Capítulo 5

 

Es usted Sebastian Fox, verdad?

Romy salió del trance y consiguió recuperar su mano de las cálidas caricias de Sebastian. Al levantar la vista en la dirección de donde venía la voz vio un grupo de jóvenes ejecutivos que miraban a Sebastian.

Uno de ellos la miró de arriba abajo y ella supo que la estaba comparando con la ristra de bellezas con las que había sido fotografiado Sebastian. Tuvo que luchar contra el deseo de gritar «¡Soy su abogado, no su ligue, imbécil!»

Se giró hacia Sebastian, enfadadísima, esperando verlo complacido de ser el centro de atención, pero sus ánimos se calmaron cuando lo vio sonriendo, pero sin que la sonrisa se reflejase en sus ojos.

–¿Ves? –dijo uno de los jóvenes a su amigo–. Te dije que era él.

–¿Qué puedo hacer por vosotros, chicos? –preguntó Sebastian con voz fría.

–Le vimos en el Torneo de Coolum, hace seis o siete años. Estábamos allí de vacaciones y nuestros padres nos llevaron para que lo viéramos jugar. Mi padre decía que habría sido el mejor jugador australiano si no hubiera sido por aquel accidente.

Una chispa brilló en los ojos de Sebastian. ¿Accidente? Le sonaba de algo, pero Romy no recordaba haber leído nada así en su expediente. Debían referirse a algún fallo de golf, o tal vez se hiciese daño en la espalda practicando alguna posición tántrica con una pareja de rubias perfectas. Si había sido así, le estaba bien empleado.

–Oh, es bueno saberlo, chicos. Acordaos de darle las gracias a vuestros padres de mi parte.

–Claro –los chicos no se movieron de allí, sonriendo, como si esperaran a que les invitasen a sentarse.

–¿Puedo ayudaros en algo más? –preguntó de nuevo, y Romy se sorprendió de que se mantuviera tan educado y contenido ante tal invasión de su intimidad, especialmente porque ella acababa de darse cuenta de que habían tocado una fibra sensible.

–No. Encantados de conocerlo, eso es todo.

Todos los jóvenes le dieron la mano por turnos mirándolo como si fuera un dios. Cuando se hubieron marchado, Sebastian alargó la mano hacia las patatas y se llevó una a la boca en silencio.

–¿Eso ocurre muy a menudo? –preguntó Romy.

–Lo suficientemente a menudo –por su respuesta, ella entendió que aquello no le resultaba tan fácil como parecía y que lo superaba gracias a la paciencia y al buen humor, no por tener que alimentar su ego.

–¿Siempre son chicos jóvenes?

–No siempre son chicos –dijo, y después sonrió.

¡Maldito sea! Cada vez que ella se sentía arrastrada de su lado, él sacaba su pose de playboy. Tal vez en vez de maldecir tuviera que dar gracias por ello.

Cuanto más le recordara su reputación anterior, mejor para ella. Romy deseó poder detestarlo, pero cuanto más tiempo pasaba con él, aquello le parecía más y más difícil. Antes de quedar atrapada por sus hipnóticos ojos verdes grisáceo, decidió llevar la conversación otra vez al punto que no deberían haber abandonado.

–Si no quieres que analicemos los errores que cometiste en el pasado, ¿qué te parece recordar las cosas buenas? Concéntrate en eso.

–Me gustaba la decoración de la habitación.

Ella se quedó mirándolo fijamente.

–Me encanta tener a alguien que apague el despertador por mí.

–Pondré todo eso en la lista de tus requisitos previos.

Sebastian volvió a ponerle el bolígrafo en la mano a Romy.

–Genial. Apunta todo eso. Y ya que estamos, soy alérgico a lavar los platos, así que tendrá que estar dispuesta a hacerse cargo de eso también.

–¿Eres alérgico al jabón lavavajillas?

–No, sólo a lavar los platos.

–¡Cómprate un lavavajillas!

Sebastian señaló la servilleta en la que Romy iba a tomar notas.

–Apunta.

–Ya es suficiente –dijo Romy soltando el bolígrafo y levantándose–. Es tarde. Me voy a casa.

–De acuerdo. ¿Dónde tienes el coche? –dijo Sebastian, levantándose también–. Te acompañaré.

Sus hombros estaban ocultos por en el enorme abrigo.

–Hoy es miércoles, y los miércoles quedamos para tomar unas copas en Fables. Siempre tomo un taxi.

–¿Por si bebes demasiado?

Ella le lanzó una mirada amenazadora.

–Eso es difícil. Nunca conduzco cuando bebo. Ni siquiera si sólo es un vaso de vino. No es sólo por seguridad o por las multas; es karma negativo.

–¿Karma negativo? –repitió Sebastian al cabo de unos segundos–. ¿Como lo de la sal? Creo que vi una familia de elefantes con la trompa hacia arriba en una estantería en tu oficina. Hubiera pensado que, después del discurso de esta mañana sobre la santidad del matrimonio, serías de esas personas que creen en el destino.

Ella sacudió la cabeza.

–Conozco a mucha gente que se ha dejado guiar por el destino y le salió todo mal como para dejar que controle mi vida.

–Así que ¿no piensas cerrar los ojos y dejarte llevar donde el destino te lleve?

Romy se lo pensó un momento, pensó en renunciar al estricto control que había llevado de su vida hasta aquel momento y dejarse llevar por el corazón. En boca de Sebastian parecía tan liberador, tan fácil… pero no era posible. Romy había decidido hacía tiempo que aquella no era una opción. Sabía exactamente cómo acabaría todo en una situación así.

–No me gustan las sorpresas –dijo ella, encogiéndose de hombros.

Esperó que Sebastian dijese algo más, pero no fue así. Le colocó el abrigo mejor sobre los hombros y hasta lo abotonó por ella.

–Vamos, te buscaré un taxi.

La condujo hasta la puerta con una mano protectora sobre su espalda. ¿Qué tenía aquel hombre en los dedos? Aun a través de la lana del abrigo, Romy podía sentir el calor natural de su piel.

Una vez fuera, los dedos mágicos de Sebastian no bastaron para mantenerla en calor: el aire era gélido. Un taxi se detuvo ante la llamada de Sebastian. Estaba claro: si todo el mundo se rendía ante los encantos del señor Fox, ¿por qué no iban a hacerlo los taxis nocturnos?

 

 

Romy se desabotonó el abrigo de Sebastian y se lo devolvió.

–Quédatelo. Ya me lo devolverás otro día.

–No –dijo ella, sacudiendo la cabeza. Aquel aroma a jabón ya la había embriagado bastante y no quería que le invadiera la casa–. Recogeré el mío en Fables antes de regresar a casa.

Él la miró con el ceño fruncido, pero asintió y tomó el abrigo. Le abrió la puerta del taxi y le dio la dirección de Fables al conductor.

Romy se acomodó en el asiento y se ajustó el cinturón de seguridad, ansiosa por marcharse.

–Adiós, Sebastian.

–Hasta pronto.

Romy le dedicó una breve sonrisa antes de cerrar la puerta. El conductor arrancó enseguida y ella se lo agradeció.

 

 

Lo primero que hizo Romy el jueves fue acudir a la reunión del bufete con un café de Hank en la mano y las ideas claras. Sebastian Fox tenía que marcharse.

Apenas había dormido la noche anterior y en todos sus sueños había aparecido él: aquello había sido la gota que colmaba el vaso.

Cuando estaba con él, la idea de lograr el objetivo de su proyecto era muy tentadora, pero cuando estaba sola, sin verlo al otro lado de la mesa confundiendo su razonamiento, podía pensar con más claridad.

Lo que la había mantenido despierta toda la noche no había sido el Sebastian playboy enloquecido, sino la visión de un hombre atento, amable y tímido, y sabía que por más éxito que tuviera si lograba su propósito, no merecía todo el lío que aquel hombre estaba provocando en su paz interior.

Por eso tenía intención de dejarlo. Era el único modo de que sus planes continuaran su proceso como ella lo había diseñado, como a ella le gustaba.

Para entonces todo el bufete sabría de la llegada de Sebastian Fox y necesitaría darse prisa en explicarles que no le parecía un buen cliente.

Romy llegó a la sala, se sentó en la segunda fila y, tras el saludo inicial a todos los presentes, el primer nombre que se pronunció fue el suyo.

–Señorita Bridgeport, tenemos que agradecerle el nuevo cliente que ha traído al bufete –fue Gerard Archer el que habló, el socio de más edad.

–Sí, señor –dijo ella.

Antes de que pudiera decir nada más, la voz de Gerard volvió a romper el silencio.

–¡Hablando del rey de Roma!

Todos los presentes se dieron la vuelta y Romy sintió como si una mano la agarrara fuertemente la garganta. Al volverse como los demás, encontró al hombre que ocupaba sus pensamientos apoyado en el dintel de la puerta, con un aspecto magnífico con un traje de tres piezas y corbata de rayas.

Ella contuvo un quejido mientras Gerard presentaba al nuevo cliente del bufete a todos los presentes. Sebastian sonrió y Romy vio que muchos de aquellos duros abogados lo miraban como si fuese un héroe.

–Para aquellos de vosotros que no lo sabíais –continuó Gerard–, el señor Fox ha puesto todos sus asuntos legales en nuestras manos, incluyendo la gestión de su importante cartera de acciones y sus intereses inmobiliarios.

Ella sabía que Sebastian estaría sonriendo y asintiendo con su gracia natural.

–Bien, estamos muy complacidos de que se haya unido a nosotros, Sebastian –dijo Gerard–. Un hombre tiene que estar seguro de sí mismo para dar el giro necesario para cambiar una situación negativa. Le gustará la filosofía de nuestro bufete.

–Encantado de estar aquí, Gerard.

Los presentes empezaron a aplaudir, la puerta se cerró y Romy adivinó que Sebastian se había marchado. Ella se lo agradeció; no hubiera soportado pasar la siguiente media hora con él detrás.

Gerard se volvió de nuevo hacia Romy.

–Excelente trabajo, señorita Bridgeport. Éste es justo el tipo de trabajo enfocado al cliente que necesitamos. Será tarea suya el atarlo en corto, así que queda liberada de sus casos para que dedique toda su atención al misterioso proyecto de Sebastian.

Romy hervía de rabia en su asiento.

–Son los clientes lo que hace crecer a un bufete, no los casos. Aquellos que los traigan obtendrán su recompensa. Bien hecho – dijo Gerard para todos los presentes.

Romy asintió ocultando su enfado. No había tenido siquiera la oportunidad de rechazarlo y ya tenía instrucciones de ayudarlo a toda costa. Pero… aquello podía ser mucho más divertido de lo que había pensado al principio: después de todo, ella se tomaba muy en serio su trabajo.

 

 

¿Cómo ha ido la reunión? –preguntó Gloria cuando Romy llegó al despacho–. Parece que bien, ¿no?

–Quiero a Sebastian en mi oficina lo antes posible.

–¿Y quién no?

–Gloria…

–Sólo digo que admiro a la mujer que sabe lo que quiere y no tiene miedo de admitirlo.

–Gloria, no me refiero a eso y lo sabes.

–Claro, jefa. Lo convenceré para que mueva su estupendo trasero hasta aquí.

–Está en el edificio.

Gloria arqueó las cejas.

–Sé que les dedicas a tus clientes una atención extrema, pero mandar que le sigan me parece excesivo.

–Ha venido a la reunión de esta mañana.

–Ah, de acuerdo. ¿Quieres tener la puerta cerrada cuando llegue? No molestar y todo ese rollo…

–Gloria…

–Voy… ¿no puede una divertirse un poquito?

¡Divertirse! Romy se sentó en su silla pensando que eso era lo que necesitaba todo el mundo. Romy tomó el teléfono y empezó a hacer llamadas pidiendo favores a diestro y siniestro.

Poco después apareció Sebastian en la puerta de su oficina, acompañado por Gloria. Romy le dio las gracias a su ayudante, que se había pintado los labios con un brillo rosa y se había arreglado el pelo de un modo más femenino que de costumbre. Se quedó sin habla.

Gloria acompañó a Sebastian hasta su asiento y le ofreció, té, café… Romy esperaba que se ofreciese ella también, pero por suerte no lo hizo.

–No quiero nada. Gracias, Gloria.

–También tenemos infusiones: jengibre, manzanilla, poleo…

–Menos aún –dijo Sebastian con la mano levantada para detenerla.

Ella soltó una risita nerviosa y Romy por fin recuperó el habla.

–Sí, muchas gracias, Gloria. Avísanos cuando lleguen los demás.

–¿Quién va a venir? –preguntó Gloria después de asentir.

–Lo sabrás cuando lleguen.

Gloria salió, sacándole la lengua a su jefa a espaldas de Sebastian.

Estaban solos y su sonrisa cortés se transformó en algo totalmente diferente.

–Gloria me dijo que era urgente y que me querías aquí enseguida.

Romy cruzó las manos bajo su escritorio, imaginando el cuello de Gloria entre ellas.

–Imaginaba que no tendrías mucho que hacer.

–Aquí me tienes, todo tuyo –se recostó en el asiento colocando las manos detrás de la nuca, seguro de sí mismo.

Ella sacó un expediente del armario escondiendo una sonrisa maligna. «Borra esa sonrisa, Sebastian… no tienes ni idea de lo que te espera»

–Pensé que, puesto que estabas aquí –«y que me has echado encima a los socios», pensó–, podríamos empezar con nuestros planes de inmediato.

–¿Has hecho planes? –preguntó él–. ¿Para nosotros? –añadió con voz grave que Romy decidió ignorar.

–No eres el único que tiene ideas –dijo ella, acordándose de su lista–. Según los socios, tú eres ahora mi cliente número uno y tengo que dejar el resto de mis casos para centrarme en ti.

–¿De verdad?

Ella notó la sonrisa en su voz, y no le extrañó, pero siguió relajada.

–De verdad. Por eso he buscado ayuda –estaba ansiosa por mostrársela–. Para demostrarte lo en serio que me tomo este proyecto, he buscado un asistente para que nos ayude a transformarte en un hombre nuevo.

–Justin está aquí –dijo Gloria con voz desolada desde el otro lado de la puerta.

–Dile que entre –tenía los nervios a flor de piel.

–¿Quién es Justin? –preguntó Sebastian, pero antes de que Romy tuviera tiempo de responderle, Justin entró de puntillas, vestido con una chaqueta de cuero ajustada azul claro, sandalias de plástico rojo y un peinado africano en la melena rubia. No se necesitaba más explicación que ésa.

–¡Romy, cariño! ¡Cuánto tiempo!

Romy se levantó y se dirigió a su invitado, mirando a Sebastian, que se levantó también. A pesar de la impresión, era muy educado. Ella dio a su amigo dos sonoros besos.

–Justin, qué ganas tenía de verte –Romy sintió que Justin se apartaba de ella; debía haber visto al motivo de su visita.

–¿Éste es mi chico? –preguntó, susurrando exageradamente–. Si las chicas lo quieren, yo también.

–Sebastian Fox –dijo él, estrechando la mano del otro hombre tras un momento de duda. Su sonrisa parecía sincera, y en su cara no había rastro de la impresión que Justin solía provocar en la gente la primera vez que lo veían.

–Justin. Encantado de conocerte.

–¿Justin…? –Sebastian se volvió hacia Romy, buscando un apellido.

–Sólo Justin –respondió ella, admirando la escena de los dos hombres: uno tremendamente correcto y el otro tan llamativo.

–Llega un momento en que eres tan famoso que ya no necesitas apellido. Nuestra Romy podría llegar a serlo también, si me dejase ocuparme más de su vestuario. ¡Rojo, cariño! ¡Ponte cosas rojas!

–Hoy no has venido para aconsejarme a mí.

Justin se volvió hacia Sebastian, se acercó un poco más a él y lo miró de la cabeza a los pies detalladamente. Por primera vez, su cliente pareció asustado. Romy apenas podía contener su alegría.

–Muy bien –dijo Justin, entusiasmado–. Aquí me tienes, bello montón de carne masculina.

Después, se acercó a Sebastian, le dio una palmada en el trasero antes de saltar hacia atrás y llevarse una mano a la boca.

–No he podido resistirme.

Romy se mordió los labios para no echarse a reír.

–Bueno, volvamos al trabajo. Sebastian, como habrás imaginado, Justin es asesor de imagen.

–¿Acaso crees que necesito un asesor de imagen? –Sebastian no se lo imaginaba, pero por fin había conseguido articular una frase.

–Cariño –dijo Justin–. El mundo entero te ve como un deportista que una vez fue alguien, con demasiado dinero para saber qué hacer con él y que sólo piensa en mujeres. Si alguno de los presentes necesita un asesor de imagen, ése eres tú.

–¿Es eso cierto? –Sebastian miraba a Justin alucinado.

Justin se encogió de hombros, pero Romy vio la impresión que sus palabras le habían causado a Sebastian. Realmente parecía desconcertado.

¿Ignoraba acaso cuál era su imagen pública? Entonces lo entendió todo: la tristeza, la amargura que había visto en sus ojos en el restaurante le decían que Sebastian conocía su mala reputación.

Ya no se extrañaba de que hubiera acudido a ella.