INDICIOS DE ELOISA

Verano de 1971

Ese verano podríamos haber ido a Brasil, pero Angela prefirió cerrar una larga cadena de casualidades que terminaron por llevarnos a Marazul. Todavía no logro explicarme cómo llegaron a sus manos las llaves de la casa, pero la que tiene sentido práctico es ella, por lo cual preferí acceder a sus proyectos de soledad y caminatas playeras.

Previamente hubo conversaciones telefónicas, presentaciones con desconocidos, citas. Hasta que por fin nos pusimos todos de acuerdo en el alquiler y determinamos los días de estadía.

No puedo ocultar que me pareció algo inquietante llegar y abrir una puerta que por veinte años había estado cerrada. El crujir de la madera despintada y el chirrido de los goznes del mosquitero me predispusieron mal, y acabé protestándole a Angela por el desatino de alquilar algo sin haberlo visto antes. Ella ignoró mis críticas y rápidamente se dispuso a limpiar y ordenar lo que sería nuestro hogar por un mes. Yo me limité a recorrer uno por uno los ambientes, descorriendo telarañas y descifrando las formas voluptuosas de alguna mancha de humedad. El olor a encierro me sugirió tiempo detenido, como si la casa hubiera soportado veinte años la inminencia de un bostezo o un lamento. Desde la ventana del comedor pude contemplar la playa, que se extendía a treinta metros de distancia. También se divisaban las dunas circundantes y el antiguo hotel de Marazul, ahora abandonado y tapiado. Mientras tanto, Angela continuaba su tarea de limpieza.

Los postigos abiertos de par en par dieron paso a la luz y al aire que removieron la clausura y empezaron a transformar el lugar en algo habitable. En su ir y venir. Angela extendió manteles, enderezó cuadros y estableció un orden en los elementos que conformaban el mobiliario. Yo contemplaba el operativo ensimismado y tejiendo una teoría del pasado, de los días que habían precedido a los veinte años de encierro.

II

Al principio fue como un juego: ordenar los datos vagos con los que siempre Angela describe sus empresas, indiferente a los detalles pero atenta a lo esencial. A partir del comentario de un compañero de oficina, hablar con una tía de éste que conocía a los dueños de la casa, promover un contacto y obtener la negativa de prestarla, alquilarla o venderla. Insistir luego casi por deporte, por el solo hecho de recorrer el camino del absurdo de acceder a algo que no está ofrecido, un chalet abandonado sin siquiera haber visto su foto, entrever en ello una conquista personal al renovar los afanes, triunfar y aparecer una tarde, llave en mano con la dirección y el planito.

Me enternece verla ahora luchando a brazo partido para dar al sitio cierta dignidad y confort. Hasta me elige un buen rincón con luz natural para que yo escriba, cerca de la ventana, de modo que al levantar de vez en cuando la vista me encuentre con una duna blanca, una gaviota suspendida sobre el mar y toda la calma del atardecer.

III

Debo admitir que la casa es confortable y digna. En ciertos detalles se adivina una mezcla de esplendor y decadencia, como si los años hubieran completado el desgaste que otras circunstancias ya habían producido.

En la primera noche, sentados en la veranda de la entrada, inventé una época en que la casa era nueva y sus paredes blancas relucían bajo el sol del mediodía. Sus dueños, sentados como nosotros, tal vez bebían jerez, ajenos al calor y hablando intrascendencias. O quizá permanecían sin decir nada, mirando morosamente el paisaje. Sin embargo esa imagen nada me decía; era apenas un apresurado boceto que intentaba sustituir la ruina actual por un verano primero en que la construcción tenía ese olor a nuevo que tienen las casas una sola vez.

Leyendo una novela de Henry James, Angela ignoraba mi juego, agotada por la jornada. Habría bastado una sola pregunta para desentrañar el origen de todo. Ella podría suministrarse nombres y alguna fecha. Pero no quise hacer trampa. Menos, cuando al pasar distraídamente mi mano por la baranda, descubrí con alivio una inscripción grabada en la madera.

No fue necesario leer lo que allí decía. Bastó con cerrar los ojos y recorrer con los dedos los cortes de una navaja, quizá ya perdida para siempre. La primera letra era claramente una “E”. Las dos siguientes, algo borrosas, una “L” y una “O”. Después, más nítidas, la “I”, la “S” y la “A”. “Eloísa”, dije mentalmente. Enseguida reconocí una fecha: “1948”. Estimulado por el descubrimiento, deslicé mi mano por el resto de la baranda, buscando más inscripciones.

Angela había quedado dormida, derrotada por el cansancio y por Henry James.

Desde el mar llegaba un rumor sordo y monocorde.

IV

Al otro día me dediqué a limpiar el jardín: el convenio pactado con Angela así lo establecía. Bajo su mirada aprobatoria luché denodadamente contra toda clase de malezas y yuyos hasta dar al pequeño parque un aspecto civilizado. Corté también el césped —que se extendía hasta el comienzo de una duna— y quité varios arbustos que dificultaban el acceso a la playa. Cuando finalicé era casi mediodía.

Agotado y sudoroso, decidí ir hasta el mar, mientras Angela preparaba el almuerzo. La costa era un semicírculo de unos doscientos metros tendidos entre dos promontorios rocosos. A pesar de la hora y el calor había pocos veraneantes.

Ansioso por refrescarme me zambullí y nadé para vencer el oleaje que rompía muy cerca de la orilla. Desde el agua me volví y divisé la casa, blanca y maciza, emergiendo detrás de la duna. Me pareció más grande de lo que era, y también más solitaria. Las otras casas, más nuevas y cuidadas, se me antojaron de otra cualidad, como si su construcción hubiera obedecido a otras leyes. Desde la ventana del comedor, el gesto de Angela me sustrajo de la reflexión y del placer del oleaje contra mi cuerpo. Volví húmedo, reconfortado y con apetito.

Durante el almuerzo hablamos del estado calamitoso del jardín y de la humedad de los colchones. Angela los había puesto a solearse sobre la baranda del frente. Convinimos que nuestra presencia, de alguna manera iba a resultar beneficiosa para los dueños de la casa: habían obtenido un equipo de limpieza que había pagado por realizar el trabajo. Nos reímos del pésimo negocio que habíamos hecho, pero igualmente nos sentimos satisfechos de estar en Marazul.

Después del café, recorrí y observé con detención los ambientes, como buscando una señal o una revelación. Había sido ganado por la oscura necesidad de resolver un enigma no planteado, como si algo me estuviera empujando a abrir puertas y descorrer telarañas, a indagar en la nada buscando a nadie.

Me turbé cuando Angela me descubrió removiendo una tabla floja en el piso del dormitorio. “¿Qué sucede”?, dijo, interesada y a la vez temerosa de abochornarme. Sin poder responder, ensayé un gesto de abatimiento. Como yo respetaba sus manías, ella respetaba las mías. Hurgar en lugares prohibidos era una de mis travesuras infantiles; pero a los treinta y cinco ya no se podían hacer ciertas cosas, y menos levantar las tablas del piso sin saber claramente qué se busca. “Busco una entrada secreta”, dije, fingiendo diversión. Ella se arrodilló junto a mí y me acarició el pelo, sonriendo conmiserativamente. Hubo en su mirada un relámpago de comprensión, de saber de antemano lo que yo andaba otra vez buscando a tientas.

V

Por la tarde Angela bajó hasta la playa y yo me instalé en el improvisado escritorio, dispuesto a terminar un cuento iniciado la semana anterior. La calma de la tarde era perfecta y todo me predisponía a escribir por varias horas. Repasé lo escrito y me enfrenté a una nueva página en blanco.

Dos horas después, no había pasado de media carilla. Fastidiado, decidí dar una caminata para estirar las piernas. En mi mente sólo había un nombre y una fecha, una inscripción en la madera descolorida de una baranda. En ese momento supe que la historia que escribía ya no me interesaba.

Caminé por la costa atravesando la playa chica y llegué, bordeando el promontorio rocoso hasta la grande. Desde lo alto de las dunas contemplé lo que quedaba del caserío original de Marazul y los nuevos chalets construidos por los argentinos. Sobre el mar, el sol se ponía en medio de un horizonte calmo y sin nubes. El calor había cedido y una brisa fresca soplaba desde el océano.

Cuando volví a la casa, Angela leía sentada en el porche. Desde la distancia, jugué a ver en Angela una supuesta Eloísa, difusa en la sombra de la galería. Para perfeccionar esa imagen cambié “Los papeles de Aspern” por una carta y establecí la existencia de un secreto en esas pocas líneas, apresuradas y acaso recién llegadas. Necesité entrever a alguien más, ocultro tras la cortina de voile de una de las ventanas, y me resultó evidente que para leer esa carta Eloísa había tomado sus precauciones, abriéndola apenas sobre el regazo y ocultándola después entre las hojas de una revista.

Cuando llegué junto a Angela, le acaricié la mejilla, desbaratando así aquella primera imagen de Eloísa, que terminó de esfumarse en la comodidad de la poltrona que Angela me había arrimado sin dejar de leer.

Desde el interior de la casa el olor a encierro continuaba fluyendo como el primer día.

VI

La cena que fue fría y frugal, virtudes que Angela atribuía a los alimentos del verano. Cuando pasamos al estar para beber el café reparé en la página a medio terminar y una repentina ira me acometió. “Estoy trancado, esto no funciona”, pensé. Impotente y ofuscado di vueltas por la estancia ante la mirada silenciosa de Angela, que sabía callar a tiempo y no hacer preguntas cuando no debía. En mi vagabundeo me enfrenté a un espejo oval con el azogue gastado. De uno de los ornamentos de su marco pendía un ramito de flores secas, grises, como las que se ven en las tumbas por mucho tiempo no visitadas. Angela vio a través del espejo mi expresión, que era la de alguien que acaba de descubrir un detalle anacrónico en la perfecta trama de un tapiz. Los negros tallos estaban unidos por una cinta de raso amarillento que una vez había sido blanco. Con cuidado los descolgué del espejo y se los mostré. El solo hecho de tocarlos determinó que los pétalos se pulverizaran. “Es un ramito de azahares”, dijo Angela, “debió pertenecer a una novia”.

Ahora, entre mis manos, era tan sólo un puñado de cenizas y una cinta uniendo nada.

Esa noche larga, insomne, imaginé una boda, en una iglesia pequeña bajo una noche de verano. Me figuré a Eloísa de perfil, vestida de blanco y sosteniendo un ramo de azahares frescos. Por más que me esforcé, no pude distinguir al novio, apenas difuso entre los pliegues del tul, de perfil al igual que Eloísa, pero quizás más alto. Había gente alrededor, y un cura que era todos los curas que yo había visto, impartiendo la bendición a los recién casados. Una música sacra ascendía hacia las alturas y rebotaba contra las naves y los arcos románicos, esparciéndose por sobre la concurrencia como una lluvia santa. Pero la visión se agotaba en eso y no progresaba más allá de la mano del novio levantando con delicadeza el tul para besar a Eloísa. Una mano pálida y delgada, emergiendo de la manga de un jaqué rayado, y la música sonando atronadora y falsa, como ejecutada por la banda del Ejército de Salvación.

Con las primeras luces del alba, la visión fue languideciendo hasta transformarse en las líneas horizontales de la luz atravesando las persianas.

VII

Esa mañana tampoco pude escribir. La falta de sueño me hundió en un sopor sin ideas, que el calor contribuyó a acentuar.

Bajamos a la playa a la hora en que el sol caía a pico sobre el paisaje. Mientras Angela se aplicaba el aceite de coco, me zambullí dispuesto a nadar varios minutos para despejarme. Sin darme cuenta me alejé un poco de la costa y la corriente hizo que derivara hacia las rocas. Una fuerza incontenible comenzó a jalarme hacia lo profundo. Cuando comprendí el peligro, la orilla me pareció demasiado distante como para poder regresar. “Me estoy ahogando”, pensé con estúpida lucidez. Me sentí cansado y una neblina luminosa me cegó. Intenté bracear por puro instinto, y sólo conseguí agotar las pocas fuerzas que me quedaban. Recordé a Angela, tendida bajo el sol, el libro de Henry James abierto sobra la lona, el canasto con la fruta y el bronceador, Angela ignorante de mi estupidez y lejana como para poder oírme, sentir la terrible voz que quería abrirse paso entre el agua salada y el viento que había comenzado a soplar desde tierra, mi propia voz gritando absurdamente Eloísa.

Desperté tendido sobre la arena. El rostro de Angela se me acercó, y pude ver su horror detrás de esa expresión calma que luchaba por imponerse y tranquilizarme, diciéndome que estaba bien y que todo había sido un susto. Alguien hacía presión sobre mi tórax, mientras un espeso gusto salado empastaba mi garganta. “Ya está bien”, decía un joven musculoso y bronceado que consolaba a Angela y le explicaba que me había golpeado para evitar mi pánico y sacarme más rápidamente.

El agotamiento determinó que descansara toda la tarde. Angela permaneció junto a mí, todavía aterrada. Al despertar, el gusto salado había menguado, pero me dolían los músculos y tenía escalofríos. Bebí té caliente y un poco de ron. Cuando me incorporé, Angela no pudo reprimir una crisis de llanto hiposo, que casi me contagia.

Nos besamos entre lágrimas y sonrisas y nos quedamos muy quietos mientras la luz se iba.

Desde el mar llegaba un rumor de hecatombes submarinas que sólo yo parecía oír.

Había comenzado a llover.

VIII

La lluvia y el atardecer nos hicieron permanecer en el estar contiguo al comedor, la estancia más acogedora y menos deteriorada de la casa. Con morosidad preparé mi pipa –la primera que fumaba desde mi llegada– y me abandoné a un ensoñamiento que me sustrajo del golpeteo del agua contra los cristales. Inevitablemente pensé en Eloísa, despedida por sus parientes, abandonando la fiesta luego de arrojar su liga a las solteronas de la familia. La vi dejar la casa paterna entre recomendaciones y llantos y subir a un reluciente automóvil negro, recogiendo la cola del vestido y agitando su mano con el ramito. Esta Eloísa me pareció más real que las anteriores, como si el trazo impresionista de las primeras hubiera mejorado en contornos y detalles hasta configurar una imagen más nítida y acabada.

Cuando esa noche, revolviendo en una vieja cómoda entre revistas amarillentas y velas enmohecidas, encontré las fotos, comprendí que el juego recién comenzaba.

Encerrado en el baño, contemplé aquellos retratos ajados y descoloridos, desprendidos de algún álbum familiar. Ordenados al azar, el primero me mostró a una familia reunida en un picnic playero: unos padres algo obesos, cuya severidad resultaba evidente más allá de la informalidad que la ocasión exigía, y tres pequeños, dos varones y una niña, vestidos todos a la usanza de los treinta, enfrentando con gesto contenido a la plaqueta emulsionada que los había grabado para siempre. Desde esa eternidad descubrí a la Eloísa niña, aureolada por un signo trágico o una cualidad etérea, condición ineluctable que parecía fluir de unos ojos muy oscuros y una amplia frente orlada por bucles que realzaban el rostro y definían el carácter. La disposición del grupo determinaba una confluencia de miradas e inclinación de cabezas hacia la niña, ubicada entre los dos varones que parecían protegerla en una actitud de semiabrazo, no menos envolvente que la mirada del padre y el arrobo del mohín de la madre, algo separada del resto, como llegada a último momento a la foto.

Otra fotografía me mostró a la niña ya crecida y adolescente, ahora solitaria y soñadora, caminando por una calle arbolada del Prado o Lezica: la pollera amplia y hasta la rodilla, el tapado abierto y la blusa apenas insinuada bajo el sweater a rayas. La actitud despreocupada y franca, el paso ágil sobre una alfombra de hojas secas, el cabello negro y desordenado por el viento y en la mirada la huella de un sufrimiento o una tristeza reciente.

El siguiente retrato era una toma de estudio en la cual volvían a destacarse los ojos oscuros y profundos, ahora en un rostro de mujer en el que se transparentaban anhelos indefinibles y sueños no realizados. La cabeza algo inclinada, apoyada con cierta languidez sobre el dorso de una mano blanquísima como la frente, despejada y honesta, el rostro oval en cuyo centro resaltaba la boca, ni grande ni pequeña, los labios semi abiertos en una vocal no pronunciada, dejando escapar un suspiro o el susurro de un nombre, y dejando entrever los dientes blancos como la sal. Era un perfil magnífico, que en nada se parecía al imaginado, sino que se superponía a éste y lo complementaba, como si se tratase de dos mitades que completaran una figura al unirse. La dedicatoria al dorso me suministró un nuevo nombre y otra fecha: “para J. Carlos, con todo mi amor. Abril de 1948”.

Salí del baño y guardé las fotos en mi carpeta de notas. A esa hora la lluvia había amainado y un fresco olor a mar había invadido la casa. Volví al dormitorio y me acosté junto a Angela. El sordo rumor del oleaje cercano me trajo un resabio del pánico vivido, hasta que poco a poco el sueño fue venciéndome.

Al amanecer el lejano grito de un pájaro me despertó. Una luz rosada lamía la espalda desnuda de Angela y tornaba incierto el color de sus cabellos. La acaricié y se estremeció, buscándome con movimientos torpes. Su abrazo de modorra lenta se transformó en un ir y venir afanoso contra mi cuerpo, mientras yo me hundía en el vaho íntimo de cobijas y olores recónditos, buscándola a través de una neblina de gemidos y susurros entrecortados, abriéndome paso desde un abismo de aguas turbias, un mundo de silencio y criaturas abisales que se adherían a mis miembros fatigados. Yo emergía rescatado, ahora definitivamente, aferrándome a Angela, tensa y a la vez dulcemente blanda, tendida como un puente sobre el cual era posible el tránsito hacia una mañana clara, la luz descomponiéndose en las pequeñas partículas de polvo, el recuerdo de un desnudo de Rubens, un reloj de pared con las agujas detenidas en las seis y veinte, los botones dorados de una vieja chaqueta que ya no puedo ponerme, el sabor del vino sobre los labios tibios de

IX

“¿Cómo me sacaron?”, interrogué a Angela mientras preparaba el café. “No sé, alguien vio que te alejabas y llamó al salvavidas de la playa grande. Se tiró desde las rocas y llegó enseguida hasta donde estabas. Un vecino me comentó luego que ésta es una playa trágica. Angela dijo la última frase como si se tratara de una obviedad, algo sabido de antemano por ambos. “¿Trágica?”, dije, escandalizado por el término. “Eso dijo: trágica; supongo que por los muchos ahogados”, agregó, despreocupada. “¿Lo suponés o te lo dijo?”, exigí precisiones, datos para el juego. “Bueno, en realidad surge del contexto, ¿no?: vos tendido en la arena, auxiliado por el salvavidas, y el vecino mirándonos a los dos, recién llegados, dos extraños, pobrecitos, piensa, qué manera de comenzar el veraneo, voy a advertirles que se cuiden, aunque ya saben a qué atenerse, y la palabra “trágica” le suena apropiada, como cuando vos elegís ese adjetivo y no otro, conociendo el significado exacto de cada palabra”. Entoncés pensé: “ya sucedió, hubo otras veces, otras salvatajes, o tal vez otros ahogados”. Admirable deducción a partir de una vieja palabra que implica destino, razón, instinto, verdad, error, vida, y por supuesto muerte. En ese momento tuve la certeza de que la historia se abría paso por conductos inextricables, inventando sus propios signos para que yo los descifrara. Hubiera sido fácil buscar al hombre del comentario y sonsacarle datos, fechas, personas y lugares, la verdad establecida de los hechos y sus consecuencias. Pero esa sería una verdad desgastada por la condena de los años, desprovista de aristas, plana como las fotografías de la posible Eloísa; una versión dudosa que tal vez omitiera las pasiones y los declives, el estrépito y la incoherencia que tornan incontrovertibles ciertas historias. De existir esa verdad, sería también una verdad a medias, pobre verdad contada cada vez en forma distinta, sostenida por una credulidad cómplice y un no querer saber más de lo que una vez ya se dijo.

X

Los armarios de la casa sólo tenían perchas y mantas apolilladas, como los de los hoteles de ínfima categoría. Después de revisarlos uno por uno comprendí que no era ese el procedimiento, y que eran los indicios los qué debían salirme al paso. Lo de las fotos había sido una casualidad. Lo único cierto era mi terca búsqueda de una Eloísa ya lejana, irrecuperable para mi tiempo y sólo aprehensible bajo la especie de personaje de un cuento, una narración todavía no empezada, de la cual apenas si tenía un rostro, un nombre, una fecha, una dedicatoria, unas flores muertas, una clausura profanada y la intuición de un vago horror resonando como un eco. Enfrentando nuevamente a una hoja en blanco, supe que sería difícil encontrar la primer frase, dudé de los mecanismos de la escritura, de mi oficio y de mis fuerzas para llegar al final. Reflexioné sobre experiencias incomunicables, como relatar un sueño con los desprovistos recursos del idioma, la sucesión temporal y la geometría euclidiana. Finalmente, quité la hoja de la máquina y la arrojé por la ventana.

Transcurrió una semana en que todo pareció estancarse en el típico devenir de una vacación de verano. Nuestras excursiones playeras se establecieron en la playa grande, más concurrida y menos peligrosa que la de la casa. Bajo el sol de febrero mi obsesión de los primeros días fue desdibujándose y cediendo a una nostalgia, a un vacío de creación que en los atardeceres se tornaba insoportable. Era inútil observar furtivamente las fotos de Eloísa, intentando extraer de ellas algo más que el testimonio de un rostro: la figuración de una existencia. Toda suposición me resultaba tramposa y plagada de artificios.

Hasta que una noche, sentado en la veranda, bebiendo interminables tazas de café con Angela, inventé una tras otra posibles historias de Eloísa. Irremediablemente todas resultaban inconclusas, todas parecían deshilacharse en el preciso momento en que alguien penetraba en el mar una noche calurosa, desoyendo una advertencia lejana. Con paciencia había urdido la trama de los hechos anteriores y sus posibles variantes, cambiando personas, circunstancias y lugares, pero manteniendo esa misteriosa culminación del grito desde la casa que no puede impedir que ¿Carlos?, entre definitivamente en el mar. Una oscura resonancia me decía que era ése el hecho central de cuanto allí había ocurrido, y que lo demás era conjetural, recreable por mí prescindiendo dé toda referencia a lo verdadero. En todo caso —pensaba— la única verdad que me interesa es la verdad literaria.

XI

Estaba claro entonces que el único camino que me quedaba era escribir. Era inútil esperar más indicios, salvo esas miradas reticentes de algunos vecinos, admirados de comprobar que la casa seguía habitada y que sus ocupantes nada tenían que ver con los dueños. Esa respetuosa aversión se traducía a veces en comentarios dichos por lo bajo, mientras Angela y yo atravesábamos la playa recogiendo guijarros marinos. Cargando con el estigma de la casa y del pasado, eramos extraños en ese edén de verano, como si los hechos nos involucraran, muy a pesar de nuestra ignorancia. Era evidente que el recelo del almacenero, o la cortés indiferencia de los habitantes de las casas más antiguas no estaba referida a nosotros, sino a lo que representábamos. Tal vez la clausura había sido un manto de pudor para que Marazul recuperara sus estíos calmos, esa vida sin sobresaltos de otros veranos. Era también el precio del olvido y la expiación, un cerrar de puertas y postigos, el descascararse progresivo de techos y paredes, la madera pudriéndose de sol, viento y yodo, la vegetación del jardín creciendo insensatamente año tras año hasta cubrir toda huella y borrar el sendero hasta la playa. Escribir de todo eso y reinventarlo, desandar el tiempo y volver a los días de Eloísa y Carlos, modificándolos para beneficio de la ficción, imaginando el amor, la piedad y el odio, la temperatura de los cuerpos y la profundidad de las miradas, los celos y el estrépito de la ira, la muerte.

XII

Otra vez la hoja en blanco, el tanteo de la primer frase y una tibia transpiración que el fresco de la costa no atenúa. Angela no me habla y ni siquiera me mira. Sabe que estoy en otra parte, suspendido en la nada de un cuento no comenzado.

Imaginé un verano de encuentros furtivos, de cartas, de promesas bajo las claras noches del estío. Noches insomnes en que Eloísa entibiaba restos de Carlos sobre su piel, escuchando el mar y los sonidos de la casa en sombras. Por fin marzo y la consiguiente separación, alentada por sus padres con la advertencia al pretendiente de no insistir en esos juegos de verano. Fue fácil concederle al enamorado la tenacidad para reivindicar lo que entendía legítimo y la astucia para entablar amistad con los hermanos de Eloísa, concurriendo al mismo club donde éstos practicaban remo.

Con calculada disciplina Carlos perfecciona la camaradería, y los cautiva con su temperarmenteo extrovertido y bonachón. Sobrevienen triunfos deportivos compartidos, y el remar juntos se transforma en una metáfora de la amistad. Entre regata y regata hay noches de juerga y fines de semana en un “rancho” del Paso de la Arena. Víctor, el hermano mayor de Eloísa, se entera del romance y promete interceder. Por el contrario, Eduardo, el menor, se retrae al conocer el secreto y comienza a ver en Carlos un intruso en sus vidas. Para entonces, los enamorados renuevan sus citas clandestinas, amparados en el celestinaje de Víctor. Matinés discretas confiterías y paseos por calles solitarias nutren una relación cada vez más apasionada. Finalmente, Eloísa accede ir con su novio a la finca del Paso. Esa tarde de mayo, lluviosa e interminable, inaugura una nueva variante en sus encuentros. Para Eloísa es un comienzo, para Carlos una culminación.

La enamorada ingresa en el territorio de la sensualidad y se pierde en ensoñaciones que la distraen del estudio y de sus deberes de señorita de su casa. El novio continúa su paciente búsqueda de aceptación, no ya por parte de sus cuñados, a quienes domina, sino del Dr. Fabini, futuro suegro, que ignora su ambición.

En el hogar comienza un tiempo de sobreentendidos, de pequeñas mentiras, de simulación. Carlos maneja los hilos a través de Víctor, ignorando ya por completo a Eduardo, que sólo atina a discutir con Eloísa, por cualquier cuestión. El Dr. atribuye todo a fogosidades juveniles y desestima las inquietudes de su esposa, preocupada por esa mirada distante y vidriosa que Eloísa luce cada vez con más frecuencia. Doña Lila no se conforma y se sincera con Víctor. Para beneficio de Carlos, éste le cuenta todo y tranquiliza a su madre asegurándole que se trata de un buen muchacho —deportista como ellos—, que Eloísa conoció el verano pasado en Marazul. Está enamorada, diagnostica la señora e inmediatamente recuerda que ayer nomás era un niña. Casualidad o ironía del destino, Eduardo concurre esa tarde al “rancho” y encuentra una bufanda de su hermana olvidada sobre una silla. Una turbia ira lo acomete, y por primera vez tiene la certeza de odiar. Regresa a su casa de madrugada y con un fuerte aliento a alcohol. Al otro día decide contarle todo a Víctor, pero comprende que no vale la pena confiarse a un traidor. Agobiado por la revelación, se torna cada vez más retraído y hostil, evitando todo contacto con los enamorados. Más de una vez se sorprende espiando a su hermana en momentos en que ésta escribe esquelas para su novio o se prueba una nueva combinación de ropa interior. Turbado, experimenta el placer de sentirse superior por saber lo que no debe saberse. Ha dejado de concurrir al club y pierde tardes enteras elaborando planes para matar a Carlos.

El Dr. ya ha decidido dar el visto bueno al noviazgo, apremiado por la insistencia de su hija, que promete igualmente estudiar y no defraudar las expectativas de la familia. Doña Lila decide realizar una presentación oficial y organiza un té para el domingo de tarde. Víctor se encarga de contarle la primicia a Carlos, bajo las duchas del club de remeros. Entre sonrisas y palmoteos, el novio piensa en la vieja casona de Lezica, abierta de par en par para rendirle pleitesía. Puede anticipar el gesto adusto y engolado del Dr. en el momento de darle la bienvenida, la amabilidad de Víctor, oficiando de presentador, más atrás Doña Lila, condescendiente y matrona, Eduardo y su estúpida rebeldía y por fin Eloísa, bajando con lentitud las esclaeras que desembocan en el amplio vestíbulo, tranquila, relajada, sin ese rubor que la envuelve cuando regresan del Paso de la Arena.

Terminadas las masas y la segunda taza de té, el Dr. invita a su futuro yerno a recorrer el amplio parque, paseo ritual que tradicionalmente es sinónimo de hospitalidad para los Fabini. Conversan sobre la nacionalización de los ferrocarriles, los estudios de arquitectura de Carlos y los proyectos políticos del Dr..Desde una de las ventanas del comedor, Eduardo los observa, repugnado por el nuevo triunfo del advenedizo y estableciendo nuevos territorios para su odio.

Desde ese día el noviazgo se encausa dentro de la más estricta formalidad. Se establecen días de visita, horarios para salir y para entrar y plazo para celebrar el compromiso. El tiempo transcurre mientras los enamorados fatigan la intimidad en ámbitos que en nada recuerdan a la austeridad del “rancho”. Un hotel céntrico se corresponde más con la elegante liberalidad de la pareja. Espejos y luces estratégicas son más atractivos que paredes grises y cortinados rústicos. Insensiblemente la pasión se rutiniza para Carlos, y pronto descubre el hastío. Eloísa, en cambio, ansía esos encuentros y prolijamente los anticipa en su imaginación. La ropa interior de seda y los perfumes exóticos se transforman para ella en objetos de culto. Las horas previas a la cita las gasta en silenciosos rituales que Eduardo contempla, clandestino y sofocado entre complicados camouflages.

XIII

“Complicados camouflages”: allí estaba la clave de la historia. Apariencias, envoltorios que tendrían que desbaratarse y saltar en pedazos. Releyendo las páginas escritas comprendí la necesidad de un final liberador en que el descenso se completara y el círculo se cerrase. “Esta es la aventura de un trepador”, pensé, como si lo escrito me fuera ajeno y recién acabara de entender su significado. Desde el dormitorio me llegó el débil resplandor de la veladora: Angela se había dormido arrullada por el golpeteo monocorde de las teclas de la Olivetti. Con sigilo me acerqué a la cama y le quité el libro de las manos, me desvestí y me acosté boca arriba. Tal vez esta noche, con medio cuento resuelto, fuera posible la calma. Eso, si lograba pasar por alto el haber dejado a Eduardo escondido entre plantas o cortinados.

Al otro día comenzó nuestra última semana en Marazul. “No te gustó demasiado”, dijo Angela, que conoce como nadie mis gustos. “Demasiada tranquilidad”, dije, haciendo trampas, cuando era eso, precisamente, lo que más me interesaba. “Para emociones, nada como estar a punto de ahogarse”, ironizó Angela, cuyo mal humor me había sorprendido esta mañana. “Seguramente ya está harta de verme absorto, pensando en seres inexistentes y tramando vidas ficticias”, relexioné sin intentar justificarme. Era inútil explicarle que todo lo que necesitaba era un final, la puerta de la casa cerrándose con lentitud en aquel último verano; sentir asentarse el silencio sobré los objetos, las paredes y los pisos, la luz del atardecer languideciendo con morosidad y el viento comenzando a soplar desde el mar, barriendo vestigios, huellas, indicios. Todo eso y el devenir de los hechos inmediatamente posteriores al grito de Eloísa desde la duna, viendo internarse a Carlos en el mar nocturno. Por el momento sólo podía proteger la clandestinidad de Eduardo, ahora en su dormitorio, contemplando con ira la bufanda encontrada en el “rancho”.

En el escritorio del centro, el Dr. hace planes para el ingreso de su futuro yerno en la Administración Pública. La Dirección de Vialidad es lo más apropiado para un aventajado estudiante de arquitectura. La ceremonia de nacionalización de los ferrocarriles es aprovechada para obtener el favor de correligionarios influyentes. En menos de dos meses, llega el nombramiento. Las ambiciones de Víctor se ven postergadas por el inesperado favoritismo del Dr. hacia su futuro hijo político. Por todo comentario, Doña Lila expresa: pronto será el marido de tu hermana, tu padre lo hizo más por ella que por él. Eduardo escucha al pasar la queja y el pretexto y piensa que pronto Víctor será su aliado.

La obtención del empleo parece disipar el interés de Carlos por la carrera. Cada vez rinde menos exámenes y siempre tiene pretextos para postergar cursos. Su atención parece concentrarse en negocios poco claros, que le exigen permanentes viajes a Buenos Aires. Su relación con Eloísa se rutiniza y deviene en una representación incesante, que incluye pretextos para deshacer citas y acortar encuentros. Pronto Eloísa accede a un torbellino de dudas que la empujan a la desilusión. No obstante continúa amando a Carlos. Eduardo es más práctico y está dispuesto a desenmascarar al advenedizo. Fácilmente le descubre un par de amores clandestinos y un gusto exacerbado por el juego. También lo sorprende frecuentando un club del partido rival al del doctor. Aplicadamente anota horas y lugares en una libreta. Una noche no aguanta más y le cuenta todo a Víctor, excepto el episodio de la bufanda. La reacción de éste es de una muda desazón y un no saber qué hacer, lo cual le confirma a Eduardo su determinación de actuar solitariamente. Esa noche vuelve a tejer planes minuciosos que no excluyen la violencia física. En el cuarto contiguo su hermana solloza. En un oscuro cafetín de la Unión. Carlos revela secretos políticos que descuidadamente le confiara el doctor. Víctor ha salido intempestivamente de la casa sin saber claramente dónde ir.

Tiempo después el Dr. y Doña Lila deciden comprar una casa para los futuros cónyuges. Ya han transcurrido casi dos años de noviazgo y es momento de ir pensando en el casamiento, por más que Carlos no avance en su carrera y a Eloísa se la vea tan triste a veces, después de permanecer horas en su cuarto. El Dr. esto no lo advierte, ocupado en la campaña política, y contrariado porque Víctor se niega a ayudarle en el club. A quién se le ocurre postergar la política por el teatro, le comenta el Dr. a Eduardo, mientras escuchan las noticias sobre la Guerra de Corea. El hermano menor intuye que ese es el momento de terminar de una vez con la hipocresía, pero el imprevisto mareo de Eloísa, a punto de resbalar por la escalera, disipa la ocasión y los precipita a auxiliarla.

El Dr. Robledo, médico de la familia, llega en quince minutos y no necesita agudizar mucho sus conocimientos para diagnosticar embarazo. No obstante prefiere ahorrar el escándalo y cita a la paciente a su consultorio la semana venidera. Posteriores análisis confirman la primaria intuición.

Los amantes discuten y se recriminan mutuamente en el fondo de una confitería mal iluminada. Carlos se pronuncia por un rápido aborto, argumentando la necesidad de terminar antes la carrera para luego casarse. Eloísa no acepta tal propuesta y amenaza con tener el hijo aún sin que haya boda. El joven remero presiente que está atrapado y pide tiempo para pensarlo. Ya no me amas, dice Eloísa en medio de un llanto crispado que vuelve media confitería hacia ellos. El novio la calma con palabras dulces, acaso fingidas. A pocas cuadras de la confitería, el Dr. enardece a sus correligionarios con un discurso en favor de la candidatura de Andrés Martínez Trueba al Consejo Nacional de Gobierno. Entre los numerosos asistentes de esa noche al club, está Eduardo: clandestino, semioculto, no invitado.

A pocos días de las Elecciones, la decisión de una impostergable boda es comunicada por Eloísa a Doña Lila, que al conocer el verdadero motivo de la urgencia ve recrudecer su asma. Recuperada, la noble matrona asume coń celeridad los preparativos. Con resignación comprende que debe aceptar lo irremediable.

Apenas acallados los ecos de la victoria electoral, el Dr. es enterado de los planes de la pareja. Su triunfalismo se diluye en una agria desazón y un turbio encono hacia su hija predilecta. Hacia Carlos decide solamente sentir desprecio. Con respecto a sí mismo, le basta saberse engañado por su propia familia.

Mientras tanto, los apresurados preámbulos de la boda se suceden con formal exactitud. Un almuerzo de presentación entre las familias reúne a los Fabini con la madre viuda y el hermano de Carlos, únicos representantes del apellido Durán. El encuentro transcurre entre una afabilidad forzada, en que la urbanidad de los dueños de casa triunfa sobre sórdidos resquemores. La única excepción la marca Eduardo, que se retira a su dormitorio antes del postre, con el pretexto de sentirse mal. Víctor, superficial y monosilábico, desencadena un sinfín de cumplidos compensatorios por parte de Doña Lila, que se esfuerza por mantener las apariencias. Con las manos transpiradas y frías, Eloísa controla sus malestares, buscando una antigua complicidad en Carlos, y encontrando sólo la mirada esquiva de un hombre asustado. Frente a ambos, el Dr. instala su habitual sonrisa de circunstancias y un aire jovial que su futura consuegra confunde con auténtica felicidad. Mirando a la pareja, el Dr. comprende que su familia se le ha ido de las manos: su hija embarazada y a punto de casarse con un mal estudiante y oscuro empleado estatal; su hijo mayor transitando el ambiguo camino del arte escénico; el menor, incapaz de destacarse en nada que lo lleve a ser “alguien en la vida”. Lanzando densas volutas de humo de su habano, pretende borrar la deprimente visión y se pregunta cuál fue el error que cometimos, plural que involucra a Doña Lila y a toda la burguesía letrada.

Veinte días después, bajo una cálida noche de diciembre, se celebra la boda. Lo sorpresivo de la misma ha tomado de sorpresa al círculo de los Fabini. Amigos y parientes no salen de su asombro al enterarse que los recién casados vivirán por un tiempo en la casa paterna, y que la luna de miel consistirá apenas en una breve estadía en el chalet de Marazul. Entre esas y otras especulaciones se desarrolla la boda, convencional y digna.

Luego de la bendición, el novio besa a la novia, la cual presiente que en Marazul, lejos del entorno familiar, comenzará la verdadera felicidad. Envueltos en el estrépito de acordes nupciales, la pareja abandona la capilla y pronto se deshace, arrebatada por un remolino de palmoteos, besos y abrazos.

XIV

Levanté la vista de la hoja y ví a través de la ventana una gaviota suspendida sobre el mar. Era el atardecer y el océano estaba perfectamente calmo, como aguardando que el sol se hundiera parsimoniosamente en el horizonte. Sabía que había llegado el momento de concluír la historia y sacudir ese peso muerto que me oprimía como una cefalea. En algún momento de la tarde Angela se había marchado, lanzando imprecaciones contra su “maldita idea de venir a recluirnos en este balneario de viejos y de locos”. Lo de “locos” me aludía en todas sus acepciones: bastaba verme con la barba a medio crecer, la mirada fija en el imaginario camino que va desde el jardín posterior a la playa, bordeando un médano y bajando abruptamente como para que Carlos tome impulso y no escuche las súplicas de Eloísa, asordinadas por el viento marino.

Ya la boda había quedado atrás, y la sencilla celebración familiar apenas si permitió un rápido brindis, las consabidas fotos y el apretado abrazo del Dr. con su hija en el momento de la partida. Hubo recomendaciones por parte de Doña Lila, sobre todo a Eduardo, que debe manejar el Packard de su padre llevando a la pareja hasta Marazul. Eloísa cree ver en ello un gesto de reconciliación con su hermano menor, tan huraño y alejado en esos largos meses de noviazgo, como si hubiera sentido celos de Carlos, siempre tan educado, soportando sus desaires sin una sola protesta. Víctor en cambio no, todo lo contrario, si hasta les había arreglado citas: y ahora verlo tan ajeno a su alegría, con las manos en los bolsillos del jaqué, sin atinar a despedirse ni a nada, apenas una sonrisa entre triste y fingida que Eloísa interpreta como de desazón por verla abandonar Lezica, el jardín de la niñez y las travesuras.

Puedo verlos a los tres en el asiento de adelante, pasándose con desgano la botella de champagne y riéndose de cualquier cosa, a esa hora en que nadie viaja por la carretera al Este. Eduardo evoca los tiempos del remeros y del “rancho” del Paso de la Arena, como una historia ajena que Carlos festeja sin convicción, todavía asombrado por el cambio de actitud de su cuñado.

Eloísa dormita recostada sobre el hombro de su marido, mientras el Packard devora kilómetros. De vez en cuando una risotada de Eduardo parece despabilarla pero la monotonía de la marcha la adormece nuevamente. Terminado el champagne comienza a circular una petaca de whisky, extraída de la guantera por Carlos.

Cuando llegan a Marazul están casi ebrios y cantan “When the saints go marching in”, tres tonos más arriba y a destiempo. La violenta frenada despierta a Eloísa y provoca en los hombres una nueva carcajada.

Ya instalados en la casa continúan bebiendo. A los gritos, Eduardo promete no molestar y dormir en el auto, mientras Carlos pone todo su empeñó en enlazar el ramito de azahares de la novia en el marco del espejo oval. Todavía de pie, junto a su valija, Eloísa ve desintegrarse su noche de bodas en la torpe representación de dos borrachos. Se decide a hacer café y a quitarles la bebida. Eduardo se enfurece y la destrata: menciona la bufanda, camisones de seda, cierto hotel del centro. Su hermana palidece y cruza una mirada con Carlos, que sonríe como un idiota, confundido entre la agresividad de Eduardo y el llanto inminente de su mujer.

Recuperada la petaca, Eduardo adopta una actitud afable e invita a su cuñado a bajar a la playa y darse un baño nocturno. Eloísa intenta disuadirlos –puedo imaginar ahora sus súplicas, al ver que Eduardo comienza a desvestirse con torpeza–, rogándole a su esposo que no le haga caso a “ese imprudente”. Eduardo se burla y la llama “mosquita muerta”. Carlos se ha sacado el saco, y enfrentado al espejo prueba la estabilidad del ramito enlazado en el marco. También considera la posibilidad de golpear a su cuñado para que se calle de una vez, y sobre todo para que Eloísa deje de gritar como una histérica y los deje ir a bañarse en paz y disfrutar como en los buenos tiempos del Remeros. “¿Verdad que sí?”, le oye gritar a Eduardo, que acaba de llevarse a empellones a su hermana hacia uno de los cuartos. Ahora su esposa ya no grita ni llora: está tendida y temblando sobre un colchón con olor a humedad y a yodo, colchón que le recuerda a los del “rancho”, aunque aquéllos, más que nada apestaban a tabaco y a perfumes baratos, piensa en ese momento Eloísa, incapaz de mirar a su hermano, que ahora está en calzoncillos, parado bajo el marco de la puerta, mirándola tal vez, ya sin el antiguo pudor de los camouflages, porque el alcohol los ha pulverizado. “¿Verdad qué?”, pregunta Carlos, viendo la silueta de Eduardo recortada en la penumbra, ya completamente seguro que no lo golpeará, porque todo tiene la lógica de las noches del Paso de la Arena, y le cuesta concebir que la mujer que tiembla del otro lado sea Eloísa, su mujer.

Al empezar a desvestirse ya no le preocupa el ramito y su estabilidad en el marco del espejo: piensa que es una buena idea el bajar a la playa y repetir aquel viejo ritual de los baños nocturnos. “Mosquita muerta”, cree oír que Eduardo le repite a su hermana –su mujer–, con el desdén de una gastada frase obscena. Puede aceptar el maltrato y la humillación, piensa mientras se contempla, ya en calzoncillos, enfrentado todavía al espejo. “¿Verdad que sí, mosquita muerta?”, otra vez la frase taladrándole el cerebro y señalándole que lo mejor es atravesar el médano, recibir la blandura fría de las aguas nocturnas y lavar el desprecio entre la espuma fosforescente. “Por favor, Carlos”: la súplica lo distrae de sus proyectos y de la inminencia de una revelación. No le extraña verse ahora siguiendo a Eduardo, mientras atraviesan el médano, indolentes y risueños como dos adolescentes.

Ya en la playa, Eduardo es el primero en internarse en el oleaje, el torso apenas visible bajo la claridad lunar, emergiendo y desapareciendo como una extraña criatura marina. Antes le ha dicho: “¿tenés miedo, verdad?”, y él no ha respondido. La frase ha sonado como un desafío que por alguna oscura razón decide aceptar, desoyendo una vez más a Eloísa, de pie sobre el médano, blanca como una aparición. “¿Tenés miedo, no?”, repite Eduardo, flotando y braceando mientras él titubea, con el agua todavía por la cintura, indeciso y cobarde, agobiado bajo el estruendo de la olas que en su reflujo lo arrastran y lo precipitan hacia lo profundo, obligándolo a adentrarse en esa masa oscura que empieza a tragarlo mientras Eduardo lo insulta y se ríe.

XV

Tal vez fue Eduardo el que se ahogó aquella noche, aunque los hilos de la trama hayan hecho desaparecer a Carlos, acaso para sumar otra tragedia: la de la viudez de Eloísa en la misma noche de bodas. Ignoro qué sucedió después, en ese y otros veranos posteriores. Viéndola a Angela revisar el orden de nuestro equipaje y cerrar los postigos, sé que ya no tengo tiempo para averiguarlo. Lejos de Marazul y de esta casa, no habrán más indicios. Apenas si me llevo un relato que nada me aclara y que no impide que la historia siga desvelándome. Tal vez necesitara estar aquí un tiempo más, aguardando ese minuto perfecto en que todo quede unido. Descifrar nuevamente la inscripción en la baranda y descubrir otra vez las fotos, el ramito prendido en el marco del espejo, y jugar de nuevo con las posibilidades, combinándolas en forma distinta hasta encontrar la clave. Pero ya estoy cerrando la puerta, mientras Angela termina de cargar el auto y me pregunta si no me olvido de nada. Le contesto con un gesto vago y me apoyo en la baranda, deslizando mi mano por su superficie. Mis dedos buscan afanosamente y sólo descubren la textura áspera de la madera desgastada por el sol, el salitre y los años.