EL VENDEDOR DE SUEÑOS

“We are such stuff

as dreams are made on . . .”

William Shakespeare

1

“De alguna manera siempre estamos solos”, se dijo Esteban, considerando el desamparo del cuarto del hotel donde acababa de instalarse. Había abierto la pequeña maleta sobre la cama y demoraba en decidirse a distribuir sus pocas pertenencias en el ropero, que junto con dos sillas y un pequeño escritorio completaban el mobiliario de la habitación.

FueTrelles el que le recomendó el “Hotel Milton”, a pocas cuadras de la estación y del centro. “Tiene todo a mano: el trabajo, las vidrieras y las putas”, le había dicho, despidiéndose en el andén de la estación. Siempre había sido de pocas palabras, por eso, antes de subir al vagón, sólo logró sacarle un lacónico “no despilfarre la plata y jamás olvide a su pueblo chico”. Antes le había dado la carta que lo recomendaba a “Difusoras” como individuo de buena conducta y mejor voz, dueño de una intachable trayectoria en la emisora local. “Me quedo sin locutor”, había mascullado Trelles, pero al final Esteban lo convenció de lo necesario de su partida. “Hasta cuándo voy a seguir leyendo avisos de nacimientos y defunciones, enfermedades y curas, anunciando remates, levantando noticias de los diarios y pasando discos de 78”, dijo en un arranque de hastío. Pero así como era de pocas palabras, Trelles apreciaba la abundancia de argumentos en la conversación de los demás. “Está bien, no sea secante, muchacho, ya me convenció”, dijo mientras terminaba el primer litro de cerveza de aquella tardecita, la primera de calor y la. última de Esteban en el pueblo. Secándose el sudor de las manos, Trelles había tomado un hoja membretada y la había introducido en la vieja Remington, con ese gesto autómata con que ponía los discos sobre el plato y los empalmaba justo para acompañar la tanda de avisos. Ahora Esteban recordaba el sonido de la estilográfica de Trelles al estampar su rúbrica al pie de la carta, como el último sonido que merecía recordar de “La Voz del Sur”. Tal vez era eso lo único que no le había mezquinado su patrón: una triste firma, temblorosa y confusa, salpicada de sudor. Por eso ahora podía tenderse semidesnudo sobre la pequeña cama y saborear esos primeros minutos de triunfo en una ciudad nueva, en medio de un calor diferente. No se sintió miserable al imaginarse al gordo y transpirante Trelles, leyendo con voz siempre mal colocada las noticias de la tarde, manoteando el disco mientras el teléfono suena sin que nadie pueda contestarlo.

“De alguna manera siempre estamos solos”, volvió a pensar. “Y ahora Trelles también”.

II

El “Hotel Milton” era un antiguo edificio de dos pisos, construido en la década del veinte. En su origen había sido la casa de un famoso médico de la sociedad de la época. Reformado, a partir del 43 fue un hotel de cierta categoría; ahora, apenas si cumplía con las exigencias mínimas. “Pero es limpio y tranquilo”, había dicho Trelles, que lo frecuentaba en sus escapadas a la capital, más que nada porque podía llevar a la pieza prostitutas sin que el conserje se molestase.

La tarde en que Esteban se instaló vivían en el hotel siete personas, además de su propietario, Milton Galena. Teniendo capacidad para veinticinco pasajeros distribuidos en seis habitaciones dobles, una triple y diez individuales, esa población era una de las más bajas desde la apertura del hotel. “Con razón es tan tranquilo”, pensó Esteban al firmar el registro y ver los pocos nombres que contenía. Le fue adjudicada una habitación del segundo piso –la número 21–, “la mejor aireada de todas y la de mejor vista”, dijo Milton haciendo bailotear la llave entre sus manos.

“Lo del aire es muy relativo”, pensó Esteban, bañado en transpiración, todavía tendido sobre la cama. Y en cuanto a la vista, apenas si se distinguía desde la ventana parte de la rambla portuaria, en una forzada perspectiva que se abría paso por entre los edificios grises. Imaginó qué habitación le habría tocado de haber mencionado a Trelles. “En todo caso –se dijo– es mejor el azar, y el 21 me gusta: número impar, múltiplo de tres que suma tres, la cifra perfecta. La trinidad. El principio, el medio y el fin. Y yo, recién llegado, el octavo pasajero.

III

Agotado por el viaje y por el calor, por fin se durmió. En medio de imperceptibles temblores, soñó con Trelles. Lo vio parado todavía en el andén vacío, mirando las vías que se perdían en la llanura. Se vio a sí mismo caminando despacio por entre los rieles, intentando alcanzar el tren que ya había partido. Sus pasos se enlentecían cada vez más, como si la presencia de Trelles determinara una interrupción de la urgencia, un deambular torpe sobre los durmientes que parecían estar hechos del barro gris de los chiqueros. De vez en cuando miraba hacia atrás y Trelles estaba todavía allí, mirando la lejanía, quieto como una fotografía, sosteniendo el saco sobre el brazo y rezumando transpiración, sin prestar atención a su chapoteo inútil. Al llegar a la curva del puente las vías parecían ascender, bifurcarse, perder su condición paralela.

Despertó jadeando y le costó adaptarse a la oscuridad de la habitación, hundido en ese extrañamiento que produce despertar en un lugar desconocido. Ya había anochecido pero el calor no había menguado. Con urgencia se levantó y abrió de par en par la celosía. Los destellos del neón de un luminoso cercano lo cegaron, y una leve náusea lo hizo vacilar.

Duchándose en el baño común del piso, escuchó que alguien de alguna habitación cercana se quejaba. Oyó otros quejidos superponiéndose y supo que se trataba de una pareja haciendo el amor. Se preguntó si la mujer sería una de las prostitutas que solía traer Trelles. “Todo a mano: el trabajo, las vidrieras y las putas”. Para Trelles ese era el orden de prioridades, lo cual equivalía a decir: trabajar, consumir y fornicar. El no venía precisamente a trabajar y mucho menos a consumir. “Asuntos familiares”, era la excusa, “lo dejo dos días a cargo de la radio, no me falle, Esteban”.

Esteban sabía que eso equivalía a una transferencia de poder, a la inútil posesión de “La Voz del Sur” por dos días interminables mientras el gordo resoplaba sobre alguna mujer barata. “Ahora para venir va a tener que cerrar, dejar de transmitir –sonrió al pensar en esto–, o conseguir otro infeliz”.

Envuelto en una toalla atravesó el largo corredor para volver a su habitación. Con los oídos atentos intentó descifrar nuevos jadeos, gritos o resoplidos de júbilo. Sólo escuchó el remoto rumor de una radio que difundía bailables, unas risas lejanas provenientes de la calle y el goteo impertinente del duchero mal cerrado. Antes de abrir su puerta miró el resto de las que se alineaban, intentando adivinar cuál ocupaba el gordo cuando venía. Supuso que su dinero podía pagar una de las dobles, que eran las del piso de abajo.

Mientras se vestía recordó la pesadilla, reviviéndola con alarmante nitidez. “Las vías dejaban de ser paralelas”.

IV

Cenó en una cantina cercana y después miró las vidrieras de la avenida. Todo le pareció brillante, agresivo, nuevo y excesivamente grande. No pudo imaginar a Trelles integrado a ese paisaje, y muchomenos a él mismo, por más que se vió reflejado varias veces en los espejos de los escaparates. Por curiosidad pasó por el edificio de “Difusoras”, a pocas cuadras del hotel. Quería estar seguro de no perderse cuando el lunes fuera a presentar la carta.

Cuando volvió al “Milton” era tarde y ya estaba en conserjería el portero nocturno. En el pequeño vestíbulo una pareja leía un periódico y un viejo dormitaba. Esteban saludó con un buenas noches tímido y apresurado. El viejo despertó y lo miró con interés, como si sólo hubiera estado fingiendo dormir. La pareja no pareció oírlo, ya que continuó la lectura. El viejo dijo: “por fin un joven en este caserón”. Aludido, Esteban sonrió y pidó su llave. Cuando se encaminó hacia la escalera, la pareja ya se había ido y el viejo otra vez dormitaba.

En el descanso del primer piso se encontró con una mujer que buscaba algo en su cartera. Al verlo se sobresaltó y una muda sorpresa le paralizó el rostro. “He perdido mi receta”, balbuceó mientras continuaba buscando, ahora con los movimientos frenéticos de un animal que estuviera cavando. Esteban la saludó con una inclinación de cabeza y abordó el segundo tramo de la escalera. Al pasar junto a ella pudo ver que era una mujer madura, tal vez prematuramente envejecida. Un apretado moño le tensaba los cabellos entrecanos, dando a su semblante una cualidad severa. “Mi receta, ¿dónde está mi receta?”, la oyó decir con desconsuelo mientras continuaba subiendo.

V

El vino de la cena le alivió la incomodidad de una cama desconocida, y pronto cayó en un sueño profundo, que los destellos del neón y los lejanos pitazos de los trenes no pudieron interrumpir.

Despertó a media mañana, pero le pareció que hacía cinco minutos que se había dormido.

Se vistió apurado y bajó al vestíbulo. A esa hora el calor era insoportable, y los ventiladores del techo sólo removían el aire caliente sin conseguir menguar el sopor. La planta baja lucía desierta y silenciosa, y el único signo de vida era el incesante ir y venir de las moscas. “Claro, es domingo”, pensó Esteban, dudando en colgar él mismo la llave en él tablero o esperar a Milton. Al ver los ganchos vacíos comprendió que todos todavía dormían. “El 17 bajó: ¿quién será?

Finalmente colgó la llave y salió a la calle.

Sentado en un banco de la vereda vio al viejo que la noche anterior dormitaba en el vestíbulo. A la luz del día le pareció más pequeño y menos arrugado, como si se tratara de un joven disfrazado. Pese al calor estaba enfundado en un traje demasiado abrigado, gastado y de color indefinido. De una camisa ajada y amarilla emergía una cabeza que parecía atrapada por un sombrero panamá dos talles mayor. Bajó el ala doblada hacia abajo se amontonaban unos rasgos que recordaban a los de un buho. No hubiera sido escandaloso ver girar esa cabeza en un círculo completo.

“Aquí tenemos al 17 –pensó Esteban– el único que madrugó”.

El viejo lo saludó con una sonrisa desdentada que transformó su boca en una triste cavidad. Sus ojos tenían ese aire completamente atento que distingue a los vigilantes y a las aves, y también a los insomnes.

—¿Durmió bien, mocito? –dijo con una voz falsa, que pareció emerger de un ventrílocuo oculto.

—Muy bien, gracias, ¿y usted? –respondió Esteban, como si respondiese a un niño o a un loco.

—Los viejos dormimos poco, y nunca demasiado bien. Mucho calor, mocito. No es bueno el calor para dormir. Engendra pesadillas.

—Es cierto. Ayer, sin ir más lejos, tuve una. Debe ser el calor.

El viejo se encasquetó aún más el sombrero y volvió a sonreír, murmurando frases ininteligibles, como quien dice un conjuro o una jaculatoria. En esa misma postura y rodeado de perros recordó Esteban a su abuelo, anunciando con voz sentenciosa la llegada de la próxima lluvia, como si se tratara de un acontecimiento sobrenatural o un tren sujeto a horarios y detenciones. Por entonces era un niño que había comenzado a alimentar el desarraigo y un desprecio silencioso hacia la miseria de los suyos, y por supuesto a la propia. Ahora, en medio del calor de esa mañana, renovaba el desarraigo en el primer domingo de ciudad grande, dándole la espalda al viejo e iniciando sin prisa una caminata sin destino, por el puro placer de ir descubriendo las calles desconocidas y la gente urgente de la capital, de continuar alejándose prolongando la ruta de las vías en las veredas soleadas.

Al llegar a la primera esquina se volvió, buscando con la mirada al viejo: el banco estaba vacío.

VI

Volvió al hotel a media tarde. Había caminado decenas de cuadras, sin dar importancia al calor y atento a cada acontecimiento de la calle. Almorzó solo en una cervecería del Parque Rodó, mirando el mar y la playa desbordante de gente. Le pareció estar viéndolo todo como dentro de un complicado sistema de cinematografía, en el cual él era a la vez espectador y protagonista. Lo que más lo impresionó fue el río color rojizo, al que los bañistas entraban como cumpliendo un ritual.

No le importó extraviarse en el camino de regreso, y disfrutó con arrobo casi infantil el lento viaje en tranvía, atravesando los barrios de la costa hasta culminar en la Aduana.

Tendido en la habitación y con el sudor licuándole la piel, repasó cada minuto de la excursión y pensó: “de alguna manera siempre estamos solos, pero en la ciudad es mejor”.

En el vestíbulo se había cruzado con la mujer de la receta. Parecía más tranquila que la noche anterior, y respondió a su saludo con verdadero interés. “Habrá conseguido su medicina”, pensó Esteban mientras buscaba las llaves. “¿Por qué hay más números que habitaciones?”, se preguntó observando el tablero como si se tratara de un enigma matemático. “El viejo, la loca de la receta, la pareja del diario –¿que hacía el amor?–. Galena, yo mismo. Me faltan dos, un cuarto del total”.

Los ventiladores zumbaban como gigantescos insectos cautivos, proyectando su inútil ventilación sobre unos sillones vacíos y unas plantas sedientas. Decidió sentarse un momento antes de subir a la habitación y se arrellanó en un sofá de cuero marrón. Encendió un cigarrillo: el primero de ese día. La pareció que fumar no había sido necesario hasta ese preciso momento en que podía sentarse y recordar, las aspas girando con sonido monocorde, suspendidas encima de su cabeza, enredándose con el sonido del recuerdo: la rueda gigante que elevaba a las parejas y las hacía gritar de terror barato, diez vueltas completas por dos céntimos. “Haber subido solo fue lo único que le faltó al paseo”, se dijo con una repentina nostalgia por esa altura no conocida. “Y en ese caso las vías habrían subido, se habrían curvado para mí”. Se preguntó si los paseos de Trelles llegaban hasta allí o se limitaban a la habitación, a la obligatoria puta y a la caminata por las vidrieras, para mirar todo sin comprar nada. “No me falle, Esteban, y no se olvide de apagar el transmisor”.

Inmóvil y envuelto en la aureola del humo vio entrar a la pareja. La risa sofocada de él se anticipó al intento de ella de imponer el silencio. Entraron al vestíbulo como habrían entrado dos integrantes de una comparsa. Apoyados en el mostrador de la conserjería recompusieron la urbanidad pero no saludaron a Esteban, como si no lo viesen o no les interesara. El hombre era alto, morocho, joven, de movimientos violentos. Los bigotes renegridos destacaban los dientes blancos y perfectos, pero rebajaban la franqueza de la sonrisa, que a Esteban le pareció impostada, como la de un cantante de boleros agradeciendo los aplausos. La mujer parecía algo mayor que él, más pequeña, menos morocha y de movimientos felinos: una especie de contrafigura y a la vez complemento del hombre. Juntos parecían ser, más que novios o amantes, cómplices.

“Vamos a ducharnos”, propuso la mujer haciendo un ademán que lindaba con lo obsceno. El hombre lanzó una risa nerviosa, precedida de un manotón sobre las caderas de la mujer que se volvió hacia Esteban con malicia, como si todo se tratase de una representación que él debía contemplar, hundido en el cuero caliente del sofá, sin más cometidos que fumar y soportar el calor viéndolos a ambos. “Ahora van a bañarse juntos para volver a transpirar de nuevo. Tal vez ni siquiera se amen, pero necesitan simularlo, sobre todo delante de terceros, de mí”.

“Agarrá la llave”, dijo el hombre, ahora suficiente y calmo. “Apostaría que es el número nueve, doble con baño privado”, se dijo Esteban, siguiendo con la mirada la mano de la mujer que buscaba a tientas sobre el tablero y desenganchaba un número que desde el sofá no podía verse.

“Y era el nueve, nomás”, pensó, tendido sobre la cama, la transpiración y las sábanas ajadas de tantas vueltas, rodeado de penumbra y destellos de neón, juntando voluntad para ir al baño y refrescarse para bajar a cenar. Era demasiado haber esperado dos horas por los jadeos y los gritos sofocados que debían atravesar un piso y todavía ser audibles, descifrables por encima de cualquier otro sonido.

VII

Bañado y con ropa limpia, recorrió con morosidad el corredor, ahora sin la urgencia de ir envuelto en una toalla. Miró las puertas oscuras y los números de bronce como si buscase una falla en la realidad, algo que le revelase el mecanismo del silencio que a esa hora parecía recién inventado. “Parecería que todos duermen o simplemente acechan, aguardando que pase y me desentienda”.

Encendió un cigarrillo y descendió las escaleras con la mayor naturalidad que pudo fingir. Apoyado sobre el mostrador, Milton leía un periódico. Al verlo llegar lo cerró y dobló en cuatro. Enseguida le concedió una sonrisa gastada de vendedor de tienda, apenas un mostrar los dientes amarillos y un leve aleteo de nariz como el que hubiera precedido a un estornudo. En la incierta luz que bañaba los objetos del vestíbulo, Galena parecía apenas un busto de yeso al que hubiesen dado un poco de color con tizas pálidas. Lo más vital en su rostro eran los ojos inquietos y redondos, errabundos bajo una mata de cejas hirsutas y grises. El pelo también era gris y tenía una cualidad oleosa, achatado sobre una cabeza que parecía oprimida por algo invisible.

–¿Qué dice, mi amigo, descansó?, –la mano más rápida que la vista para tomar la llave que le tendía Esteban y colgarla en el tablero, preguntando por gusto, sin estar interesado verdaderamente en nada relacionado al descanso de nadie.

–Bastante. Lástima el calor.

–Bochornoso. No corre una gota de aire, qué barbaridad. Aunque su pieza es la más ventilada de todas, ¿verdad?

Esteban se encogió de hombros, incapaz de cotejar su habitación con cualquiera de las otras, de establecer comparaciones valederas, salvo la desventaja de no tener baño privado y estar exactamente sobre la número nueve.

“Voy a tener que jugarle al 08, el incendio. Fue clarito, don Julián”. La voz venía de la escalera y Esteban pudo oírla por encima de la de Milton:

–¿Qué le parece la capital, ya la conocía?

“¿Me lo va a dejar anotar? Lo principal solamente, si no quiere entrar en detalles”. “Es que no sé si me acuerdo, Ud. sabe como son esas cosas, aunque hay un detalle que si...” El viejo y alguien más que Esteban no reconoció porque era la primera vez que lo veía: un hombre delgado y vestido de claro, un borrón blanco en la semioscuridad del vestíbulo, aparecieron como si surgieran de la nada y se instalaron en los sillones de cuero.

–Todavía no vi mucho. Había estado una vez cuando tenía seis años, la vez que internaron a papá –dijo Esteban, recitando algo muy aprendido que no necesitaba pensar para repetirlo–. Aquellos habían sido seis días de interminable espera en el hospital, mientras los médicos postergaban lo que hubiera sido una muerte digna. Ahora el recuerdo le llegaba en fragmentos que la curiosidad de Milton y su propia memoria no lograban unir, como si pertenecieran a otro individuo que los hubiera perdido por ahí.

“El fuego no quemaba, ahí está, era eso, eso era lo verdaderamente atroz: fíjese qué cosas le ocurren a uno cuando...” El ronquido de los ventiladores se llevaba las palabras y las hacía trizas, esparciéndolas en la atmósfera caliente del vestíbulo. El hombre de claro hablaba sin mirar al viejo que, en el otro extremo del sofá, ni siquiera parecía oírlo, la cara oculta por el ala del panamá echado hacia adelante como una máscara. “Verdaderamente notable: el fuego que no quema, muy sutil. Supe de algo parecido, se trataba de hielo que hervía: qué paradoja, casi se complementan. Me lo contaron en un vapor, una noche que cruzamos el charco con mi amigo Flores. Fíjese qué curioso, el hombre murió, diez años después, de un síncope en las termas.”

–Si quiere cenar, a tres cuadras hay una buena parrillada. Se come bien y es barato. Diga que va de parte mía.

“Podría ser también el 76, las llamas, y ya tiene para una linda redoblona, el 08 con el 76. Aunque Ud. no es de hacer redoblonas: en eso, cada uno...”. Los gritos provenientes del piso superior ahogaron las últimas palabras sin que los dos hombres se conmovieran. Milton apenas si levantó la vista enfocándola en la escalera.

—Otra vez esos dos —dijo, como si comentara un acontecimiento que superaba su comprensión y que aceptaba como inevitable—, van a terminar matándose.

“Se deben golpear, qué animales”. Esteban recordó la violencia latente en el hombre, sus movimientos bruscos, acelerados. También consideró a la mujer y la supo instigadora, necesitada de la violencia como un niño de un juguete. “Es limpio, tranquilo y tiene todo a mano”.

—¿Conoce algún quilombo cerca?— preguntó sin pensar demasiado en lo que decía, hablando por hablar, provocando en Milton la malicia y una miranda anhelante.

—Depende...

—¿Depende de qué?

—De lo que quiera gastar, mi amigo— explicó el conserje, tal vez experto en esa clase de recomendaciones.

—Quiero gastar lo necesario— dijo sin convicción.

—Entonces le conviene más una yira de la calle— sentenció Galena, acercando su cara a la de Esteban y bajando la voz, como si practicara una delación.

—Si es discreto la puede traer acá— agregó en tono cómplice, rematando la negociación y pensando ya en qué mujer recomendarle.

“Como con Trelles. Pero conmigo no va”. Esteban movió la cabeza en una lenta negativa, indiferente a la ansiedad de Milton y a los nuevos gritos provenientes de la habitación número nueve. El viejo y el hombre vestido de claro habían dejado de conversar y permanecían quietos en la penumbra del vestíbulo, que los tornaba difusos, irreales. Desde la calle llegaba la machacosa repetición del titular de un diario voceado por un canilla. Los gritos se iban haciendo más espaciados a medida que la furia iba menguando y conformaban una especie de contrapunto de los del vendedor.

Finalmente Esteban dijo:

—No. Así no me interesa. Mejor me voy a cenar.

Milton intentó una réplica vana, mientras Esteban se alejaba con rapidez hacia la calle. En ese momento, la mujer de las recetas apareció junto al mostrador y con el rostro demudado gritó:

—¿Es que en este hotel nunca se puede dormir?

Por única respuesta sintió un grito prolongado y monocorde que se transformó en una risa convulsa.

VIII

Antes de cenar, Esteban volvió a caminar por la avenida, a mirar las mismas vidrieras de la noche anterior, a pasar frente al edificio de “Difusoras”. Por primera vez desde que llegara, la soledad le pesó como una carga sobre la nuca. Fue una debilidad pasajera que desapareció rápidamente con tres ginebras tomadas de pie en el mostrador de un bar.

Pensando en la entrevista del día siguiente —recordaba línea por línea la carta de Trelles— cenó en una cantina de una calle trasversal a la avenida. Si conseguía el empleo abandonaría el hotel y se mudaría a una pensión en la que hubiera menos calor y más tranquilidad. “Un lugar donde sea posible matear después del trabajo, un patio con madreselvas, una habitación fresca, tal vez una novia, qué más”.

Satisfecho y con sueño regresó al hotel cerca de medianoche. Los ventiladores estaban apagados y el hombre de claro jugaba al solitario en la pequeña mesa del vestíbulo. La conserjería estaba vacía y sólo la llave número trece permanecía en su sitio, además de la veintiuno. La difusa luz proveniente de un pequeño plafón en una de las paredes, iluminaba anémicamente personas y objetos. El hombre de claro tosió y respondió con un gesto el saludo de Esteban, inmovilizando un naipe entre los dedos de una mano blanquísima. Después lo colocó junto a varios que formaban fila y dio vuelta uno del extremo opuesto. Hizo todo eso con desgano y como si no le interesara: parecía un prestidigitador cansado por interminables horas de trucos frente a unos espectadores desatentos. Llave en mano. Esteban lo contempló: había en su aspecto una indefinible aura de derrota, un cansancio demasiado explícito y una indiferencia tranquila, aprendida con los años o con los fracasos. “Y todavía falta alguien más, hombre o mujer, que no se ha dejado ver”.

Boca arriba, alternativamente iluminado por el neón o por el destello de las cerillas de los sucesivos cigarrillos, Esteban luchó con el insomnio y la excitación. Atento a los sonidos del piso inferior, exasperado por la calma, fantaseó con variables mujeres sin lograr imaginar la posible mujer que la tolerancia de Milton le hubiese permitido. También se levantó varias veces a contar el dinero y a abrir y cerrar la carta de Trelles. Cerca del alba, transpirado y tenso, abandonó todo propósito de sueño, se bañó y se puso el único traje que había traído. Después se sentó junto a la ventana abierta de par en par, mirando el amanecer y aguardando la hora de ir a “Difusoras”.

A las ocho y media bajó al vestíbulo y se cruzó con el pasajero que faltaba: un hombre de edad indefinida, pequeño y enjuto como un refugiado de guerra. No respondió al saludo de Esteban porque deambulaba leyendo un libro, trepando la escalera como un ciego o un sonámbulo.

Arrellanado en el mismo sillón, el hombre que hacía solitarios, dormía. La última combinación de naipes todavía estaba sobre la mesa, y el resto del mazo se había resbalado de la mano al piso, esparciéndose sin orden sobre la alfombra. Junto al sillón, una botella a medio vaciar se entibiaba con el calor que iba creciendo a cada minuto.

IX

“Así que Trelles lo recomienda. Muy bien, buen amigo el gordo, gran broadcaster, lo que se dice un pionero. Una lástima que Ud. no se haya largado antes: hace dos meses cubrimos una vacante que hubiera resultado ideal para probarlo. Claro, había que ver si se adaptaba, porque esto es otra cosa. Supongo que el gordo algo le habrá contado, él viene muy seguido. Parece que le gusta la diversión, ja, ja, ja. Voy a visitar a la tía Felicia que está muy viejita, eso es lo que dice, fíjese qué pretexto. Esa tía murió hace seis años, no me explico cómo la mujer no lo sabe. Qué bárbaro ese Trelles. Vamos a ver, por aquí me dice que don Esteban Sacone es un individuo de buena conducta y mejor voz. Muy bien, Sacone, eso es muy importante. Me refiero a la conducta, porque de qué sirve la voz si no procedemos bien. La voz es un instrumento: si hay buena base con técnica puede mejorarse. Ud. me dirá: la conducta también. No, mi amigo. En eso no estoy de acuerdo. El buen proceder es algo innato, se es buena o mala persona, y eso es algo que va más allá de la educación. Bueno, no quiero abrumarlo con moralina, y yendo al punto: no puedo prometerle nada, a lo sumo tomarle una prueba. Combine con la señorita Aurelia, mi secretaria, de venir una tarde a probarse. Hago fe en Trelles sobre lo de la conducta, pero veamos eso de la voz: A lo mejor se puede conseguir una suplencia en el turno de la noche. En fin, se verá: buenos días, Sacone, ha sido un gusto”.

Para escuchar esas palabras Esteban había cumplido sucesivas esperas en antesalas y escritorios, soportando el calor y la demora en una actitud inmóvil y silenciosa. Salvo el gesto de acomodarse el nudo de la corbata a intervalos regulares, nada en su persona denotaba ansiedad. La falta de sueño durante la noche incorporaba la espera y el sombrío ambiente de “Difusoras” a un territorio irreal, cuyo tiempo parecía medirse con las guiñadas rojas de las luces que prevenían “aire”, mientras una anónima voz anunciaba bailables o el estado del tiempo. En esas horas la carta de Trelles había permanecido en el bolsillo interior del saco, como un salvoconducto o una estampita milagrosa.

Tendido otra vez sobre la cama, nuevamente transpirado y ahora sin fe, Esteban volvió a recordar línea por línea la carta, incorporándole el recuerdo de la falsa deferencia del gerente de “Difusoras”. Había combinado una prueba para el miércoles siguiente, sabiendo de antemano que sería todo un simulacro, que su voz no importaba y que Trelles, otra vez, lo había jodido.

X

Cuando compró el primer sueño, gozó la primer puta y extrañó por primera vez la calma de su pueblo chico, la historia de los días de Esteban en la ciudad pareció acelerarse, como si el tiempo —de transcurso desganado al principio— hubiera alterado sus mecanismos y lo instalase en una pendiente de dinero malgastado y esperas inútiles en “Difusoras”.

Extrañó la noche en que siguiendo el consejo de Milton llevó escaleras arriba a uná mujer olvidable, silenciosa, experta, que lo sacudió como a un guiñapo sobre la cama de la habitación veintiuno. Fue un frenesí rápido en que los cuerpos simularon la pasión y la obscenidad, difusos en la negrura que se teñía de rojo con los acompasados destellos del neón. Cumplido el servicio, la mujer se vistió con tanta rapidez como se había desvestido, indiferente a la nostalgia de Esteban, que fumaba en silencio, ausente ya de la habitación, imaginando otra vez la estación y más atrás la calle polvorienta, el bar junto al correo y la plaza de árboles pelados, rectos, proyectando las sombras oblícuas y largas del atardecer. Extrañó Esteban esa atmósfera inmodificable y esa luz que se descomponía sin prisa hacia una oscuridad fresca, estrellada, para dormir o simplemente pensar. Después del goce —mecánico, furioso, vacío—, la añoranza de lo perdido lo desentendió del saludo de la mujer y su taconeo torpe perdiéndose escaleras abajo. Le había extendido unos pocos pesos que más que el placer pretendían pagar el olvido, la desaparición urgente y el derecho a quedarse por fin solo, sin otra alternativa que cerrar los ojos y soñar, gastar ese sueño que el viejo le había vendido, como quien vende pañuelos o corbatas puerta a puerta. Había sido el hombre de los naipes —que se llamaba Rovira, que era abogado y ahora tahur— el que le había contado lo del cuaderno y las recetas, toda esa fantasía absurda y barata de anotar sueños, clasificarlos y venderlos escritos en cifrado numérico sobre unas sucias hojas de carpeta escolar. Entreteniéndose con los naipes, atento a las combinaciones de palos y números, Rovira le había explicado el procedimiento y sus consecuencias, incapaz de medir el absurdo de lo que decía. Actuaba como un emisario del viejo, utilizando su verborragia forense y un afán premeditado en parecer convincente más allá de la distraída actitud de no mirar a su interlocutor. “Julián Romeo le va a dar el primero gratis —había propuesto Rovira, concluyendo su minuciosa exposición—, eso sí: Ud. tiene que contarle uno, el primero que se le ocurra. El lo anota y después le da a elegir cualquiera: y le prevengo que tiene algunos que son fantásticos”. Esteban supo que el abogado era un charlatán al que tal vez divirtiese la locura del viejo, sin contar con que a lo mejor ganase dinero en la intermediación. “Cinco pesos, muchacho, ¡qué asombrosa felicidad se puede comprar hoy por cinco pesos!”, había comentado el intermediario inmovilizando el as de espadas antes de darlo vuelta y dejarlo de lomo sobre la mesa. Con similares palabras Galena le había vendido la puta, que era más cara, tangible y real que los números que prometía Rovira, aunque tenía una desventaja: no le daría el primero gratis. “Hay uno muy bueno con Mae West —continuó el abogado, desenvolviendo el paquete, mostrando la mercadería en detalle y describiéndola como si fuera una película—, ¿no le gusta Mae West?, también hay otro con la Crawford, con Amelita Vargas, qué se yo, Julián Romeo se lo puede explicar mejor. O tal vez el poeta: habitación quince. Cuando necesita inspiración recurre a los papelitos del viejo, como otros usan el aschis o una desilusión amorosa. Sinceramente: los resultados, desde mi humilde modo de ver, no pasan de una veintena de poemas que nadie se anima a publicar. Yo no entiendo nada de rimas y encabalgamientos, pero Galena —que los ha leído, aunque tal vez sea menos entendido que yo— asegura que son francamente incomprensibles y que Servando Palma está totalmente loco. Pero a Ud. esto no le interesa, ¿verdad?”.

Rovira acabó el solitario y se desentendió de Esteban, sabedor de que el ridículo tenía sus límites y que nada de lo que agregara a sus promesas de maravilla podría convencer al posible cliente, salvo su propia desesperación y un afán insensato por malgastar el dinero.

La memoria de Esteban registra la compra del primer sueño, el goce con la puta y la repentina nostalgia, como ocurridos en el mismo día, en una misma dilatada jornada en que todo pudo superponerse y trabarse, alentado por una casualidad ineluctablemente originada en la recomendación de Trelles. Por lo menos eso es lo que piensa ahora Esteban, cuando la puta ya se ha ido y sólo permanece de ella el olor agridulce de secreciones recónditas y perfume barato. El paisaje calmo y quieto del pueblo se va desvaneciendo en su mente a medida que el olor va menguando, disolviéndose en el calor invencible de las seis de la tarde. Bajo la almohada el papelito se entibiaba con los números vueltos hacia arriba, una escolar sucesión de cifras garabateadas por la mano temblorosa de Julián Romeo, misterioso mago que ha realizado su truco luego de guardar cuidadosamente los cinco pesos en el bolsillo de atrás del pantalón. El viejo no ha tenido la posibilidad de exhibir su muestrario; de abrir el libro de sueños y pesadillas para mostrar al cliente lo que se puede soñar. “No me interesa soñar un sueño de otro”, dijo Esteban, haciendo bailotear la moneda entre los dedos en una repentina prestidigitación. “Pero eso no es lo verdaderamente interesante”, dijo el vendedor de sueños, asombrado de la simpleza de su cliente. “No, lo lindo es soñar lo que uno quiere, y si es posible, que ese sueño se cumpla”. Esteban había expresado ese deseo con el candor y la piadosa ansiedad del que pide tres gracias a una estrella fugaz, sabiendo de antemano que no se cumplirán, que es una esperanza vana la que fosforece sobre el horizonte, y sin embargo confía en que el milagro se produzca. Julián Romeo sonrió con malicia y guardó el cuaderno en un viejo baúl junto a su cama. Luego tomó una hoja con renglones y guarda art nouveau y mojó la punta del lápiz entre los labios. Como al conjuro de un súbito éxtasis fue anotando pares de números separados entre sí por guiones, hasta completar más de la mitad de la hoja. “Antes de dormir léalos tres veces en el orden que están, tres salteando los pares y tres del final hacia el principio: después guarde el papel debajo de la almohada y cierre los ojos: soñará lo que quiera soñar”.

XI

La trampa estuvo en la condición de renovar noche a noche la combinación de números, aunque el sueño era el mismo, repitiéndose idéntico como si estuviera impreso en una cinta de celuloide. Después de soñarlo un vez, Esteban no pudo dejar un solo día de cambiar los cinco pesos por el papelito anotado. Ese comercio inexorable no necesitó la intermediación de Rovira, ni la exhibición del cuaderno por parte de Julián Romeo; apenas si consistía en el nervioso jugueteo de la moneda entre los dedos del comprador, que acudía al vendedor como el que compra un vicio o un secreto vital. No había palabras en la transacción, sólo la moneda bailoteando mientras el viejo anotaba pares de números que se sucedían aparentemente sin orden ni propósito, como las cifras de un libro de claves. El soñador no hacía reparos ni regateos: pagaba y se guardaba el papelito, esperanzado en la repetición del prodigio. Entonces, el viejo hubiera devuelto todas la monedas con tal de poder anotar el sueño de Esteban, incorporarlo como pieza mayúscula de su colección, y por supuesto, revenderlo. Pero el dueño no lo vendía: lo atesoraba como había atesorado la carta de Trelles, antes de hartarse y subdividirla en decenas de trozos que volaron por la ventana.

Esa tarde, agotado de caminar en busca de empleo, comprendió que la ciudad era también una trampa –como las cifras, los solitarios de Rovira, los gritos de la pareja de abajo y la servil tolerancia de Galena. Tendido una vez más sobre la cama, descomponiéndose en la propia transpiración, contó los últimos pesos que le quedaban, sabiendo de antemano que no le alcanzaban para el pasaje de vuelta. Otra vez la repentida nostalgia le llegó como una noticia inesperada y volvió a reconstruir la imagen del pueblo bajo la luz oblicua del atardecer. Le incorporó a la escena su propia sombra, alargada y confundiéndose con la de los árboles rectos de la plaza. Su sombra regresando con lentitud y lamiendo el polvo de la calle vacía, dejando atrás la estación y las vías, el recuerdo de una ciudad en la costa y un hotel de seres espectrales.

Con parsimonia encendió un cigarrillo y desdobló el papelito: lo había comprado antes de subir. El viejo había esperado toda la tarde su regreso, hundido en uno de los sillones de cuero, remoto como el que acecha a un animal y no quiere ser visto. Tal vez lo tuviese anotado desde la mañana, incapaz de traducir esas cifras pero seguro de que contenía todo lo que los cinco pesos pagaban. Al verlo entrar le extendió la mercadería y aguardó el bailoteo de la moneda, la duda del comprador, ese instante de lucha interior que felizmente era breve. “¿Cuándo va a contármelo?”, había preguntado Julián Romeo, como preguntaba siempre, incapaz de insistir demasiado, sabiendo que con los días las monedas de cinco se irían terminando y que entonces estaría en condiciones de exigir. “Sabe que no tengo alternativa, que al final se va a sacar las ganas, viejo hijo de puta”, pensaba Esteban, todavía con la receta en la mano, sordo aún a los gritos de la habitación número nueve, que puntuales habían comenzado. “Trelles también debe estar esperando, tomando cerveza y sin apuro”, se dijo con desesperanzada lucidez, anticipando el placer del gordo al verlo llegar con la pequeña maleta y el saco en el brazo: la sombra trepando por la vereda y fijándose en la puerta de “La Voz del Sur”, para quedar quieta como una mancha.

“De alguna manera siempre estamos solos”, pensó, acercando la brasa del cigarrillo al papelito, que lentamente empezó a quemarse con un fulgor rojizo que pronto se transformó en resquebrajada negrura.

XII

“Ese papelito, esos números que a nadie más que a él podían servirle, esa mugrienta hojita con sus garabatos, era lo único que podía haberse llevado el infeliz de recuerdo” –dijo Rovira, con el as de espadas a punto de caer de lomo sobre la mesa. “¿Se da cuenta que ni eso pudo salvar?” –agregó mientras se secaba el sudor con un pañuelo ajado y sucio. El viejo hizo un gesto que se podía interpretar como de fastidio, un torcer la boca en una mueca desagradable, y luego salivó con desgano sobre el piso embaldosado. “¡Para lo que le sirvieron!”, dijo Julián Romeo, aplastando la saliva con el zapato y recordando el sueño anodino, incomprensible y gastado que por fin había logrado anotar. El tahur amontonó las cartas y las mezcló para iniciar un nuevo solitario. En el mostrador, Milton Galena dormitaba, aureolado por una luz fantasmal que caía desde la claraboya. En el sillón de tres cuerpos, la pareja de la habitación nueve hojeaba el diario de la noche, indiferente al resto de los presentes. “No se queje –dijo Rovira– a Ud. le salió barato. Y es como si hubiera comprado el alma, los secretos del muchacho, por más que ahora le resulten incomprensibles. A veces pienso que Ud. es de veras un gran hijo de puta que juega con todos nosotros, y claro: también se gana algún mango. Para eso yo prefiero los naipes, el imprevisible azar. También lo mío es cuestión de números, pero sólo me quedo con la guita, el resto que se quede donde está”. El viejo sonrió y se acomodó el panamá con lenta prolijidad. Los ventiladores roncaban en el vaho de treinta grados del vestíbulo. La mujer dobló el periódico en cuatro y lo abandonó al costado del asiento. El hombre se incorporó y fue en busca de la llave: los ojos de la mujer se inmovilizaron en un naipe a punto de caer. “Por lo menos le dí para el pasaje”, comentó el vendedor de sueños, sin intentar justificarse, aportando una explicación que Rovira no le había pedido. “Vamos, Mirta, es tarde”, dijo el hombre, llave en mano, los músculos ya tensos, anticipando la lucha inevitable, el forcejeo agotador. Galena pareció despabilarse cuando la pareja se alejó en la penumbra del largo corredor, reprimiendo risas y ahogando imprecaciones obscenas.

“Lástima que no aguantó un par de días más”, dijo Rovira, tomando un sorbo de caña de la botella y secándose los labios con la manga de la camisa. “Hoy de tarde lo vinieron a buscar de una emisora, parece que le había salido un puesto efectivo para el turno de la noche”, dijo el abogado, abandonando el mazo de cartas, desinteresado del juego y la monotonía de palos y números. El viejo no hizo ningún comentario: sólo atinó a sacar un arrugado fajo de hojas del bolsillo y se preparó para anotar.

“Hoy me gustaría el de Gardel cantando en la glorieta de Palermo: es tan, como decirle, tan inolvidable. Y no voy pagarle: sólo me queda media botella de caña”, dijo Rovira, y el viejo empezó a escribir.