, cualesquiera que sean las formas de quererlo, siempre tuvo su raíz en la ansiosa búsqueda de su ternura, oculta en esa expresión de dureza que aprendió a fingir ante el acoso de los blancos.
Me sentaba en una silla que «tía» Ann me ofrece después de sacudirla con su delantal como correspondía hacerlo para una «damita blanca».
–Siéntese usted señorita –me dice, mientras Joe se iba a agazapar en un banco del rincón, trabados los dientes. Desde allí me habla o respondía como si yo no estuviese presente. ¿En realidad llegó Joe alguna vez a mirarme como a una «blanca»? Desde que me acercaba a la cocina no se dirige a mí, cualquiera que sea el tema que trate con su madre. Pero yo estoy segura de que permanecía atento a mi aparente insignificancia.
Revuelve su gorra contra las manos, arrugaba el entrecejo y la echa al aire para volver a agarrarla.
–No madre, yo no voy a ser un nigger descolorido.
Presentía que su hijo y yo solo tenemos en común el color. La hostigante vida que le arrebató a su marido para arrastrarlo al frente de guerra, no es la misma que me está enseñando mi padrastro blanco.
Agne Brown, te hablo desde este amplio horizonte de la muerte donde las cenizas conservan el calor de los difuntos y la fría mirada de los vivos. Deja que yo, Nat Turner ilumine tus recuerdos en los cien ojos que te ha dado Legba.
Recorramos los viejos caminos de Virginia. Este es el pequeño cementerio de nosotros los negros en Jerusalén.
Por esas dos puertas abiertas en la tierra penetraron mi abuela y mi madre a este florido campo que cultivamos los muertos. Ahora, como ayer, siempre que asumo una decisión para torcer mi destino he de venir aquí a revivir el fuego de mis pasos. Mi abuela es el kulonda inmortal que me ata al pasado africano de mis ancestros y mi madre la mano que enriquece mis puños de talador en América.
Inútilmente busqué la sepultura de mi padre. ¿Fue colgado en la horca? ¿Perece todos los días en el cuerpo de los anónimos que mueren combatiendo? Ahora cuando agarrados de las manos él y yo podemos recorrer los sitios donde se cruzaron nuestras huellas, quiero confesarte que desde niño su sombra siempre encendió la fiebre de mis sueños.
Mucho hablan los blancos de la orgía de sangre desatada por mi furia. Sesenta y seis degollados sin sevicia por mí y mis compañeros. Apenas los golpes necesarios para arrebatarles generosamente la vida. En esta alcoba otra vez descargo la espada sobre las cabezas de Joseph Turner y su mujer. ¿Los niños?
Hubiéramos preferido asesinarlos de primero para que no presenciaran la ejecución de sus padres. ¿Sangre? De haber podido organizar el ceremonial de la horca como lo acostumbran los amos, te aseguro, Agne Brown, que ni uno solo de sus coágulos hubiera manchado la inocente tierra de Virginia.
En cambio, súbete sobre mis hombros para que no manches tu vestido blanco y puedas andar en las tierras de Alabama, Louisiana y Mississippi inundadas por la sangre de los miles de nuestros ekobios asesinados. Ningún blanco duerme en paz al saber que aún ando libre. Les persigue el recuerdo de los que han martirizado.
Conocen sus nombres, dónde llevaban las cicatrices dejadas por sus latigazos, cuál la oreja mutilada, en qué lugar enterraron sus cadáveres desgarrados por los perros. Realmente, Agne Brown, no esperan misericordia de los negros ni de Dios.
Clamaban por ejércitos, pasan las noches encerrados en sus casas con guardias armados en las ventanas. Aseguraban falsamente que son millares los blancos asesinados en Georgia, en las Carolinas, en Virginia.
La tropa armada de cañones y fusilería avanza sobre las plantaciones, los bosques y las empalizadas donde resistimos. La batalla desigual solo se prolongará por nuestra decisión de no entregarnos vivos. Los caminos se llenan de cadáveres. ¡Más de cien ekobios masacrados y dieciséis muertos en la horca o quemados vivos!
Ahora, cuando los historiadores blancos pueden contar sus sesenta y seis víctimas sin que el terror les aumente las cifras, es posible hablar de asesinos blancos y asesinos negros. Agne Brown, demos un paseo en noviembre y diciembre de 1926 por las carbonizadas barriadas de Atlanta. Aún podrás contar los cadáveres de nuestros ekobios linchados en Mississippi, Georgia y Arkansas.
Mira estos cuerpos insepultos de nuestros soldados en las ciudades de Florida y Alabama todavía con las botas que hollaron las trincheras en Europa. No te tapes los ojos, Agne Brown, la pesadilla apenas comienza.
Para disminuir tu dolor, observemos los crímenes de la loba blanca con las ensombrecedoras luces del pasado. Era… serán… son los encapuchados del Ku-Klux-Klan quemando nuestras cabañas en Longview, las escuelas, a las madres embarazadas.
Vayamos al norte, en mis tiempos seguro refugio de los fugitivos.
¿Recuerdas el Verano Rojo de Chicago? Mil familias dejarán atrás sus hogares incendiados. Pero aquí la loba sufrió su contraparte. Los ekobios comenzamos a comprender el significado de las serpientes de Legba devorándose. ¡Quince blancos y veintitrés negros muertos en la refriega!
¡Pero qué importa esto ante tres mil cuatrocientos treintaiséis negros linchados en solo veintitrés años!
Oye a los blancos de ayer y de hoy juzgando mis acciones. Todos coincidirán en llamarme torpe, vengativo, místico, depravado y hasta homosexual. No te incomodes, los muertos somos tan vulnerables a las críticas como el cristal a la luz. Examinaremos desde esta realidad las vagas sombras de los vivos.
Comienzo por aclararte que mi rebelión no fue una rebelión. Estábamos y estamos en guerra a muerte contra el régimen esclavista que no conocía piedad ni ofrece cuartel al oprimido. Sufrir dieciocho y veinte horas de trabajo forzado es participar en una batalla donde los sobrevivientes son simples cadáveres desposeídos de alma, músculos y vida.
Y desde luego para un esclavo todo amo, sea niño o adulto, es un opresor que solo nos alejará del trapiche cuando nos sepulte como un bagazo inútil. Así las cosas, Agne Brown, mi combate, la llamada rebelión de Nat Turner, solo era eso: una batalla más en la gran guerra contra la esclavitud.
El objetivo de mis acciones es aprovechar el grado de decisión que tenían los ekobios de morir matando. Anoche he discutido la situación con mis inspiradores: Gabriel Prosser me alerta de la conveniencia de apertrecharnos con buenas y abundantes armas. Denmark Vesey me reprochará no haber tomado suficientes precauciones contra los traidores. Pero los vivos siempre hemos actuado con frágiles recursos.
Por meses y meses miraba al cielo buscando la señal anunciada por Nagó. La luz me enceguecía y solo en mis ojos cerrados veo las sombras tragándose las sombras. En febrero de 1831, a pleno día, Changó-Sol finalmente devoró la luna. Por varios minutos la oscuridad revivió la noche. Salieron los vampiros y se silencia el canto de los pájaros. Las iglesias se llenan de blancos y negros aterrorizados.
En aquel momento ningún amo pensaba rechazar las oraciones de sus esclavos elevadas en el mismo altar. Asustados vienen en mi búsqueda Hark y Sam. Les había revelado que un eclipse nos daría la señal.
Nos reunimos esa noche en el bosque. Queríamos que los ancestros alimentaran con sus sombras nuestro pensamiento. Aúlla el búho y la oscuridad nos encendía los ojos. Los últimos en llegar son Henry y Nelson. Tuvieron que atravesar caminos distintos a los vigilados por los perros. Traerán sus machetes. Para Hark no había dudas de que esta noche daremos el asalto. Rezamos:
¡Oh, en el cielo flotan las estrellas
la luna filtra su luz en nuestra sangre y el cuerpo de Cristo redimido!
¡Vuelve al seno del Señor!
Coreamos:
¡Bendito sea tu nombre!
¡Bendito sea tu nombre!
¡Gracias sean dadas a ti, Señor!
Siento que me lancean sus miradas. Preguntaban. Les agobia el peso de mi silencio cuando ciñen sus machetes. Miré a lo alto de las ramas y bebo las luces de los ancestros. Sé que están con nosotros los cientos de miles de muertos por la crueldad de los amos. Y sin embargo, me tiemblan los labios, Moisés jamás padeció tanta sed en el desierto. De repente, llamado por Nagó, me sacude su aliento:
–Solo cuando encuentres las serpientes de Legba devorándose los rabos, solo hasta entonces, desata tu cólera.
Las busqué a mi alrededor y solo palpo los pechos encendidos de mis ekobios. Les hablo, juntamos nuestras manos y les repito las voces que no oían:
–Solo cuando encontremos las serpientes de Legba devorándose las colas, solo hasta entonces…
Nos separamos pero supimos que ya nada nos apartaría de nuestros propósitos.
La loba blanca, Agne Brown, también está alerta. Desde que los negros de Haití expulsaron a los blancos de la isla y L’Ouverture demuestra a los europeos y americanos que los negros podíamos gobernar prósperamente una nación, los amos del sur sienten flotar sus cabezas sobre los hombros. Creo que no haya sido ninguna delación lo que impulsa a los gobernadores del sur a solicitar refuerzos.
El Señor no los deja dormir atizándoles el remordimiento: «He creado a todas las naciones de una misma sangre». En esta primavera poco después del eclipse, el secretario de Guerra envió tropas federales a Southampton y otras a Louisiana. Los amedrentados amos de esta vecindad como el doctor Simon Blunt, según me cuenta uno de nuestros ekobios, ha acumulado pertrechos para su rifle y los de sus hijos.
Los sábados la Policía o los amos desarmaban a los esclavos y aun a los libertos que encuentran con machetes o escopetas, azotándolos y reteniéndolos presos hasta el lunes. Hay un olor a sublevación en toda la comarca.
En el culto de los domingos se predicaba que el Señor reclama de los esclavos obediencia y fidelidad a sus dueños. Pero yo termino mis sermones con la vieja profecía repetida desde hace siglos por nuestros ekobios:
Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros.
Este es el camino que conduce al dique. En otros tiempos aquí hubo un molino de arroz. Ahora los campos están abandonados porque las aguas salitrosas han invadido los cultivos. Observa, Agne Brown, fue en este lugar, bajo aquella encina, donde encontré las culebras. Al comienzo creo que tan solo es una serpiente mudando su piel vieja. Poco después descubrí las dos cabezas devorándose las colas.
Asustado, alzo la vista al cielo en busca de una confirmación divina. Changó-Sol comienza a teñirse con una cortina de humo verde azuloso. Me tiré al suelo y aprieto la Biblia de mi padre contra el pecho. Te confieso, Agne Brown, sentí miedo. Había llegado la hora anunciada por la sombra de Nagó.
El viento frío no lograba descapotar los muelles de Sandy Hook, en New York. Siempre que el shepherd jamaiquino me anuncia la llegada o salida de un barco fuera de ruta, aprovecho la oportunidad para trabajar como estibador ocasional.
Y esa mañana, Agne Brown, el vapor S. S. Malone atracó inesperadamente en la punta de Manhattan. Langston Hughes desembarca con el envoltorio de su ropa bajo el brazo. La visera de su gorra o las noches le han oscurecido la mirada. Hasta sus viejos zapatos necesitan un poco de luz. Anduvo buscando los libros que diez meses atrás arrojara a las aguas estancadas del puerto como si aún estuvieran allí esperando su regreso.
Años después me confesará que en aquella partida lo embargaban los temores:
–Marcus Garvey, yo tenía veintiún años como tú, cuando embarqué en este mismo puerto rumbo al África. Me he lavado la cara en los ríos del Níger y del Congo donde cazaban a nuestros abuelos. Conozco Francia, Alemania, Italia, Holanda y España. En aquel entonces partí con siete dólares. No sé si regreso enriquecido o más pobre.
Miró hacia los rojos edificios de Harlem y en voz alta, como si se confesara ante sus ancestros, recita aquel poema:
He contemplado ríos,
viejos, oscuros, con la edad del mundo y con ellos, tan viejos y sombríos
el corazón se me volvió profundo…
Esto fue mucho antes de que Vachel Lindsay anunciara que en el Wardman Park Hotel un camarero le había mostrado los mejores poemas del Renacimiento Negro.
Cuando edité mi periódico el Nuevo Negro, el primer ejemplar se lo llevé a su cuarto. Aún dormía cuando toco a su puerta. Amanecí amarrando galeras, supliendo las minúsculas por capitales en la palabra «negro».
Con su pijama agujereado y encogido por el frío que penetra a través de los vidrios rotos, extendió las páginas sobre sus piernas. La alegría de sus ojos y las manos se mancharon con la tinta fresca. «Un periódico dedicado a servir solo a los intereses de la raza negra». En el último momento, se nos había refundido en la armada la consigna de la Asociación Internacional Para la Dignidad del Negro: «Una sola Alma, un solo Dios, un solo Destino».
–Los publicaremos con la solidaria contribución de los ekobios. Todo lo hemos previsto. Secciones en francés y español para aquellos de West Indies y América hispana que no conocen el inglés.
El editorial dirigido a mi pueblo, desde entonces y para siempre, llevaría mi firma con la frase aprendida del Chema Morelos:
«Su obediente siervo, Marcus Garvey, presidente de la Nación Negra». Langston leyó casi recitando como cuando declama sus poemas:
«África debe ser redimida y todos nosotros comprometemos nuestra hombría, nuestra riqueza y nuestra sangre por esta causa sagrada. ¡Sí! Los negros del mundo han encontrado su George Washington. ¡Sí! ¡Una vez más! ¡Han encontrado su Toussaint L’Ouverture y su nombre será revelado al mundo próximamente! ¡Negros preparaos y manteneos en pie de guerra!».
–La nación se encenderá.
Sus palabras fueron una profecía: despertando de la pesadilla de los siglos, comienzan a andar erguidos el negro limpiabotas, el estibador de los muelles, la cocinera de las grandes mansiones, el obrero a quien sus compañeros blancos niegan sentarse en la misma mesa del sindicato.
Esa mañana, mientras desayunábamos en la cocina de su apartamento en la calle 137, cantamos juntos varios de mis poemas:
¡Etiopía!
Tierra de nuestros padres donde viven los orichas,
la oscura tormenta de la noche súbitamente cayó sobre ti.
¡Nuestros ejércitos en pie de guerra conquistarán tu libertad
con las espadas ensangrentadas con la bandera roja, verde y negra!
El cartero vuelve el sobre hacia todos los ángulos tratando de entender la letra ensortijada de Joe. Desde mucho antes de que la sacara del saco yo la he reconocido; mucho antes de que Joe la escribiera sé de sus tardes en Harlem tocando para los amigos y vecinos que se acercan a oírlo. Por las noches abría la ventana que daba sobre mi cama, extiendo las manos y por las ramas del arce, procurando no despertar a mi hermanastra que duerme, me dejaba caer en sus brazos.
Otras veces Joe ríe desde abajo, sin alargar su mano. Entonces pido a la «tía» Ann que me acompañe a New York, pero ella, sentada en su mecedora de mimbre, fumando su tabaco, me responde desde la cocina que una vieja como ella no debe abandonar el patio donde ha envejecido para sembrar dolores donde no la conocían.
«No sucederá conmigo, madre, lo que aconteció con papá. Volveré a tu lado. No te cansarás de esperarme por el resto de tu vida». Al leer este párrafo, la «tía» Ann apartó mi mano para que sus lágrimas no mojen la tinta…
–Joe es un buen hijo.
Yo lo confirmo con la cabeza, pero en mis sueños, sombra de sus pasos, le seguía por las húmedas calles de Harlem. Al llegar frente al bar, me detengo ante la puerta, mientras él avanzaba desentendido de mis temores. No alcanza a ver que mi padrastro se interpone y me detiene con su Biblia contra el pecho.
–¡Esta es la puerta del Infierno!
Durante noches enteras rogué al Señor para que vigilara a mi Joe y no lo deje perderse entre las prostitutas de la Nueva Gomorra.
«Estoy viviendo de lo que usted menos puede imaginarse: del banjo. Resulta que este instrumento enloquece aquí a negros y blancos. Yo desde luego, cuando lo toco, no lo hago para ellos sino para ti y para mí. Para recordarte, lo sacaba por las noches frente a la casa donde un amigo me ha alojado por cinco dólares al mes.
Después, por el entusiasmo que despierto entre los que me oían y quienes pasan y se sumaban, alguien que ahora es mi jefe, me dijo: “¿Quieres tocar en mi cantina?”, y desde entonces, después de que Johnny, un viejo pianista termina su tanda de blues, me lanzo con mi banjo y no es mentira que la clientela se ha multiplicado. No sé qué tiene este instrumento que los embruja. Y eso que no lo toca mi padre, ni es usted la que canta»
Las lágrimas humedecieron su delantal y logran salpicar la carta.
–¡No demoren! –advirtió Alpheus Turner.
El amo desesperaba siempre que Lou Ann, mi mujer, abandona la plantación. Durante ese tiempo los esclavos domésticos quedamos un poco con las manos sueltas. En la cocina desaparecía el pan, los platos se guardan sin lavar y un soplo de cantos ronroneaba por el patio. La iglesita está atestada de ekobios venidos de todos los rincones de Southampton County.
El único blanco, apostado en la puerta es el sheriff. Su oído permanecerá atento al sermón del liberto Richard Allen. Se le viene vigilando desde que fundó la Iglesia Metodista Episcopal Africana
–Sobre esta roca construiré mi templo nunca abierto a las puertas del Infierno.
Yo buscaba ansioso la mirada invisible del viejo Ngafúa… Tenemos convenido reunirnos al terminar el culto. El reverendo, olvidado del sheriff, suelta su lengua inspirada:
–Jehová odiaba tanto a los esclavistas que partió en dos el mar Rojo para que escapara su pueblo.
Aprovechamos la sesión de los cantos para abandonar la iglesia. El sheriff estaba tan preocupado que ni siquiera advierte nuestra partida. Tomamos el sendero del bosque alejándonos cada vez más del camino real. Mi mujer marchaba por delante con el pequeño. Muy pronto dejamos de escuchar el coro de los ekobios que danzaban y cantan:
¡Baja Moisés,
baja a la tierra de Egipto
y anuncia al faraón que deje libre que deje libre a mi pueblo!
Cerca del caño, al oír nuestro olor, unos mastines comienzan a ladrar. El viento revolvía la sal de las aguas estancadas. Toqué a la puerta de la cabaña y el silencio estuvo aullándome por largo rato. Mi pequeño Nat llora y Lou Ann se precipitó a darle el seno para atajarle los quejidos.
–¿Quién es?
Respondo:
–¡Libertad o muerte!
Se abre la puerta. Tenía en la frente una cicatriz sin sombra. Se tapó media cara con el brazo mientras me palpa con su mirada. Sabré que se llama George Boxley y que andará escondido después de que aborte su revuelta. Entre los otros cinco pude reconocer a Denmark Vesey. Aun silencioso se le oye el ruido de su palabra. Había llegado desde Charleston. Se enojó al ver el niño y a mi mujer.
–Era la única forma de que pudiera salir de la plantación sin que el amo sospechara –explicó el invisible Ngafúa. El anciano me conocía desde pequeño y se hubiera dejado cortar el índice de su mano derecha como prueba de mi fidelidad.
–El niño seguramente no dirá nada, aún no puede hablar –dijo George Boxley– pero las mujeres tienen la lengua muy larga… una esclava será quien me traicione.
Quince años más tarde organizará una revuelta aquí en Virginia y aunque él logra escapar, seis de los ekobios fueron colgados y otros tantos serán vendidos y desterrados por la delación de una esclava.
Mi pequeño Nat repudia el seno de su madre para soltar el llanto. Azorado trato de taparle la boca cuando Denmark me retiró el brazo con violencia.
–¡Cuidado lo ahogas!
Al acariciar su frente, sorprendido, advirtió que la fiebre le chamuscaba los dedos.
–¡Las culebras de Legba!
Nos inclinamos sobre el niño. Lou Ann, atemorizada, lo acerca a la luz.
Nadie más pudo ver aquellas serpientes.
–¡Protegido de Changó!
Mi mujer me mira con asombro. Su madre, una nativa del Malabar, le había revelado lo mismo al verlo nacer.
Ya caen las luces de la noche cuando intenté retirarme con mi mujer y mi hijo. Denmark me retiene. Lou Ann me agarró las manos, ya me veía muerto a través de sus lágrimas. Sabe que nunca más volveremos a vernos. Besé al hijo en la frente y mis labios se encendieron con el calor de las culebras. Entonces fue cuando entrego la Biblia a mi mujer:
–Enséñale a leer y que predique siempre el sermón de la huida y la libertad.
Ahora puedo rememorar lo que olvidé y lo que nunca fue olvidado. La primera vez que mamé de mi madre. El tibio sabor del jugo me exasperaba y apretados los puños golpeo su seno abultado y caliente. Mi abuela comenta con gran regocijo:
–Chupa con la fuerza de un muchacho. Así mamó Anton, mi primer hijo varón. Se agarraba al seno corno una sanguijuela, chupándolo aun después que le rebota la leche por la boca. Se quedaba dormido mordiéndome el pezón y al soltarlo me deja un desgarro corno si me hubiera mordido un perro. El pobre sabía lo que le esperaría en este valle del Señor habitado por animales blancos. Nunca más encontró suficiente carne, ni huevos, ni pescado para calmar su hambre.
Desde entonces supe que cuando los negros nos nutrimos la primera vez con la leche de nuestras madres, quedamos poderosos y no hay fuerza que nos doblegue. Recuerdo ahora a mi padre con su hacha larga, pesada, brillante filo. Salíamos solos al bosque porque dos años atrás mi madre había sido sepultada fuera del cementerio de los blancos. Mi padre descargó sobre mí un doble cariño, el suyo y el de mi madre muerta.
Pero me asegura que no soy huérfana. Que nuestra sangre anda regada por el mundo. Me habla del tío Anton comprado por unos señores que tomaron el camino de Virginia y ahora me lo cuenta con esa voz aflautada con que me decía las cosas que no debo olvidar. Cada refrán cantado con distinto tono para que nunca lo olvidara. Oigo su voz de campana honda:
–Mississippi arriba por los lados de Kentucky, se llevaron a mi abuela. Esas sangres no se pierden. No hay una sola gota de nuestra sangre que se extravíe en la gran familia de los ekobios. Ni cuando se mezclan con otras sangres, ni al ser derramadas por mano violenta, ni cuando se nos seca en la sepultura porque los muertos tenemos dos vidas, una que va directo a otro recién nacido y la que nutre el magara de nuestros antepasados.
Por ahí andan, por ahí andan muchos hermanos nuestros aunque tú no lo sepas. En cada negro hay un ekobio de esa sangre de tu abuela del Mississippi o del tío que se llevaron para Virginia o de otras sangres, de otros abuelos, que te pertenecen tanto o más que la sangre de tus hijos.
Yo iba detrás, mi padre por delante con su hacha al hombro. Habla silbando y yo sé que debía rememorar ese canto aunque él no me lo haya pedido nunca. Después de cortarle las ramas pedía al roble que le perdonara porque mi padre creía que los árboles igual que los hombres tienen no una, sino muchas almas.
Hizo varios pedazos del tronco y de las ramas escogió las mejores para el techo de nuestra casa. Ya sabía él que los blancos lo colgarían de la más pesada. Una a una las fue llevando al palmo de tierra que le prestó el flaco Harry, su patrón, solo para que levantara su cabaña sin patio ni jardín. De esta manera nuestra casa no es nuestra aunque dijera: «Esto es tu rancho».
Nada pertenecía a mi padre, ni la tierra, ni sus cosechas, ni el bosque y creo que nunca estuvo seguro de ser dueño ni siquiera de sí mismo. Cuando me llama «hija» se queda silencioso como preguntándose si realmente podía llamarme de este modo. Sabe que no tiene nada en el mundo distinto a sus ansias de vivir. Esas sí que son de él y de sus ancestros y de nadie más.
–Malcolm, vamos a oír al profeta.
Me sorprendieron sus palabras. Mi padre nunca me habla en parábolas.
«Este es el pan», decía y parte el pedazo duro para indicarme que no puede despreciarse por envejecido.
Imagino que iríamos a una de las tantas reuniones del culto bautista en donde leía y canta los salmos bíblicos. Pero sus pasos me llevaron al único gran almacén que hay en la sección reservada a nosotros los negros de Omaha.
Solo después de comprarme la gorra verde con visera roja y orla amarilla, sospecho que el profeta de que me hablaba es un hombre diferente a ese Jesús de rostro pálido y barbas rojas que nadie había visto fuera de la cruz. Aún conservo la alegría que experimenté al ajustarme la gorra. En la noche anterior, cuando supuso que dormía, mi madre le preguntó:
–¿Hay algún peligro de que en New York la Legión Negra pueda asesinarlo?
La voz de mi padre recalienta la oscuridad:
–¡El profeta es inmortal!
Somos los primeros en llegar a la estación de Lansing. En la soledad de la mañana nuestros pasos se sorprendían de encontrar su propio eco. Después, al regresar de New York, sabré que los miembros del Klan tenían planeado volar el furgón. Mi padre lo sabe y con su saya negra de predicador deseaba animar a los ekobios acobardados.
Debe ayudarme a subir al vagón porque soy muy niño. Creo que para esa fecha, agosto de 1920, todavía yo no he nacido en Omaha. Pero los recuerdos son tan vivos como los sueños y así como lo había imaginado mi padre, en este día realmente nazco.
A la hora de la partida, el vagón estaba repleto de peregrinos llegados de las barriadas y granjas de la comarca. Desde las ventanillas agitábamos las banderitas y cantamos «El tren negro vuelve a casa». Para muchos ekobios, la idea de marcharse al África era una obsesión desde mucho antes de que el profeta lo proclame mañana. Harlem estuvo despierto toda la noche.
Visitamos la sede principal de la Asociación Internacional para la Dignidad del Pueblo Negro. Nos rodean ekobios muy diferentes a los que he conocido en Omaha. Escuchaba sus voces y no les entiendo aunque tienen el mismo color de mi piel.
Mi padre me presentó a los embajadores del rey de Okongo. El jefe con larga túnica me aprieta suavemente las manos dejándomelas encendidas con un fuego que todavía no se ha apagado. Entonces supe que los brujos del Bornu y del Chad son realmente sobrenaturales, amos de la lluvia, enemigos de la sequía. Danzaron para mí con sus calabazas emplumadas.
Muy de madrugada los buceadores de desperdicios, los desocupados, las infatigables lavadoras de platos, los heridos de guerra en sus sillas de ruedas surgen de los slums, de las tumbas sin cruces donde habían esperado por siglos. Pronto se adueñaron de la avenida Lenox. Redescubrían la dignidad y la hermosura perdidas.
Los niños descalzos llevaban, igual que yo, sus gorras rojiamarillas y verdes como la que me había comprado mi padre. Sus colores me identificaban con esos niños mejor que el color de nuestra piel.
El profeta Marcus encabeza la marcha, antecedido por los redobles de tambor de su guardia personal. Detrás, la fila de los supremos potentados, ministros, sacerdotes y secretarios se extendía de una a otra acera en la amplia avenida: el reverendo James Eason, supremo obispo de las Congregaciones Negras de América; George Alexander McGuirre, capellán general de nuestros ejércitos; Gabriel Johnson, alcalde de Monrovia, elegido secretario de Estado.
Cuando Henrietta Vinton Davis arroja magnolias –así lo hace en escena cuando interpreta a Shakespeare–, los ekobios en las aceras y balcones la aclaman como la Dama Comandante de la Sublime Orden del Nilo.
Con pasos firmes, rítmicos, los batallones de las Águilas Voladoras lucen sus cascos embellecidos con las plumas rojinegras de Changó. El pavimento trepidaba cuando resuenan los tambores de la Legión Africana, resplandeciente el sol en el charol de sus quepis y en el espejo de sus polainas. En carros descubiertos el Estado Mayor de los Cuerpos Motorizados Africanos nos saludan con sus espadas desvainadas.
–¡Hemos vuelto! ¡Hemos vuelto del combate y regresamos combatiendo! ¡Abrimos paso a la democracia! ¡La salvamos en Francia y por Changó que la salvaremos en este país donde hemos nacido!
Uniformadas de blanco, ceniza anticipada de nuestros sacrificados, las enfermeras de la Cruz Negra desfilan con sus camillas de urgencia. El muntu asusta, y atemorizada, la loba blanca mantuvo acuartelada la Policía. Sus perros encadenados lamían nuestro olor en la piel de sus colmillos.
Mi padre y yo caminábamos bajo las flores, cadenetas y confetis que caían de los balcones.
En el Madison Square Garden descubro que la familia del muntu es inmensa y abigarrada. Mi padre empequeñece entre la multitud pero su voz se agiganta con los gritos de treinta mil ekobios que repiten lo que le había oído predicar en las reuniones de la asociación:
–¡África para los africanos! Los cantos arreciaban el coro:
Soy un negro oscuro como la noche es oscura oscuro como el corazón de África…
Cuando Langston terminó su poema, de entre la banda de la Legión Africana se escucha la trompeta de “Satchmo” anunciando la entrada del profeta Marcus. Los peregrinos se ponen de pie y por largo tiempo se oyó el aliento de su clarinada, fijos los ojos en la capa púrpura, en el birrete oro y verde. Por vez primera contemplaban la encarnadura de un semidiós negro. Nuestras manos se buscan para estrecharse y reconocerse como parte del muntu. El silencio demoró mucho tiempo antes de devorar los gritos.
–¡Blancos que ahora domináis al África, os advertimos en bien de vuestros propios intereses que os marchéis pronto porque cuatrocientos millones de negros estamos dispuestos a reconquistarla! Tenéis apenas diez años a partir de este momento para que os larguéis. Tal vez ciento, pero conviene que no os hagáis tantas ilusiones. ¡Es mejor que preparéis vuestras maletas en el acto!
Más de seis horas tomó el lento desagüe de las sombras represadas. Dos días después, al llegar a casa, aún oigo los vientos anunciados por el profeta al finalizar su discurso:
–Nadie sabe cuándo llegará la hora de la redención de nuestra África. Pero se oye el viento. ¡Está llegando! ¡Un día, como una tormenta, la tendremos aquí!
–¿Cómo te parece tu nuevo empleo en la universidad? –le preguntó la «tía» Ann al verlo entrar a la cocina echando la gorra al aire y silbando un viejo blues de los que aprendió de su padre.
–No está mal. Tengo buenas notas. ¡Soy el único cuerdo del curso!
A las ocho de la noche regularmente todos los profesores y alumnos han abandonado la Universidad de Lawrence. En el sótano se reúnen Joe y los demás encargados del aseo a la espera de que el personal administrativo evacue el edificio. Además de ser el único negro, es también el más joven entre mutilados y anormales de guerra. Sordos que dejaron de oír cuando alguna bomba les hizo estallar los oídos; alelados que buscan su sombra perdida; a otros les faltaba una mano o una pierna y cojean extendiendo aparatosamente los zunchos de acero o las botas de madera.
Desde que penetraba en el sótano Joe revive oscuros temores por bodegas y brazos encadenados donde nunca estuvo. Ernest moviliza su único ojo, obsesivamente blanco. Nunca pudo ver en Joe a un ser normal. Oriundo de Virginia y al parecer hijo de una familia arruinada por la Guerra Civil, responsabiliza a los negros de aquella peste que sacudió el sur.
–Si este país hubiese sido gobernado por los sureños ni un solo blanco habría ido a combatir en Europa. Las ideas de libertad han sido embelecos de los dementes liberales que se creen redentores de esclavos.
Corpulento y de pesadas muñecas, trató de impedir el acceso de Joe al saloncito donde una pequeña olla calienta el café para todos.
–Tú, nigger, conserva tu lugar –y con el puño levantado y el ojo suelto, se apostó en mitad de la puerta.
En ese instante Joe siente la inferioridad física como algo que tenía que ser superado con un cuchillo o un detonador de dinamita. Las palabras se le apelotonan en la lengua en un nudo de groserías que tampoco pudo explotar.
Fue entonces cuando lo vio tambalearse por el lado izquierdo. Además de tuerto es cojo. Pensar, si es que pudo hacerlo después de aquel insulto, y lanzar la patada en la pierna sana son actos simultáneos e instintivos. Los brazos del gigante giraron sobre las uñas metálicas.
Desesperadamente trata de agarrarse al quicio de la puerta pero Joe descargó el puño con rapidez y encono. El lisiado cae de espalda y la caperuza de su ojo saltó de la cuenca vacía. La manada de monos blancos se agita enfurecida. El sordo que no había oído el insulto arremete con un azadón.
Avanzó un paso más y resbala enredado con la pierna desarticulada de Ernest. Pudo desarmarlo de un puntapié en la cara pero Joe no siente la menor inquina contra él. Optó por proteger su espalda contra un rincón. No sabe que su padre estaba allí con él desde el oculto sitio del mundo donde se encuentre.
«Hijo, un negro nunca debe andar desarmado». Y le entregó la afilada navaja. Ahora Joe la esgrime en su puño, caluroso, firme. Un tercer demente apareció en el recinto. Le atosiga la certidumbre de que el zumbido que oía es producido por el trote de un batallón de infantería alemana. Un negro armado y dos blancos tendidos en el suelo le transforman sus delirios en realidad.
–Maldito nazi, ya verás que te arranco la cabeza.
El sordo solo oye una mancha de tinta negra que quería borrar con sangre. Entonces aconteció lo imprevisto: del fondo del salón surge otro negro. Su brazo amputado accionaba dos mandíbulas de acero. Sin embargo, su verdadera fortaleza está en el puño de su mano derecha. A Jonathan se le dañó su carrera de boxeador por aquella bayoneta alemana que se le incrustó en su muñeca.
–¡Al primero que se acerque lo hundo bajo siete metros de tierra!
Nada pudo escuchar el sordo pero le adivina el grito en sus ojos. Los enfermos, refunfuñando, vuelven otra vez al salón. Jonathan pidió a Joe que guardara la cuchilla y tranquilamente se pone a servir café para todos. En ese momento es cuando Joe descubre las iniciales «J. S.», grabadas en la cacha de hueso de su navaja, por Joseph Stephens, su propio padre.
Yo mismo construí el ataúd de mi madre Lou Ann con maderas del aserradero. A los quince años ya puedo manejar el serrucho y la garlopa que mi padre dejó abandonados el día de su fuga. Rajo las tablas, tomé la medida del cadáver. Después de la muerte su delgado cuerpo se ha llenado de resonancias y comprendo que mañana no enterraremos un saco vacío.
Envuelta en la mortaja blanca, sus cabellos adornados con flores y el crucifijo entre las manos, es mucho más negra, más hermosa. Orientaremos sus pies hacia el este, la cabeza al poniente para que en su sepultura pueda fluir correctamente el río de nuestros antepasados enriquecido con la experiencia de ella, las voces que me oyó y las sombras invisibles de sus futuros nietos.
Cuando me enseñó a leer, me entregó la Biblia de mi padre en cuya primera página había escrito este jubileo:
¡O libertad!
¡O libertad!
¡O libertad sobre mí! Antes que esclavo
prefiero morir.
¡Y libre!
¡Y libre
marcharme a la casa del Señor!
En medio de los ekobios de la hacienda y de los que han llegado de las plantaciones vecinas, mi madre aprieta los dientes y se lleva su gran secreto:
–Tu padre se fugó con Denmark Vesey a organizar el levantamiento contra los amos.
Mientras bailaban y cantan alrededor de su cadáver, mirándome por debajo de los párpados cerrados, me agarra la mano como cuando me llevaba al culto los domingos.
–Nathaniel predicaba que el bautizo cristiano nos libera de los amos y nos hace esclavos del Señor.
Alpheus Turner, su mujer y sus hijos estuvieron aquí un rato. Rezan frente al ataúd de mi madre y no se avergonzaron ni sienten ningún remordimiento por haberla mantenido esclava hasta su muerte.
–Tu padre enseña que no siempre en este país nosotros los negros hemos sido esclavos de por vida. En New Haven y New Hampshire servían por un número de años y luego quedaban libres. El Cuerpo de las Libertades prohibía en Massachusetts todo convenio o compromiso de esclavitud. Y en New England, afirmaba, tuvimos «gobernadores» elegidos por nosotros los ekobios.
Como sabía que no estaba muerta, clavo sin mayor pena la caja con el pesado martillo de mi padre. Quedaba con la obligación de cumplir sus deseos en esta vida.
–Nathaniel siempre predicó que no se debe escuchar a los pastores blancos o negros que predican la obediencia a los amos. Por el contrario, aconsejaba que todo esclavo antes de huir debe robar un arma, incendiar las plantaciones y envenenar a sus dueños.
Muy pocos concurrieron a sepultar a mi madre. Llovía y los relámpagos comienzan a abrirle el camino hacia los ancestros. A lo largo del recorrido me iba repitiendo:
–Tu abuela decía que eres protegido de Changó, el gran oricha de la guerra, fabricante de centellas
Permanecí orando con las rodillas en el barro hasta mucho tiempo después de que todos se alejaron. Al oscurecer, los difuntos salieron de las tumbas y me acompañan con sus letanías. Unos tienen marcado el carrillo derecho con la letra «R» por haber robado una gallina. Apretándose contra mi cuerpo, buscando un poco de calor en su fatigada vida, me cuentan que trabajaron veinte horas diarias sin conocer el descanso.
Un anciano sepultado en Screven County fue colgado muy joven, recién venido de Angola, solo porque arrebató el foete al amo que quería azotarlo. Otro me confiesa: «Yo maté a mi ama cuando me hizo flagelar por vigésima quinta vez». Una ekobia abraza a su pequeño hijo sin cabeza. Lo había decapitado al nacer porque el amo se lo engendró con violencia.
Cuando las luciérnagas se apagaron para que me alumbrara con mi propia luz, escucho la voz de mi padre:
–No habrá un solo ekobio realmente libre en este país mientras persista la esclavitud. No olvides que en Haití solo se logró la libertad cuando los negros victoriosos pudieron fundar su propia república.
Se rajó la tierra de las sepulturas y las flores encienden su perfume rojo. Recojo puñados hasta hacer una corona de vientos y la cuelgo de la cruz que yo mismo he hecho con trozos de madera verde.
Mientras tanto, incansable, mi padre proseguirá alimentándome con su experiencia:
–El primer paso hacia la rebelión es sentirse libre aunque se esté encadenado, ofendido o muerto. El segundo, unirse a la familia del muntu. El tercero, y más importante, aprovechar la sabiduría de los ancestros.
La primera vez, Agne Brown, que te planteaste el dilema de lo que eres, de lo que habías sido y de lo que debes ser, fue aquella mañana en que encuentras a tus condiscípulos negros y blancos sentados a la puerta del aula, impidiendo que el profesor Harrington entre a dictar su clase de Historia de África:
–¡Abajo el racismo!
–¡Queremos profesores negros!
Te detienes. En tu dormida conciencia revivió aquel lejano incidente, sueño o realidad en que otros gritos y otras pancartas te gritan, sin que entonces comprendieras su significado: «¡Fuera la negra!». Avanzarás. Aún no te percatas de que detrás de ti venía el profesor Harrington. Lee los carteles. Sobre la pared han escrito una frase rechazando sus conceptos.
«Abajo la misión “civilizadora” del hombre blanco». Se detuvo frente a sus discípulos. Sonríe pero el temblor en los labios denunciaba su cólera.
«Comité de Estudiantes No Violentos». Entre los blancos que se oponían al mitin reconociste al ekobio que te gritaba:
–¡Nigger racista!
Pero no se atreverán a saltar sobre los cuerpos de sus compañeros. Fue en ese momento cuando adviertes que el profesor Harrington está a tu lado. Dos días antes habías disentido con el líder sobre la diferencia que había entre una negra como tú, nacida en el sur y adoptada por un reverendo blanco y uno cualquiera de los cats criados en los slums de las grandes ciudades norteñas.
–No olvides que mi padre fue ahorcado. Te respondió con rencor:
–Hay muchas maneras de linchar a un negro. Yo vi morir a mi madre aplastada por un caterpillar cuando se resistía a que nos derrumbaran nuestro rancho.
El profesor Harrington quiso comprobar hasta qué grado sus derechos son pisoteados por sus alumnos y pretende romper el nudo de las manos. El líder a sus pies, otro blanco, le gritó enfurecido:
–¡Atrás el racista!
Perdiste la noción de ti misma. El profesor, hasta ese instante encarnaba algo de la prédica liberadora de tu padrastro: «Al negro hay que darle la oportunidad».
–¿Oportunidad para qué? El negro en Norteamérica tenía señalado su lugar en el sur y en el norte: siempre oprimido.
Debías elegir tu sitio: al lado de los que defienden el paternalismo del profesor Harrington o sentada entre los jóvenes radicales, blancos y negros.
En aquel momento de tu infancia, ahora puedes recordarlo, preferiste desafiar la mirada agresiva de la tía Harriet y cruzar la puerta de la escuelita donde los blancos te impedían entrar. Ahora, sin embargo, son tus ekobios los que te atajan el paso e insultan:
–¡Nigger!
Volviste el rostro tratando de encontrar las caras de los negros que apoyaban al profesor, pero estás sola, habían desaparecido. Entonces decides sentarte al lado de tus ekobios.
A lo lejos, en el patio, por los corredores resonaban las botas de la Policía. El alarido de las sirenas ensordece. Los gases humedecían los ojos. Tus compañeros huyen de los uniformados que les perseguían con sus cachiporras. Negros y blancos les gritan desde los balcones:
–¡Muera el fascismo!
Arremetieron con sus bolillos contra vuestras cabezas y costillas. Rememora Agne Brown. No es la primera vez que oyes y mirabas sus colmillos. La loba blanca tiene quinientos años de estar mordiendo tus carnes.
Lo habías dejado leyendo al quedarte dormida y al despertar, sin que supieras cuánto tiempo estuviste ausente, lo encuentras allí frente a ti, aún leyendo la Biblia. No era la primera vez, Agne Brown, que observabas a tu padrastro sumergido en la lectura sagrada durante toda la noche… pero antes, ya lo sabías a pesar de tus cortos años, nunca lo hizo tan afanosamente por ti:
«Mañana irás a la escuela». Temerosa de que también fuera parte de tus sueños, buscas angustiada los uniformes azules y los zapatos blancos que había comprado conjuntamente para ti y Susan.
«Las dos tienen la misma talla», explicó la modista después de medir la altura de los hombros y la cintura de tu hermanastra. La mujer echa una mirada por encima de sus gafas y las arrugas de su frente se acentuaron con solo verte allí, juntos los pies, sonriente, ilusionada con tu uniforme nuevo.
–¿Tomará usted las medidas a mi otra hija?
Las palabras del reverendo no alcanzan a borrar su perplejidad. La costurera afirmó con un gesto indescriptible y se retira de tu lado aligerada del compromiso de poner sus manos sobre tu cuerpo. Tú no podías imaginarte por qué aquellas manos acostumbradas a confeccionar los trajes de las niñas blancas, se resistían a tocarte.
–Mañana irás a la escuela.
La frase repetida fue perdiendo la irrealidad de los sueños. No estarías sola, rodeada de rostros blancos, pues a tu lado presientes la permanente compañía de Susan en quien ya no ves otra blanca, sino la pálida sombra de tu cuerpo. Pero te preocupa imaginar que tu padrastro, siempre dispuesto a ofrecerte su mano protectora, no estaría allí a tu lado.
Tampoco la «tía» Ann podrá indicarte cómo responder a las preguntas maliciosas de tus condiscípulas. Tú puedes presentir lo insólito de aquella incursión al mundo de los blancos, pero nunca sospechar cuán importante te has convertido ante tus propios ojos. Y llega la hora en que realmente vestías tu uniforme azul, igual que Susan.
Marchaban agarradas de las manos del reverendo. Lentamente abandonan las calles que circundan la casona. Todavía recorrerán un largo tramo casi despoblado, a lo largo del río hasta llegar a la más apartada escuela del distrito urbano.
Parlanchina, acicateada por un vivo deseo de adelantarte a las experiencias, preguntas sin reposo a tu padrastro acerca de lo que serían tus maestras y lo que van a enseñarte. Susan se adelantaba a las respuestas para fabular cosas que ella también ignora.
No advertías que las señoras asomadas a las ventanas o formando corrillos en las puertas les miran pasar en silencio para luego murmurar. Algunas volvían la espalda, ocultándose detrás del seco golpe de las puertas.
Solo tu padrastro oía, observa y adelantará los pasos con firmeza, sujetando suavemente las manos de ustedes dos. Tampoco pudiste sospechar que un reducido grupo de parroquianos los espera frente a la escuela.
Tú, pequeña Agne, te has convertido en el gorgojo que carcome su seguridad. Callaron. Se miran indecisos cuando el reverendo se acerca con su Biblia bajo el brazo y sus dos «hijas» de las manos. Alguien del grupo debió sentir que sus músculos se doblegan y dejó un vacío en el círculo que obstaculiza la entrada. Susan tiró con fuerza de la mano de tu padre, para introducirse por el espacio abierto.
Ni tú misma sospechas que aquella gente haya leído toda la noche las sagradas palabras de Jehová reveladoras de su amor por el pueblo escogido y que desayunaran muy temprano con pan de piedra y sorbos biliosos de café para escupirte. Detrás de Susan apenas eras una chiquilla ansiosa de encontrar su puesto en la escuela entre otras niñas.
Todavía la «tía» Ann no te ha revelado que debajo de cada piedra se oculta una sombra. El reverendo saludó a los extraños con movimiento de cabeza impedido de mover sus manos amarradas a las vuestras. Casi arrastrada, penetras por aquella rendija que dejó el parroquiano fugitivo. Siguieron por el patio de la escuela, sin que oigas los gritos a tus espaldas.
El largo corredor que separa la verja de la puerta está patrullado por mujeres y hombres que agitaban pancartas. Imaginas que son banderas y quisiste preguntar a tu padrastro a dónde marchaba aquella gente, pero se había quedado atrás, atropellado por los que alzan sus puños amenazantes.
Tú y Susan avanzan solas, la negra y la blanca, todavía las manos agarradas. Soñaban con cartillas, cuadernos, lápices y hasta con las sonrisas de la maestra y de las nuevas amiguitas. Suben por las escaleras del patio. Agne Brown, todos ellos estaban allí conjurados para protestar por tu presencia.
Tu inocencia de negra entre los colmillos de la loba blanca. Pronto te desgarrarían la ropa, deshilacharán la nube de tus ojos, rompen la frescura de tu sonrisa, tus sueños. Aun cuando no lo sospechas, eras la alumna más esperada esa mañana en la escuelita de Lawrence.
Habrías penetrado por la gran puerta sin enterarte de nada, si Susan, a cuya mano te agarras, no se hubiera detenido al ver a la tía Harriet. La recuerdas por aquella mirada de fuego que quiso reducirte a cenizas cuando apareciste inexplicablemente al lado de su hermano. Sí, allí está ella junto a los que vociferaban palabras que solo hasta ese momento logras oír:
–¡Fuera la negra!
Susan se detiene confundida. Sus piernas giraron en un círculo sin rumbo. Se llevó las manos a los oídos y prorrumpe en llanto. De repente descubres que estabas rodeada de blancos y que todos ellos se han congregado para insultarte. Sin valor para acercarse a la tía que gesticulaba con su puño erguido, insegura, Susan te suelta la mano y echó a correr hacia atrás en busca de tu padrastro.
Detrás de los gritos, sereno, aún lee los versículos confiado en que la palabra de Dios derrotaría a los demonios que habitaban aquellos cuerpos. Su hija blanca, agarrándose del brazo, le hizo sentir el calor de la vida.
Baja la vista y fue entonces cuando te buscó angustiado en la distancia. No tenías por qué saberlo, pero tu resolución de quedarte allí plantada frente a la tía Harriet, mordidos los labios, se nutre en la rebeldía que recibiste de tu verdadero padre en aquel último beso después de morir.
Recorres sus caras con tus ojos sorprendidos pero ya sombreados por la ira. Los insultos, en vez de aterrorizarte, acrecentaban tu decisión de estarte allí plantada, dispuesta a traspasar las puertas de aquella escuela en la que sueñas entrar con tu uniforme azul y tus zapatos blancos.
–¡Oh, padre mío, perdónalos que no saben lo que hacen!
Las palabras de tu padrastro te llegan confundidas con los graznidos:
–¡Fuera la negra!
Se acercó hasta ti, llevando de la mano a Susan y con voz suave pero con la firmeza con que predicaba, les dice cariñosamente:
–Sigan mis hijas, allá dentro las esperan sus maestras y condiscípulas.
Aprietas bajo el brazo la bolsa con la cartilla y los cuadernos; dirigiste la mirada hacia el interior de la escuela y arrastrando a tu hermanastra, todavía llorosa, avanzaste hasta unirte a la fila, ignorante de que habías ganado tu primera batalla.
Los jóvenes de la plantación nos reuníamos en las noches bajo los robles para oír la palabra de los ancianos. Sin que lo advirtiéramos, los difuntos escuchaban y alimentan nuestra conversación desde las ramas. El mismo diálogo iniciado en África a la sombra del baobab:
–En la huida siempre habrá un ekobio que nos esconda. Desde luego, no faltaba la cobardía recortando el horizonte:
–Lo peor, Nat, son los inviernos. El camino de los fugitivos está sembrado de esqueletos blanqueados por la nieve.
Por allá andaba mi padre. Pero también está aquí conmigo. Me sentaba sobre sus piernas para cantarme arrullos de cuna que no he olvidado.
El Señor me llama pronuncia mi nombre en el trueno su trompeta resuena en mi alma.
Cuando estoy en el aserradero, sentía que apoyaba su mano sobre mi puño para gritarme en el vaivén del cepillo:
–¡Ven! ¡Vente! ¡Ven! ¡Vente!
Escondido en el galpón de las gallinas resuena su voz cada vez que cantaba el gallo:
–¡Te esperooo!
La gran revelación fue aquella noche en que leía a los ekobios el Llamamiento de David Walker. Para que el gallo no cantara lo habíamos encerrado en un cajón. Mi acento perdió su tono. Tiene el calor que solo podían infundirle los difuntos cuando hablan por los vivos. Los que me rodeaban también lo advierten. Mi padre leía por mí:
«… pero yo os digo, creed en esto: no es más dañino para ti matar a un hombre que trata de asesinarte que tomar un vaso de agua cuando estás sediento…».
Después, durante todas las noches, mi padre me llama con angustia:
No hay lluvia que te moje
ni sol que queme tus espaldas.
¡Oh, creyente sigue tu marcha!
¡Marcha seguro…!
Yo quiero llegar a casa.
Amanece el día en que inevitablemente debía escapar. Conocí entonces el interminable camino de la fraternidad: los ekobios me esconden en sus cabañas, compartían conmigo su pan, me traen agua a lo más apartado del bosque.
Todos me animan. «Yo conocí a tu padre». Más allá su voz desdoblada en otra vida: «Aquí estuvo predicando y cuatro ekobios se fugaron con él». Lo habían visto en Alabama, río arriba por Memphis. Comparto el calor de las fogatas entre los creeks de Oklahoma. Pero todos los rastros conducen a Georgia:
–En los pantanos de la ciénaga Sombría se reúnen los vivos y los muertos a conspirar contra los amos.
Mi padre, Agne Brown, debía encontrarse allí.
Volver desde West Virginia a Georgia es marchar contra el gran río de los fugitivos. Los ekobios escapados de Mississippi y Alabama no desean beber sus antiguas pesadillas. Emprendí el retorno solo, descubridor de mis propias huellas. Escondido en el día espero que las estrellas me guíen en las noches por entre los riscos de las Montañas Azules.
Pero realmente siempre estoy acompañado. Los bosques, los ríos, las cuevas esconden a los perseguidos del hombre blanco: los osos con sus caras chamuscadas por la pólvora, las serpientes sin rabos, el puma tuerto por las balas.
Conviviendo con ellos, habitantes del mismo exilio, también encontré a otros ekobios fugitivos. Madres e hijos se confunden con las piedras. Dormíamos cada noche en sitios distintos, siempre alejándonos de las casas con perros, hasta que desnudo, alcanzo la orilla de los pantanos.
En las primeras noches dormí en las cabañas de los esclavos aún sujetos al yugo del amo en los arrozales. Ancianos resignados a la muerte; mujeres que descansan trenzando los cabellos de sus hijas después de una jornada de dieciocho y veinte horas de recolección.
Apenas los jóvenes hablaban de «fugas». Llueve y hay días en que el sol se pasaba oculto. Entre tizones de candela, estiradas sus siluetas por el humo del tabaco, nunca supe si mis protectores realmente vivían:
–En la ciénaga, al oscurecer, se escuchan tambores. De una orilla a la otra podrás ver las luces de sus gritos llevando y trayendo las palabras.
Los ekobios venidos de Haití me hablaban del padre Toussaint L’Ouverture y del rey Christophe. Otro, llegado de New Orleans, me cuenta que Yemayá, la oricha de las aguas, dormía en el fondo de la ciénaga. Inútilmente quisimos despertarla llamándola desde la orilla. Hasta la noche en que vino a buscarme el anciano en un bote construido con pieles de lagartos. Alguien lo había mandado a recogerme y me dice que recuerda haberme visto quinientos años atrás en una olvidada aldea africana.
Desnudo, su piel está tejida con sombras de pájaros. Hundía el remo y sus golpes no dejan huella sobre la superficie de las aguas. Alejado de la orilla esperamos la salida de la luna. Los sapos me ensordecían. A nuestro alrededor, entre las matas de juncos, se asoman las lenguas del fuego fatuo.
–Es el respiro de los muertos.
Arrojé la piedra lo más lejos que pude. La respuesta fue un trueno que se prolongó en un persistente tamborileo.
–Ese es Bouckman llamando a sus cimarrones.
La segunda piedra revolvió el vientre turbio de la ciénaga. Nos quedamos en silencio. Sentí frío. Se abren las aguas y una nube blanca avanzó hasta nosotros. Adivino que es algo vivo porque dejaba huellas sobre las ondas.
–Sé que andas en mi búsqueda.
Creí reconocer su voz. Deja caer las palabras lentamente como mi padre. Pero estoy equivocado. Sus ojos son mucho más rojos.
–Soy Gabriel Prosser, soy Denmark Vesey, soy tu padre, soy Nagó memoria de todos los rebeldes del continente. ¡Escúchame!
El boga anciano ha desaparecido. Era apenas mi propia sombra. No sé si ando libre o sepultado. Oigo:
–Ten cuidado de los traidores. Cuando me llamaba Gabriel Prosser propicié el levantamiento de Henrico, en el condado de Virginia. Dos ekobios denunciaron nuestro plan a los blancos y pronto el gobernador Monroe moviliza contra nosotros a seiscientos hombres. La batalla tendrá lugar en las afueras de Richmond.
Mil ekobios resistimos con cuchillos. machetes y ganzúas. «Libertad o muerte», gritábamos. Pocos días después treinta y cuatro de nosotros subimos por el camino vertical de la horca. Ya al regresar de la muerte nos alcanzó uno de los cuatro cabecillas sobrevivientes. Nos llama con desespero. Se había suicidado. Nat, ahora te repito, cuídate de los traidores.
La barca se sacudió abordada por otra persona. Sin embargo, frente a mí, sentado en el lado opuesto, solo persiste el rugoso muro de la sombra:
–Te conozco desde que eras un pequeño. Tu madre te envolvía entre pañales.
–¡Denmark Vesey! –Me atrevo a responder– ¡Ella me habló tantas veces de ti!
Estira su dedo y sobre mi frente revivió las invisibles culebras de Legba.
La luz ilumina mi cara.
–Has sido señalado por el fuego de Changó para que convoques la violencia y la destrucción contra la esclavitud. En un año, solo en Louisiana han estallado cuatrocientas sublevaciones. La tuya sin embargo, será la que levante el puño ensangrentado de las futuras generaciones.
Mientras me hablaba, iluminándose, descubro en la sombra el rostro de mi padre.
–Durante los años que precedieron a la rebelión me he cambiado de nombre muchas veces. Utilizando cartas de libertad de ekobios difuntos, llevo los mensajes de Denmark a los conspiradores de Hampton y Darlington. ¡Más de nueve mil ekobios comprometidos en la revuelta! Apenas disponíamos de doscientas cincuenta picas.
Denmark decide esperar un cargamento de fusiles prometido por los ekobios libres de Haití. Pero la delación, ahora de un blanco que alerta a los amos nos costó cuarenta y siete ahorcados y ciento veintinueve ekobios detenidos, rotos sus huesos, mutiladas sus lenguas.
Las palabras de mi padre brotaban del cieno pantanoso:
–Nat, no me busques. Regresa a Jerusalén y prepara la revuelta. El silencio será tu escudo, la sorpresa tu mejor espada.
Para venir a Harlem me he puesto la falda azul que tanto le gustaba. Hace una semana, después de que mi hermana Susan se marchara al oeste, mi padrastro decidió venirse a vivir a New York. Quiero sorprender a Joe. Avancé por las calles.
Dos, tres veces… escuché mi nombre pronunciado detrás de una puerta o en el grupo de las personas que gritaban y ríen en las esquinas. Me detengo frente a la anciana que cargaba un pequeño nieto sobre sus rodillas. Al verla tuve el presentimiento de encontrar a mi madre revivida. Pero la visión no puede resistir mi mirada y se desvaneció mucho antes que pudiera rozarla.
Aunque recuerdo la dirección que Joe envió a la «tía» Ann, remiro los números que él mismo había escrito en el sobre. En la esquina me acerco al ekobio que dirigía el tránsito. Nunca antes estuve plantada ante un guardia tan alto. Debo alzar la mirada. Sin reparar en mí, levantó un brazo y gira el otro para indicar el paso a los automóviles. Finalmente, con gran ceremonia toma la carta que le extendía y descifró los números sin dificultad.
–Sí, señorita, siga esta calle y en la tercera casa, más allá de la próxima esquina, debe vivir el tal Joe Stephens que usted busca.
Un empellón me estrelló inesperadamente contra los jamones que colgaban de una puerta. Alguien me pide «perdón». Pero ese alguien, un cincuentón de gafas y paraguas, prosigue diciendo frases sin sentido. Un muchacho descalzo, la gorra rota, se me acercó con la mano extendida.
–¡Mam, deme un dime!
Instintivamente, sin mirarlo, abrí la cartera y le entrego un cuarto. El muchacho se quedó perplejo con su brazo alargado, empuñando la moneda. Entonces es cuando reparo en su gorra ladeada y superpongo en su cara pícara el rostro de Joe cuando lo conocí en la cocina de la «tía» Ann. Otro empujón, ahora de una señora, me hace girar en redondo.
–¡No se plante en la mitad!
Recogí mis hombros, el sombrero ladeado. «¡Qué idiotez!», pienso, sin estar segura de si me recriminaba a mí misma.
El edificio tenía un frente común para todas las casas del bloque. Cuatro o cinco pisos grasientos se superponen y alzaban contra un cielo oscuro.
«La escalera al Cielo suele estar llena de peldaños rotos y ocultos, pero un alma pura, entregada por entero al Señor, encontrará el camino de la luz». Mi padrastro me acompaña aun cuando unos momentos antes lo hubiera dejado en la capilla del barrio. De los balcones cuelgan ropas descoloridas. Olores conocidos acosaban mi olfato: la canela de Ceilán y los clavos de las Molucas con que «tía» Ann sazona sus guisos.
El negrohumo de las chimeneas barnizaba hasta los rostros. Sobre los escalones de la entrada varios pequeños conversan a gritos con otros sentados en la acera de enfrente. De pie, contra el marco de la puerta, una jovencita con la boca pintarrajeada me espera desde que la amasaron sus padres. Sin dejar de mascar chicle me observa con sus zapatos de caucho y las medias a mitad de la pantorrilla.
–¿A quién busca?
Grité el nombre de Joe Stephens y una sombra oscureció su rostro. Los otros niños se acercan a oler la frescura de mi traje limpio.
–En esta casa viven más de veinte Joes, alguien de ellos podrá apellidarse Stephens, pero por su nombre no lo hallará nunca. ¿Cómo es su pelo? ¿Usa chancletas o botines?
Cada pregunta aumenta mi turbación. Lo cierto es que no podía mencionar un rasgo particular en Joe. Tengo exactamente tres años de no verlo e ignoraba cómo se peina el pelo y si usa zapatos o sandalias. Uno de los niños adelantó un rasgo identificador:
–¿Será alguien que toca el banjo? Recibí un baño de luz.
–¡Sí! ¡Sí!
No esperó más aclaración y se introduce a las carreras en el interior del edificio.
–¡Venga! ¡Venga! La llevaré donde él.
–¡Debe estar que ronca! –me grita otro.
Dos caras más se apostaron a mis lados. La quinceañera deja de mascar chicle y ahora me miraba con ojos turbios la malicia resbalándole sobre el rostro.
–Más vale que espere aquí…
Me detengo cuando había pisado el primer escalón. El aire asfixiante recorría el corredor, pero son sus ojos los que paralizaban mis movimientos. Me encuentro al pie de una escalera de hierro que conducía a los pisos superiores. Su otro extremo baja al sótano y se pierde detrás de unas ventanas que no dejan filtrar el sol. Por la semioscura espiral de luz alcanzo a ver la cabellera roja que brilla en lo alto con sus alambres de cobre. La boca ladeada me gritó en un dialecto irrepetible:
–Mi hombre duerme.
Bajé la cabeza y un cosquilleo en la garganta me adelgaza la voz:
–Traigo una carta de su madre.
La mostré como prueba de mi inocencia. Uno de los muchachos me la arrebata y antes de que terminara la frase, el sobre zigzagueaba baranda arriba agitado por las manos. La pelirroja recoge la carta y el estrépito de su puerta resonó en todos los rincones.
–Si quiere ver a Joe, visítelo en el West End Blues Bar. Más tranquila, volvió a masticar el chicle:
–Es una bailarina inmunda que no se merece ese muchacho.
Lentamente, oyendo y desoyendo, me retiro. En la calle la pandilla me rodea pidiéndome dinero:
–¡Yo le llevé la carta!
–Si no es por mí, no da nunca con él.
–Me está enseñando a tocar el banjo.
Saco un billete de la cartera y antes de que pudiera cerciorarme de su valor, desapareció entre las manos de los niños.
¡Harlem me había abierto sus puertas!
El abuelo Burghardt Du Bois morirá en Accra y un año después, ahí en Ghana, se reincorporará a la sombra de Malcolm para regresar a su América. Me dice:
–Agne Brown, nací en el mismo año en que fue proclamada la Decimocuarta Enmienda Constitucional. Estoy señalado por Kanuri mai para que mi pensamiento rebelde se inspire, muera y renazca en el Niágara.
En una gota de agua viajo en la palma de su mano por entre las grandes cataratas que no dejan de caer.
–La vida es un eterno retornar al futuro. Solo el olvido de las experiencias vividas por nuestros ancestros nos conduce a la verdadera muerte.
Entreabrió el muro de aguas y me abandona sobre las polvorientas espumas del recuerdo. Las rocas hasta entonces aparentemente dormidas comienzan a moverse. Adams, Howells, Ferrand, Trotter, Dewey, Millholand, Barben, Villard… escritores, maestros, sacerdotes, músicos y artistas, ayudan al viejo Du Bois que esculpe su Manifiesto sobre las duras piedras. Podía mirar las ocho caras del tiempo, sus horizontes altos y profundos.
Dejó de tallar.
–Antes de que el muntu pisara la tierra del exilio, este sitio y esta hora estaban señalados para que encuentres a los combatientes hijos de Changó. Tápate los oídos y escucha. Sus palabras me iluminaban antes de pronunciarlas.
–Ten cuidado con la luz, Agne Brown, la llama puede quemar el puño que la sostiene. Ansioso de alcanzar el sol me olvidé de que desde su altura da vida simultáneamente a la nube y al barro. Ahora mi afán de difunto es aprender de la inagotable experiencia de mi pueblo.
Hijo de negra esclava, en su sangre nadan abuelos franceses y alemanes. Pero es su ancestro africano, Kanuri mai, quien le rajó la frente para alumbrar su pensamiento.
Sorprendida advertí que mis pasos se ajustan a sus huellas como si en otros tiempos venideros las hubiese dibujado con mis propios pies.
Agne Brown, si oyes mi palabra descubrirás el grano de luz que yace oculto en las sombras, el mundo espiritual que permitió sobrevivir a nuestros mayores en el infierno de la plantación. Entre el rumor de las cataratas podrás escuchar el coro de voces lejanas:
Camino hacia el camposanto con mi cuerpo a cuesta. La luna estará despierta cuando viaje a la media noche entre el brillo de las estrellas. Rumbo a las alturas bajo a mi sepultura con los brazos abiertos. Seré juzgado al amanecer y mi soul y el de Dios se reunirán cuando deje enterrado mi cuerpo.
–Examina tu alma a la luz de dos lámparas y te explicarás la penumbra de tu doble existencia. Nadie, sino tú, escogida por Legba, podrá tener conciencia de tus dos mundos: África viviendo en el alma de América. El destino de nuestra sangre es encender un nuevo renacimiento en el corazón anciano de la humanidad.
De nuevo escucho el canto de los ancestros sobreponiéndose al rugir de las aguas:
¡Miguel, saca el bote a tierra y escucharás su trompeta,
escucharás el llamado de su trompeta la trompeta despertando al mundo sonando para los ricos y los pobres
la trompeta tocando a jubileo
la trompeta sonando para ti y para mí la trompeta sonando para los dos para todos sonando la trompeta!
Súbete al cadalso, Agne Brown, y toca mis manos amoratadas. Las botas están apenas a medio metro de altura del piso. Seguramente me miras mucho más largo. Creo que cuando me colgaron mis huesos aún crecían.
Puedes fijarte que me han arrancado las uñas de las manos. No quieren creer que una rebelión que mantuvo en desasosiego a todos los amos del sur pudiera ser organizada y dirigida por un solo negro, por el temido Nat Turner. Después, cuando se convencieron de que las torturas endurecían mi silencio, deciden sobornar mis sentimientos religiosos:
–Si nos confiesas los nombres de tus compinches, el Señor se apiadará de tus crímenes.
Pretendían que besara la Biblia. La lengua hendida y los labios rotos todavía me ayudan para gritarles:
–Dios odia tanto a ustedes los esclavistas que envió plagas y fuego sobre vuestros primeros padres.
Agne Brown, ya ves, torturan a mi mujer y a mis dos pequeños. Hace meses que no los veo. Ahora por sus gritos, descubrí que están en la celda contigua. Nada pueden arrancarles. George Boxley me había alertado de que la rebelión debe hacerse a espaldas de las mujeres y de los niños. Los azotan desde ayer.
Al subir al patíbulo, entre los ekobios que me despiden con llanto, alcancé a divisar, silenciosa, a una familia de blancos. La semana pasada impedí que fueran asesinados. Entonces les digo:
–Sois tan miserables y oprimidos como nosotros. Despertad y dejaréis de ser esclavos.
El padre no se atreve a levantar el brazo para agradecerme su vida, pero adiviné que nunca más se sentiría superior a un negro.
La mañana es clara en Jerusalén. Vuelan los pájaros y un caballo relincha en la distancia. Se acercaban en tropel los difuntos. También están presentes mis hijos, la interminable descendencia de héroes que no puede abarcar mi mirada extendida hacia el futuro.
El Señor me llamó Sojourner porque viajo de un lado para el otro descubriendo los pecados que andan escondidos en la gente. Después le pido que me diera otro nombre, pues todos sus hijos poseen dos. Y el Señor me llamó Truth para que predicara la verdad entre mi pueblo.
Desde entonces, viva o muerta, me ilumina el Espíritu Santo contra la injusticia y la esclavitud. Apedreada por los esclavistas en los mítines, nunca la sangre de mis dientes apagó el fuego de mis palabras. Pero me fue más difícil preservar mi libertad y la de otros que obtenerla. Libre por la abolición de la esclavitud, en el Estado de New York debo defender a mi hijo Peter, de solo ocho años, vendido a un negrero de Alabama.
Demandé justicia y los jueces sorprendidos escuchaban la luz de mi verbo, fuego de Dios. Así logré que mi hijo vuelva al campo de los libres. Como la sombra de la esclavitud persigue a los manumisos, dirijo mis pasos detrás de los cazadores de esclavos.
En el sur no se nos permite portar armas, tener perros guardianes o utilizar venenos. Se nos exigen salvoconductos para trasladarnos de un lugar a otro. En algunos estados se nos prohíbe el retorno desde el norte, impidiéndonos visitar a los familiares todavía esclavizados.
En North Carolina las leyes me arrebatan la vida de un niño. Los jueces blancos, las leyes blancas, permitieron que se le llevara a la horca por haber robado cinco dólares a un ama de las que se dicen cristianas.
Yo misma fui acusada por otro blanco de haber asesinado a un hombre pobre. El muy pervertido espera que el tribunal me sentencie a muerte y corte mi lengua. Otra vez el Señor habló por mí y los jueces, deslumbrados por mis argumentos no solo me declararon inocente sino que condenan a mi temerario acusador a indemnizarme con ciento veinticinco dólares, sanción nunca antes aprobada en favor de un negro.
Tío Saudey, quien había comprado su libertad por tres mil doscientos dólares, cuando los cazadores de esclavos fugitivos pretenden capturarlo, prefirió hundir la navaja en su cadera, desjarretarse el tobillo y tras de cortarse los dedos de su mano derecha, esgrimiendo el hacha ensangrentada en su único puño, desafía a sus captores a que lo aprisionen vivo.
En New Orleans François Ricou, liberto, se arrienda voluntariamente al amo de su novia por siete años hasta lograr su libertad.
Nuestra decisión de ser libres no se encoge ante el terror ni mide los sacrificios.
Cuando el espíritu del Señor me llamó al combate había cumplido cincuenta años. «Debo ir», le respondo. Dejé a mis hijos y comienzo la prédica con unas cuantas monedas en mi bolsa. Mi pensamiento está fijo en las grandes cosas de Dios, en la libertad, nunca en los pequeños riesgos por alcanzarla.
Susan llega a New York una noche empantanada. La lluvia la persiguió a lo largo de la carretera y te sorprende que la vieja camioneta, pese a sus retobos, hubiera podido cruzar el continente desde San Francisco. Desembarcó una docena de gatos, llena tu cuarto de olor a gasolina y luego te hizo brindar por los años vividos en Lawrence.
Habías dejado de ver a tu hermanastra desde que abandonó la vieja casona huyendo del puritanismo de su padre.
–¡Anda, chica, vamos a buscar a Joe aunque esté en el fondo de los infiernos!
Cierras la Biblia y te revolviste en la cama con hostigante ansiedad.
Frente al espejo ponía tonos azules sobre sus párpados.
–Ya es tiempo de que te quites el cinturón de castidad que te puso mi padre. Te he visto desnuda y puedo afirmar que podrías satisfacer al oso más exigente. ¡Pero, chica, deja esa Biblia! Los hombres de hoy no quieren perder su tiempo ni siquiera abriendo la cremallera en el pantalón de una mujer.
Tú también habías observado su cuerpo espiándola por la cerradura del baño pero tus ojos de niña negra solo curioseaban la diferencia de piel. De repente Susan se acercó a la cama y te arrastra hasta el espejo.
–Ponte tu mejor vestido. Iré a tomar algo a la cafetería. Te espero allí.
Te quedaste sorprendida frente al espejo como si fuera la primera vez que contemplaras tu propio cuerpo. «Huye de las falsas apariencias de Satanás…». Los rincones se pueblan de diablos lujuriosos. Cuchichean, reían. Cerraste los ojos.
«¡Pero chica, deja esa Biblia!». Sorprendida observaste que los senos se te endurecen, que tenías tensa la piel y rizados los vellos del bajo vientre. Te inclinaste sobre tu imagen y sientes el impulso de morder tus propios labios.
Decidida, sobreponiéndote a los escrúpulos, regresaste al clóset. Ya antes de abrirlo percibes el olor agrio de la ropa, las telarañas envejecidas, los colores desteñidos de tus vestidos. Pero aun después de medirlos sobre tu cuerpo, todavía inhibida por los sermones de tu padrastro, buscaste nuevamente el refugio de la cama. Pero al instante el recuerdo de Joe te hace saltar.
West End Blues Bar.
No estás convencida si lo habías soñado o si responde a la dirección copiada en la lista telefónica. Indecisa, te refugias en el costado de tu hermanastra. El carro avanzó hasta lo más oscuro de la calle. Al detenerse frente al bar, el botones se acerca y abrió la puerta. Te apoyas sobre su mano enguantada para recoger tu larga falda.
El presentimiento de encontrarte con Joe te aleja de lo que tocas. Otro negro, el maître, se adelanta a ofrecerles la mesa. Apenas recién hundida en la semioscuridad del grill vuelves la cabeza hacia atrás, atraída por el rostro del botones al que realmente no habías mirado.
Su espalda ancha te evoca unos hombros sobre los cuales te colgaste desesperadamente. Asustada te agarraste de la mano de Susan. La sala está colmada de parejas blancas. En el apartado rincón, un anciano frente al piano enseña a una rubia la complicada síncopa del jazz. Al sentirse incapaz de seguirlo en los movimientos soltó una carcajada burda y escandalosa. Ahora recuerdas la primera carta que Joe escribió a la «tía» Ann hablándole del viejo que le precedía en su número.
Recogiste el programa de la mesa y efectivamente anuncian a Johnny Bess al piano. El nombre de Joe Stephens no figuraba y ni siquiera mencionan el banjo. Sospechas de que el nombre de West End Blues Bar dado por la quinceañera de Harlem hiciera parte de una conspiración contra ti, organizada por la pelirroja y que incluía al agente de tránsito y hasta la pandilla de niños.
Se apagaron las luces y solo chisporrotean las lentejuelas de los cigarrillos. Flotando en un rayo de luz apareció una cara infantil con cabellos rizados y las pestañas maquilladas. Los aplausos acogieron a aquella criatura híbrida con bigotes rasurados.
–¡Es un marica!– afirmó categóricamente Susan.
Tu alma encogida se transportó al púlpito del reverendo Robert. Habías pisado el antro pecaminoso de Satanás y te esfuerzas por no oír una sola palabra. Debías protegerte contra las más vedadas seducciones.
–¿Han escogido su bebida?
El Demonio asume la apariencia de una rebosante muchacha que muestra impúdicamente sus senos.
–¡Aquí está el hombre, viene hasta nosotras desde las islas de Port Royal, cuna del blues sureño: Johnny Bess!
El viejo se acercó al piano, arrastrando los pies. Solo los dedos firmes sobre el teclado le devuelven la vida deshilachada entre los algodonales. Las notas de «Canal Street Blue» saltaron solitarias, meciéndose, para luego confundirse en los espacios y los silencios. Cuánto tiempo estuvo allí no lo sabrás nunca. Solo recuerdas que te despertaron los aplausos cuando se retiraba del piano y la cara feminoide vuelve a anunciar:
–Un número totalmente improvisado para ustedes. Uno de nuestros botones acompañado del banjo les cantará canciones del sur.
Emocionada hincaste las uñas a Susan.
–¡Es él, míralo!
–El mismo que nos recibió a la salida del automóvil. ¡Cómo fue posible que no lo hubiéramos reconocido!
Te retraes acobardada. Joe está allí a pocos pasos, al alcance de tu voz, y sin embargo, lo sientes más lejos que cuando lo evocabas desde Lawrence.
¿Dónde aprendió a mentir, borrando el retenido rencor que siempre ensombrecía su sonrisa? Si la «tía» Ann pudiera verlo con ese corbatín negro y el cabello engomado. Después cantó el viejo blues que su madre le enseñó bajo los manzanos en la casona de Lawrence.
Cuando el Tío Sam llama a nuestro hombre a la guerra.
¡No llores!
¡No llores!
Simplemente no puede negarse.
¡No lo jales,
esto puede entristecerlo! No lo jales hacia atrás por favor.
¡Esto puede matarlo!
Antes de que encendieran las luces, secaste las lágrimas de tu rostro.
Susan se puso de pie y trata de arrastrarte.
–¡Vamos a darle un beso!
Mientras tu hermanastra se muestra explosiva, tú te refugias en ti misma.
–Dejemos que pase el temporal de los aplausos.
–¡Qué va, chica! ¡Este es el momento!
Insistió en arrastrarla pero ante tu indecisión, opta por avanzar sola hasta el escenario.
–¡Joe! ¡Joe! –le grita. Ya se disponía a hacer mutis por última vez cuando Susan se abalanzó a su cuello y le besa en la mejilla.
–¡Aquí estoy con Agne!
Todavía avanzó dos pasos tras él, pero luego se detuvo como si la sangre se le hubiese coagulado.
–¡Miserable! –repetía encolerizada al llegar a tu lado– ¡Es un ser despreciable! ¡Vámonos de aquí! ¡Ni siquiera fue capaz de responder!
Pero tú lo habías visto, compartiste su triunfo y te sientes realmente feliz.
–«¡Malcolm, hoy serás asesinado!».
Era tu voz, Agne Brown. Tenías viejos acentos de ekobios a quienes solo he oído hablar aquí en la Casa de los Muertos. Benkos Biohó, Gunga Zumbi, el Aleijaidinho, L’Ouverture, José María Morelos, Bolívar, Nat Turner… Ardía el surco de mi garganta y aflojo el botón de la camisa para desnudarme y repetir ese acto suicida con que todas las noches nos entregamos a la muerte. Asustado veo que las puntas de la corbata se enroscaban en mi puño. Me habías advertido que las serpientes de Legba anunciarían mi retorno.
Comienzo a desprenderme de mi sombra y asustado me asomé al espejo. Contemplo mi cara con su luz desvanecida, mirada futuro hundida en mi larga descendencia de hijos, nietos y tataranietos. Me confunde esta luz invisible que opaca mi presente. Me palpo el cuerpo, vibraba mi soul y tengo la certidumbre de que mi muerte sobrevendrá violentamente.
«¡Malcolm, hoy serás asesinado!».
Mi padre, antes de que lo sacrificaran, me contó que él y yo seríamos asesinados. En mi familia nacemos con las heridas por donde se nos vaciará la sombra. Los sicarios del Klan le hundieron a golpes el cráneo y luego lo tienden en la carrilera donde el ferrocarril le quebrará los huesos.
Muchas veces, todavía no he cumplido cinco años, guía mis dedos sobre sus cicatrices que le aparecerán tres días después de sepultado. Ya para entonces mi padre había visto cómo los blancos lincharon a uno de sus hermanos.
Otros cuatro de mis tíos conocerán por anticipado a sus asesinos. Los Little solo somos pequeños de nombre: para dejarnos bajo sepultura nuestros verdugos tienen que abrir grandes hoyos en la tierra.
«¡Malcolm, hoy serás asesinado!».
No tengo por qué sorprenderme. Los jinetes de la Legión Negra ya sabían que mi madre está embarazada de mí cuando quemaron nuestra casa en Omaha. Desde entonces esperarán mi nacimiento, cuentan los días vividos y escogen el lugar, aquí en Harlem, donde me asesinarán esta tarde.
Detrás, a través de las caras de Nat Turner, Gabriel Prosser y Denmark Vesey que lo alimentaban, entreveo al abuelo Frederick Douglass con su amarga y húmeda sonrisa.
–Solo quienes hayan sufrido las llagas de la esclavitud pueden luchar hasta la muerte por la libertad.
A pesar de sus vértebras sólidas, acusaba la blandura de un niño.
–La última vez que vi a mi madre fue aquella noche en que para besarme debió recorrer de ida y vuelta veinticuatro millas desde la hacienda donde la retienen como esclava.
Frederick nació un día que nunca pudo identificar, en Talbot County, Eastern Shore, en el Estado de Maryland. Rememora los siglos más antiguos de su raza pero no los primeros días de su infancia, porque la noche de la esclavitud había sepultado sus huellas. Los recuerdos comienzan a atormentarlo cuando a los cinco años se encontró en la plantación del coronel Lloyd, lejos de su madre. Desde muy de madrugada, cuando los adultos salen a los cultivos, los niños quedan al desamparo de una esclava a quien deben llamar «tía» Katy, expuestos a sus golpes y ayunos.
Los caminos clandestinos de las voces esclavas pronto llevan noticias a la madre de los sufrimientos y maltratos que padece el pequeño Fred. Esa misma noche, abriéndose paso entre la bruma invernal, llegó a la cabaña de la «tía» Katy donde lo halla atado, hambriento y magullado por los azotes.
–Entonces, Agne Brown, no solo supe que era una criatura humana, sino que pertenecía a alguien distinto del amo: ¡A mi madre!
En la edad en que los niños se sorprenden de la belleza de la creación, Fred intuye lo que le esperaba en la esclavitud. Su único amigo es el tío Barney, el más anciano esclavo de la plantación del coronel Lloyd. Se escapaban a escondidas por los pantanos a descubrir nidadas de patos salvajes y huevos de lagartos.
–Las mariposas fueron los únicos seres blandos que acariciaron mis manos. Gustaba de mirarlas porque eran libres.
Tiene ocho años cuando presenció el asesinato de Bill Demby, un joven esclavo. Bajo la amenaza de ser azotado por el mayordomo, el infeliz se arroja a un estanque. El llanto y los gritos atraen a la servidumbre. Fred me cuenta que escuchaba al infortunado Bill invocando el perdón a nombre del Señor. La respuesta fue un disparo de fusil que tiñó las aguas. Todavía, a pesar de los años trascurridos, al abuelo Frederick se le enturbian los ojos con la imagen del cuerpo ensangrentado de Bill hundiéndose en sus propias lágrimas.
Pero aún más le escocían los latigazos con que el coronel Lloyd azota las espaldas del tío Barney.
–Al verlo lamentarse, de rodillas y con las espaldas flageladas, preferí ser una bestia, un pájaro, menos un esclavo.
Desde entonces la decisión de combatir por la libertad alimentará su vida.
La hija del amo le enseña a leer a escondidas de su padre que no tolera tales libertades. Aprovechándose de pedazos de carbón fue aprendiendo a dibujar las letras en las paredes y pavimentos. Muy lejos está de imaginarse que llegaría a escribir sus propias memorias que despertarían la indignación del mundo contra la esclavitud.
Pero antes de ser libre sus espaldas tienen mucho que aprender de los azotes.
Edward Covey, llamado el quebranta huesos de jóvenes esclavos, se encargará de ajustarle una zurra semanal que le dejaría cicatrices indelebles en sus espaldas. Un día bajo el sol reverberante cae desfallecido entre sus compañeros de faena. La medicina del domador le devuelve la vida con fuertes garrotazos en la cabeza.
En la noche, sobreponiéndose a los huesos rotos, recorrió siete millas hasta la casa del amo en demanda de protección. Su audacia encoleriza al coronel, quien lo vapulea nuevamente antes de devolverlo al trabajo.
Así, los azotes y su creciente juventud fueron endureciendo sus músculos. El muchacho endeble se ha convertido en un robusto mozalbete de dieciséis años. Su cuerpo puede resistir más golpes pero también devolverlos. Cuenta los días, desesperaba, sabe que tarde o temprano habrá de enfrentarse al temido Covey.
Y llegará el momento en presencia de los compañeros esclavos. El capataz trató de azotarlo por considerar que se rezaga en el trabajo pero cuando intenta hacerlo, ante su sorpresa, es arrojado al suelo de un puñetazo.
Se levanta y enfurecido trata de agredirlo, pero una vez más el joven lo derriba y es entonces cuando descubre que el cachorro se ha convertido en león. El capataz reconoce su impotencia y en vez de insistir, acude a sus mañas de viejo domador: lo obligará a trabajar hasta el desmayo.
–Pero yo también aprendí la lección: cuando un esclavo no puede ser flagelado, ya es mitad libre. Desde entonces tuve el presentimiento de que la esclavitud solo podría ser abatida con sangre.
Esta certidumbre cambiará su postura frente a los esclavistas. Cuando los empleados de un tren quieren sacarlo del vagón reservado a los blancos, se sujetó tan fuertemente al asiento que debieron arrojarlo junto con la silla.
En Indiana se enfrenta al ataque de un grupo de racistas dispuestos a impedirle su discurso. Después de resistir ayudado por otros blancos, sube a la tribuna y con el brazo roto, reposadamente denuncia los horrores de la esclavitud en los estados sureños.
–¿Por qué, Agne Brown, debo ser yo un esclavo? Esto me repetía constantemente. Decidí huir a la libertad. Solo tengo una vida y me da igual caer asesinado en el camino que morir de rodillas.
Conjuntamente con otros cuatro jóvenes ekobios decide escaparse. Pocas horas antes de la fuga, la hora, el sitio y los elementos con que piensan huir fueron denunciados. Aprehendidos, sujetos en traílla, son forzados a correr detrás de los caballos de la Policía montada que los dejará presos en la cárcel de Easton.
Tenía las espaldas cicatrizadas por los azotes de los amos, remendados los huesos que le quebraron los mayordomos, partida la lengua por los maestros que quieren silenciarle… pero solo ahora en la cárcel sentirá el peso de las cadenas sobre su cuerpo. Al andar, el sol proyecta una larga cola sobre su sombra.
Atado a la misma cadena que une los pies y tobillos de jóvenes y ancianos, descubre que los grillos, por muy pesados que sean, no atajan el vuelo de sus sueños. Diariamente, al sol, a la luna, en la ventana de la celda, revolotea la paloma luz que le hace sentirse libre.
Al salir de la cárcel se entera de que el nuevo amo, un tal míster Hugh, lo alquila en Baltimore como jornalero para una cuadrilla de estibadores.
En las noches, mientras los ekobios dormían consumidos por el cansancio y el calor de agosto, el joven Frederick permanece despierto siguiéndole los pasos a la Estrella del Norte, solitaria, navegante, libre. Sabía que era el alma de su madre invitándolo a la fuga.
–Los sábados, al regreso de los muelles, toda mi paga, hasta el último centavo iba a dar al bolsillo de mi amo.
Míster Hugh, al menos sabía valorar la mula de su pertenencia. En una ocasión en que Fred se bate contra una cuadrilla de estibadores blancos que lo rechazan por su color, a sabiendas de que se haría reventar otro ojo pero no doblegarse, el amo prudentemente decide retirarlo de los muelles.
El 3 de septiembre de 1834, al cumplir los veintiún años, toma conciencia de su mayoría de edad y decide escaparse. Después de trabajar en el descargue de un barco, escondido en un zurrón, logra llegar al estado de New York.
Años después William Coffin al oírlo hablar en un mitin en New Bedford, lo invitará a una convención antiesclavista en Nantucket. El auditorio está constituido solamente por blancos. ¿Sentía temor? ¿Miedo ante quienes han esclavizado su raza? ¿Preocupación de no poder expresar los sufrimientos de sus hermanos oprimidos?
Al aparecer ante el público se oyen voces de descontento. Otros aplaudían. Eleva su voz:
–¡El derecho no tiene sexo, la verdad no posee color, Dios es el padre de todos nosotros y todos nosotros somos hermanos!
La tensión se desgarró en atronadores aplausos. Al terminar su discurso, Coffin con lágrimas en los ojos pregunta al público:
–¿Este orador es un pedazo de propiedad o un hombre? Los gritos ensordecían, responden una y otra vez:
–¡Un hombre!
–¡Un hombre!
Esta noche colgaron a Shields Green miraba la alta luna
y lo colgaron de la horca.
La soga corta la soga sucia
no alcanza el cuerno de la luna.
Sus asesinos blancos
nunca vieron su rojo corazón.
¡La alta luna de Shields Green!
Después supe que me han linchado muchas veces… Mientras discutimos el complot con nuestro capitán, John Brown, observamos que los ekobios construyen el cadalso azotados por nuestros verdugos.
«Querido hermano: He sido consciente de las injusticias que hemos sufrido y que han inspirado el noble pero infortunado propósito del capitán John Brown y sus compañeros al proponernos dar libertad por lo menos a un pequeño número de aquellos que ahora sufren bajo crueles e injustas leyes y por no menos crueles e injustos hombres. Para alcanzar esta libertad estuvimos alentados en todos los conceptos conocidos de justicia y humanidad. ¿Podría yo morir por una causa más noble?».
Después de dibujar su firma, John Copeland vino a reunirse con nosotros. Las heridas recién cicatrizadas del capitán Brown han empalidecido tanto sus rojos cabellos y arrugado su cara blanca que en la víspera de su muerte ya tiene el color de los bazimu.
A través de las ventanas podemos observar que también han levantado una escalera en el extremo del cadalso. Por ahí subiremos atados los brazos contra el cuerpo. John Brown no aceptará que le quiten su sombrero. Morir por la libertad es un acto meramente cívico aunque la horca esté rodeada por la infantería marina y la caballería.
Shields Green, de Charleston; Lewis Sheridan Leary y su sobrino John Copeland, de Ohio; Dangerfield Newby, de Virginia, y yo, de Pennsylvania, todos negros, estudiantes, esclavos fugitivos, libertos. El capitán Brown y los demás son blancos.
En total éramos veintiún combatientes. Once mueren en la lucha, siete serán ahorcados, dos mujeres encarceladas de por vida y solo yo, Osbourne Perry Anderson, soy el único que logrará escapar, designado por Ngafúa para que transmitiera estas memorias al muntu.
Lo último que cuelgan de los andamios son las horcas que nunca alcanzarán la alta luna de Shields Green.
–Las colocaron demasiado bajas… –comento.
–Son fuertes y podrán resistir –afirmó nuestro capitán.
Aquella noche acudimos precipitadamente a la solitaria granja en las afueras de Harpers Ferry. El capitán Brown regresa desilusionado porque Frederick Douglass no quiso sumarse al levantamiento. Antes de congregarnos en torno a la mesa, bajó las cortinas para que no nos espíen las lechuzas.
Todos los complotados estábamos presentes. El capitán nos pasó revista con su mirada azul y profunda, indagando el más oculto sentimiento de cobardía. Sus hijos, su nuera, los jóvenes, los adultos. Finalmente, convencido de que formábamos un muro sin grietas, arañándose sus barbas desde entonces ya ensangrentadas, habló pausadamente:
–Proseguiremos adelante con nuestro plan. Asaltaremos el arsenal de Harpers Ferry y después de repartir las armas a los esclavos que se acerquen a recogerlas, apoyados en ellos, extenderemos la rebelión a todo el sur. Con las debidas precauciones, aquellos que merecen mi confianza, ya están alertados.
Nuestro cuartel pasa inadvertido en una pequeña granja desde donde podíamos observar los movimientos de los guardias del arsenal. El capitán Brown no recibe visitas. Annie, su hija de dieciséis años, aceitaba las pistolas y trae los alimentos del pueblo. Sus hijos Oliver y Watson han logrado comprar algunos fusiles en los estados vecinos. Las reuniones son nocturnas y a veces, sorprendidos por el día, pernoctamos en la granja. La pequeña Martha, esposa de Watson, cocinaba y atiende a los obligados convidados.
Sus ojos azules de gatita parida siguen nuestros movimientos: apaga las colillas que puedan hacer explotar las municiones; bajaba las cortinas y vigilante se agazapa a espiar detrás de las ventanas. Al sentarnos a la mesa nuestro capitán lee la Biblia y la luz de los contornos se hace más brillante.
El asalto al arsenal de Harpers Ferry fue al amanecer. La luna de Shields Green se ha enrojecido. Actuamos con tanta rapidez que los gallos no tuvieron tiempo de cantar dos veces antes de que sorprendiéramos a los guardias y tengamos en nuestro poder el arsenal.
La escaramuza de los disparos alertó al Ejército y la población blanca se dispone a la defensa. Se rumora que los esclavos capitaneados por John Brown avanzan sobre Charleston. Pero los ekobios, atemorizados, no acudirán a tomar las armas como se había convenido. ¿Cuánto tiempo demorarán en hacerlo?
Mucho antes de que el teniente Stuart ejecute las órdenes de asalto dadas por el coronel Robert Lee, nuestra revuelta está fracasada por la indecisión de los esclavos. Nos atacan y respondíamos el fuego atrincherados en las ventanas.
Después, cuando las tropas hayan invadido el interior, resistiremos parapetados detrás de las máquinas y los grandes rollos de alambre. Soldados y civiles intentan derribar las puertas. En la parte trasera, para impedirnos la fuga, han prendido fuego. Oliver y Watson yacen alcanzados por las balas.
Juntos, agonizantes, mutuamente se tapan con las manos sus heridas. Su padre solo dejó de disparar para cerciorarse de que ya no respiraban. Los asaltantes se sorprenden de que sobrevivientes y difuntos aún respondamos el fuego. Dangerfield con la cabeza amputada, sigue disparando su rifle desde la ventana. Sheridan todavía arroja granadas contra la tropa con sus dos brazos mutilados.
Otros seis, negros y blancos, mezclan sus sangres en el charco del piso. Valido del incendio me arrastro por la alcantarilla. Seré quien escriba el relato de estos momentos. El humo y las heridas permiten que solo siete de nosotros, los que serán colgados, caigan prisioneros.
Sin lavarse las manos manchadas con la sangre de sus hijos, mi capitán Brown prosigue escribiendo la carta que mañana entregará a nuestros carceleros. La había comenzado cuando tendido en el suelo y desangrándose, el gobernador Wise y sus reporteros le interrogan sobre lo que llamaron la inutilidad de su revuelta.
«Ustedes pueden disponer muy fácilmente de mí, ya que podéis hacerlo en el acto, pero aún no está saldada la suerte de la esclavitud y la opresión de los negros. Su fin aún no ha llegado»
Están por nacer los jóvenes para quienes está escrita. Algunos de nuestros ekobios duermen. Otros ya despertaremos en aquella nueva mañana tan distante de esta última noche.
«Yo, John Brown, estoy profundamente convencido de que los crímenes de esta tierra culpable solo serán pagados con sangre. Yo creía, como lo pienso ahora vanamente, ilusionándome a mí mismo, que podría realizarse sin gran mortandad».
–Shields Green, tú que naciste esclavo, al mirar esas Montañas Azules que nos rodean, podrás decir mejor que yo, ¡cuán bello es nuestro país!
–Tiene razón, capitán Brown, no se equivoca usted.
La lluvia moja la plaza donde mis compañeros todavía permanecen colgados de las horcas.
–¡Agne Brown, no busques mi cadáver en la corriente del río Ohio, tu abuela Margaret, rodeada de mis cuatro hijos, sigue viva!
Esta noche espero a Harriet Tubman. Solo ella podrá conducirnos libres y salvos por los caminos secretos que nos lleven al Jordán. Hace tres días, mi pequeño Louis con solo tres años, sangra de los pies. Pat, el mayorcito de doce, lo ha cargado por entre los pantanos en la huida.
Los ekobios de una granja, corriendo el riesgo de que les corten las orejas, ocultan a mis otros dos pequeños: Tony que apenas balbucea su nombre y Ralph de cinco años, a quien yo misma le he enseñado las letras. Espera que esta noche Harriet le traiga el libro de lectura prometido.
Para burlar los sabuesos del amo, he tenido que dejar a mis hijos varias veces, vadear cañadas, sumergirme bajo las aguas heladas y volver sobre mis pasos para reencontrarlos. En el largo viaje desde Kentucky, los ekobios nos han cubierto de paja y dan de comer en estos días de octubre azotados por los vientos del lago Erie.
Los días y las noches son tan largos como nuestra angustia, pero en esta madrugada los minutos y segundos no terminarán nunca. Al atardecer, siempre guiados por la Estrella Polar, nos hemos refugiado en una barraca abandonada. Mi pequeño Louis duerme, rendido por el cansancio. A la entrada, Pat permanecerá vigilante aun cuando se le cierren los párpados. Escuchamos el inconfundible ladrido de la jauría que nos perseguirá hasta después de la muerte.
Los colmillos de su olfato ya han mordido nuestros talones. No dejarán de ladrar. Tony y Ralph lloran. No podrán olvidar cómo los cazadores blancos matan a su padre cuando se defendía de los perros. La noche a pesar de su oscuridad no alcanza a sepultar sus ladridos. «¡Harriet, salvadora, te llamo en este momento de desolación!». Oigo los gritos y pasos de Pat anunciándome que ya nos rodean. Lo hice entrar y atranco la puerta.
No arden los leños para ahuyentar el frío. Dos horas atrás tuve que apagarlos para que no denunciaran nuestro escondrijo. Mi inocente Louis duerme, sueña con un pedazo de pan que no ha dejado de pedirme desde hace días. Pat se asoma por las rendijas. «¡Madre, son dos… cuatro…!». Proseguirá contando aun después de que yo, su propia madre, le arrebate la vida. «¡Ocho…!
¡Once!». Las lámparas se bambolean multiplicando las sombras. Los fusiles, siguiendo el incansable aullido de los perros, tenían ojos y se alargan. No tiemblo, Agne Brown. La muerte es también un camino hacia la libertad. Descargo el filo de mi machete sobre Pat.
Se dobla, los ojos sorprendidos, hundiéndose en la sangre que le inunda la frente. No comprenderá nunca que sea su propia madre quien le parta el grito. Luego, más cerca, dormido, definitivamente, de otro machetazo calmo el hambre de mi pequeño Louis.
La puerta se derrumba y son ellas, las lobas blancas las que me impiden degollar a Tony y a Ralph agarrados a mis faldas.
–¡Primero muertos antes de que retornen a vuestra esclavitud!
Agne Brown no busques mi cadáver en la corriente del río Ohio, cerca de Kentucky, donde esta mañana, burlando a mis captores, me he arrojado a la corriente. Tu abuela Margaret Brown permanecerá viva en ti, en la memoria de todas las ekobias que por libertar a sus hijos están dispuestas a sacrificarlos.
Lo reclutan para la guerra después de una reyerta en la que mi Joseph y un ekobio resistieron el ataque y los insultos de varios blancos. No hubo diligencia judicial distinta a los golpes de los policías. Mi solicitud de madre con un hijo único, capaz de eximirlo de marchar al frente, no es oída. Tampoco tuve noticias del día ni del batallón en que fue movilizado.
Tres meses después llega una carta de él, fechada en París y por ella supe que estaba vivo. Igual que las demás madres negras me sumo al montón de las que concurríamos al despacho reservado a la gente de nuestra raza indagando noticias de nuestros hombres, pero siempre nos retiramos con la misma respuesta: «Sin parte de novedad». No obstante, a las madres y esposas blancas nunca les faltaron informaciones sobre el destino, salud o movilización de los suyos.
La situación se torna desesperada cuando protesté por el silencio en torno a mi Joseph. Me rechazaron a golpes como a otras muchas ekobias que ya se visten de negro dándose por viudas. Finalmente soy despedida del hotel donde trabajaba desde hacía diez años. Mi hijo Joe y yo comenzamos a padecer hambre.
A Atlanta llegan numerosas familias huérfanas de padres por haber sido arrastrados a la guerra. Éramos combatientes de un ejército que diezma su propia retaguardia. Consideré la posibilidad de viajar a otro estado, pero desisto por no alejarme del único lugar donde están obligados a informarme del batallón de mi marido.
Una mañana en las mismas oficinas donde acudo en busca de sus noticias me informan que por restricciones de guerra ha sido cerrada la pequeña escuela para negros donde asiste mi Joe. Obligadamente abandonamos Georgia. Íbamos de paso para Kansas City, cuando la señora Rogers me encarga la cocina de su casona.
Me acomodo lo mejor que puedo a sus exigencias porque Joe, aunque apenas tiene catorce años, encontró trabajo en la fábrica de municiones. Con todo, nuestra condición empeoró: la pequeña y cerrada sociedad blanca de Lawrence nos mira como desplazados indeseables y Joe no halla una escuela para negros.
El monólogo de la «tía» Ann se alarga. Tú, Agne, escuchabas e hilvanas tu propia historia con la de ella. Repetidas veces se te humedecían los ojos cuando sorda a sus palabras, aun cuando las oyes, escuchabas otros relatos narrados por voces que a veces reconocías porque tienen la cadencia dulzona de tu padre. Ahora comienzas a revivir los consejos de la «tía» Ann que no quisiste rememorar nunca.
–Jamás olvides que eres una negra, mi querida Agne.
Y esta advertencia, repetido nudo de su relato, constituía la alerta contra las prédicas que te impone el reverendo Robert.
Alguien, seguramente ya muerto o ausente, sembró los manzanos detrás del garaje. Joe y tú lo buscan porque ninguno de los huéspedes visitaba este rincón próximo a los tanques de basura. Preferían los corredores de la entrada y el amplio antejardín bajo el arce. Según la temporada del año, el viejo Perkins instala su silla en el antejardín o en el corredor, huyendo de la sofocación del verano o del frío en los días finales de otoño.
Joe y tú disfrutaban del rincón de los manzanos por su hierba y las cerezas salvajes. La señorita Elizabeth algunas veces nos sorprende cuando perseguía a su gato que escapaba para rasgar con sus uñas el tronco de los árboles.
Un sábado Joe trajo el banjo que había pertenecido a su padre. Ansiosa te asomaste por las siete ventanas del penthouse que dan al patio. Estás tan segura de que es Joe como de la respuesta del trueno después del relámpago siempre que invocabas la tormenta.
Silenciaba las cuerdas para contarte:
–Mi padre me enseñó a tocarlo mucho antes que yo aprendiera a caminar. Me subía a sus piernas y con sus manazas sobre mis dedos, conseguía que yo rasgara las cuerdas mientras cantaba viejos blues aprendidos de un abuelo en Georgia.
Cuando la voz de Joe se enronqueció imitando al padre, inesperadamente surge la «tía» Ann y le arrebata el instrumento.
–¡Hijo…!
Se sienta en la banca y ocultándose el rostro entre el delantal, por vez primera desbordó su llanto frente a Joe. Se enjuga las lágrimas y reconfortada lo animó entregándole el banjo:
–Toma hijo, vuelve a rasgarlo. Tengo ganas de cantarles.
Joe siente que las manos del padre le enseñan unas notas nunca antes ejecutadas. La «tía» Ann comenzó a moverse con el ritmo de otras vidas olvidadas. El patio se asoleó con su canto:
Cuando el Tío Sam llama a nuestro hombre a la guerra.
¡No llores!
¡No llores…!
En tanto que el banjo proseguía punteando con más intensidad, la voz de la «tía» Ann se alejaba por caminos en donde seguramente Joseph la oía, estuviera despierto en alguna trinchera o dormido bajo un montón de tierra.
Desde distintos sitios aparecieron los rostros de los huéspedes de la casona. La señorita Elizabeth baja abrazando a su gato. Y hasta el perro de la señora Rogers (siempre piensas que carecía de ternura) te observó contra el pecho de la «tía» Ann sin atreverse a ladrar. En el antejardín el viejo Perkins se vio obligado a levantarse de su silla y sus ojos apartados del libro recobran el brillo que seguramente tuvieron en su juventud. Otros comensales salen al patio y formaron un corro silencioso.
…Pero tú, Agne, estabas ausente. Regresas al camino polvoriento que separa tu choza de la granja de la hermana de Harry. Sorprendida descubriste a tu madre que vuelve del cementerio con el ramo de los tulipanes rojos dejados por ti y tu padre sobre el barro de su sepultura.
Era delgada, tan frágil que el peso de la piel le hace encorvar sus espaldas. Haz un esfuerzo y la recordarás. Tú tenías apenas dos años la noche en que los vecinos esclavos inútilmente insistieron en insuflarle con abanicos un poco de aire a sus pulmones vacíos. Volverás a olvidarlo todo tan pronto la «tía» Ann deje de cantar y Joe se lleve su viejo banjo.
La oscuridad del vagón y la noche son nuestras sombras protectoras. Por mí, Anthony Burns, el presidente Pierce gastó cuarenta mil dólares del Tesoro de la Nación en Ejército y Policía solo para entregarme encadenado a mi antiguo amo después de haber probado la libertad. Los ancestros viajaban con nosotros en el tren clandestino alumbrándonos la esperanza. Las madres angustiadas tapan los ojos a sus hijos para que no oigan el llanto del miedo.
¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!
Continuamos empujando la locomotora con el latido de nuestros corazones. En cada parada, mientras jadea la campana, día, noche, contábamos los pasos del guardavía inspeccionando con su lámpara la larga cadena de furgones. Cuando las pitadas anunciaban la partida, sentimos multiplicados nuestros temores y estrechos los suspiros. Invisibles, los enlaces, nuestros heroicos conductores, han logrado aumentar el número de fugitivos.
Cuatro muchachos de Georgia y Carolina acaban de conocerse y han jurado no separarse cualquiera que sea su destino. Sus ojos, las manos, sudor de un mismo cuerpo. Comen, miraban, fundidos los ocho brazos. Otros se duelen de dejar atrás a sus hijos, las madres, la mujer enferma. Cien años de esclavitud han calcinado los cabellos del abuelo Absalon.
Huye con los jóvenes porque quiere entrar libre a la casa de los bazimu. El tío Jacob caminó doscientas millas burlando a sus cazadores. Con las primeras brumas del amanecer se convertía en raíz y sobre su cuerpo nudoso, cubierto de liana, cantaban los pájaros. Por las noches, dedos de luna, se filtra en los establos para robar huevos de gansos. Serpiente, se sumergía en los pantanos y respira burbujas de lodo hasta que los perros se tragaban sus ladridos.
A mi lado Harriet Tubman nos leía la Biblia y hace cinco noches que se niega a comer. Prefiere repartir su ración entre los niños. Todos sabíamos que lleva una pistola debajo de las faldas. Cuando alguien vacila o pretende regresarse la pone en sus manos: «Sé libre o muere». El vagón de los fugitivos está bajo su mando. En las reuniones del culto pide limosna, zapatos, pantalones, abrigos y camisas. Mientras los ekobios recogían el pan duro de las mesas de los amos, ella durante la noche roba para nosotros el maíz de las bestias en las caballerizas. Cuarenta mil dólares pagan los esclavistas por su pequeño cuerpo.
Cuando tenía veinticinco años escapó de una plantación de Maryland, abandonando a su marido. Solo dos de sus hermanos la siguen pero en el camino, miedosos, la dejaron y regresan. Desde entonces su pistola le garantiza la eliminación de los cobardes. Guía diecinueve grupos clandestinos, liberó a trescientos ekobios y al morir centenaria pudo afirmar orgullosa:
–Nunca mi tren se descarriló y jamás perdí un pasajero.
Agne Brown, esta noche embarcamos en Topeka. Por las rendijas, asomadas las narices, al correr del ferrocarril podemos ver a los ekobios que no han podido escapar de las plantaciones. Al descubrir nuestro olor bajo las lonas, sus miradas se alargaban agarradas al vagón que huye. En las estaciones el tren de carga se desvía por carrileras que nunca nos dan oportunidad de agarrar las manos de los ekobios despidiéndose. Imaginábamos, lo creo aun después de muerto, que somos los escogidos del Señor para llegar salvos a la Tierra Prometida.
Nunca más sufriríamos el foete y los escupitajos. La cercanía de la frontera nos ilusiona con barracas propias, trabajo en fábricas, excavaciones de túneles, cualquier hueco sin olor a tabaco, lejos de las telarañas de algodón sureño sobre nuestros párpados.
El Niágara nos quitó el sueño. A la luz de la luna alcanzamos a ver el incendio de sus cataratas. Lucius, atemorizado por el precio que han puesto a su cabeza, se abstuvo de asomarse al furgón. Su lengua no pronuncia una palabra en muchos días. Pero mañana al pisar la tierra canadiense será el más hablador y feliz de la partida. Entonces Harriet le recordó:–¡Por Dios, pobre tonto, pudiste haber visto las cataratas en tu huida a la libertad!
Con frecuencia vuelvo al río Kansas como en aquel lejano día en que fuimos juntos la primera vez. Mi padrastro ha salido con mi hermana Susan este domingo a Kansas City. Le rogué que me llevara con él porque después de tres años de vivir en Lawrence nunca encontró oportunidad de mostrarme la gran ciudad.
La excusa siempre es la misma: la prédica de los domingos. Había dado toda clase de recomendaciones a la señorita Elizabeth para que no vaya a faltarme nada en los días en que estará ausente y tras de repetirme por espacio de una semana cómo evitar las tentaciones, especialmente las que procedían de los foráneos, monta en su caballo adquirido en la reservación india.
–Llévame al río –pido esa tarde a Joe. Me mira sorprendido de mi audacia. Creo que ello lo motivó para que responda afirmativamente. No puede demostrar más temor ni menos ánimo que su «dama blanca» en afrontar las consecuencias de aquel pedido, aparentemente ingenuo. La expedición, pues, se organizará a espaldas de «tía» Ann.
–Te espero en la iglesia.
Y efectivamente cruzo frente a la puerta abierta de la señorita Elizabeth con mi pequeño libro de oraciones, muy expuesto en mi pecho por si me sorprende al salir. Bajé más silenciosa y ligera que su gato. Hasta creo que esta es la única vez en que el animal no alcanzó a percatarse que bajo por la escalera. Una vez fuera de la casa, apresuro el paso. Aunque sé que Joe me espera, un vago presentimiento de que se arrepienta me aguijonea hasta cuando lo encuentro sentado en el pórtico de la iglesia. Tenía ajustada su gorra y se hace el desentendido, mirando hacia otro lado.
–¡Aquí estoy! –Le grité enojada.
Sin aparentar sorpresa observó mis zapatos blancos, las medias blancas, el traje blanco y el sombrero blanco, apenas rota la blancura por la cinta azul del moño. Estuve contenta de haberlo impresionado.
También él se ha puesto el pantalón bombacho y a rayas que la «tía» Ann le compró pensando en el de su marido, la última vez que lo viera sin uniforme. Se ajustó el viejo cinturón de su padre con hebilla de bronce. En el momento de marchar a la guerra, Joseph recomendó a la «tía» Ann:
«Entrégaselo solo cuando se haga un hombre». Su estampa de pícaro está dirigida a mí para dejarme sin respiro. Se adelantó dando pataditas a cuanta piedra encuentra. Aceleré los pasos para alcanzarlo y ponerme a su lado, escurriendo disimuladamente mi brazo por debajo del suyo. Prepotente, ajustó su codo y lleva la mano sobre la mía. Enrojecí con ingenuidad, por lo menos eso siento en este instante. ¡Ah, cómo son de presuntuosos y cobardes los hombres cuando saben que son amados!
Con los trabajos de una represa, el río había perdido el encanto de su soledad. Los altos pinos de sus orillas fueron descuajados y las aguas rumorosas por donde navegaron los botes indios, bajan turbias y revueltas. Desafortunadamente venimos a dar a la orilla donde un pequeño bote parece estar esperándonos. Joe le echó una mirada presintiendo que no había llegado hasta allí arrastrado por la corriente. Pero en este lugar solo nosotros nos movemos con vida. No tuvo tiempo de medir su tentación:
–Señorita, no tendrá ningún inconveniente en quitarse los zapatos y subir a bordo.
Esperaba mi «no» con un chillido de miedo. Me quito los zapatos y después de trazar una cruz sobre mi cara, agarrando el breviario, hundí las piernas en el río hasta mojar la punta de la falda. No sé cómo logro saltar al bote sin su ayuda. Entonces cambió totalmente su actitud. Permanece en la orilla boquiabierto, incrédulo de lo que veía.
–¡Bueno! –Le dije–. Me imagino que no me has pedido que suba para estarte allí clavado en la orilla.
Se le habían escurrido todos sus bríos. Lo veo buscar afanoso por los alrededores, esperanzado en que apareciera el dueño del bote. Nada ni nadie vino en su auxilio. Por mi parte comienzo a temer porque realmente se le ocurra soltar las amarras, saltar al interior y emprender la partida.
Pues, fue eso, precisamente lo que hace Joe. En verdad no es hombrecito de requiebros y temores. El bote sale de las aguas tranquilas del recodo para entrarse a la impetuosa corriente. Ya íbamos a la deriva cuando me puse a llorar. Y ese fue el momento en que asomó su hombría.
–¡Pues, bien «damita blanca», comience el espectáculo!
Se me da entonces por lo inaudito: arrojarme al agua antes de que el bote se alejara más y más sin que Joe pudiera dirigirlo. Pensarlo y lanzarme acobardada fue un solo impulso. Jamás había aprendido a nadar y me hubiera ahogado de no caer milagrosamente en uno de los bancos del río. La corriente apenas me llega a la cintura, mientras el breviario y el sombrero nadaban aguabajo.
Mis chillidos fueron tan estridentes que los obreros, dueños del bote, salen de no sé qué lugar y se dieron prisa en rescatarme. Mi héroe, afortunadamente, conservó su serenidad y se acerca a la orilla remando con afán.
Esperaba que en la casona todos durmieran a pleno día. Llegué con los ojos más mojados con mis lágrimas que mi vestido por el agua. Traigo un zapato en las manos y la cabeza hundida contra mi pecho. Joe, perdida la gorra, decide que entremos por la cocina, dejando a un lado la puerta principal por donde yo se lo pedía.
Imagino que todo sea ignorado si logro subir por la escalera sin la denuncia del perro de la señora Rogers. Joe entrevé consecuencias peores y por eso prefirió afrontar a la «tía» Ann y no la traílla de escándalos que seguramente desatará nuestra aventura.
–¿Dios Santo, en dónde has caído?
Mientras me sacude los mocos para que pudiera hablar, descubre al hijo plantado en el umbral. Le bastó verlo sin gorra y engarrotado por el frío para culparlo de aquel desastre. Le habla con voz atronadora que no le conocía:
–¡Cómo has podido hacer esto a la señorita!
Yo callaba, entrecortado el llanto, buscando dónde esconder el rostro para que Joe no me viera. Dos, tres coscorrones le tumbaron contra el suelo. La algarabía de la «tía» atrajo a todos los parroquianos que comenzaban a reunirse en el comedor, a perros y gatos y a cuanto ser viviente habita la casona. La señorita Elizabeth baja las escaleras con tanta prisa que después nunca se explicaría cómo pudo hacerlo.
El perro de la señora Rogers me ladró por primera vez sin el menor sentido discriminatorio. El señor Perkins sin quitarse los lentes se entera de lo acontecido y se retiró en silencio. Sería el mejor informador a mi padrastro de lo observado y no visto.
La señorita Elizabeth sube por primera vez al penthouse desde que vivíamos allí, y si bien lo recuerdo, fue la única. «Tía» Ann dejaba cada vez que podía la cocina y se viene a tocar mi frente, trayéndome alguna bebida que me hace tomar a escondidas del médico.
–Hijita, usted tiene que salvarse. Los negros no tenemos derecho a morir de boberías.
Me dice esto en voz baja para que ni mi padrastro ni mi hermanastra la oigan. Sabía que por debajo de cualquier máscara la dura espiga de mis huesos no se dejaría moldear. Esta confianza que deposita en mí, me hace tanto bien como la alegría que me reconfortó al decirme que Joe no me guarda rencor y que podría verlo en la cocina.
Yo, Harriet Tubman, quiero contarte cómo fue eso en Fort Pillow. Todavía en abril la primavera no se atreve a abrir sus rosas entre la sangre derramada. Los campos estaban sembrados de cadáveres insepultos.
Nunca fui frágil, mi cuerpo es un viejo madero de fibras duras. Derribo encinas en los bosques de Kentucky; con mis manos anchas recogí algodón en Alabama y tabaco desde Virginia hasta Georgia. Por más de tres siglos navego el Mississippi y el Missouri poniendo al rojo vivo las calderas de los barcos.
Por encima de mis hombros desembarcaron generaciones y generaciones de ingleses, irlandeses, franceses y alemanes. Igual que niños debo cargarlos río arriba, agua abajo. Mi sangre alimentó las crecientes que abonan el trigo, las naranjas y los fríjoles que han engordado este país.
Los blancos se comen mi pan todas las mañanas en sus mesas; dormían en las sábanas que almidono y tiendo al sol. Pisarán mi piel siempre que calzan sus zapatos; me han fumado lentamente cada vez que llenan los pulmones con el humo de sus cigarrillos. Es preciso que te cuente estas cosas, Agne Brown, para que puedas comprender lo que pasó en Fort Pillow.
En aquellos tiempos que antecedieron a la contienda civil, los negros carecíamos de una bandera por la cual ir juntos a la guerra. Hay muchos que tienen miedo de escaparse hacia el norte. Pensaban, viejo presentimiento, que la libertad aquí puede ser una esclavitud mayor. Se preguntan si los yankis que se dicen nuestros libertadores estaban dispuestos a darnos un jeme de tierra dónde sembrar un grano de maíz.
Los sureños, lo sabíamos todos, nos niegan hasta el hoyo de la sepultura en los campos que les hemos sembrado por siglos. Los ekobios más decididos querían armas deseosos de combatir al lado de las tropas de la Unión. Solo esperaban que se acerquen para abandonar las plantaciones y unírseles.
Sin embargo, también temen y dudaban. Ayer no más, trajeron a doce fugitivos presos y apaleados, atrapados por las autoridades sureñas cuando el comandante de un batallón yanki les rechazó porque los soldados blancos no quieren niggers en sus filas.
Ni siquiera los aceptaron para cocinar, lavarles los uniformes o servir de enfermeros en la retaguardia. Por paradoja, de todo hay en la viña del Señor, muchos blancos combatían y aun mueren por nuestra libertad.
A los que no conocen las letras, les leo los artículos de William Lloyd Garrison publicados en El Libertador de Boston. En nuestra barraca, alrededor de mis hermanos y hermanas, se congregaban ekobios de las plantaciones vecinas. Vienen de más lejos, escapados para oírme leer casi en voz alta los discursos de Wendell Phillips en la Convención Mundial Antiesclavista de Londres.
Queríamos ser libres pero todavía nuestra bandera flota en la oscuridad. Al enrolarme en las tropas del general Saxton me convertí en hacelotodo: exploradora en la vanguardia y enlace en la retaguardia; durante las batallas, como enfermera, me preocupo de los que agonizan.
Con una palabra, la promesa de que daría informe del lugar de sus tumbas a la esposa, al padre o a la abuela, logro que sonrían sus caras desangradas. La masacre de los ekobios prisioneros fue el docedeabrildemilochocientosetentaicuatro. Una fecha tan larga como la mañana del crimen. La Confederación había proclamado que nunca se diera el trato de prisionero de guerra a un negro cautivo.
Los sobrevivientes debían ser esclavizados y sus jefes blancos pasados por las armas. Aun así, muchos ekobios persisten en huir para enrolarse en los ejércitos de la Unión que deseen aceptarlos. En los combates damos ejemplo con nuestro valor porque para nosotros la guerra no es una bandera mercenaria. El Quincuagésimo Cuarto Regimiento Negro de Massachusetts peleó por más de un año sin cobrar paga.
Los soldados del Primer Regimiento Negro de South Carolina, los del Regimiento de Voluntarios Negros de Louisiana, las unidades del Centésimo Cuarto Regimiento Negro de Charleston y todos nuestros soldados, sargentos, capitanes, mayores y coroneles devengan un salario apenas igual a la mitad de lo que cobran sus pares blancos. Aun en el campo de batalla la sangre de los negros vale menos. Por eso, para dignificarla, debemos cobrársela muy cara al enemigo.
En el asalto a Port Hudson las tropas de nuestros ekobios sufrieron treintaisiete bajas, cientodieciséis desaparecidos y cientocuarentaicinco mutilados. Son tantos los muertos en Mellinquen’s Bend que los diques en el interior de la fortaleza quedaron totalmente atascados con nuestros cadáveres. Puedo asegurarte porque los conté en Fort Wagner después de la batalla, que allí sufrimos doscientascuarentaidós bajas sin sumar los heridos.
En Fort Pillow la orden de masacrarnos fue dada poco después de terminado el combate. A los sobrevivientes nos separan en grupos de quince, veinte o más. Heridos, ciegos, mutilados, muertos a los cuales aún les latían las vísceras. El comandante distribuyó sus soldados en pelotones desde donde pueden dispararnos a mansalva. La lluvia de fuego cayó de las nubes de pólvora. Escuchamos la tormenta de los relámpagos.
Conocíamos esos truenos nunca fabricados por Changó. Supimos después de muertos que no somos sacos vacíos. Generosamente la sangre nos tapa la cara y unidas las manos, los gritos de acá y los que caían allá daban vivas a la libertad y a la Unión. Solo quería contarte hoy, Agne Brown, cómo fue eso de Fort Pillow.