EL ROCK DE LA MUJER PERDIDA

“Living is easy with eyes closed/

Misunderstanding all you see” (...)

John Lennon & Paul Mc Cartney

  1. Elvio E. Gandolfo

 

A veces pensaba que al doblar en una esquina la iba a encontrar, caminando en sentido contrario, cargada de carpetas, cuadernos, libros deslomados y algún volante de propaganda política recogido a la salida de la última clase. En ciertos cruces no determinados por ningún recuerdo se preparaba ante la inminencia de la aparición, como si el aire cambiase de cualidad y le anunciara que por fin, justo allí a la vuelta, el encuentro habría de producirse. Era una esperanza vana que tenía como culminación el desconsuelo, la pausa vacilante antes de seguir andando, atravesando el aire frío del invierno rumbo a la oficina, a su casa, al inmodificable presente sin ella.

Todavía seguía creyendo en la casualidad, esa variable combinación de circunstancias que había producido aquel primer encuentro del ascensor detenido entre dos pisos. Ellos dos y la comprobación casi inmediata que no sentían pánico, que los cigarrillos y el oxígeno eran suficientes para aguardar sin angustia a los bomberos, mientras la charla remarcaba coincidencias y dilataba la fascinación de estar conociéndose.

Liberados de aquella involuntaria prisión, se despidieron urgidos por obligaciones impostergables, pero se prometieron un café y todo el tiempo que fuera necesario para tomarlo. No intercambiaron teléfonos porque sabían que la primera cita sería ineludible. Bastaba la promesa, la mirada con que se despidieron y la certeza –por lo menos por parte de él– que algo más que una falla mecánica había detenido el ascensor.

Previsiblemente, aquel primer café se prolongó en horas de prolijo recuento de sus vidas, desmenuzando los veinte años con un fervor atropellado que les hacía disputarse el uso de la palabra. Luego sobrevinieron las caminatas, el aprendizaje del amor a través del lenguaje y luego la piel, el interminable arrobamiento en medio del silencio de aquel apartamento prestado, en el cual podían sustraerse a la temporalidad mientras se amaban, o simplemente bebían vino comentando “Elvira Madigan”.

Ella siempre quiso escribir un cuento que hablara de aquellos días. El, una canción, un rocanrol exuberante que trasmitiera el vértigo de la pasión, sobre todo el júbilo de amarse sin necesidad de exigir un mañana, de prometerse un tiempo no inventado. Sólo importaba el presente, las horas palpables y tibias en la vieja cama de plaza y media con el mapa de París desplegado sobre sus cabezas despeinadas: un homenaje a la Maga y a Oliveira encontrado en un altillo y rescatado por esa vocación de ella por atesorar símbolos. Si él todavía tuviera ese mapa podría recorrer otra vez aquellos itinerarios de dry pen verde sobre bulevares y puentes, el trazo irregular de la mano perdida que había inventado vagabundeos por Montmartre y detenciones en bistrós para documentar un viaje nunca realizado, un sueño no cumplido. Podría repasar esas caminatas ficticias y saber que los encuentros fortuitos pertenecen a la literatura y los abrazos en cámara lenta a las películas de Lelouch.

El mapa fue arrancado con violencia, al igual que el poster del Che y las dos reproducciones de Magritte, cagadas por las moscas y salpicadas de cerveza.

Cuando él llegó todavía flotaba el olor de ella –agridulce, penetrante, tibio– por sobre el revoltijo de hojas y cuadernos desmembrados, carpetas desgarradas y libros retorcidos como por un huracán. Bastó ver los huecos en las paredes, las poderosas ausencias de lo arrancado para saber exactamente qué había sucedido.

Como un torpe permaneció horas dando vueltas por el apartamento, sin considerar que a lo mejor podían volver y encontrarlo, estúpidamente ensimismado en un trocito de tela, tal vez el bolsillo de la blusa, desprendido por quien sabe qué movimiento. En ese tiempo estuvo como embotado, buscando afanosamente indicios de algo que tal vez siempre había estado allí, y él no había sabido ver. Comprendió que el dueño del apartamento necesariamente debía estar también implicado, enredado en lo mismo que ella, y él entre ambos, cumpliendo un rol lateral, apartado de lo esencial. Sintió miedo, impotencia, tristeza, humillación por no haber sido merecedor de confianza. Eso quería decir que a lo mejor el amor no alcanzaba, y que el único punto de encuentro entre ellos era aquella cama, ahora sin el signo tutelar de París y sus itinerarios verdes. Tan sólo rituales de pasión, conversaciones que parecían extraídas de alguna novela, más que de la realidad, y el dolor de esa ausencia que ahora, en la lejanía de la oficina, le quema como una brasa sobre la piel. En todo caso, en aquellas primeras horas sin ella, mientras dudó si huir o quedarse a correr su misma suerte, desenfundando la cobardía para suministrarle la lógica del “no te metás”, había creído que todo iba a aclararse, que se trataba de un error, que en un par de días aparecería. Con esa certeza abandonó, lívido y disimulando, tres horas después el edificio. No había querido mirar a nadie, ni descubrir autos sin chapa estacionados en la vereda de enfrente. Sólo puede recordar –con esa claridad que adquieren ciertos sucesos según pasan los años– su paso apresurado, emprendiendo una larga caminata que lo mezclaría con la gente, la anónima muchedumbre sin ella.

Fue inútil aguardar llamadas los días subsiguientes, leyendo los períodicos en busca de comunicados oficiales sobre la detención. Por supuesto que no se animó a telefonear a su casa y descubrir en el tono compungido de la tía otra vez la ausencia, el hueco dejado por los Magrittes manchados. Hundido en una impotencia pusilánime, no fue capaz de recorrer los establecimientos habituales de reclusión, preguntar y exponerse al arbitrio de ser acusado de cómplice, luego de explicar inútilmente que la política no le interesa y que es solamente un amante desesperado. Sólo fue capaz de ejecutar estridentes solos con la Eko, elevando el volumen del amplificador al máximo, única forma de llanto posible, ensordeciéndose con los trinos espasmódicos que iba arrancando con rabia y vergüenza hasta hacerse sangrar los dedos.

Cuando sobrevino el tiempo de los datos fragmentarios, de las versiones contradictorias, hizo crecer un espacio para la esperanza. Le dijeron que había sido liberada y puesta en un vuelo hacia Suecia esa misma noche. Alguien mencionó una carta, remitida desde París, en que se la nombraba, aunque no se especificaba si estaba viviendo allí. Oficialmente, nada se sabía, y alguien averiguó que ni siquiera existía constancia de un operativo para detenerla. Tampoco figuraba en las listas de integrantes de la organización. Crédulo, él se aferró a la hipotética carta, a París, a los antiguos itinerarios. Intentó llegar al origen del dato, aliviar la angustia de esos ocho meses de silencio. Sólo obtuvo más confusión y nuevos datos ambiguos, contradictorios, que le hablaban de ella en una versión diferente a la que había conocido. Era como si en aquellas caminatas, en aquellas charlas después del cine ella hubiera desarrollado una actuación magistral para fingir, o peor, para ocultar el secreto esencial de su vida. La confrontación ideológica entre la militante y el rockero había sido tan sólo superficial, un pretexto para demostrarse a sí mismos la tolerancia y la creencia en el amor capaz de superar toda diferencia. Todo había sido como un juego, la formulación de una serie de movimientos predecibles que los habían acercado. Hasta que en un gambito no acordado en las reglas, alguien había trastocado aquella esencia lúdica por otra, transformando el territorio de la partida en un caos delimitado por el miedo.

Abrumado por el recuerdo, por su incapacidad básica para luchar y por la certeza de que en definitiva siempre había estado al margen, abandonó todo proyecto de búsqueda y se recluyó en sí mismo, aislado por un temor irracional que le hacía sentirse perseguido, espiado, observado a cada paso. Esa obsesión pronto lo llevó a otra, en la cual imaginaba interminables sesiones de tortura que se sucedían hasta culminar en un nombre: el suyo. Se veía por fin involucrado, comprometido, cuando el cuerpo de ella no resistía más apremios y dejaba escapar esa referencia que lo ligaba más profundamente que el amor a su destino. Esa versión era producto de creerla todavía Cautiva, tras haber abandonado esa falsa esperanza de París, Estocolmo o Ginebra. Una y otra vez, la imagen del apartamento devastado le asaltaba en sueños complicadísimos que le hacían despertar gritando y manoteando a tientas, como si se protegiese de presencias invisibles. Ni sus padres, ni sus hermanos, conocían ese terror ciego a recibir un llamado telefónico a media noche, o ver estacionarse un automóvil con las luces apagadas en la puerta de la casa. No era suficiente el haberse desvinculado de las amistades de ella bajo el pretexto de una aguda depresión nerviosa que lo había llevado, incluso, a desentenderse por completo de los cursos de la Facultad. La obsesiva imagen de una muchacha arrastrada de los cabellos hacia una camioneta –así la describió un vecino, veintisiete semanas después, en una rápida conversación de boliche– lo atormentaba, considerando, sobre todo aquel cuerpo frágil que tantas veces había recorrido con manos, labios y sus propios cabellos en el atardecer de cualquier día en el apartamento. Por eso, cuando descubrió que por entonces ya no vivía con la tía, y que la habitación que tomaban prestada no era otra que la de ella y el otro, el misterioso dueño de aquel aparentemente perfecto refugio, la ternura se le deshizo como el terrón de azúcar que se humedece de a poco con el café. No sintió ira, ni lástima, ni decepción: sólo la estúpida incomodidad del que participa en una conversación sin entenderla.

Con aplicación se propuso posibles formas de borrarla, de suprimir su recuerdo como quien desgraba una cinta para llenarla con otros sonidos. No pensar más en ella fue el equivalente a aceptar su desaparición como una consecuencia lógica de su duplicidad, admitir el “algo habrá hecho” conformista y burgués e integrarse a la mayoría silenciosa que cerraba los ojos y seguía viviendo.

Los años fueron apartándolo de la fácil rebeldía del rock, transformando la música en un hobby de fin de semana. Sin haber progresado demasiado en su carrera, la mitad de la veintena lo sorprendió casándose con apuro para asumir una paternidad no deseada. El abandono de los estudios, el acopio de empleos y el rápido deterioro del matrimonio lo introdujeron por fin en la antesala del arrepentimiento. Cuando llegó a los treinta ya se había divorciado y veía a su hijo sólo los sábados y domingos.

Como algo que emerge de aguas profundas, una mañana recuperó la memoria de aquellos días y comprobó que no hay nada más terco que un recuerdo. Mirándose en el espejo antes de afeitarse, escrutó las entradas de su frente y la tristeza de sus ojos, y supo que era un perdedor.

Sin haberla sabido muerta y sin un posible lugar en donde imaginarla viva, se aficionó a inventarla a la vuelta de tal esquina, en el exhibidor de una librería, a la salida de cualquier cine. Ese juego le ayudaba a deambular entre la multitud sin sentir la opresión de la soledad. A veces, rasgando apenas la vieja guitarra, tarareaba aquella música inconclusa, una melodía sin nombre que pretendía abolir el tiempo y los errores y que sólo lograba expresar un lamento inútil y patético.

Hasta que una tarde, en una plaza céntrica, por fin la encontró.

El grupo caminaba en silencio, insensible al frío y al viento arremolinante. Iban muy juntos, hombres y mujeres, igualados por una dignidad que les nacía desde lo más profundo de sus miradas secas de lágrimas, firmes de empecinamiento para no admitir el olvido y exigir la expiación. Se desplazaban como urgidos por ser evidentes, y a la vez no exigían la atención de nadie, apenas si mostraban unos rectángulos de cartón con leyendas de factura casera. Los rótulos deliberadamente prolijos invocaban un nombre, una fecha, y en algunos casos iban acompañados de una foto, la expresión inmóvil de alguien que exigían vivo en ese preciso instante, aunque ya hubieran pasado muchos años de la desaparición.

El pudo verla en el centro del grupo, descubrir en la firmeza de la actitud al empuñar la pancarta un espejo donde reflejar, otra vez, su cobardía. Tal vez esa misma firmeza fue necesaria para redactar la leyenda que apelaba, como todas, a la fecha fatídica, al nombre completo y a la denominación infamante. Sobre las letras escritas en rojo reconoció los cabellos lacios cayendo mansamente sobre los hombros, el rostro alargado y dulce, la boca semiabierta como a punto de llamarlo, los ojos claros y brillantes irradiando ternura y anhelos indefinibles, como cuando los vio por primera vez en la corta distancia del ascensor. La mujer, la vieja tía, avanzaba mostrando la denuncia como un estandarte que lo hacía retroceder, ahuecar el pecho como si algo invisible lo golpease. Podía ver como el tosco cartón con la foto y la leyenda se abría paso desde el fondo de los años y le devolvía el rostro de la mujer perdida, de la mujer borrada y suprimida. Desaparecida.