BELZEBUTH

No hay muchas maneras de contar esta historia, salvo que alguien más que yo la supiera: una suerte de punto de vista impersonal que hubiera estado allí, en aquellos días de la fábrica de maniquíes. Pero esa mirada, tal vez objetiva, no hubiera sido capaz de advertir la sutil ilación de la trama y el trasfondo de hechos aparentemente menores. En esa época, la fábrica era un lugar tranquilo y desprovisto de acontecimientos que provocaran el interés de nadie, sobre todo en el depósito, en donde una docena de gestos inmóviles simulaban la calma y entrecruzaban miradas sin parpadeos.

Todo comenzó con la llegada de Jean Pierre, que nos pareció alto, excesivamente rubio, desmesuradamente azules sus ojos y perfecta su sonrisa. Su cabello natural promovió soterrados comentarios, menos de envidia que de admiración, considerando la pobreza de los peinados hechos en el molde y coloreados con torpes trazos de pintura. En cuando a la textura de la piel, Jean Pierre ostentaba una tersura que hizo suspirar a Sonia, incapaz de entender ese milagro que aproximaba al recién llegado a una especie cercana a lo humano. Cubierto por un ambo de verano color gris niebla y una camisa crema, las delgadas manos de dedos largos y expresivos, el cuello y la cabeza magnífica, parecía irradiar una luminosidad que sólo podía otorgarle la vida, o una prodigiosa imitación de sus consecuencias.

De inmediato supimos —tal vez influidos por esa versión acuñada por Oscar en respuesta a los suspiros de Sonia— que el “nuevo” estaba solamente de paso, en viaje hacia una gran tienda de la avenida. Más insidioso, Héctor fantaseó con la posibilidad de que fuera el futuro modelo a producir por la fábrica, la innovación por tanto tiempo temida. Con esa mirada imitada de Tyrone Power, la ex estrella del London París vaticinó nuestra rápida extinción, desplazados por una legión de Jean Pierres, el triunfo del plástico sobre el yeso y el realismo sobre la imitación. “Nos mandarán al interior o nos desguazarán y venderán por kilo”, terminó por resumir Héctor antes que los operarios lo alzaran para trasladarlo al camión. Viéndolo desplazarse horizontal y resignado hacia la próxima vidriera —en una lejana tienda de la Unión— comprendimos que tenía razón y que el futuro había llegado.

Jean Pierre fue depositado en el sitio dejado por Héctor, al costado de Sonia, cuya cabeza apunta precisamente hacia ese rostro perfecto que la conmueve, la arroba en un éxtasis mudo que sus pupilas no logran reflejar. Ese iris de esmalte no tiene los destellos que el acrílico ha logrado en el “nuevo”, dos relámpagos inmóviles azul cobalto que se abren paso por entre unas pestañas renegridas y erectas como púas. Sonia contempla esa perfección incapacitada de volver el rostro en un conveniente recato, movimiento que sólo la determinación de un operario podría lograr: un corto giro hacia la izquierda sobre el eje del cuello para dejarla mirando hacia el ventanal del depósito, un complicado vitraux con ángeles y plantas bestiales que más que luz, deja pasar una claridad mortecina y difusa.

Al fondo de la fila, remoto junto a una pila de piernas apiladas, Oscar puede advertir el alineamiento de las miradas y el cinismo del recién llegado, que despliega su sonrisa como una diadema incandescente. Los brazos rígidos junto al cuerpo y los rasgos estereotipados y borrosos, dan a Oscar la apariencia de un jugador de futbolito que ha crecido en exceso. Esa rigidez también sería subsanable por alguien que se tomara el trabajo de mover las viejas articulaciones metálicas, aceitándolas si es posible antes, y disponiéndolas en un ademán gracioso, como cuando estaba en la vidriera de Introzzi y lucía aquel Perramus verde agua. Allí había conocido a Sonia: una buena imitación de Lana Turner vestida de Zephir Tom. Fueron meses de interminable relación, sólo interrumpida cuando pasada la medianoche el sereno apagaba las luces de la vidriera y los dejaba sumidos en la sombra, imposibilitados de contemplarse mutuamente hasta la llegada del alba. El colmo de la felicidad llegó cuando el vidrierista los acercó y enlazó como dos novios, al componer la vidriera primaveral. Fue una sensación nueva y estremecedora que parecía ablandar el yeso y entibiar la ropa que lucían. En ese tiempo no les importaba el quedar a oscuras, ya que así obtenían la intimidad. Cuando la tienda cerró después de la última liquidación, se separaron, y nunca más volvieron a estar tan cerca el uno del otro.

Tal vez sea aquella vieja sensación la que experimenta ahora Sonia, incapaz de advertir la impotencia de Oscar, pasado de moda y sin alquilar desde hace años, más que nada por el deterioro de la cara, cuyos rasgos descoloridos sólo podría restaurar un artista. Atrapada en su posición inmodificable, Sonia no advierte la llegada de Marylin, entrando en diagonal bajo el brazo del supervisor, que la deposita en el extremo de una de las filas. La altura de Jean Pierre le permite divisar a la recién llegada: una rubia oxigenada vestida de raso fucsia, indumentaria que la distingue por sobre las desnudeces o ropas grises del resto, sobre todo en comparación a la precariedad de la viyela que cubre a Sonia, recuerdo de su último trabajo en La Madrileña. La rubia es la estrella actual de la casa, fundamentalmente por el realismo de su pelo confeccionado en puro nylon y por la provocación de su boca semiabierta en una “o” deliciosa. En comparación con ella, Sonia es un apresurado simulacro.

Ausente Héctor, fue inevitable que Marylin entrecruzara miradas con el nuevo prodigio. No puede culparse al supervisor por haber girado su cuerpo en un gesto caprichoso hacia el “nuevo”: ya se sabe que en la fábrica no puede hablarse de voluntad, y tampoco de azar. Todas las expectativas suelen centrarse en los movimientos que un orden no determinado parece trazar, y que a veces tarda meses en producir el encuentro de una mirada o el roce de una mano contra otra mano. Ahora, cuando Marylin ha quedado en posición de ser vista por Jean Pierre, cabe preguntarse si ese orden a veces no acelera sus mecanismos y desbarata la ley de probabilidades.

Han transcurrido los días y las predicciones de Héctor parecen cumplirse en forma inexorable. El capataz habló de moldes, materia prima desconocida, ojos casi perfectos, bolsas llenas de cabello humano. La frase “producción en gran escala de una nueva generación” produjo en Oscar una desazón mayor que cuando la pérdida de color de sus bigotes. A eso le suma la humillación de haber sido desvestido sumariamente, sin que se le restituya el mono gris que el atávico pudor de los fabricantes reserva para las unidades “en depósito”. Los que hace tiempo que estamos aquí sabemos que la desnudez es el preámbulo a la salida de circulación, al desguazamiento y a la venta en piezas separadas. Muchos han terminado repartidos entre una escultura de vanguardia y la utilería de algún teatro de terror, cuando no diseminados en alguna feria popular.

En cuanto a Sonia, por un inexplicable capricho de una limpiadora, ha sido vuelta y orientada hacia Marylin —criatura ebria de vanidad— y ambas están ahora alineadas en una mirada que oscila entre la repulsa y el desdén. Mientras tanto Jean Pierre ha dejado definitivamente de prestar atención a Sonia y se demora en Marylin, que parece aguardarlo en un sostenido ademán de abrazo cuya resolución es difícil de prever. El resto de los habitantes del depósito —adolescentes, niños, y unos desgraciados modelos sin cara— no pueden advertir ese ofrecimiento hacia el desconocido por la mala Orientación de sus caras, dispuestas en un caos discordante que les impide incluso la contemplación del vecino más próximo.

Atrapado en una vidriera de la Unión, Héctor se ahorra la humillación, ignorante de que ese será su último trabajo.

Los festejos de los humanos siempre se me antojaron groseros y desmedidos, plenos de movimientos inútiles derrochados con excesiva rapidez. Condenados como estamos a mirarlos interminablemente, acabamos por entender su idioma y descifrar la estupidez de sus actos. A veces nos parece que el movimiento y la capacidad de expresión no los salva de ser tan grotescos y dignos de piedad como nosotros. Tampoco han sido capaces de la perfección, y sólo se aproximan a ella en su capacidad de destrucción y en un atolondrado talento para el mal.

Nunca supimos porqué el dueño decidió festejar su cumpleaños en la fábrica. En todo caso podemos recordar el lento languidecer del vino del asado, que dio paso a la cerveza helada, al rápido abandono del parrillero del fondo y a una desordenada invasión del depósito por parte del homenajeado y sus amigos. Seguramente todo fue producto del alcohol, y como ya había ocurrido otras veces, se realizó la parodia de un baile. Pronto Marylin estuvo en brazos de un invitado y Sonia en los de otro. La diversión incluyó levantarles torpemente sus vestidos, exponiéndolas a las miradas de todos. Al baile siguió el desenfreno de la obscenidad, y una ficticia lujuria estimulada por gritos, aplausos y silbidos. Un furor bárbaro envolvió a los amigos, que prodigaron en risotadas y bromas pesadas. Cuando el descontrol necesitó un nuevo ingrediente, tres hombres levantaron en vilo a Jean Pierre y lo tendieron sobre la larga mesa de ensamblaje. Con violencia lo despojaron del ambo y la camisa y —para satisfacción del dueño— descubrieron el último grado de perfección del recién llegado. Con maravilla, todos pudieron apreciar —sobre todo Marylin, sostenida por su pareja de baile en una posición indecente— el notorio atributo viril de Jean Pierre, de minucioso realismo y adecuado tamaño. Un silencio de asombro sucedió al estrépito, como si el descubrimiento les señalara que la maldad siempre es impredecible y supera a sus inventores. Esa pausa permitió el respiro para un nuevo vejamen, y con sólo mirarse los humanos pactaron el siguiente paso: desnudar a Marylin para acoplarla con el “nuevo”.

Quienes pensábamos que el sexo es una de las tantas debilidades de los humanos, nos enfrentamos a una versión fetichista y monstruosa, que degradaba a sus gestores más que a sus actores. Por más que Marylin hubiera fomentado nuestro desprecio —porque su frivolidad era un reflejo de humanidad—, sentíamos su vergüenza como propia, impedidos de realizar toda acción que la salvase. En cuanto a Jean Pierre, era tan distinto a nosotros que sólo nos inspiraba una fría piedad al verlo inmóvil sobre la tabla, ya sin la arrogancia de su alta figura, desbaratada su imponencia y aguardando que dos hombres culminaran la tarea feroz de abrir un camino entre las piernas de la desdichada. Sostenida por brazos firmes, soportaba el tormento de los punzones metálicos que a golpes secos socavaban el macizo inferior de su tronco para conformar una cavidad acorde al apéndice de Jean Pierre. La aleación de caucho y latex se había endurecido con los años, demostrando una resistencia superior a la nuestra, producto de la vieja artesanía del yeso.

Apoyada en una columna y olvidada por su pareja, Sonia asistía a la violación con el esmalte de los ojos a punto de saltar, incapaz de proferir ese grito que a todos nos hubiera gustado lanzar, para desahogo nuestro y espanto de ellos.

Cavado el orificio, Marylin quedó lista para la etapa final de la violencia, que era dirigida por uno de los amigos del dueño, manejando una autoridad repentina, incontrolable, que sus subordinados obedecían como una pandilla enceguecida. Así superpusieron los cuerpos, entrelazando piernas y brazos en una absurda caricatura del amor, enervados por la imperfección del acople, que no lograba acercarse al realismo que ellos hubieran esperado. Alentados por órdenes precisas, los obedientes forzaban las articulaciones al calor de repentinos sopletes y barretas de acero que presionaban sobre los miembros hasta torcerlos y amoldarlos a la cópula. En ese manipuleo febril Marylin perdió una mano y parte de su cabellera, mientras un ojo de Jean Pierre saltó para perderse en el fondo de una alcantarilla del depósito. Eso, lejos de aplacar al ejército de desalmados, estimuló sus esfuerzos y precipitó nuevas violencias, salpicadas de bebida e insultos. Finalmente alguien dijo que suministrándoles corriente, los cuerpos se moverían solos.

Suponer que Oscar se haya movido por sí mismo es desconocer las leyes de la física, por más que una repentina vibración lo tumbase de bruces. Una corriente de aire lo explicaría con comodidad, sin atentar contra la lógica. Yo prefiero culpar a Belzebuth, el inmenso gato negro que suprime los ratones de la fábrica y que deambula por ella como una sombra silente. Sí: seguramente esa negrura saltó sobre los hombros de Oscar y lo impulsó a caer sobre las damajuanas de disolvente de pintura.

Necesariamente el estrépito debió sentirse, llamar la atención al grupo de festejantes. Sólo que en medio de su propia euforia no hayan reparado en el sonido de los vidrios al romperse, ni en el instantáneo estallido del fuego.

Los periódicos se ocuparon profusamente de “la tragedia de la fábrica de maniquíes”, y abundaron en fotografías que mostraban paredes derrumbadas, hierros retorcidos y cuerpos carbonizados. Se tejieron toda clase de versiones sobre las causas del siniestro, y nadie pudo explicarse qué extraño impedimento privó a los hombres de escapar. Tampoco hay explicación para el abrazo que fundió en una sola masa ennegrecida al propietario con dos de los maniquíes. Una simbiosis macabra que sólo justificaría un desesperado intento del fabricante por salvar a sus creaciones de las llamas.

Dos capas de esmalte color carne y una minuciosa restauración de mis rasgos faciales me salvaron del basural. Un domingo soleado en la feria me devolvió a mi lugar natural: la vidriera. A pesar de los diez años de olvido y del calor excesivo he vuelto a ser útil. El viejo tendero que me compró ya me conocía del Goes Palace: es difícil olvidar a alguien que carece de piernas y brazos, pero que posee un perfil idéntico al de Robert Taylor en “La Dama de las Camelias”.

Ahora me luzco en una tiendita de barrio, con entrada en ochava y cartel con lentejuelas. Mi ventana da a la calle principal del cruce. Veo árboles, parejas de novios, niños que corren detrás de una pelota, gente que pasa y me mira.

De vez en cuando se aparece Belzebuth —que por supuesto salió ileso—, se sienta frente a la vidriera y se estira los bigotes. Si nadie lo molesta, permanece un tiempo con los ojos fijos en mí, con esa intemporal indiferencia con que miran los gatos.

Después se va, con la cola erecta y el paso receloso del que acecha.