SOFIA Y EL ENANO

A Beto Paredes

 

Sofía se acariciaba lánguidamente la barba, mirando por la ventana los movimientos de los changadores del andén. A su lado el enano liaba un cigarrillo y balanceaba rítmicamente sus piernitas que no se apoyaban en el piso. Poco á poco el vagón había colmado su capacidad y el bullicio de las conversaciones era como un enjambre de insectos invisibles. Sin aguzar demasiado sus oídos el enano podía advertir en los comentarios alusiones a él y a Sofía. También descubría miradas indiscretas y algún que otro gesto señalador. Pero nada de eso le importaba, Ni siquiera el titular del periódico del pueblo que con impudicia denunciaba: EL ENANO SE FUGO CON LA MUJER BARBUDA; ESCANDALO EN EL CIRCO. No podía ser aquello –pensaba– ninguna especie de fuga, cuando todo el mundo estaba viéndoles iniciar felices una nueva vida, lejos del circo y del pueblo.

Cuando el tren arrancó, Sofía sonrió tímidamente y miró con gesto cómplice al enano, que le devolvió la sonrisa. Ya la gente se había despreocupado de ellos y nadie los observaba. El viaje nocturno pronto predispuso a todos al sueño, y cuando atravesaron el puente del Arroyo Pelayo, la mitad del pasaje dormía y la otra mitad se distraía en mirar las estrellas sobre la llanura. Sólo Sofía y el enano persistían en sus cuchicheos amorosos, que nadie se atrevía a descifrar pero que todos adivinaban. Muchos de los que viajaban los habían admirado en el circo que desde hacía dos semanas estaba en el pueblo. Habían asistido extasiados a las demostraciones de la mujer barbuda, que mostraba con descaro su asombrosa pelambre facial y adivinaba el futuro. Se habían reído de la figura y acrobacias del enano, siempre abofeteado por un payaso viejo y reumático que torpemente lo perseguía por toda la pista. Pero nadie había soñado jamás verlos actuar en pareja, y mucho menos en calidad de amantes.

De madrugada llegaron a la capital. Mientras el tren enlentecía su marcha entrando en la estación, el enano y Sofía se encaminaron sigilosamente hacia la plataforma. Los pasajeros del vagón los miraron por última vez, con una mezcla de desprecio y lástima que la penumbra no pudo ocultar.

Antes de descender, Sofía envolvió su cabeza con un chal que le cubría parte de la cara. Llegar a una ciudad desconocida siempre le producía algo de vergüenza, y la ostentación de su defecto –tan fácil en aquel pueblo de gente simple e inofensiva– ahora le parecía algo difícil de sobrellevar. El enano, sin embargo, carecía de alternativas, y ahora caminaba junto a ella provocando las primeras miradas, indiferente al mundo de gigantes que lo rodeaba.

A pocas cuadras de la estación encontraron un pequeño hotel de tres plantas con vista al puerto. Al enano siempre le habían gustado los lugares cercanos al mar, y nada le parecía más conveniente que vivir en un hotel. Lo consideraba un signo de aristocracia. A Sofía, que toda su existencia había transcurrido sobre los traillers del circo, la posibilidad de una habitación con baño privado y balcón le pareció maravillosa. Cuando la mirada desconfiada del conserje se desdibujó ante los billetes que le mostraba el enano, Sofía comprendió por primera vez el poder del dinero. Mientras subían las viejas escaleras con el escaso equipaje, el enano comentó: “Sofía, en esta ciudad vamos a triunfar, ya verás”. Sofía asintió en silencio y con un gesto liberador se quitó el chal.

Esa mañana la pasaron retozando en la cama, y planeando el número que realizarían para asombro y deleite del público capitalino. Elegirían un predio en donde instalar una carpa con una marquesina multicolor que los anunciara. Mandarían imprimir volantes con los nombres de ambos y los repartirían por toda la ciudad. El enano tenía todo calculado, y su vasta experiencia en el negocio del espectáculo les facilitaría los contactos para que todo se realizara de inmediato. “Ya no quedan mujeres barbudas –comentaba el enano– y mucho menos de las que predicen el futuro”. Al sentir esto, Sofía lanzaba risitas aprobatorias mientras peinaba su barba.

Después de muchos trámites y caminatas, consiguieron por fin lo necesario para montar el espectáculo. En una plazoleta de un populoso barrio instalaron una tienda circular de lona amarilla y roja. Enseguida una marquesina de chapa esmaltada y bombitas de colores que decía: “MADAME SOFIA Y MISTER WOLF, DIVERSION Y MISTERIO”. Con gesto satisfecho el enano contempló el minúsculo tinglado y pagó a la cuadrilla que había hecho la instalación. En el interior de la carpa, Sofía culminaba sus preparativos, ubicando espejos estratégicos, luces indirectas, bolas de cristal y naipes con dibujos fantásticos. En un viejo fonógrafo, un disco giraba y una música con reminiscencias orientales se esparcía por el ambiente. En dos esquinas, sendos incensarios dejaban escapar un humo espeso y un aroma agridulce que, más que a incienso, recordaba a orín de gato. Afuera, los vecinos habían comenzado a acercarse a la carpa, atraídos por las luces recién encendidas y por las piruetas que el enano realizaba sobre una tarima. Estaba vestido con una malla muy ceñida, a rayas horizontales rojas y negras. Llevaba además un sombrero de paja amarilla con cinta de raso negra, que con cada acrobacia parecía a punto de salírsele. Agotadas las piruetas, el enano cautivó al público con imitaciones de Caruso y Maurice Chevalier. El grotesco provocó de inmediato las carcajadas y los bises no demoraron. El colmo de la diversión llegó cuando el enano sustituyó el sombrero de paja por un gacho y arremetió con una imposible imitación de Gardel. Los aplausos se renovaron y el enano los agradeció con aparatosas reverencias. Dentro, Sofía ya estaba sentada en una vieja bergere que simulaba un trono, vestida como una princesa oriental. La seda y el raso la cubrían y etéreos tules ocultaban la mitad de su rostro. A sus pies, abultados almohadones se esparcían rodeando la pequeña mesita en la que brillaba la bola de cristal. Junto a la bola, una cajita rectangular cubierta de chafalonerías aguardaba los billetes de los que pronto entrarían a descubrir el futuro y la barba de Sofía.

Acallados los aplausos, el enano procedió a anunciar “la cautivante presencia de Madame Sofía, poseedora de secretos innombrables sobre el hombre, la creación y el destino, fascinadora de bestias y médium de espíritus, reveladora del futuro y curadora del mal de ojo, la culebrilla y el empacho; todo eso y un secreto más, visible a todos los que ingresen a sus aposentos de misterio”, dijo el enano, ufano y dominador de la creciente ansiedad del público. “Solamente diez pesos —agregó— y podrán conocer a una de las maravillas del género humano, admirada en toda América. Europa y parte de Asia, llegada a esta ciudad luego de una prolongada travesía marítima: pasen de a seis personas por vez y en sólo diez minutos conozcan los misterios de Madame Sofía.”

A lo largo de dos horas, Sofía lució su desconcertante barba y farfulló predicciones y advertencias a los incautos que depositaron los diez pesos en la cajita. Más que su pelambre, lo que los cautivó fueron sus modales de niña grande y sus ambiguas respuestas que lindaban siempre con lo humorístico o lo llanamente incomprensible. Sin cesar predijo muertes y nacimientos, gripes y rachas de buena suerte, amores equívocos y súbitas calvicies; advirtió sobre infidelidades conyugales y litigios por herencias, pontificó sobre calamidades climáticas y ruinas económicas, diagnosticó embarazos, cálculos vesiculares y estreñimientos y se dejó tocar la barba treinta y siete veces, asegurando que eso traía suerte. Cuando el último cliente se marchó, se incorporó de la bergere, quitó el disco del gramófono y apagó los incensarlos. Desde la abertura de la carpa, el enano la contemplaba con sonrisa satisfecha. Se había quitado el traje a rayas y ahora lucía un sobrio ambo gris, camisa blanca y corbata azul. Peinado a la gomina, su cabezota parecía más aplanada que de costrumbre. “Bravo, Sofía, bravo”, dijo mientras aplaudía con sus manitas de dedos cortos y retorcidos. Sofía hizo una reverencia galante y juntos procedieron a contar el dinero. Resultó suficiente para ser la primera función. Decidieron festejar, y camino al hotel compraron pollo, vino chileno y tarta de manzanas, para cenar en la habitación.

Desprovista de su chal, Sofía reveló al conserje el secreto. Este le extendió la llave al enano, estupefacto y sin atinar a contestar el saludo de la pareja. A Sofía eso no le importó: la actuación le había devuelto su antigua desinhibición y no le molestó ser observada de esa manera. Mientras subían las escaleras, el enano sentenció: “Voy a decirle dónde actuamos, mañana será uno de los primeros en entrar”.

Las sucesivas actuaciones renovaron el éxito de la pareja. Cada vez más público se acercaba a la plazoleta atraídos por Sofía y el enano. Su fama trascendió los límites del barrio y desde toda la ciudad llegaban curiosos a contemplar el prodigio que se exhibía en la tienda. Consecuentemente las ganancias se multiplicaron: ello determinó que el enano decidiera mudarse a un hotel de mayor categoría. Ambicionaba una habitación alfombrada y empapelada, y servidumbre que les llevara el desayuno todas las mañanas. Secretamente, quería ser tratado como una celebridad. Sofía, en cambio, sólo pretendía una buena cama mullida y la cercanía de un puesto de golosinas donde satisfacer su creciente gula. En los últimos tiempos su barba había crecido y sus carnes se habían vuelto más voluminosas, tanto que a veces sentía miedo de aplastar al enano en medio de una pirueta amorosa. Sin embargo, se sentía feliz como nunca lo había estado desde que tenía memoria.

Cierta noche, cuando Sofía ya finalizaba su actuación, entró a la carpa un individuo elegantemente vestido, cincuentón y circunspecto. Depositó los diez pesos en la cajita y saludó con amabilidad al prodigio. Sofía aguardó la primera pregunta, al tiempo que se acariciaba lentamente la barba. El hombre permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: “Yo podría ayudarte a corregir tu defecto, será fácil transformarte en una mujer normal”. Sofía no contestó, pero un estremecimiento recorrió su cuerpo. Nunca había considerado ni remotamente la posibilidad de parecerse a las demás mujeres. Tenía veinticinco años y siempre se había sentido igual: un fenómeno circense. Desde que a los catorce años comenzara a crecerle la barba nunca más se consideró a sí misma como una “mujer normal”. Toda su vida había transcurrido entre bestias, domadores, payasos y equilibristas, y no podía discernir claramente su existencia fuera del espectáculo y la vida transhumante del circo. Sólo el enano se había fijado en ella como algo más que una aberración de la naturaleza. De esa manera, la ley de las compensaciones había operado, y lo que muchos consideraron una escandalosa unión era ahora una pareja feliz y bien avenida.

El individuo repitió: “Piénsalo, puedes convertirte hasta en una mujer hermosa”. Sofía entonces preguntó tímidamente: “¿Cómo podría?”. El hombre sonrió enigmáticamente y depositó un frasquito junto a la bola de cristal. “Toma una píldora de éstas, todas las noches durante catorce días: a partir del día quince notarás el cambio”, dijo el hombre, y haciendo una reverencia se marchó. Sofía tomó el frasquito y lo ocultó entre sus ropas.

Cuando el enano entró, ella ya había quitado el disco del gramófono y contaba tranquilamente el dinero. Pensaba en la promesa del hombre y en su tranquila mirada. Era el primero que no tocaba su barba ni le hacía preguntas sobre el futuro.

Al regresar al hotel se encerró en el baño y tomó la primera píldora.

Una semana después, el enano le dijo: “Noto tu barba mustia y he descubierto pelos en tu almohada”. “Pero él dijo quince días”, pensó Sofía mientras se miraba al espejo. El enano se subió a la mesita del tocador y escrutó de cerca su rostro, tironeando de la barba como si se tratara de una falsa. “Sofía —dijo el enano— si algo le pasa a tu barba, será la ruina”. Ella lo miró con una desconocida indiferencia y por primera vez consideró lo monstruoso que podía resultar un enano. Sin embargo, ese sentimiento fue pasajero y pronto dijo: “No temas, debe ser el cambio de estación, siempre me sucede lo mismo en esta época”. Pero en la mañana del día quince, los gritos del enano la despertaron. Estaba a horcajadas sobre su vientre, mostrándole con desesperación los montículos de pelo que se esparcían sobre las sábanas. “Es horrible, ¡mira, mira!”, gritaba el enano, rojo de furia. Sofía sólo atinó a responderle con una sonrisa estúpida e incrédula, mientras se apresuraba a saltar de la cama en busca de un espejo. Cuando vio su cara blanca y sin ningún vestigio de pelo, casi pierde el habla, y una neblina de lágrimas borró los contornos de la habitación y las frenéticas piruetas que el enano hacía para descargar su ira.

Superada la impresión inicial, Sofía pasó el resto de la mañana mirándose al espejo, desentendida de los lamentos del enano y dedicada solamente a redescubrir su rostro, que le pareció bello y magníficamente joven. También descubrió que sus formas se habían afinado y modelado, y que su cuerpo era tan femenino como su cara. Transportada por un éxtasis súbito, hizo sus maletas, miró con desdén al enano y sin decir adiós se marchó del hotel.

Dicen en el pueblo que el enano volvió una mañana de abril, solo, avejentado y más pequeño. Atravesó la calle principal con sus pasos cortos y se dirigió de inmediato al predio donde estaba instalado el circo. Llegó sin saludar a nadie y buscó su trailer, que seguía estacionado donde lo había dejado. Con desgano abrió la portezuela y arrojó dentro su equipaje. Luego comenzó a recorrer las instalaciones del circo y a reencontrarse con los antiguos compañeros. Cuando inevitablemente se cruzó con el director, comentó con desdén: “Ya no quedan mujeres barbudas, y mucho menos de las que adivinan el futuro”.