Capítulo 6

 

Justin está exagerando –dijo Romy, lanzándole una mirada asesina–, para decir que puesto que has tenido mucho éxito, ahora la prensa se ensaña con… aquello que no ha sido un éxito en tu vida.

–Mis relaciones.

–Justo eso. Y puesto que la mayoría de las mujeres con las que te vas a encontrar conocen tu reputación, tenemos que hacer algo con ella. Tenemos que mostrar al mundo que eres una buena persona.

–¿Crees que lo soy?

Romy sintió que aquella pregunta iba en serio y la respuesta era afirmativa. Deseaba quitarle aquella expresión de la cara diciéndole cuánto lo creía, pero si lo admitía, aquello podía llevarlos por otro camino.

–Eso es lo que vamos a determinar aquí –dijo encogiéndose de hombros y mirando a Justin–. No te preocupes, Sebastian. Justin no se dedica a crear clones de su extraña imagen. Es un profesional. El mejor. Él te ayudará.

–De acuerdo, si eso es lo que quieres.

Su corazón la arrastraba de nuevo hacia él. Deseaba decirle lo que pensaba de él: cuánto la había atrapado su bondad innata, mucho más que sus encantos y su belleza.

–No se trata de lo que quiero yo, sino de lo que necesitas tú.

El intercomunicador volvió a sonar:

–Romy, Libby Gold ha venido a verte.

–¿No la lleva otro abogado?

–Parece que sólo quiere hablar contigo.

Aquello le hizo sonreír. Los socios no podían hacer nada para evitar eso.

–Dile que ahora salgo.

Romy sonrió a los dos hombres.

–Chicos, os tengo que dejar un momentito. Hablad, empezad a conoceros. Volveré en cuanto pueda.

Justin le lanzó un beso y sacó una enorme cinta métrica de su bolsillo.

–Vamos a tomarte medidas. ¿De qué lado cargas?

Romy le guiñó un ojo a Sebastian desde la puerta. Gloria parecía muy ocupada. Cuando finalmente paró de teclear se volvió hacia Romy.

–¿Por qué le haces pasar por esto?

–Justin es el mejor.

–¡Es un tío rarísimo!

–Gloria…

–Lo siento. Tienes razón, si hay alguien que pueda transformarlo en Mister Chico Majo ése es Justin. Pero, ¿qué va a cambiarle a un hombre tan fantástico?

–Gloria, ¿dónde está Libby?

–En la biblioteca.

–Gracias. Volveré enseguida, y no los molestes a no ser que oigas gritos. ¿Prometido?

–Prometido.

Romy corrió al encuentro de Libby, que había pasado por la peluquería, se había maquillado y llevaba ropa nueva.

–¡Libby! ¡Estás fantástica!

–¿De verdad?

–¡Claro que sí!

–Esperaba que Jeffrey pensara lo mismo, pero quería hacer la prueba contigo primero.

Romy tragó saliva mientras las dos tomaban asiento.

–¿Has hecho esto por Jeffrey?

–Por supuesto. Quiere volver a casa y no quiero que se arrepienta de ello.

El corazón de Romy se rompió en mil pedazos. Había presenciado aquello en mil ocasiones distintas y nunca funcionaba. Tenía que convencer a Libby de que siguiera adelante.

–Es cosa de la prensa –siguió Libby–. Había estado viendo a esa señora, pero no había ido más allá de un par de cenas. No ocurrió nada y ahora quiere volver conmigo.

Romy conocía a otra persona que también había tenido que soportar el acoso de la prensa amarilla.

–Romy, no sé qué hacer… ayúdame.

–Libby, llévalo a cenar –Romy, la abogada que nunca había perdido un cliente por que volviera a los brazos de su esposo, no podía creer lo que estaba a punto de decir–. Escucha lo que te tenga que decir, con la cabeza y con el corazón. Y yo estaré de tu lado sea cual sea la decisión que tomes.

Libby rompió a llorar en los brazos de Romy.

–¡Muchas gracias! ¡Estaba segura de que me dirías que no debía hacerlo, pero me alegro tanto de lo que me has dicho! Deséame suerte.

Y Romy le deseó toda la suerte del mundo antes de verla salir bailoteando de la biblioteca.

Romy miró su reloj. Había pasado un cuarto de hora, así que echó a correr hacia la oficina. Si todo había salido según su plan, Justin estaría flirteando con alguno de los chicos de la recepción y Sebastian se habría marchado hacía rato. Fue entonces cuando se preguntó si que Sebastian se hubiera marchado sería bueno para él… y para ella.

Al doblar la esquina se encontró una escena sorprendente: a Justin sentado en la silla de Gloria con los pies sobre el escritorio, riendo a carcajadas, igual que Gloria, ante la historia que estaba contando Sebastian.

Justin fue el primero en ver a Romy

–¡Romy, cariño!

Gloria corrió a ponerse detrás de su mesa, algo colorada, y Sebastian se apoyó sobre el escritorio, con las manos hundidas en los bolsillos y sin dejar de mirar a Romy con una sonrisa que hizo que sus rodillas temblaran.

Romy volvió la mirada hacia la relativa seguridad de Justin.

–Habéis aprovechado el tiempo, supongo. Imagino que habrás diseñado un plan para mejorar su imagen.

–Olvídalo, cariño. Es perfecto. Déjalo como está –se volvió hacia Sebastian con los ojos llenos de inspiración–. Aunque yo pondría más cuero en su vestuario…

Sebastian le guiñó un ojo y le enseñó los pulgares hacia arriba que le provocó una risa histérica de nuevo.

–¿Cuero? –dijo Romy, que no salía de su asombro–. ¿Así mejorará su reputación? ¿Eso le llevará a encontrar a su pareja ideal?

–Ponle una chaqueta de cuero y la reputación quedará en un segundo plano. Tengo que irme, queridos. Gloria, el brillo rosa te queda genial. Romy, más rojo, por favor. Sebastian, no cambies. ¡Espero veros pronto!

–¡Cuenta con ello, amigo!

Justin agitó una mano en signo de despedida y se llevó su halo de singularidad con él, dejando allí a tres personas normales impresionadas por su visita.

Romy giró sobre sus tacones y entró en su oficina.

–Ha ido muy bien –dijo Sebastian, siguiéndola y sentándose en el sofá.

–Muy bien –aunque no le parecía bien en absoluto. Justin tenía que haberlo asustado para que nunca hubiera vuelto a su despacho ni a robar su tiempo libre.

–¿Qué viene después? ¿Un agente? ¿Un manager?

–No. Para eso me has contratado a mí –dijo Romy, pasándose una mano por el pelo, frustrada.

–Perfecto, pero prométeme que no habrá más cuero azul claro.

–Te lo prometo. Lo siguiente es… –miró su reloj. Puesto que Justin no había logrado hacer huir a Sebastian, tendría que pasar al plan B.

–Quiero que veas a unos expertos que te podrán ayudar.

–¿Expertos?

–Un psicólogo, un consejero matrimonial y un sacerdote.

–¿Es un chiste?

Romy lo miro y casi deseó que alguno de ellos fuera vestido de arriba abajo de cuero azul claro.

–Te esperan en la sala de reuniones. Para que les cuentes tus secretos.

Cuando pronunció la palabra «secretos», una chispa brilló en los ojos de Sebastian. Ella permaneció en silencio, retándolo a negarse.

Sebastian se levantó frotándose las manos.

–Vamos allá.

–Muy bien.

Romy le indicó el camino en el piso inferior y lo dejó solo. Tal vez Sebastian aprovechara más la sesión si ella no estaba presente.

Así, volvió a la oficina y trabajó en el caso de Libby Gold, pero una hora después, nerviosa, pidió una bandeja de café y galletas y bajó a la sala de conferencias.

Abrió la puerta con cuidado y se detuvo, boquiabierta ante el insólito cuadro que tenía delante.

El sacerdote sujetaba una escoba como si fuera un palo de golf y Sebastian estaba de pie tras él, ayudándolo a perfeccionar su swing. El psicólogo buscaba a gatas sobre la alfombra la bolita de papel que estaban usando como pelota y la consejera matrimonial parecía ser una bandera agitándose con la brisa sobre el hoyo.

–¡La encontré! –gritó el psicólogo, lanzándole la pelotita a Sebastian, que la atrapó en el aire con facilidad antes de dejarla caer al suelo delante de su alumno.

–Supongo que ya habéis acabado el trabajo –dijo Romy apretando los dientes. Los cuatro la miraron como si fueran niños a los que han descubierto en medio de una travesura.

–No del todo –intentó Sebastian–. Aún me queda ayudar a Jessica.

Romy miró a la consejera matrimonial, que tuvo la decencia de ponerse colorada y susurrar un «lo siento»

–Muy bien, se acabaron los juegos. Estoy muy disgustada con todos vosotros y me estoy cuestionando vuestra lealtad hacia mí. Largo.

Los tres expertos se marcharon y el pastor, tomando una galleta, le preguntó a Romy si la vería el domingo.

–Ya veremos –dijo ella antes de darle un beso al anciano en la mejilla.

Cuando se hubieron ido, Romy dejó la bandeja en una mesita auxiliar y puso los brazos en jarras.

–¿Qué hacemos ahora? –preguntó Sebastian con voz divertida.

–Cenar –dijo, imaginando un brillante plan en su cabeza.

Si quería reformarlo, le mostraría lo que era un matrimonio de éxito y sabía exactamente dónde llevarlo.

–¿A cenar? –repitió Sebastian con sonrisa triunfante y ojos brillantes.

Ella asintió y notó sorprendida cómo sus ojos se oscurecían ante su gesto.

–Una cena de trabajo, por supuesto, donde yo quiera.

–¿Más expertos?

Romy asintió.

–Como diga la señora.

Al levantarse de la mesa, él la miró directamente a los ojos. Fue como si un resorte se accionara en la mente de Romy: era la misma atracción que sentía por él. Desde el primer día, aunque prefiriese no verlo desde debajo de su máscara de autoprotección.

–¿Por qué me has arruinado el plan?

–No ha sido culpa mía. En cuanto entré empezaron a pedirme consejos y cuando intenté negarme me dijeron que me pondrían mala nota. Lo siento.

No lo sentía en absoluto y ella lo sabía. Estaba furiosa, pero sabía que sólo había un paso entre la ira acalorada y la pasión ardiente.

Romy podía sentir que ambos eran conscientes de lo que estaba pasando. No podían negarlo. Él seguía apoyado sobre la mesa, mirándola fijamente, sin parpadear. Él sonrió y ella le miró la boca, aquella boca tan sexy y sensual.

Aquello iba contra las normas que se había impuesto a sí misma y que había seguido durante demasiado tiempo. Cuando supo que él sentía lo mismo que ella, cuando vio el mismo deseo reflejado en sus ojos, supo que no había escapatoria posible. No sería ella la que dijera que no. Se apoyó en la puerta, que estaba justo tras ella, y la cerró con un significativo clic.

Romy tomó la escoba de la mesa, alineó la bolita de papel con el vaso de plástico que hacía las veces de hoyo y se preparó para golpear, separando los pies calzados con tacones de aguja y haciendo que su corta falda escalase aún más centímetros por sus muslos. Golpeó y falló por un montón.

Sebastian recogió la bolita de papel y fue a ponerse ante ella.

–¿Puedo? –dijo, alargando la mano hacia el supuesto palo de golf.

–Como quieras –respondió ella con voz grave.

Sebastian se colocó tras la espalda de Romy y dejó caer la pelota de papel ante ella. A Romy se le puso la piel de gallina al sentir la caricia casi inocente de sus pantalones contra sus piernas desnudas. Él recorrió sus brazos con las manos hasta sujetar las de Romy con las suyas. Estaba en sus brazos de nuevo. Estaba tan cerca de él que podía sentir los latidos de su corazón, casi tan rápidos como los suyos.

–Tienes que poner las manos más abajo –dijo él susurrándole al oído–. Relaja los brazos.

¿Acaso bromeaba? Hubiera necesitado un tranquilizante para elefantes para relajarse en aquel momento.

–¿Así? –dijo ella bajando un poco más las manos e inclinándose para estar más cómoda.

–Perfecto –su voz era más grave y el delicioso sonido no dejaba de reverberar en su cabeza–. Ahora toma aire.

Así lo hizo.

–Mira el hoyo.

Sus cabezas se giraron al tiempo hacia el vaso de plástico.

–Ahora mira a la pelota, swing hacia atrás, ahora hacia delante. No pierdas de vista la bola hasta que oigas el plop, el sonido perfecto que indica que la pelota ha entrado en el hoyo. Se atraen profundamente y quieren estar juntos. Están muy lejos, pero sólo necesitan un empujón, una ayuda para unirlos.

Romy golpeó y la bola se deslizó por la moqueta hacia el vaso hasta que se encontró con una imperfección de la moqueta que la desvió en el último momento.

Sebastian echó a reír.

–La teoría parecía buena.

–Yo te he creído –dijo Romy, volviéndose para mirarlo.

Sus rostros estaban a unos pocos centímetros uno del otro y ella aún seguía envuelta en los brazos de Sebastian. Toda su atención se centró en el pulso acelerado de su propio corazón y en la tentación que le suponían aquellos labios suaves y dispuestos ante ella.

Romy sintió su cuerpo rotar. Sebastian la estaba girando en sus brazos muy lentamente, para que estuviera totalmente frente a él.

Una aguda voz en su cabeza le dijo que se apartase, pero fue aplastada por otra voz que le decía que no lo dejara escapar. La fría y calculadora Romy lo había controlado todo hasta hacía un minuto, y tal vez poco después volviera aparecer, pero aquella era la Romy impulsiva que quería echar a volar.

La puerta de la oficina se abrió y Romy y Sebastian volvieron la cabeza en la dirección de la que venía el ruido. La silueta de un hombre se recortó contra el umbral.

–¡Cariño! –dijo el hombre–. ¡He vuelto!