Si en la guerra derrotamos la esclavitud, en la paz perderíamos la libertad. Ahora, Agne Brown, quiero hablarte de mis desvelos cuando descubrí que la Emancipación nos traería la esclavitud de los salarios.
–Te escucho, abuelo Burghardt.
Cuando quisimos compartir fraternalmente el voto con los blancos, los legisladores sureños interpretarían los mandatos de la Emancipación con los oscuros espejuelos de Jim Crow. Para ellos la democracia debe tener dos colores, dos cuerpos y una sola cabeza. Nunca antes se describió tan cruelmente a un negro en este país.
En Alabama es un vago que debía ser restituido a su antiguo amo.
Según el Código de Florida, alguien que no podía portar cortauñas, navajas, puñales o espadas sin licencia de un juez.
Un nadie a quien en Carolina del Sur le estará vedado practicar las artes de mecánico, albañil, zapatero o cualquier otro oficio distinto a ser sirviente a sueldo de un blanco.
Negro era toda persona en Mississippi a quien se le pueden desconocer sus salarios y encarcelar si protesta contra los abusos de su patrón.
En Louisiana aquel cuyos servicios se ofrecen en subasta pública por carecer de un hogar constituido.
Con tales prácticas legalizadas en los distintos estados, el Buró de los Hombres Libres, creado para atender a los emancipados sin tierra, herramientas, hogares ni empleo, se convirtió en la niñera que enjuga las lágrimas de los hijos ajenos. Se cruza de brazos cuando los dueños de las tierras patrullan los caminos para atajar a los que huíamos del sur. Indiferente observaba que nos sacan de los trenes para conducirnos encadenados a sus cultivos.
Yo, Burghardt Du Bois, personalmente, soy testigo de estos crímenes:
Los cadáveres aparecen mutilados en las veredas de los caminos o flotaban en los ríos. Los hospitales se llenan de ekobios con las orejas cercenadas. A nuestras mujeres se les azotaba en las calles por dejarse embarazar de algún blanco borrachín.
Cuando se proclama la Decimacuarta Enmienda de la Constitución concediéndonos el derecho al voto, creímos ingenuamente que se nos devolvía la dignidad. Setecientos mil electores negros llevan sus candidatos a las bancadas de Alabama, Louisiana, Carolina del Sur, Florida y Mississippi. Compartimos la responsabilidad de administrar justicia en los tribunales.
Ensayamos el poder como tenientes gobernadores, tesoreros y alcaldes. Veintidós negros fueron elegidos antes de 1901 al Congreso de la Unión. Comenzamos a soñar que la verdadera emancipación podría lograrse por las leyes, asegurando tierra, trabajo, capital y educación a todos los ciudadanos sin distingo de raza o credo.
No tardaríamos en enterrar nuestras ilusiones, Agne Brown.
En las altas montañas aparecieron las cruces inflamadas del Ku-Klux- Klan. Los asesinos de las Camelias Blancas sacan a nuestras familias de sus chozas para dibujarnos en el rostro los pétalos de la muerte con sus cuchillos. Y llegará la trágica noche en que la Corte Suprema declare que es inconstitucional proteger los derechos cívicos de las tres quintas partes de los ciudadanos de la nación.
Eran los tiempos en que Harlem, Philadelphia, Cleveland, Chicago, Pittsburg, Detroit, St. Louis nos abrían las calderas de las fábricas y los slums. La Unión Nacional de los Trabajadores Blancos niega que seamos lo suficientemente humanos para sentarnos a su lado. Los predicadores racistas buscaban en las Sagradas Escrituras algún versículo que les revele el oculto prejuicio de su Dios y lo hallarán:
«Desde el comienzo los hijos de Noé fueron separados…». Aceptamos el reto:
¡Oh hijas de Jerusalén, negro soy!
Vengo de la vieja casa de Kedar de las sabías cortes del rey Salomón. No me juzguéis por mi piel negra sobre ella se ha posado el sol.
Enojados están los hijos de mi madre porque he descuidado sus viñedos
¡Por mi piel negra se olvidaron de darme mi propio predio!
Tan orgullosos nos sentimos que los ekobios predicadores, los granjeros, los músicos, poetas, médicos y comerciantes jugaron al talento, al poder económico, al sueño del nigeriato. Así comenzaron a separar las aguas de nuestra única sangre. Las dádivas de los filántropos y los sermones de los predicadores blancos nos fueron convirtiendo en la mejor mercancía de banqueros e industriales. Los inventores del automóvil y los potentados del petróleo concurrirán al Cotton Club de Harlem donde Duke Ellington, Josephine Baker y “Satchmo” les hablarán con sordina de nuestras penas.
Yo mismo, embriagado con los perfumes franceses, aparezco a la media noche con mi capa de terciopelo, peinada la barbilla, exhibiéndome como un príncipe surgido de los saraos de la reina de Saba. Permanecíamos sordos a las trompetas de las Legiones Africanas de Marcus Garvey que anunciaban la cólera de los slums contra nuestros aristócratas y sus amos blancos.
Pronto la Crisis del Treinta pondrá al descubierto la tramoya de quienes accionaban el tinglado del Renacimiento Negro. Los escenarios de Harlem se derrumban y nuevamente seremos convertidos en escupideras de nuestros admiradores.
Tratamos de hacer comprender a los obreros blancos que también ellos se hundirían si no se suman a nuestras reivindicaciones:
«¡El socialismo es la única patria posible donde puedan vivir libres los oprimidos de todas las razas!».
Agne Brown, no sospechábamos que con este llamado planteamos acertadamente el liderazgo del negro en las luchas por la libertad, ya previsto desde los comienzos por Changó.
El profeta Marcus se había puesto su uniforme de presidente de la Compañía Naviera La Estrella Negra. Caminamos a lo largo de los antiguos muelles de New York. Aunque la herrumbre corroe las armazones, algo de la pujanza de otros tiempos alcanzo a descubrir en la estructura de los techos, en los polines y carriles que se hunden en el agua sucia de los diques. El viejo Yarmouth alza su proa oxidada sobre el astillero.
–Este casco desmantelado, Agne Brown, fue asiento de bodegas, puentes y chimeneas. Por treinta años transportó aceite y carbón entre los puertos de América y Europa… hasta cuando lo compramos para convertirlo en el primer barco de nuestra flota.
Comienzo a oír el clamor de los difuntos congregados en el puerto.
Danzan y entonaban himnos de despedida:
¡Un solo Dios!
¡Una sola alma!
¡Un solo destino!
¡Por siempre,
nuestro gran presidente!
Junto a nosotros, sin mirarnos, pasa escurridiza la sombra del capitán Joshua Cockburne, un negro de Chicago.
–Conocía el deplorable estado del Yarmouth y sin embargo, el muy traidor nos aconsejará que lo compremos por ciento sesenta y cinco mil dólares. Ayer quiso justificarse alegando que las deudas del barco pesan más que su oxidado casco.
Del cuarto de máquinas sube un perezoso jadeo y las chimeneas comenzaron a vomitar humo. En el muelle alborotaban las trompetas de la Legión Africana y los ekobios agitan las acciones de cinco dólares que los hacían condueños del transatlántico. Asomados en la proa, los resucitados tripulantes les responden orgullosos mostrando las suyas.
Me extendió la escala para que subiera. Entonces, en el aire, advertí que navego en los recuerdos del sacerdote rastafari. Su voz se sobrepuso al bombeo de las turbinas:
–Fui cocinero en los barcos de la Flota de La Estrella Negra y conozco a todos los ekobios de su tripulación. Al comienzo no hubo a bordo un solo blanco. Cuando disponía de provisiones les servía abundantemente, pero siempre que las autoridades nos impiden atracar a los puertos solo puedo ofrecerles pan y agua.
El propio presidente Marcus Garvey, nuestro profeta, me invitó a que bajáramos al cuarto de máquinas donde Joshua examinaba una de las calderas.
–Solo se preocupa de lucir su uniforme de capitán sin que nunca haya comprendido el rumbo que quiero trazar a nuestros barcos. Se emborrachaba en los puertos, sube concubinas abordo y con su ejemplo anarquizará la tripulación.
El capitán no pudo advertir mi presencia y apenas se dirige a mi sombra acompañante:
–Aunque los pulmones del anciano Yarmouth quieran responder, de nada nos servirá: los embargos lo hacen prisionero de sus antiguos dueños blancos.
Ciertamente, esa tarde, mientras los ekobios nos despedían con himnos y trompetas, suben a bordo dos abogados. Se pintaron las caras de negro, pero ni los sombreros, las corbatas o los vestidos oscuros logran ensombrecerlos. Temerosos de que nuestros ekobios puedan lincharlos, se embarcaron por popa. Callan y esperaban pacientemente que eleven las anclas.
Cuando el Yarmouth embistió las aguas del río Hudson, la multitud delirante sueña ilusa que le siguen las otras unidades anunciadas por el profeta: El Frederick Douglass, nuestro barco insignia… el General C. W. Goethales con la bandera de la Cruz Negra… el Booker T. Washington destinado a los mares de Suramérica… el Phillis Wheatley para circundar el África… y el Antonio Maceo que uniría a los hermanos de las Antillas… pero media hora después, todavía en la corriente del río Hudson, veo que el viejo Yarmouth atraca en este puerto apresado por una orden judicial. Enfurecido, desde la proa desmantelada, el presidente Marcus se dirige a los difuntos y descendientes no nacidos que inundan el muelle con sus banderitas de papel:
–¡Eía! ¡Los blancos se equivocan! ¡Las tribulaciones económicas no impedirán que nuestros barcos surquen los mares con el pabellón de La Estrella Negra!
La respuesta ya navega en el futuro. Nuestro presidente acaba de lanzar al mercado las acciones de la Asociación Universal para el Progreso del Negro. Los ekobios en América y África las compramos por correo; los estudiantes las venderán en las calles y parques; miles de obreros han ofrecido el jornal de un día de trabajo para que puedan adquirirlas sus sindicatos.
Las viudas y las madres de los combatientes del Décimo Quinto Regimiento Negro de New York y del Octavo Regimiento Negro de Infantería de Illinois venden las medallas con que el Gobierno de Francia honró a sus esposos e hijos caídos en la guerra. Vestidas de negro, en fila, suscriben acciones a nombre de sus difuntos para que puedan así, otra vez vivos, incorporarse a los nuevos frentes de batalla.
Cuando descendemos del Yarmouth custodiados por los guardias, el presidente Marcus me anuncia entusiasmado:
–¡Me acaban de informar, Agne Brown, que la Flota de La Estrella Negra ya dispone de un capital de diez millones de dólares!
Infortunadamente los dineros recolectados entre los ekobios llegaron demasiado tarde. Los acreedores, validos de la complicidad de los jueces, precipitarían la quiebra de la flota. La loba blanca estrangulaba las ilusiones de la libertad económica de los negros en una sociedad racista.
Nuestro presidente, encadenado, es conducido desde New York a una cárcel de Atlanta, la guarida del Ku-Klux-Klan. No permanece mucho tiempo en prisión. El malestar que se acrecentaba en las organizaciones obreras, la protesta que asumen algunos intelectuales y estudiantes levantaban la tormenta anunciada años atrás por nuestro presidente.
La orden de deportación llega pronto. Había que sacarlo, en medio del mayor silencio y con las más rigurosas medidas de seguridad por un puerto en donde sus huellas no hubiesen dejado profundas heridas: New Orleans. Infunde tanto miedo que se le niega despedirse de sus ekobios directivos de la Asociación Universal para el Progreso del Negro en New York.
Sin embargo, la lluvia no impediría que miles de ekobios, trabajadores, líderes sindicales, abogados, periodistas y pobres que nunca lo habían conocido, se apretujen en el muelle de New Orleans para despedirlo con pañuelos mojados en lágrimas. Los policías lo condujeron hasta el vapor S.
S. Saramacca con destino a Panamá y las Antillas. Ya en el interior, cuando le soltaron las esposas, se asoma a la baranda. Pequeño, vestido de paño negro, corbata negra y sombrero negro, relampagueaba con el fuego de Changó. Los gritos en el muelle resuenan insistentemente.
–¡Dios acompañe a nuestro presidente!
No estaba solo ni sus caminos recortados. América, África, Europa, Asia siguen pendientes del lugar a donde se dirigiría; qué escribe, qué hablaba, contra quién su próximo golpe, su insurrección de cuatrocientos millones de negros.
Sus palabras de despedida estaban dirigidas a los ekobios vivos y muertos de todo el mundo:
–¡Nuestra máxima hazaña, la libertad, está a nuestro alcance! ¡Dios nos ayudará!
En México, Agne Brown, puedes mirar de cerca mi cabeza gigante, esculpida en piedra por los ngangas olmecas. El más pequeño de mis dedos es dos veces el tamaño de tu cuerpo. Uno de mis amos, un tal Molineux, de Virginia, explotó mis puños en el box, llamándome Tom, la Fiera Negra. Se aprovechó de mi cuerpo de ballena para obligarme a pelear con mis propios ekobios a quienes derribo con gran pena.
Enfurecidos, acosados por los gritos de los blancos, se encarnizaban en golpearme sin comprender que apenas somos payasos de circo. Mi fuerza no me viene de mi sombra ancestro, Olugbala, cuya fortaleza de ballena solo la supera la prudencia de la hormiga, sino de mis poderosas espaldas que debieron transportar por más de doscientos años las cosechas de algodón recogidas en los valles del Mississippi y el Missouri.
Al nacer yo, mi madre supo que su Anton no tendría reposo. Aún sin que la leche dejara de bajar de sus senos, el amo la obliga a acostarse con nuevos ekobios para que aumentara con los partos el número de sus esclavos. El infame solía decir: «Una perra de buena cría debe estar siempre preñada».
Cuando hube vencido a todos los ekobios a los cuales me enfrentó, el amo me encierra en los cuadriláteros con cuanto gigante blanco se atrevía a medir sus puños con los míos. Permito que golpeen mi cuerpo mientras me cubro la cara con los brazos. Después, al verlos acezantes, les achicharraba con un golpe en la cabeza.
Victorioso, invencible, Molineux me arrastra de una cadenita de oro colgada a mi cuello. Desafiante me pasea por todas las ciudades de América sin que haya un rival que pueda derribarme. En Inglaterra venzo al rubio Tom Cribb en cuarenta asaltos y sin contendor a la vista, me proclamarán el primer pugilista del mundo.
Poco a poco, sin que mi amo lo advirtiera, fui acumulando las monedas que me arrojaba, siempre que recibe la bolsa de mis victorias. Una noche, mientras se anuncia mi enfrentamiento con otro ekobio, me resistí a subir al ring. Cuando Molineux, vestido de cubilete, trata de zurrarme, le extiendo mi carta de horro.
–Acabo de pagar al juez el precio de mi libertad.
Dejando atrás a los espectadores que reclamaban mi presencia, regreso a Virginia para también comprar a mi novia, esclava igual que yo desde que éramos niños. Nos casamos y decidimos fundar una familia de hijos libres.
El pícaro empresario me persigue desde hace varios años, tentándome con bolsas de oro para que vuelva al box.
–Lo rechazaré siempre. Agne Brown. El ring es el corral donde los amos encierran a sus esclavos a disputarse el ilusorio hueso de la libertad. Nunca, después que fui libre, lancé mis puños contra un ekobio. Olugbala no me ha dado esta potencia física para exhibirme en los circos como un gorila sacado de las plantaciones, sino para que aplaste con mis potentes puños la esclavitud de la loba blanca.
He reencontrado la sombra de mi padre. Lo estaba buscando desde aquel día cuando dejó en manos de mi madre su navaja, el cinturón y el banjo con sus iniciales grabadas para que me los entregara cuando fuera capaz de honrarlos.
Era sábado, día de paga. Acabamos de cargar un barco que parte para Hawái. La noche nos esperaba sentada en el pequeño bar del puerto. Apenas tengo un mes de haberme enrolado en la Unión Marítima Nacional. Carezco de amigos y recién salido de la cárcel, sufro la vergüenza de ocultar el nombre honrado de mi padre.
Los zapatos de piedra se pegan a la calle reteniéndome en la fría y desolada humedad del invierno. Las voces y risas de mis camaradas se dispersan por los callejones o reunían en los bares. Alguien canta una canción en chino. Amarillos de Manila, negros de Jamaica, blancos olvidados de sus orígenes.
A mi lado marchaban muchas sombras que no son las mías. Me acompaña la orden de custodia del juez, la fianza del Ejército por la cual se me obliga a combatir, como a mi padre, por una «libertad» que nunca hemos conocido. Estoy pensando en su lejana y perdida sepultura. «Padre, en la cárcel he conocido muchos caminos que conducen a la muerte, pero no sé si al final he de encontrarme contigo».
Entonces, escuché que me llama:
–¡Joe Stephens, hijo!
Me detuve y sorprendido miro alrededor. Mi sombra y las ajenas, la del juez y la del capitán de reclutamiento habían sido atrapadas por el brujo de la noche. Estoy realmente solo en la última y estrecha callejuela del muelle.
Los barcos escondían sus luces bajo el cascarón de neblina. Un viejo cuervo grazna en lo alto de la grúa, tal vez mi sombra que acosada por el invierno aún se resistía a abandonarme.
Tuve miedo, Agne Brown. En el muelle de New York donde soy un desconocido, alguien oculto me llama por mi nombre:
–¡Joe Stephens, hijo!
Llevo la mano a la empuñadura de mi navaja. Blanca era la cacha, ahora amarilla por el tiempo. Pero las iniciales persisten firmes, imborrables: «J. S.». Había andado cuatro pasos perseguido por el miedo cuando reconozco su voz:
¡Old Man River!
Estoy cansado de vivir temeroso de la muerte.
¡Old Man River!
¡Pero debo combatir hasta la muerte!
Regreso por los pases del eco. Me espera en un rincón del bar, solo, en medio de los marinos borrachos. Un irlandés con una oreja cercenada exclama:
–La perra alemana se la tragó cuando supo que yo, el padre de su hijo, era judío.
De espaldas, reconozco la cabellera india de Johnny Navajo. Soy el único del sindicato de estibadores, tal vez por ser negro y expresidiario, a quien ha revelado que asesinó a dos guardias de la Reservación Indígena de Arizona.
La sombra padre se puso de pie para saludarme, quitándose la gorra con el mismo gesto que yo le había visto de niño. Las botas rotas, el uniforme de legionario agujereado por las balas que dos veces le quitaron la vida.
Había caído en el Jura y en el frente de Madrid. Me pide el banjo guindado a mi espalda. Aunque sus manos habían envejecido no desconocen las clavijas de hueso que él mismo talló con su navaja. Sus anchas narices lamen el olor que dejaron las manos de mi madre al manosearlo diariamente durante sus largos años de ausencia.
–Hijo, me llaman Old Man River, Otelo, Emperador Jones, Paul Robeson. Tengo muchos nombres porque siempre han querido borrarme el color que me ha dado África. Pero para ti soy el amigo de Joe Stephens, tu sombra padre.
A su lado me siento tan pequeño como cuando me sentaba sobre sus rodillas para enseñarme a tejer las cuerdas del banjo. Alto, sus hombros sostienen el peso de su larga experiencia sin encorvarse.
–En Europa he peleado por la libertad de los blancos. Ahora de regreso a mi país debo enfrentarme a los racistas que nos niegan la dignidad humana. Ya ves, el camino de nuestra infamia es largo y no termina.
–Sombra padre, lo que hayas visto y padecido en la piel de otros no iguala las llagas sufridas por nuestro pueblo durante tu ausencia. Salimos juntos y sentados en el muelle, mientras yo tocaba su viejo banjo, me canta con su profunda voz de barítono sus repetidas vidas:
¿Mi cuerpo?
Oh, si yo pudiera escoger, reducido a cenizas desearía
que el alegre soplo del viento las arrojara en algún jardín.
¡Y así, quizás, en alguna flor marchita retoñe a la vida otra vez
Esta noche –siempre los difuntos preferimos dialogar en las sombras de la noche– nos reunimos nuevamente con mi capitán Brown en la cárcel de Harpers Ferry. Retomar los hechos pasados y volverlos a refundir en el presente, no solo es algo que nos reconforta, sino que es una necesidad para no morirnos.
Al caer la tarde comenzaron a llegar los ekobios, cumpliendo la cita que nos impone Legba desde la encrucijada de los tiempos para que reexaminemos nuestras acciones futuras… pasadas… presentes… Aunque todos concurrimos a la misma mesa, pese a que el resplandor de nuestras sombras se confundía, hondos resentimientos nos separan sin que podamos renunciar a nuestras pasiones.
Todavía con el puño ensangrentado escribo estas memorias sobre el asalto que hicimos al arsenal aunque apenas el capitán Brown se apreste al ataque con sus viejos fusiles… Hasta yo mismo me confundo al advertir que son parte del armamento oficial que mañana arrebataremos a los guardias. Aceitaba sus gatillos y luego los ordena contra la pared, sobre el piso, detrás de las puertas.
Nat Turner se sienta lejos del doctor King, quien hoy, 3 de octubre, acaba de recibir el impacto de las balas asesinas en un motel de Memphis. Más sereno, en actitud reconciliadora, Malcolm se posó detrás suyo hasta arder con una misma llama. El abuelo Frederick se angustiaba al mirar que el capitán Brown con la lámpara encendida hace señal desde la ventana. Las armas le ponían nervioso. Uno a uno mi capitán va acumulando los fusiles a la entrada de la puerta:
–¡Maldito sea! Ni uno solo de los esclavos se acerca a reclamar su arma como lo habían prometido.
Silencioso, la barbilla sobre su puño derecho, Burghardt Du Bois se reconcentrará en su silencio. En ningún momento, receloso, deja de mirar a su oponente Booker T. Washington, quien muestra a mi capitán el diseño de la primera paila azucarera accionada a vapor, invento de Norbert Rillieux, un ekobio nacido en New Orleans y graduado en Francia.
A la hora convenida, el capitán Brown dio la orden de atacar. Nuevamente, como lo repetimos todas las noches desde aquel primer asalto, cada uno de los complotados recogemos nuestro fusil y nos ponemos bajo sus órdenes. De igual manera, movido por los sentimientos que inspiraron su lucha, el doctor King, aún envuelto en su mortaja, ceniza humedecida en sangre, está dispuesto a dejarse sacrificar otras tantas veces por sus sueños:
–Aunque mis palabras parezcan una herejía, tengo que confesar que la sociedad blanca, pese a su opresión, nos brinda muchas oportunidades de vencer sin necesidad de recurrir a la violencia.
Oímos el truenofuego de Malcolm. No supe si era un eco de su futuro o de su pasado todavía madurándose:
–Ya conocemos el olor a santidad que tienen sus sermones, el requisito moral para merecer el reino de la libertad. Pero lo real y concreto es que la violencia engendra el hambre y el ayuno acumulado nos ha hecho poderosos. Nuestra hambre solo se saciará con la eliminación violenta de todos los opresores.
No se había apagado el fuego en los labios de Malcolm, cuando se escucha el trote de las botas recorriendo la plaza. En un principio creí que fuera el eco de nuestro pelotón avanzando sobre Harpers Ferry, pero pronto escucho el clarín de las trompetas. Me asomo a la reja y contemplo que los soldados de la Legión Africana destrozan el cadalso donde mañana seremos nuevamente ahorcados. Los capitanea el profeta Marcus.
Aun entre los difuntos gusta de lucir su uniforme de gran mariscal de la legión. Finalmente penetraron al interior de la cárcel, derribando las puertas y los muros. Sus respiros iluminan nuestros rostros, las llamas, los rincones. Marcus Garvey y sus generales rodearán al capitán Brown. Sus tres hijos nunca habían visto esta clase de negros con relámpagos en los ojos.
–La loba blanca ha comprendido, al fin, que no es otra cosa que nuestro carcelero –es evidente que sus palabras iban dirigidas al capitán Brown–. Sabe que no puede andar muy lejos de los slums porque tarde o temprano la fiera negra saltará de su cerco y lo devorará irremisiblemente. Este es el principio y el final del drama: todo opresor será oprimido por su víctima.
Muchos blancos se han unido a la causa de los negros porque se sienten frustrados, vencidos, sin esperanzas en una sociedad creada por ellos mismos. En pocas palabras, nos tienen miedo. Esos, cualquiera que sea la blancura de su piel, serán liberados por nosotros, nunca nuestros libertadores.
Sin detenerse, seguido por sus legiones, se alejó dejándonos el galopar de su trueno
Entonces Nat coloca sobre la mesa su machete en cuyo filo la sangre de los blancos no se coagula nunca. Su voz no es rencorosa pero tenía el apretado regurgitar de quien habla colgado de una soga:
–Durante la esclavitud los amos nos predicaron la igualdad racial de ultratumba, y para brindarnos generosamente ese Cielo, nos azotan en sus cultivos hasta la muerte. Ahora, después de la Emancipación reclaman nuestra cuota de paciencia para lincharnos y sepultarnos en los slums y darnos así ejemplo de su caritativa hermandad. Pero muntu quiere decir hombre libre y libertador. Nada, pues, nos obligará a pactar tácticas de entendimiento, aunque sean transitorias, con nuestros verdugos.
El abuelo Du Bois permanecía entre los leños encendidos de la chimenea. Igual que los viejos sapos, gusta de alimentarse con el fuego de las cenizas. Levantará su llamarada:
–Nat tiene razón. El gran puño del muntu ha sido forjado por Changó con el espíritu de los rebeldes. Cada linchado en este país es un mártir… sin embargo no debemos olvidar que nuestra verdadera potencia está allí donde quiera que alumbre el sol de nuestro soul. La loba blanca ha querido identificar el alma del negro con el color de nuestra piel, pero se equivoca, el rostro del muntu refleja el alma de todos los seres humanos, como humanos son todos los que se alimentan de nuestro espíritu.
–¡Oratoria hueca! ¡Necedades! –grita, sin fatigarse Booker T. Washington. Se acercó a la mesa y acompañado del inventor Lewis Temple, de Massachusetts, nos mostraron un fusil que habían armado pieza por pieza.
–Mientras no seamos capaces de construirlo con nuestro propio ingenio y nuestras propias fábricas, siempre seremos cazados como conejos por quienes posean la técnica, sean blancos o de cualquier otro color. Para ser libres debemos construir estos fusiles, barcos, fábricas, libros, laboratorios. ¡Un poema o un discurso nos hará soñar que somos poderosos: un azadón nos ayudaría a sembrar un árbol que nos alimente, nos dé casa y fuego donde albergar y defender la familia!
Afuera, Jim Crow ronda nuestra prisión. Escuchamos sus chillidos en el techo, asoma el pico de sus fusiles por las rejas. Pero sabemos que teme. Las calles de Washington estaban patrulladas y las principales ciudades del sur claman protección militar. Greensboro, Bennington, Selma, Newark, Boston, Chicago, Cleveland, Harlem… los amos no duermen y asustados, como en las noches incendiadas de Nat, se llevan las manos a la cabeza incrédulos de tenerla aún sobre sus hombros.
El abuelo Frederick comienza a dudar de sus convicciones viendo fluir el inagotable río de los ekobios asesinados.
–Siempre he tenido la presunción de que la esclavitud y la injusticia podrían ser destruidas sin sangre. Ahora veo con horror que ni siquiera la gran sangría de la Guerra Civil tuvo suficiente fuerza para lavar los prejuicios y rencores. La Constitución declaró ciudadanos a los esclavos pero los Códigos Negros de los estados sureños se burlan de ella. Sin embargo… aún persisto en creer que las ideas de la libertad que impulsan la moral y la política pueden vencer algún día a los violentos.
–¿Política? ¿Moral? –responde mi capitán Brown con el fusil humeante en sus puños. Unos cuantos negros han sido nombrados en cargos oficiales en Arkansas, Louisiana, Mississippi, y North Carolina, pero la situación empeora. Los libertos son colgados en los postes telefónicos, ardidos, castrados. En Aiken County ciento veinticinco son asesinados a tiros. También en Hamburg, Franckfurt y Edgefield.
El viejo Frederick no es de los árboles que pierden sus hojas en los incendios. Terco, agitaba sus ramas:
–A pesar de los crímenes que ahora se cometen en nombre de falsas leyes creo que nuestra Constitución en su letra y espíritu es un instrumento antiesclavista. Bajo el imperio de la ley, pese a los violentos por la primera vez hoy en América los negros somos libres de casarnos, los padres pueden conservar a sus hijos a su lado, mendigar empleos y aun regresar a sus casas con juguetes para sus niños.
Los últimos en aparecer fueron el jefe Gato Salvaje y Zaka el negro seminola. La llama de este, mitad oscura mitad roja, ardía con un solo fuego. Todos escuchamos su amargo silencio. Después, palabra a palabra, el ekobio nos tradujo la voz del Gran Cacique:
–Veo con gran tristeza y dolor que habláis y discutís acerca de la libertad de los ekobios esclavizados. Eso está bien. Pero algo anda mal en vuestra inteligencia cuando no habéis tenido una sola palabra contra la loba blanca porque oprime y destruye a la Madre Tierra y a sus hijos, nuestros hermanos los ríos, árboles y animales.
Nosotros los jefes de las tribus exterminadas y nuestros descendientes que combatirán hasta la muerte, juramos no deponer nuestras armas, los puños y el espíritu indomable de nuestra raza hasta tanto el extraño, blanco o negro, no aprenda la lección que conocen y obedecen aún nuestros niños: ¡la Madre Tierra es inviolable!
Puso la mano sobre el hombro de Zaka y desaparecieron dejando tras de sí el eco de sus caballos trotando por las praderas de la noche.
Entonces, en ese amanecer, escuchamos los primeros disparos en la plaza y corrimos a las ventanas. Rápidos automóviles cruzaron la plaza regando el fuego de sus disparos. Cuando el capitán Brown trata de agarrar su fusil ya los Escorpiones Negros habían apostado sus ametralladoras. La marcha de los jóvenes ekobios invade la plaza. Danzaban agarrados de las manos. Otros corean canciones con el viejo lamento de los spirituals. Podíamos ver sus banderas rojas. Levantan los puños y alcanzaremos a oír algunas de sus consignas:
–El Poder Negro no es solo un reclamo de igualdades sociales, civiles y económicas, sino también de identidades. ¡El Poder de ser Negros!
A la entrada de la cárcel extendieron una larga pancarta. Mi capitán Brown puede leerla asomándose a lo más alto del muro.
«El negro es bello –¡lo es!– pero su verdadera hermosura reside en la conciencia que tiene de su libertad».
Suben al cadalso donde las horcas esperan a nuestros ekobios. El joven Joe Stephens silenció los gritos con la potente voz de una bocina:
–No queremos extender por más tiempo la mano suplicante del Tío Tom. ¡Nos cansamos de ser el hombre slum, el penitente de San Quintín!
El ruido de las hélices horadó sus palabras. Sobre los alares, volando a ras de las cabezas, el helicóptero nos mostró sus dientes artillados. Ya en las esquinas la loba merodea con sus máscaras de gases.
–No se trata de que seamos la otra cara del blanco como se ha pretendido que seamos por más de cuatrocientos años, sino que mostremos nuestro propio rostro negro.
Los Escorpiones lo protegían, firmes las ametralladoras sobre sus flancos.
–¡Eso es un suicidio! –les grita el viejo Frederick– ¡El negro siendo una minoría, no puede enfrentarse al poder avasallador de la loba blanca!
Los tanques hasta entonces escondidos bajaron de las altas montañas. Lentamente pero con metódica destrucción achicharran con sus pesadas catapultas los cuerpos de los jóvenes ekobios.
La loba que los comanda, calavera de ojos azules, repetía la consigna del Ku-Klux-Klan:
–¡Impongamos la Supremacía Blanca!
El capitán Brown se apresura a repartirnos los fusiles, señalándonos los puestos de combate. Dispararemos desde las ventanas, por las rendijas de las puertas, a través de las claraboyas. Indignado, se repetía a sí mismo:
–¡Me avergüenzo de pertenecer a esta raza blanca que ofende a Dios!
Con el rostro manchado por la antigua sangre derramada, se asomó a las rejas para arengar a los ekobios:
–La esclavitud, cualquiera que sea su ropaje, es un estado de guerra contra la justicia del Señor. ¡Jóvenes negros, tenéis el derecho de ganar vuestra libertad!
Apuntábamos contra las lobas enmascaradas, pero la yesca de los fusiles no detona la pólvora envejecida. Desilusionados comprendimos que la muerte solo nos permitía regresar a la acción en la medida en que los vivos quieran o no aprovecharse de nuestra experiencia.
Para entonces ya discernías que la Guerra Mundial ha sido terriblemente injusta con la «tía» Ann: le arrebató a su Joseph y su hijo Joe tiene que abandonar los estudios. Has aprendido mucho de ella para saber que su callado pero persistente espíritu batallador heredaba una vieja rebeldía. Su fortaleza se nutre en el sentimiento de que debe dar ejemplo a su hijo para que no sienta, como tú, el desmayo de la orfandad.
Cuando su madre ríe en medio del acoso de los blancos, él debía buscar bajo esa risa las sangrantes cuchilladas. Tú estabas en la cocina aquella mañana cuando Joe llegó con la gorra en la mano, la cabeza entre los hombros. Entra con un «hey» desinflado. Más que un saludo era un quejido de perro molido a palos.
Para la «tía» Ann que conocía las reacciones y temperamento de su hijo desde que lo tuvo en el vientre, le basta la forma de abrir la puerta, más con el puño que con la mano, para saber que tendrá que responderle con el parachoque de su sonrisa. Observaste su vista cortante y dejas de untar la mermelada que te había preparado la «tía» Ann con las primeras manzanas arrancadas al árbol del jardín. Tampoco Joe resiste el fuego de su sonrisa y sabes desde entonces que había sido desarmada su flaqueza. Sus palabras son más contundentes:
–Para hablar con su madre, el señor Joe Stephens hijo no debiera bajar la cabeza.
Te metes dentro de los huesos de Joe y pudiste sentir cómo los nudos de sus vértebras se endurecían y levantan sus hombros.
No era el momento para que la «tía» Ann expresara la ternura que siente por su hijo. Adivina que la herida era honda y de esas que es mejor dejar destapadas, borbollante la sangre, para que no cerrara en falso. De espalda se puso a enjuagar los platos en el lavabo y el chorro del grifo une su canto al viejo spiritual que gemía su Joseph cuando pellizcaba las cuerdas del banjo:
En el mundo conocido no hay prodigios.
Los cometas son regulados los eclipses previstos…
La «tía» Ann vencía una vez más. De reojo alcanzaste a ver que su hijo afloja sus labios con una sonrisa.
–¿Cuál es la tremenda noticia?
–Me botaron del empleo. Hoy licenciaron a más de quinientos trabajadores.
La misma pregunta y la misma respuesta se repitieron cada vez con más dolor, con más ansiedad hasta que la «tía» Ann cerró el grifo y deja de cantar para secarse las manos en el delantal. Se acercó a Joe y le golpetea el hombro:
–Vamos a ver ese malparido despachador. A una viuda de la guerra, al hijo de un combatiente vivo o muerto no se le puede hacer eso.
Las palabras tranquilas sin aspavientos, te reconfortan más a ti que al propio Joe. La sonrisa forzada desapareció de los labios de su hijo. Te parece que la cabeza de Joe se alzaba aún más y que en sus hombros se cuajan toneladas de cemento.
Tantas veces escuchaste a la «tía» Ann aquel episodio que recordándolo ahora, te resuena en su voz:
–Esa misma mañana, después de servir a los últimos comensales de las desmanteladas instalaciones de la factoría de guerra, eché por delante a mi Joe, agitando los brazos, pisándole las huellas. Por el camino nos encontramos con grupos de licenciados. Si a los blancos les iba mal, los negros no teníamos por qué conformarnos con su suerte.
El soldado de guardia, enfrentándome su fusil, nos dijo con insolencia:
–¡Retírense!
Lo miro por encima del arma. Estuve convencida de que el rechazo había sido dirigido al aseador de retretes, no a mi hijo, allí a mi lado. Ese malnacido debía conocerlo muy bien, Joe es el único muchacho negro que por espacio de tres años anduvo con su uniforme kaki, barriendo, recogiéndoles sus colillas y botando sus inmundicias.
–¡Quiero hablarle a su superior, no a usted!
Se asusta con el tufo de mi voz, apartándose de en medio. Tres suboficiales y tres secretarias se entregaban a labores de oficina, frente a tres puertas. Confundida, no sé a cuál de ellos dirigirme. Medio alcancé a leer el rótulo de «Comando» y me dispongo a traspasar la puerta.
–Anuncie al comandante que Ann Stephens, la viuda del soldado Joseph Stephens, desaparecido en el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial, necesita hablarle.
Me había vestido de negro desde la cabeza hasta los pies, el mismo vestido negro que adquirí en Georgia cuando me repitieron cien veces que no había ningún parte de novedad sobre mi marido.
El sargento alborota los papeles queriendo fingir que no me había escuchado ni visto, manera muy de los blancos para borrarnos de su presencia. No esperé a que volviera a levantar la cabeza y echando a Joe por delante, avanzo contra aquella puerta, la abrí de un empujón y me planto frente al comandante que sin oficio, leía el periódico con las botas sobre el escritorio.
–Soy la viuda de Joseph Stephens, un hombre negro a quien ustedes los blancos enviaron al frente de guerra hace veinticinco años, tres meses y un día, contra su voluntad. Desde entonces, no he recibido noticias de si está vivo, herido, desaparecido o muerto. Y como si esto fuera poco, ahora usted condecora a su hijo, botándolo a la calle. Se revuelve en la silla.
Estuvo mirando la cara de Joe reconociendo a quien tantas veces lavó su retrete. Luego encuentra mi vista fija, insistente, esperando respuesta a la denuncia que acababa de formularle. Adivino su cobardía cuando su lengua se le embotó contra los dientes. La voz delgada como un lamento, sin las maldiciones que seguramente vomitaba cada vez que abre la boca frente a sus soldados.
–Nada puedo responder sobre la suerte de su marido. América tiene muchas viudas en situación similar a la suya. En cuanto a su hijo, solo le aseguro que revisaré el caso.
De nuevo eché a Joe por delante, y luego, antes de cerrar la puerta, le grito levantando el puño:
–Y no olvide que mi hijo no sabe disparar un fusil ni quiere correr la suerte de su padre. He venido aquí a reclamar sus derechos de ciudadano y no de mercenario. No me gustaría verlo con uniforme recibiendo órdenes de ningún oficial blanco.
La sombra padre me condujo hasta la tribuna de honor. Entre vivos y bazimu me siento avergonzado con mi sucio overol de estibador. Me ladeé la gorra imitando el gesto de mi padre. Lo rodeaban poetas y músicos por cuyos nombres me pregunta Ann Stephens. Entonces supe que mi madre había muerto. Viste de blanco, abotonada la camisa y adornado el sombrero con plumas negras.
En el gran coliseo, atestadas las graderías, de pie, sentados en el suelo, reconocí a mis camaradas del sindicato venidos de New York. Están presentes delegaciones de todos los puertos: Chicago, Philadelphia, Norfolk, New Orleans, San Francisco. Estibadores, mozos de los ferrocarriles, obreros de los grandes astilleros y capitanes de barcos que habían conocido a mi sombra padre en Panamá y Honolulu. Trato de esconder el viejo banjo cubriéndolo con mi blusa, pero nada puedo hacer para ocultar mis zapatos manchados con el aceite de los muelles.
Llegan de muy lejos. Mucho antes de entrar al recinto, presintiéndolos, se oyeron los aplausos. Los protegidos de Nagó entraron juntos: el profeta Marcus que nunca capitaneó un barco y George Brook que recorrerá todos los océanos.
Al primero puedo reconocerlo por la resplandeciente máscara de Changó-Toro que le había regalado Bouckman el día de su muerte. El otro se presenta orgulloso con su tripulación conformada solo por marinos negros con la que ha dado la vuelta al mundo. Los estibadores de Europa y África que los ven desembarcar en sus puertos, creían que se trataba de una cargazón de esclavos sublevados en busca de las bocas del Níger.
–¡Ras-Tafari! ¡Ras-Tafari! –corearon los socios jamaiquinos de la Flota de La Estrella Negra. El profeta los saludó agitando sus brazos cortos, largos los rayos de su risa.
–He venido aquí en representación de los millares de africanos del mundo solo para honrar a este hombre. Sé que lo aclaman negros y blancos porque es un combatiente contra el racismo que oprime por igual a unos y a otros.
Y se anudó a mi sombra padre en el abrazo solo posible en la vida de los muertos.
El Consejo de la Clase Obrera Negra nos ha convocado a los trabajadores e intelectuales de la nación en Cincinnati donde blancos y negros iniciaron el Ferrocarril Clandestino de la Libertad. En la memoria de todos vimos surgir el puñado de luz de Harriet Tubman vestida con el uniforme de guerrillera que usó en la Guerra Civil.
Pequeña, enjuta, apenas podía creerse que aquel cuerpo pudiera contener todo el fuego de Changó.
Era una sombra, pero pudimos escuchar su voz desde la orilla del eco:
–Quiero rememorar en este glorioso momento en que honramos a uno de nuestros campeones de hoy, los nombres de aquellos ekobios y blancos que en los días cruentos de la persecución de los esclavos, empeñaron su fortuna, arriesgaron su tranquilidad y aun dieron sus vidas para que más de setenta y cinco mil fugitivos embarcaran en el Ferrocarril Clandestino de la Libertad.
Uno a uno fue mencionando sus nombres humedeciéndolos con sus lágrimas:
¡Honor a Levi Coffin, presidente del ferrocarril!
¡Honor a John Fairfield, de Virginia, asesinado por los esclavistas!
¡Honor al cuáquero Thomas Garret, de Wilmington, Delaware!
¡Honor a Charles Ray, de New York!
¡Honor a John Hunn, de Camden!
¡Honor al ekobio William Still, de Philadelphia, secretario del Comité de Vigilancia!
¡Honor al reverendo J. W. Loguen, negro escapado y gran conductor!
¡Honor a Sojourner Truth, Frederick Douglass, Susan B. Anthony, Guerrit Smith, Stephen Myers, conductores norteños que permitieron al Ferrocarril Clandestino llegar hasta su última estación!
¡Honor a la hermandad de cadeneros anónimos que permitieron, día y noche, insomnes bajo la nieve, la lluvia y el sol, mantener activo el flujo de los esclavos hacia la libertad!
Abrumada por los aplausos desapareció lentamente, el morral al hombro, la pistola en el cinto, mostrándonos una vez más el camino de la libertad.
Aún persisten sus resplandores cuando ocupó su lugar el cuerpo bamboleante de Joseph Curran, presidente de la Unión Marítima Nacional. Se abrazó a mi sombra padre, como cuando correteaban de niños por los muelles de New Jersey. Sabe que desde los más remotos abuelos viene cuajándose la chispa encendida de Paul.
–Hoy los intelectuales no pueden permanecer aislados de su pueblo. Los científicos, los escritores, los artistas tienen ante sí un desafío. Como en los sombríos días del Ferrocarril Clandestino, ahora la loba blanca lincha negros y les niega la libertad.
Por combatir estos crímenes a nuestro ekobio Paul se le despojó de su ciudadanía en este país donde por más de cuatrocientos años se han enterrado los huesos de sus antepasados. Pero esta noche él no va a honrar solamente la memoria de nuestros ancestros, sino también, la de todos aquellos que en América y en el mundo, negros y blancos, vivos y difuntos, han combatido y combaten la opresión del hombre por el hombre.
La sombra padre se me acerca y adivinando que tengo escondido el banjo de mi padre, Joe Stephens, lo sustrajo de entre mis piernas. La araña negra de su mano comienza a tejer los acordes. El silencio se llenó de lejanos tambores, cantos de bodegas, viejos spirituals, himnos de guerra de olvidados pero aún vivos capitanes de Changó:
Anoche, soñando, he visto a Joe Hill tan vivo como nosotros.
¡Lo juro!
Tan vivo como nosotros.
«¡Pero Joe
–le digo–
has muerto hace diez años!».
«Yo nunca moriré
–me responde–
¡Nunca, nunca moriré!».
«¡Por Dios, te mataron en Salt Lake!
–le digo
al verlo junto a mi cama firme, de pie–.
–¡Te acusaron de criminal!».
«¡Pero estoy vivo
–me dice–, vivo otra vez!».
«Joe, la policía del amo te asesinó,
ellos te asesinaron!
–le digo yo–».
«¡No bastan las balas para matar un hombre, yo no he muerto
–me responde–, yo no he muerto!».
Y realmente grande, vivo sonriendo con sus ojos Joe me dijo:
«¡Se olvidaron de matar nuestra Organización
se olvidaron de matarla!».
«Joe Hill no ha muerto –me dice– Joe Hill es inmortal.
¡Donde estén los obreros en paro Joe Hill estará a su lado.
Desde San Diego al Maine en cada mina en la huelga fabril donde se organicen los obreros encontrarán a Joe Hill!».
Anoche, soñando, he visto a Joe Hill tan vivo como tú o yo.
«¡Pero Joe –le digo– hace diez años que has muerto!». Y me responde:
«¡Nunca muere Joe Hill nunca moriré yo!».
Marea alta de Yemayá, de la otra orilla del Atlántico se oyó la distante tormenta de los aplausos:
–¡Te escuchamos, Paul, te escuchamos!
Hubo un silencio y luego resonaron las palabras de William Paynter, presidente de la Unión de Mineros de Gales:
–¡Aquí oímos tu canto! Ahora, desde la plataforma de esta gran audiencia reunida en el concierto anual de Eisteddfod, el coro de los mineros cantará para ti. Esta noche, nuevo Josué, has derribado las murallas de Jericó que pretendían retenerte y dividir a los hermanos!
Caían las puertas, las cárceles se derrumban, abiertas las sepulturas, las voces de los vivos y el eco de los muertos recorren las encrucijadas de Elegba. Desde New Delhi, Jawaharlal Nehru le grita:
–Este día debe ser celebrado no solo porque tú, Paul, eres uno de los más grandes artistas de nuestra generación, sino porque luchas y sufres por una causa que es el ideal de todos nosotros: ¡la dignidad humana!
Las lenguas olvidadas y las vivas se entrecruzan y entienden. Mi sombra padre las recobra en su memoria y les responde:
–¡Presidente Toussaint, me honráis!
–¡Aleijadinho oigo la vozpiedra de tus profetas!
–¡Oh Bolívar! ¡Tú también!
No alcanzaba a dialogar con todos sus ancestros. Pero los despiertos por su canto están presentes en su ausencia.
Bernard Shaw se cubre con una bata a rayas y con sandalias de peregrino se ha acercado a saludarlo. Harold Laski rememora los días en que lo tuvo de alumno en la Escuela de Estudios Económicos en Londres. Mei Lanfang danzaba con su máscara de gran actor de la ópera china. Antes de que se apagara la agitación, repetidos los aplausos, la llama de Kanuri mai le reanima el timbre de su voz con un beso de fuego.
Mi madre me aprieta la mano. Llueven sus ojos cuando me indica, Agne Brown, que estás con nosotros, fuera de los barrotes de tu celda. Entre los cincuenta mil hermanos de todas las razas aquí reunidos, solo mi madre y tú saben que la voz de Paul, acompañándose de ese banjo, también ha traído al difunto Joe Stephens…
¿Agne Brown, qué ha hecho la loba blanca de mis hermanos negros e indios en el oeste?
He abandonado la tumba al lado de mi padre, el jefe seminola Gato Salvaje, solo para contarte la dolorosa historia de un sueño de libertad e igualdad racial jamás permitido por los esclavistas de este país.
Descubramos las huellas de los pasos andados por el Hombre-Búfalo, el Hombre-Águila y el Hombre-Zorro. Desde los grandes lagos batidos por los vientos polares, bajemos a las praderas de Dakota, Nebraska, Oklahoma y Texas. Cruzaremos las Montañas Rocosas y el Gran Cañón del Colorado; recorramos los desiertos de Oregon y Arizona.
No te detengas, Agne. Aún debemos trasmontar la Sierra Nevada y los montes de las Cascadas de donde podemos divisar el mar océano.
Mucho antes de que los colonizadores ingleses se establecieran en el este, ya nuestros antepasados negros de las recién conquistadas tierras de los olmecas, nuestros más antiguos ancestros africanos en América, fundaban los primeros pueblos en Texas, Nuevo México, Arizona y California.
Son muchos los ekobios que desde los primeros años de la Conquista, desbrozaron selvas, recorrieron ríos, y descubriendo ancianas ciudades, tramaron amistad con los hermanos indios y mezclaron con ellos su sangre. Stephen o Esteban Dorantes, también llamado Estebanico, un negro marroquí, fue el primer explorador de estas tierras norteñas de América. Sus ojos y su fiebre fabuladora vieron lo que ningún otro explorador blanco descubriría jamás: ¡Cíbola, el país de las siete ciudades doradas! Cuenta la leyenda que para impedir que un extraño se llevara en su retina la imagen de su reino sagrado, los indios zuni le arrancaron los ojos.
Un siglo después, ya te he contado, Agne, los ekobios desembarcados en Florida, huyendo de la esclavitud, encontraron refugio entre los hermanos indios oceolas, seminolas, creeks y dakotas, hermanando nuestras sangres. Llegaron así a las praderas de los Hombres-Búfalo, a las tribus de nuestros tíos cheyenes, comanches, mezcales, apaches, cheroquíes, kikapúes y mexicanos.
Aquellos días de penuria, hambre y vagabundaje, escondidos de los amos que nos perseguían con sus perros de presa, no hay que olvidarlo, fueron los más felices de tus ancestros en esta nación. Indios y negros configuramos la familia más unida, muntu americano, que haya existido en este país. Compartíamos el maíz; bebemos agua de los mismos ríos; juntos rendiremos culto a la luna, al sol y a nuestros difuntos en las altas montañas. Crecían nuestros hijos aprendiendo las mismas palabras, cultivando los mismos suelos. Negros seminolas.
Comanches negros… hasta el día en que la loba blanca aparece con sus fusiles y carretas incendiando la pradera. Mataron al Hermano-Búfalo y declararon la guerra a nuestros padres para expulsarlos del país de sus mayores. Entonces decían: «¡El mejor indio, es el indio muerto!». Nos enfrentamos juntos al enemigo cruel.
En la noche, silenciosos, sombras de zorros, penetrábamos a sus campamentos sin que los perros extrañen nuestro rastro. Robábamos los fusiles y montados en sus propios caballos regresábamos a nuestras montañas.
Pero cada vez más aparecía por el horizonte la multiplicada presencia de los invasores. Escondidos en las breñas, sepultados bajo la arena del desierto, les emboscábamos, dejando siempre más muertos que las cabezas rapadas que podíamos mostrar a nuestros jefes.
Tuvimos que resignarnos a ver cómo nacían y crecen sus pueblos y ciudades. Primero llegan los rancheros. Midieron los ríos, construyeron casas y frente a sus iglesias levantarán los cadalsos para colgar a negros e indios. Roban nuestras mujeres; nos obligaban a ordeñar sus vacas. En las entradas de sus tabernas y almacenes debíamos dejar nuestras hachas, en tanto que ellos nos amenazan con sus rifles y pistolas.
Llegaron más ekobios. Vienen huyendo de los linchamientos; de los azotes, de la peste de la esclavitud. Algunos se incorporaban a nuestras tribus pero los más, mirándonos como negros desteñidos, se reirán de nuestras plumas, del color rojinegro de nuestras caras.
Se afirmaba entonces que en el oeste no había discriminación racial.
«La vastedad de la tierra hace que todos seamos hermanos». Quienes lo decían, quienes lo creen, no eran los negros indios. Gente interesada en traer esclavos para que cuidaran de sus ganados y trabajaran en sus minas. Sí, fue en los asientos mineros donde apareció el jimcroísmo. Mientras en el pueblo podíamos compartir juntos las tabernas; en tanto que en los ranchos se asará la carne para todos en el mismo fogón, en las minas la loba blanca impone su ley: «¡Negro, ese es tu lugar!».
Aunque se diga que los vaqueros siempre fueron blancos, ellos saben quiénes han sido sus reales maestros. Ya en la madre África conocíamos la doma de los caballos salvajes. Treinta mil cabalgaduras, broqueladas en oro y plata, conforman el ejército de Silamaca, el gran conquistador de los reinos del Níger.
Desde nuestras praderas africanas en tiempos no olvidados, los pastores conducen sus ganados a Europa. Nuestros antepasados enseñaron a los peninsulares cómo calmarles la sed con el canto; les decían cómo acariciar la vaca para que la ubre se llene de leche.
Pues bien, fuimos nosotros los negros quienes en Arizona, Texas, Nuevo México, Oklahoma, Utah y California nos encargamos de la vaquería. Son otros los que presumen de ser los mejores pistoleros.
Pero si hay que nombrar a los buenos en el duro trabajo de acarrear el ganado a través de los desiertos; perseguir los toros cimarrones hasta someterlos y herrarlos; detener la estampida que provoca el rayo en la tormenta u ordeñar cientos de vacas, curar sus heridas y defenderlas del puma y la culebra cascabel, entonces mencionamos al negro Dessie Stahl, llamado Peerless, el mejor domador de potros salvajes en toda la historia del oeste.
Muchos de ellos llevados de su ánimo libertario, insumiso a toda discriminación, tuvieron que defender sus vidas al filo de las balas. Siempre se recordarán por sus habilidades en el rodeo, la puntería de sus revólveres o por la crueldad de su venganza. Trabajadores o convictos, Agne, son nuestros héroes: ¡Nat Love, Deadwod Dick; Ben Hodges; Mary Fields; Isom Dart, Bill Pickett; Cherokee Bill!
Pero en la historia y en la leyenda, son los cientos de miles de anónimos vaqueros negros los que un día vistieron el uniforme de los soldados búfalos, los integrantes de la Caballería Montada y de la Infantería de los Estados Unidos, quienes realmente contribuyeron a la grandeza del oeste.
¿Tiempo?
Sí, contábamos nuestra experiencia con el reloj de la loba blanca. Dejamos de medir los días con las caras de la luna; con la permanencia o huida de los vientos; con la salida del sol o la caída de la lluvia para referirnos aterrados a la época de la guerra contra los indios; al tiempo del ferrocarril; a los años de la Gran Contienda Civil; al éxodo de los fugitivos del sur.
Después corrió entre todos los negros del oeste la noticia de que en New York fletaban barcos para trasportarnos al África, la tierra de nuestros abuelos. ¡El reverendo obispo Henry M. Turner predicará en Oklahoma que nos entregarían tierra y moriríamos libres!
Muchos, atolondrados, ilusos, se pusieron a vender sus caballos, el rancho, y en una noche, antes de despertar, salían en el tren o caminaban a pie con sus bártulos al hombro, en busca de la tierra prometida.
…Pero, otros, más abiertos los ojos, veíamos con malicia que diariamente llegan de las plantaciones y ciudades del hórrido sur, columnas de ekobios en rumbo opuesto. Varones, ancianos, mujeres y niños arrastrando carretas con sus muebles como si huyeran perseguidos por el fuego. Pedían tierra; preguntan si había trabajo y sobre todo, si a los negros se les permitiría vivir libres de la tutela de los blancos. Entonces sabemos que los negros no teníamos lugar ni en el este, ni en el lejano este, ni en el oeste, ni en el extremo oeste.
Decidimos quedarnos. Presumimos, ingenuamente, que el oeste era un océano de tierra tan extenso que cualquiera que fuese la ambición de la loba blanca, siempre habría un puñado de tierra para nosotros dónde vivir solos y tranquilos, alejados de la pesadilla de la segregación. Un pueblo negro para negros. ¿Qué loca ilusión?
Lo decían y repetirán negros que han aprendido las leyes y ciencias de la loba. ¿Cómo no creerle al doctor Booker T. Washington, si llegaba en persona a predicar entre nosotros? ¿Cómo no dejarse seducir por la compañía de la Ciudad McCabe cuando su presidente y dueño es el ekobio de mayor prestigio en el oeste, auditor por cuatro años de Kansas y dos años más en Oklahoma?
Hasta los ojos más cerrados vieron crecer en Boley, Oklahoma, la más próspera empresa fundada por Booker T. Washington. Él mismo proclamará, dormido en su sueño, que la experiencia de Boley demostraba que negros y blancos pueden convivir separados como los dedos de la mano.
Edwin P. McCabe va más allá; deseaba emular con el fundador del Instituto Tuskegee, comprando y repartiendo tierras para fundar Ciudad Langston, capital del Estado Negro de Oklahoma. Según estricto mandato de su compañía, no se permitiría que ningún blanco pueda adquirir un solo palmo de tierra o establecer negocio alguno.
El delirio del Estado Negro de Oklahoma llegó en cierto momento a tener visos de realidad. En menos de diez años, a principios de siglo, después de la guerra contra España, Oklahoma cuenta con treinta comunidades negras y una población superior a los ciento cuarenta mil habitantes. Sutton Griggs, uno de los fundadores del Movimiento del Niágara, llegó a escribir una pieza teatral, Imperium in Imperio, donde una organización nacionalista pacta un complot con cierta potencia extranjera para entregarle Texas a cambio de que sus cañones defendieran el Estado Negro y Soberano de Oklahoma.
¿Quién iba a pensar, Agne Brown, que llegaría el día en que nuestros hermanos zambos, azuzados, confundidos, engañados, vestirían el uniforme militar de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos para combatir a sus propios hermanos negros hacinados en tugurios o asesinar a los hermanos indios en sus propios reductos?
Terminada la guerra contra México, el general Zenas R. Bliss, incapacitado de sujetar con sus batallones de soldados blancos a los indios, viaja personalmente a los campamentos mexicanos donde nos refugiábamos los descendientes de los defensores del Fortín Negro, en Florida.
Tal vez no está de más que te recuerde las malandanzas de la loba persiguiendo a los sobrevivientes del Fortín Negro para reducirlos de nuevo a la esclavitud. Huyendo, descamisados y hambrientos, debimos refugiarnos en México bajo el amparo del general Santa Anna.
En muchas noches, todavía abiertas las heridas, dialogamos recelosos con el oficial norteamericano que nos da a oler el cebo. A nombre de su gobierno promete entregarnos tierra en el territorio de nuestros antepasados; facilitarnos herramientas de labranza y garantizarnos la misma libertad que gozábamos en México. Sabíamos que el cazador armaba su trampa al zorro hambriento. Los más ancianos consultarán con Ngafúa, el ancestro consejero de la tribu.
Escuchamos su vieja respuesta, acompañándose con el violín:
¡Cuando se juntan el seminola
y el negro
el hombre blanco el hombre blanco pierde el sueño!
Invocamos al gran jefe y padre Gato Salvaje. Los jóvenes, sujetos a la ley de la tribu, escuchaban en silencio. Finalmente pueden más las promesas que los resentimientos.
Nunca se nos habló de que iríamos a pelear contra nuestros hermanos indios. Se nos prometen caballos que jinetear; fusiles para defender la patria contra posibles invasores; uniformes con insignias de la nación. Pedimos una sola exigencia militar: lucir plumas en nuestras cabezas o sombreros. Para el oficial blanco debe constituir una ingenuidad india.
Nosotros sabíamos que con esos emblemas mágicos seríamos protegidos por nuestros ancestros guerreros. Efectivamente, en doce grandes combates nunca sufrimos una baja, ni nadie de nuestro regimiento resultó herido.
¡Pero no podrán defendernos de la traición de la loba blanca!
Demasiado tarde, cuando ya nos tenían acuartelados y vigilados por el resto de la tropa, nos enteramos que el senador negro B. K. Bruce, de Mississippi, había denunciado en el Congreso de la Nación el genocidio perpetrado por las Fuerzas Regulares sobre nuestros hermanos indígenas.
Supimos que en la academia de West Point, de veinte cadetes negros, solo tres pueden alcanzar el rango de oficiales. Para impedirles su grado, los superiores y compañeros los someten a toda clase de vejámenes y calumnias hasta lograr su expulsión. El caso más notorio es el juicio marcial contra el cadete Johnson C. Whittaker, quien fue encontrado inconsciente, atado a su cama, las orejas cortadas y los cabellos rapados.
Se le acusó de intento de suicidio y de agredir a otros compañeros. El tribunal lo halla culpable. Cuando el presidente Chester A. Arthur revivió el caso, pudo demostrar que no había evidencias suficientes para la condena. Pero el veredicto inicial se mantiene incólume y el cadete es expulsado de West Point.
Supimos que otro ekobio, el político H. Ford Douglas, de Illinois, en la Gran Convención de Emigracionistas de Cleveland, declara ante los ciento veinte delegados, que podía odiar al Gobierno de los Estados Unidos sin ser desleal. Pasarse al bando de sus enemigos y combatirlo sin ser un traidor, pues el Gobierno, por ser un negro, lo trata como foráneo y extraño.
Nosotros, integrantes de la unidad Scouts Indios Negros Seminolas, podemos testimoniar, además, que el gobierno de los Estados Unidos es un mentiroso: nuestras familias nunca recibieron las tierras prometidas; nuestras mujeres e hijos padecen hambre y carecen de techo mientras nosotros, infieles a nuestra raza, emboscábamos a los seminolas, comanches, creeks, oceolas y demás hermanos.
Finalmente, discriminados y empobrecidos, somos expulsados de las filas y arrojados al desierto. Agne Brown, antes de finalizar el siglo XIX, los racistas sureños ya han desbordado los delirios de Napoleón de convertir a toda la América en una floreciente plantación con el trabajo esclavista de nosotros los negros.
En sus desaforadas ambiciones comprarán a Louisiana y la Florida; expandieron sus fronteras arrebatando a México la mitad de su territorio y con el pretexto de exterminar el colonialismo europeo en el continente, declaran la guerra a España y se apropiaron de Cuba, Puerto Rico, Hawái y Filipinas. Para afirmar sus conquistas invadirán a Nicaragua, Haití y se toman el istmo de Panamá.
Para estos zarpazos movilizaron todos los regimientos negros ya probados en las guerras de exterminio contra nosotros los indígenas.
Lo doloroso de la participación de nuestros ekobios en las guerras colonialistas, condenada por todas nuestros intelectuales, fue la implantación del jimcroísmo en las filas del Ejército.
Los ekobios que habían adquirido triste fama de heroicos, valientes y patriotas combatiendo a nuestros hermanos indios, que marcharon junto a sus camaradas blancos sacrificándose por ellos en múltiples acciones suicidas, se les degrada sometiéndolos a un código infamante: viajar en furgones malolientes y aun movilizarse a pie, mientras los batallones blancos son transportados en carros lujosos; las dotaciones personales, a excepción de las armas, son paupérrimas, hasta el grado de carecer de alimento y de velas para alumbrarse.
A los soldados blancos se les asignó la cubierta de los barcos, mientras los nuestros fueron relegados, una vez más, a las bodegas. La limpieza de los cuarteles y campamentos, incluso las de los blancos, es impuesta a nosotros en forma rutinaria.
Y para apurar hasta el último sorbo de la cicuta, las hazañas y victorias conquistadas por nuestros hombres con actos de coraje y pérdidas de vidas, nos serán arrebatadas o silenciadas para honrar a supuestos héroes blancos que siempre llegan retrasados al frente de batalla.
Las aberraciones se acentuarían al regresar nuestros hombres a la cueva de la loba.
Los bravos soldados de los combates del Caney, las Guásimas y del Monte de San Juan, en Cuba, donde salvaron al propio comandante Theodore Roosevelt y a su regimiento los Rudos Jinetes, se les espera con insultos, pedreas y salivazos.
l calor de los brindis celebrando la victoria, entre himnos y bandas militares, el comandante tiene un momento lúcido y reconoce la valentía de sus soldados negros. Pero recobrando sus instintos racistas, no vacilará en sindicarlos públicamente de cobardes.
No paran allí sus odios. Más tarde, expulsa y despojará de sus derechos militares a todos los integrantes del Vigésimo Quinto Regimiento por haber estado envueltos en un confuso acto de provocación por parte de racistas de Brownsville, Texas. La razón: un ciudadano blanco muerto, otro herido, y lesionado el jefe de la Policía local.
Demandado el acto dictatorial ante el Senado, la bancada sureña lo ratificó por abrumadora mayoría.
Agne Brown, elegida de Changó para que mantengas despierta la memoria del muntu, no olvides que cualesquiera que hayan sido los errores en la lucha por la libertad, siempre ha sido empeño de nuestro pueblo defender esta tierra como patrimonio común de todos los hombres.
No habrá América, ni África, ni ninguna parte del mundo libre, mientras en nuestro país haya un solo negro, indio o blanco oprimido.