Capítulo 13

 

Cuando Romy salió de la ducha, tras una hora entera, Sebastian había preparado la comida. Mantuvieron una conversación correcta y civilizada en la mesa, y Romy se mantuvo entera aunque su corazón estaba hecho pedazos.

Cuando acabaron, Sebastian metió todo en el lavavajillas y se volvió hacia ella.

–Ahora tengo que enseñarte a la mía

–¿Cómo? –preguntó Romy boquiabierta, acordándose de la tercera medalla de golf.

–Mi familia, para que puedas saber más cosas de mí. Mañana voy a llevar a los niños de Melinda al zoo. Puedes venir con nosotros, si quieres.

Ella asintió. Mañana era domingo y era el día en que pensaba dar a Antony su respuesta. Tenía que aprovechar la oportunidad de pasar un día más en la compañía de Sebastian, por más que le doliera que su corazón se hubiera entregado a él. No podía seguir negándolo.

 

 

Antes de que Romy se diera cuenta, estaban en el avión de vuelta a casa. Una vez allí Romy puso alguna excusa para marcharse a casa.

A la mañana siguiente se puso un jersey de angora y unos pantalones beige con un abrigo a juego para ver a Sebastian y a sus sobrinos en el espectacular zoo de Melbourne. Ellos ya la estaban esperando y se dio cuenta de que Justin tenía razón: Sebastian llevaba una chaqueta de cuero encima del jersey negro y estaba más atractivo que nunca. A Romy casi le costó apartar los ojos de él cuando le presentó a sus tres hiperactivos acompañantes.

Los niños tenían la energía arrolladora de Sebastian y enseguida dieron la vuelta completa al zoo. Ella agradeció el momento de sentarse a comer algo, pues si había pensado que dieciocho hoyos de golf eran cansados, aquello no era nada comparado con recorrer el zoo con tres niños.

A Romy le encantaba ver a Sebastian con los niños. Se dio cuenta de que sería un padre perfecto y le pareció injusto que no tuviera hijos. Casi se sentía parte del problema. Era como si una conspiración estuviese apartando a aquel hombre de su destino. Ella no le tomó en serio cuando acudió a ella, pero sabiendo lo traumáticos que eran los divorcios, no podía culparlo si utilizaba el humor como mecanismo de defensa.

Ella había conseguido ver al hombre debajo de su imagen, pero si lo amaba de verdad, tenía que hacer lo que fuera necesario para conseguir su felicidad.

–Sebastian –dijo ella–. Acabo de tener una ocurrencia.

–¿Ocur… qué ? –preguntó Thomas mirando a Sebastian que intentaba acabar con todas las patatas fritas.

–Una idea genial –explicó Chris.

Sebastian le guiñó un ojo antes de limpiar una mancha de tomate de la barbilla de Thomas.

–¿En qué consiste esa gran idea? –dijo, poniendo a Dalila sobre sus rodillas y ayudándola a beber su zumo.

–Voy a celebrar una fiesta para ti.

–¿Una fiesta? ¡Genial! –dijo Thomas, saltando sobre el banco.

–Una fiesta para mí –dijo Sebastian con el ceño fruncido.

–Sí. Será como Cenicienta, pero desde el punto de vista del príncipe.

–¿El príncipe, eh? –dijo Sebastian sacando pecho–. Eso me gusta.

Dalila rió con la boca llena de zumo.

–Sabía que te gustaría.

–Creía que encontrar a la mujer no era parte de tu trabajo.

Romy creyó notar un tono de inseguridad en su voz.

–Y no lo es, pero parece el momento de cambiar las normas, puesto que por ahora no estamos consiguiendo mucho que se diga.

–¿Y va a ser como una exposición de ganado? ¿Elijo a la que más me guste?

–¿Alguna vez te tomas algo en serio?… el matrimonio, el dinero…

–¿A ti?

–¡A mí!

–Romy, Romy… Puedo decirte que te tomo muy en serio. Está bien, tú ganas. Seré el príncipe y podrás presentarme a un montón de jóvenes perfectas y acabaremos con todo esto.

Pero Romy no se sentía feliz de haber conseguido lo que quería.

 

 

Aquella noche Sebastian acudió a la fiesta de inauguración de la nueva casa de Janet.

Ella lo recibió con un beso en cada mejilla.

–No estaba segura de si vendrías. Habría entendido que no lo hicieras –dijo, con cara de culpabilidad.

–Pues aquí estoy, feliz de verte tan bien, para ver lo que has hecho con mi dinero.

–Eres un buen hombre. Demasiado bueno para mí –dijo ella, tomándolo de un brazo.

Janet lo condujo a un salón enorme lleno de gente a la que apenas conocía o no conocía en absoluto. Aquello era la evidencia de que Janet y él llevaban vidas muy distintas. Ambos se habían equivocado al creer que podían querer lo mismo en la vida, por eso no se tenían ningún rencor.

–¿Qué tal te ha ido con la lujuriosa señorita Bridgeport? –preguntó Janet–. Fuiste tú quien me pidió su teléfono, ¿recuerdas?

–Acudí a ella buscando consejo legal.

–Claro, pero yo vi las chispas que saltaron de vuestros ojos cuando os visteis por primera vez.

–¡Janet! Te prometo que no la llamé para pedirle una cita el mismo día de nuestro divorcio.

–Ya lo sé, cariño. Conozco tu anticuado sentido del juego limpio, pero ya ha pasado una semana desde aquello, y te pregunto en qué punto está vuestra relación.

–Ella está comprometida.

–No te he preguntado por su relación con otra persona, sino contigo.

–Eso no te lo puedo decir.

–Eso me parece más normal.

–Cuando la conocí, no tardé más de dos segundos en darme cuenta de que vosotras dos conseguiríais vuestro propósito, por eso firmé enseguida. Pero luego pensé que si tenía un concepto tan claro de lo que era el matrimonio, podría ayudarme. Y parece que acerté.

Janet se disculpó por lo mal que le había tratado durante su matrimonio y después lo dejó para que hablara con el resto de los invitados.

Tan pronto como pudo, Sebastian se escabulló de la fiesta y llamó a Romy desde el teléfono de su coche. Su corazón palpitaba con fuerza mientras el teléfono sonaba y sonaba.

 

 

Romy estaba tan llena de energía después del día que había pasado en el zoo con los sobrinos de Sebastian que se fue a correr una rato. Al llegar a casa el teléfono estaba sonando, pero dejó que saltase el contestador y la persona que llamaba colgó.

¡Antony! Había olvidado qué día era. Esperó que el teléfono volviera a sonar y entonces tomó el auricular de un salto.

–¿Sí?

–Hola, Romy –la voz sonaba muy familiar.

–Hola, Antony. ¿Qué tal tu fin de semana? ¿Hiciste todo lo que querías?

–Acabé antes de los esperado. Perdona por obligarte a ir a aquel viaje, pensé que sería bueno para ti. Sólo espero que no hayas tenido que cuidar de ese niñato de Fox.

–No es un niñato, Antony. De hecho, está lejos de serlo.

–Venga ya, Romy. Delante de mí puedes admitir que ese tío es un fraude.

–Nunca admitiré algo así.

–Muy bien. Todos tenemos que besar el trasero de nuestros clientes en algún momento de nuestra carrera. Lo entiendo.

–No es eso en absoluto.

–¿Qué es, entonces?

Romy tomó aliento para calmarse. No pretendía pelearse con Antony por Sebastian. Nunca le había levantado la voz hasta entonces.

–Sólo estoy diciendo que te han informado mal.

–De acuerdo.

Ella esperó que continuase con la conversación, pero se había acabado. ¿Acaso no tenía sangre en las venas? ¿Cómo se podía ser tan tranquilo? Luego recordó que eso era lo que le había atraído de él al principio.

–Bueno –dijo él–. Creo que ya sabes la razón de mi llamada. ¿Quieres que hablemos de esto por teléfono o quedamos para cenar? En algún sitio que parezca romántico.

No podía haber pronunciado aquella palabra con menos entusiasmo.

–Ven a mi casa.

–De acuerdo. Te veo dentro de una hora.

Cuando acabó de hablar con él, Romy descolgó el teléfono. No era una noche para interrupciones.

 

 

Sebastian colgó en cuanto saltó el contestador. El mensaje que tenía que darle no se podía dejar en un contestador.

Volvió a llamarla varias veces, pero ella no respondió. Antony estaba allí para escuchar su respuesta y, aunque aquello tenía que darle igual, Sebastian no se había sentido tan descorazonado y desconsolado en toda su vida.

 

 

Eran más de las once; Romy había pasado las dos últimas horas con Antony, pero necesitaba el calor de los brazos de sus padres.

Cuando llamó a la puerta sabía que estarían levantados, y fue su madre, junto con Grisham, quien acudió a la puerta.

–¡Romy! ¡Qué sorpresa! Ya hemos cenado, pero si quieres que te caliente algo…

–Gracias, mamá, pero ya he cenado –dijo ella, sin dejar de abrazar a su madre con un brazo y al perro con el otro.

–Pasa, tu padre está en la sala viendo las noticias. Os llevaré unos dulces.

–Quería hablar contigo, mamá.

–¿En la cocina? Estoy haciendo galletas de jengibre para llevar a la partida de cartas.

–Perfecto.

Romy llegó hasta la sala donde estaba su padre. Grisham se acomodó a los pies de su amo.

–¡Hola, papá!

–¡Romy! No sabía que ibas a venir.

–Quédate aquí, papá. Voy a ayudar a mamá en la cocina. Vendré en un momento.

–¿Galletas de jengibre?

–Has adivinado. Te traeré unas pocas cuando acabemos.

–¡Genial!

Romy se unió a su madre en la cocina.

–Cuéntame.

–He rechazado a Antony esta noche.

–¿El americano que se declaró hace un mes?

–Sí.

–Muy bien.

Romy miró a su madre sintiendo un toque de rabia por lo pronto que había juzgado una decisión que le había costado tanto tomar.

–Ni siquiera lo conocías.

–Si tardaste tanto en decidirte, es que no tenías que estar con él. Compáralo con ese otro amigo tuyo, Sebastian; enseguida lo trajiste para que lo conociéramos.

–Esto no tiene nada que ver con Sebastian –dijo Romy.

Cynthia empezó a hacer montoncitos de masa sobre la placa del horno.

–¿Ah, no?

–¡No! Sí. Tal vez –Romy escondió la cara entre las manos–. Eso es lo que me pasa, mamá. Antony era mi hombre ideal: tranquilo, paciente, comprensivo.

–Parece más la receta de un buen sacerdote que de un buen marido.

–Yo siempre había pensado que vosotros habíais tenido un matrimonio tranquilo y perfecto, sin peleas…

–Cariño, me gusta que creas que hemos sido un buen ejemplo. Pero nos peleamos, aunque no delante de ti. Una vez incluso me fui de casa durante una larga temporada. Yo volvía cada mañana mientras tu padre estaba en el trabajo para estar contigo y que no te dieras cuenta de nada.

–No recuerdo nada de eso en absoluto.

–Me alegro, cariño.

–Pero, toda la vida he querido un matrimonio como el vuestro.

–Y eso no es malo. Tu padre y yo tenemos un buen matrimonio.

–Pero me refiero a un amor serio, paciente…

–Pobre del hombre que espere que tú seas paciente.

Eso era exactamente lo que Antony esperaba de ella: paciencia y tranquilidad, pero ella no era así. Y en el otro extremo, Sebastian aprovechaba la mínima oportunidad para provocarla, animando el lado salvaje que siempre pensó que tendría que reprimir para conquistar a un hombre.

–Aprende cariño, que sin conflicto no hay pasión. Si peleas no hay reconciliaciones. Una relación se alimenta de sorpresas y sin unas pocas locuras, en una semana estarías mortalmente aburrida.

Romy pasó un dedo por el vaso de la batidora y se lo llevó a la boca.

–¿Por qué se come ella los restos? –dijo el padre de Romy, entrando de repente en la cocina.

–Porque hoy ha hecho una cosa buena.

–¿Qué ha hecho?

–No se ha comido tu bolita de masa de galletas que está sobre la mesa.

George se abalanzó sobre la mesa con la agilidad de un gato.

–¿Esto es para mí?

–Para ti, amor mío.

Tomó el plato en las manos como si fuese el bien más preciado y le dio un beso a su esposa en la mejilla antes de volver a la sala.

 

 

El romanticismo no eran bombones y flores, sino cocinar para tu marido, hacer ver cuánto te gustan las galletas de tu esposa, ceder tu sitio en un avión…

Romy supo que para ser fiel a su amor por Sebastian tenía que ayudarlo a conseguir sus sueños, a encontrar a la madre de sus hijos. Si tenía que dejarlo marchar para ello, sería la cosa más romántica que hiciera en su vida.