Capítulo 15

 

Sebastian! –susurró ella mientras él la tomaba en sus brazos para bailar.

–¿Bailas? –con aquellos ojos verdes grisáceos mirándola de aquel modo, era imposible negarse.

Ella aceptó sintiéndose como Cenicienta en los brazos del príncipe, y consciente como ella de que cuando acabara el baile…

Si Alan le había parecido buen bailarín, al lado de Sebastian parecería torpe.

–Creía que tenías una lesión de espalda –mencionó ella–. Creo recordar que incluso lo indicaste en una lista.

–Mmm. Es extraño, pero ahora no siento nada de dolor.

Sebastian bajó la mano por la espalda de Romy hasta encontrar la «V» del vestido, el punto donde estaba el tatuaje de la mariposa. Ella podía sentir la caricia de sus dedos y su delicadeza era tan erótica que sus rodillas estaban a punto de fallarle.

Pero en lugar de cambiar su mano a otro punto menos conflictivo, se dejó llevar y se acercó más a él para perderse en su familiar aroma. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus instintos, puesto que le seguiría hasta el fin del mundo si eso le hacía feliz.

–He oído que vendes tu casa –dijo ella, levantando la vista hacia él. Al ver que la miraba tan dulcemente, supo que la había entendido.

–No la casa de la playa.

–Me alegra saberlo. Pero, ¿por qué vendes la casa?

–Un amigo me aconsejó una vez que fuera paso a paso. Aquella casa se construyó para una familia grande, y lo mejor será buscar esa familia primero, ¿no?

–¿Ya has encontrado otro sitio?

–Ya me he trasladado. Es un apartamento de dos dormitorios, cerca de la casa de Melinda y Tom.

Romy estaba orgullosa de él, de que hubiera dado un paso adelante, pero aquello también la entristecía porque sabía que después de esa noche ya no la necesitaría.

–Ahora me toca a mí preguntar –dijo Sebastian.

–¿Sí? –dijo ella con los ojos muy abiertos.

–¿Por qué no ha venido Antony?

–Está en Boston –tenía que saberlo en un momento u otro.

–¿Tan pronto?

–Sebastian, Antony ha vuelto a Boston porque le dije que «no»

Sebastian se detuvo por completo.

–Así que tú y Antony…

Romy veía con pánico que la canción estaba llegando a su fin y no podía soportar la idea de alejarse de sus brazos. Tres minutos y medio eran muy poco, comparado con toda una vida sin él.

–Antony y yo no estamos prometidos, no estamos saliendo y no somos nada, ¿de acuerdo? Ahora, calla y baila conmigo.

 

 

Pero Sebastian tenía otros planes, la tomó de la mano y la llevó al balcón del salón, donde la hiedra trepaba por la pared de ladrillo y las gardenias lo llenaban todo de su aroma.

–Sebastian, ¿qué hacemos aquí? ¿Y tus invitados?

–No son mis invitados, Romy. No conozco a casi nadie ahí dentro.

Romy dejó escapar un quejido llevándose ambas manos a la garganta.

–¡Qué insensible por mi parte! ¡Tenía que haber invitado a tu hermana!, ¿verdad? ¡Soy un desastre!

–Romy, ¡basta! Esta noche voy a anunciar al mundo el nombre de la mujer con la que me voy a casar –no había pensado hacerlo así, pero al menos aquello consiguió atraer toda su atención.

–¿Cómo? –su voz era tan débil como el maullido de un gatito y en su cara se reflejaba la sorpresa.

–Sí, y he pensado que tal vez puedas ayudarme.

–Claro –dijo ella, sintiéndose cada vez más rígida entre sus brazos.

–Dile a la banda que en el próximo descanso subiré al escenario. Supongo que no les importará que utilice su micrófono para anunciar el nombre de mi futura esposa.

–¿Vas a hacerlo en el escenario? ¿Delante de todo el mundo? ¿Estás seguro?

Él la miró directamente a los ojos.

–Estoy segurísimo.

–De acuerdo –dijo ella, reuniendo coraje por fin–. Me encargaré de todo, no te preocupes.

–Gracias, Romy.

–No es nada. Y, Sebastian –él contuvo el aliento–. Me alegro por ti.

Y se marchó.

 

 

Romy hizo lo que Sebastian le pidió. Habló con la banda, alertó a los iluminadores y se aseguró de que hubiera champán para todos para brindar por el compromiso. Su cuerpo no dejó de temblar en todo ese tiempo así que, cuando acabó los preparativos y antes de convertirse en calabaza, se marchó.

Saltó al primer taxi que esperaba en la puerta y recordó pagar y darle las gracias al conductor cuando la dejó en la puerta de su edificio. En ese momento rompió a llorar. Eran lágrimas de agotamiento, de pérdida.

Romy intentó correr, pero su vestido era tan estrecho que le era imposible. No había forma de subir las escaleras sin desgarrar las costuras del vestido, y le había costado una fortuna, así que fue hacia el ascensor y llamó una y otra vez al botón sin parar.

–¡Maldito ascensor! –gritó ella mientras el viejo aparato acudía sin prisa desde el piso de arriba.

Cuando llegó por fin, Romy abrió las puertas con toda la fuerza que pudo hallar y entró, pero fue entonces cuando un brazo la agarró y la detuvo.

–¡Sebastian! ¿Qué estás haciendo aquí?

–¿Y tú me lo preguntas? –preguntó él, con la voz desgarrada–. ¿Por qué te has marchado?

–Me encontraba mal –era cierto. Sentía el corazón roto en mil pedazos–. Supongo que me he perdido tu discurso.

–No te has perdido nada. Te vi marcharte y no podía anunciar aquello sin que estuvieras tú. Tú eras una parte muy importante de aquella decisión y no podía seguir sin ti.

–Lo siento.

–No lo sientas tanto –dijo él–. Siempre había deseado decir «siga a ese coche», y hoy lo he hecho.

El ascensor empezó a emitir zumbidos y tintineos, porque la puerta había estado abierta mucho tiempo. Sebastian se lo pensó un momento y después saltó dentro.

–Lo he estropeado todo –dijo Romy casi susurrando.

–Desde luego que no –dijo él–. De hecho, sin ti…

El viejo ascensor crujió más fuerte de lo que Romy le había oído nunca y se paró entre dos pisos.

–¿Por qué? ¿Por qué ahora, estúpido ascensor?

–Porque es sólido y fiable –dijo Sebastian con una sonrisa.

–Hace poco que he descubierto que la solidez y la fiabilidad son dos cualidades que había sobrevalorado –dijo Romy, dándole una patada a la puerta.

–No sabes lo feliz que me hace oír eso.

Sebastian cada vez estaba más cerca de ella.

–¿Por qué?

–Porque eso significa que ya has superado tu fijación por los chicos buenos y estás lista para aceptarme.

Su respiración se hizo instantáneamente dificultosa. ¿Podía creer lo que estaba diciendo?

–¿Quieres que te acepte?

–¿Por qué no? Reúnes todas las cualidades de la lista.

–No sé si el empleo me durará mucho tiempo, ya que desde que te conozco no he ganado un solo caso y he perdido a mi única cliente.

–Siempre podrás dirigir la Fundación Gibson conmigo.

Romy detuvo su avance imparable hacia ella poniéndole las dos manos sobre el pecho. Intentó olvidar que sus manos notaban bajo la camisa la musculatura pectoral más deliciosa del mundo.

–Sebastian, acabas de divorciarte y yo acabo de rechazar una propuesta de matrimonio. Así que, aparte de que el momento es terrible…

–¿Y eso por qué? Sin esta mezcla de errores y malentendidos no hubiéramos sabido en qué punto estamos realmente. En otro momento podíamos habernos sentido atraídos el uno por el otro y tal vez hubiéramos hablado, paseado… pero ahora…

–¿Ahora?

Él se inclinó los pocos centímetros que le faltaban para llegar hasta sus labios. Era el momento que ella había imaginado tantas veces, pero tuvo que apartarse demasiado pronto. Tenía que saberlo.

–¿Y Samantha?

–¿Quién? –preguntó Sebastian, con la mente aún confusa por su dulce sabor.

–Samantha. Te la presenté y has bailado con ella.

–Sí, claro. Samantha –asintió él sin más–. ¿Qué pasa con ella?

–¿Te… te gustó?

Él agarró a Romy por los hombros deseando poder sacudir todos aquellos sinsentidos de su cabeza.

–Claro que me gusta, pero no tengo ni idea de qué quieres decir.

–Preparé esta noche para que la conocieras a ella. O a alguien. A la persona perfecta, la que te hiciera feliz –susurró ella, entre temblores.

¿Pero no se daba cuenta de a quién tenía entre los brazos?

–¿Esperabas que me enamorase de la mujer de mis sueños esta noche?

–Sí –admitió ella.

–Pero, ¿no te das cuenta de que era demasiado tarde?

–¡No!, nunca es demasiado tarde.

–¿Y qué hago metido en este estúpido ascensor en lugar de admirar a las diversas y maravillosas mujeres que me has preparado en la fiesta?

–No lo sé.

–¿No lo sabes?

Ella sacudió la cabeza, pero él creyó ver una chispa en sus ojos, un pequeño signo de esperanza al que tal vez ella no quisiera creer. Y no se sorprendía del todo. Simplemente tenía que demostrarle lo que sentía para que pudiese creerlo.

La tomó en sus brazos y la besó contra la pared del ascensor, y aquel fue el beso de un hombre que sabía lo que quería, que tenía en brazos a la mujer de sus sueños, que sabía que por fin la había encontrado.

Cuando se separó de sus labios, las lágrimas y temblores de Romy habían desaparecido. En su lugar había una mujer que sabía lo que estaba ocurriendo.

–Estás aquí por mí.

–Estoy aquí por ti –admitió él.

–Porque me quieres a mí.

–Porque te quiero a ti.

–Porque… –ella acabó perdiendo los nervios.

–Porque yo, Sebastian Fox, romántico empedernido, te amo a ti, Romy Bridgeport, tonta racionalista.

–Oh, Sebastian. ¿Estás seguro? ¿Lo dices en serio?

Le tomó la cara entre las manos y le dijo:

–Te amo más de lo que pensé que podía amar a nadie.

–Yo también te quiero, te quiero, te quiero –dijo, gritando de la emoción y lanzándose a sus brazos con tanta fuerza que él se tambaleó, y con él la cabina del ascensor.

–Tranquila, cariño. No sé cuánta excitación puede aguantar este ascensor.

–No me importa –dijo ella, por fin levantando su preciosa mirada hacia él–. Si el ascensor se cayera ahora, moriría la mujer más feliz del mundo.

–Cariño, si el ascensor se cayera, aterrizaría dos pisos más abajo, así que serías la mujer con la pierna rota más feliz del mundo.

–Pero tú amortiguarías mi caída.

–Eso depende.

–¿De qué?

–De mi recompensa por ser un héroe.

Romy sonrió de oreja a oreja antes de besarlo tan apasionadamente que a él le costó mantenerse en pie y no ceder ante la avalancha de besos que se le vinieron encima.

 

 

Romy quería reír y llorar a la vez en los fuertes brazos de Sebastian. Ese momento se convirtió en el más feliz de su vida. Y mientras las lágrimas de alegría corrían por su rostro, pensó que había sido el destino lo que la había llevado a amar tanto aquel viejo ascensor, sabiendo que le sería útil un día, y ¡había estado en lo cierto!