Cia entró de puntillas en el estudio de su abuelo, procurando hacer el menor ruido posible para no molestarle. El anciano tenía la cabeza inclinada hacia adelante; estaba escribiendo algo. A sus setenta años de edad, sus facultades no habían disminuido en absoluto.
De pronto levantó la vista y la invitó a entrar. Hizo un par de anotaciones más en su cuaderno de páginas amarillas.
Benicio Allende era dueño de una de las empresas tecnológicas más importantes del mundo. Sin embargo, seguía firmemente anclado en el pasado.
Cia sintió una punzada de culpa al pensar en la mentira que estaba a punto de decirle.
El abuelo entrelazó las manos y la observó con esos ojos agudos y penetrantes.
–¿Qué te trae por aquí hoy?
El señor Allende siempre iba al grano y en ese momento Cia no podía alegrarse más de que fuera así. A ninguno de los dos les gustaba el exceso de protocolo. En realidad, era lo único que tenían en común. Cuando se había ido a vivir con él, tras la muerte de sus padres, el cambio había sido drástico y duro. Hacía mucho tiempo que había dejado de soñar con un abuelo de esos que llevaban caramelos en los bolsillos.
–Hola, abuelo. Tengo una noticia que darte. Me caso.
Era mejor dejarlo ahí. Él haría todas las preguntas necesarias para obtener información.
–¿Con quién?
–Con Lucas Wheeler. De Wheeler Family Partners.
–Una buena familia. Muy buena elección –asintió.
Cia soltó el aliento. Era evidente que no había oído los rumores sobre Lucas y su aventura con esa mujer casada. El abuelo Benicio rara vez prestaba atención a los cotilleos.
–Me alegra que te parezca bien.
El anciano se echó hacia atrás en su silla. Su pelo, blanco como la nieve, hacía un acusado contraste con el cuero negro de la silla.
–Me sorprende que no haya venido contigo.
Lucas había insistido en acompañarla, pero ella le había convencido para que no lo hiciera.
–Quería decírtelo yo primero. Nos vamos a casar muy pronto y sabía que quizás te parecería algo impulsivo, pero he salido con él en el pasado. Empecé a centrarme más en otras cosas y nos distanciamos. Él nunca me ha olvidado. Nos vimos por casualidad en un evento la semana pasada, y fue como si nunca nos hubiéramos separado.
Aquello había sonado tan absurdo y romántico. Pero el abuelo nunca se daría cuenta, por suerte.
–¿Otras cosas? ¿Te refieres al refugio? –el abuelo frunció el ceño–. Espero que a partir de ahora te centres en tu marido, como debe hacer una esposa.
El abuelo estaba convencido de que un marido la haría olvidarse por completo del refugio y que la ayudaría a superar la pérdida de sus padres. Él lloraba la muerte de su hijo y de su nuera desterrándolos de su mente, y no era capaz de aceptar que su nieta sobrellevara el dolor persiguiendo la meta de su madre.
–Sé qué se espera de mí en este matrimonio.
–Muy bien. Estoy muy contento con este enlace. La fortuna de los Wheeler está bien consolidada.
–Me alegro de que estés tan contento.
–Dulciana, quiero que seas feliz. Espero que puedas entenderlo.
–Lo entiendo. Te agradezco tus consejos.
Él la observó durante unos segundos. Frunció el ceño.
–No voy a fingir que entiendo ese interés tuyo en las obras de caridad, pero a lo mejor, una vez tengas tu casa, tu hogar, puedes trabajar como voluntaria unas horas a la semana, si tu marido te ayuda.
Cia casi se echó a reír.
–Lucas y yo hemos llegado a un acuerdo en ese sentido. Pero gracias por la sugerencia. Por cierto, vamos a celebrar una ceremonia íntima por lo civil, sin invitados. Eso es lo que queremos.
–¿No os vais a casar por la iglesia?
–Lucas es protestante.
–Siéntate –le ordenó, suspirando.
Cia obedeció y se preparó para lo que estaba por venir. Una vez más, tendría que convencer a su abuelo de que ya no era aquella chiquilla de diecisiete años a la que había que proteger de un mundo malo y peligroso.
Cuatro días, dos llamadas de teléfono y una visita al notario para formalizar los contratos y solicitar una licencia de matrimonio… Lucas se inclinó contra el marco de la puerta de la vieja casa de Matthew, el lugar donde se quedaría con Cia de manera provisional. Ella acababa de aparcar delante. Iba en un flamante deportivo rojo.
Momentáneamente distraído, Lucas casi no leyó el mensaje de texto que su hermano acababa de mandarle: «Hemos perdido Schumacher Industrial, decía. Solo le hubiera faltado añadir «gracias a ti».
Matthew jamás le echaba la culpa a otro, lo cual aumentaba su propia sensación de culpabilidad. Si Wheeler Family Partners se iba a pique, se destruiría la última cosa que le quedaba a su hermano.
Cia bajó del vehículo.
–Vaya. Se podría salvar a un montón de niños hambrientos con todos esos dólares.
–Frena un poco, Wheeler –dijo ella, dando un portazo–. Mi abuelo me dio este coche cuando terminé la universidad. Además, necesito conducir un vehículo.
–Claro. Y tampoco viene mal que se ponga a cien en cuatro segundos. ¿No es así, prometida mía? –Lucas esbozó su mejor sonrisa para recibirla.
Ella subió los peldaños del porche lentamente.
–Vamos, cariño. Alégrate un poco. Los próximos seis meses van a ser largos y aburridos si no lo haces.
–Los próximos seis meses van a ser largos y aburridos hagamos lo que hagamos. Mi abuelo nos va a regalar una casa en Mallorca. En Mallorca, Wheeler. ¿Qué puedo decir? No, gracias, prefiero una vajilla –dijo, imitando una voz aguda y moviendo la cabeza a un lado y al otro.
La coleta que llevaba se bamboleó en el aire.
–Dile a tu abuelo que haga una donación, tal y como les dije yo a mis padres. ¿Cómo es que mi familia tiene que seguir las reglas y la tuya no?
–Lo hice. Intenta decirle a mi abuelo lo que tiene que hacer a ver qué pasa. Es imposible –levantó las manos–. Está encantado porque me voy a casar contigo. Y se tragó toda la historia.
–Oye, espera un momento –dijo Lucas–. Yo soy un miembro notable de la comunidad y provengo de una larga dinastía de hombres de negocios respetables. ¿Por qué no iba a estar encantado?
–Porque eres… –hizo un gesto con la mano y el anillo de compromiso brilló con todo su esplendor–. Tú, siempre en la cama con bellezas despampanantes, y rebosante de chulería. ¿Vamos a entrar? Me gustaría arreglar un poco la casa.
–¿Cariño? –esperó a que ella le mirara–. Escúchame bien. Lo que ves es lo que hay. No me voy a disculpar por incomodarte. Me gustan las mujeres, y tampoco voy a disculparme por eso. Pero no he salido con nadie desde lo de Lana, y tú llevarás mi considerable paciencia al límite si llegas a insinuar que me acostaría con otra mujer mientras tienes ese anillo en el dedo, aunque solo sea para guardar las apariencias.
Cia levantó la mirada. Una brisa ligera le agitó el cabello.
–No. No quería decir eso. Era… eh… Lo siento. No te enfades. Mantendré la boca cerrada a partir de ahora.
Lucas se rio.
–Cariño, yo no me enfado, me vengo.
De repente la tomó en brazos y entró en la casa. Pesaba menos que el algodón de azúcar y su piel olía a una fragancia fresca y frutal. ¿Olería siempre así o solo los días de mudanza?
Sintió el golpe de su puño duro en el hombro, pero hizo caso omiso. Siguió adelante.
–¿Qué es esto? –preguntó ella–. ¿Una exhibición de dominación cavernícola?
Suavemente, Lucas la apoyó en el suelo.
–Los vecinos nos estaban mirando –le dijo sin más.
No era cierto, no obstante.
–Tenemos un acuerdo –le recordó ella–. Nada de dividir la propiedad, nada de líos, y nada de contacto físico. ¿Qué ha pasado con eso último?
Él esbozó una media sonrisa.
–¿Le llamas contacto físico a eso, cielo? Entonces, si fuera a hacer algo como esto… –la agarró de la cintura y tiró de ella–. Me pondría un poquito más caliente.
Cia se retorció un poco, deslizándose contra él, desencadenando una descarga que le atravesó por dentro. Lucas contuvo el aliento.
Era Cia, la mujer más hermosa y menos sensual que había conocido jamás. ¿Por qué se sentía como si su piel estuviera a punto de entrar en combustión espontánea?
–Muy bien. Acurrúcate bien, cielo. Eso sí que es contacto físico.
–¿Qué haces, Wheeler? –a Cia se le atragantó la última sílaba.
Él acababa de pegarse aún más. Deslizó la yema del dedo sobre su barbilla. Estaba a un milímetro de distancia de sus labios.
–Practico.
Si hacía el más mínimo movimiento, terminarían besándose.
–¿Para qué practicas?
–Para que seamos una pareja feliz. Mis padres nos han invitado a cenar esta noche, para celebrar el compromiso.
Cia dejó de moverse automáticamente. Una nueva luz encendió su mirada. Ya no había miedo en sus ojos.
–Tienes los ojos azules, no marrones.
–Mis abuelos eran del norte de España.
–Un hombre debería saber de qué color son los ojos de su esposa. La primera regla del matrimonio –desconcertado, la soltó. Se mesó el cabello, pero la presión que sentía en la cabeza no disminuyó.
Había querido besarla, y había necesitado hacer acopio de todo su autocontrol para no hacerlo. ¿En qué se había metido?
Apenas la conocía. No sabía nada de ella, nada de su pasado, de su presente. Tenía que averiguar cosas, de inmediato.
El contrato con Manzanares sería una inyección vital para la empresa de su familia. Era una oportunidad para arreglar las cosas, sin la ayuda de su hermano mayor. Era el momento perfecto para demostrar que Lucas Wheeler era algo más que un mujeriego.
–¿Hay algo más que deba saber?
–Tengo que trabajar esta noche. No puedo ir a casa de tus padres. Tienes que decirme estas cosas con antelación.
–¿Por qué no llamas? Alguien puede sustituirte. Esto es importante para mi madre.
–El refugio también es importante para mí. Alguien me ha estado sustituyendo toda la semana –apretó los puños–. No es que esté cancelando una partida de golf con un cliente en potencia, Wheeler.
–¿Cómo es entonces? Cuéntame.
–Las mujeres que vienen al refugio están aterrorizadas. Tienen miedo de que sus maridos y novios las encuentren, aunque hacemos todo lo posible por mantener en secreto el emplazamiento del lugar. Sus hijos se ven arrancados de sus hogares y se encuentran de repente en un sitio extraño, lleno de gente. Han perdido a su padre también. Están desesperados por tener a alguien de confianza. Y esa soy yo.
Lucas empezó a ver el brillo de las lágrimas en sus ojos mientras hablaba.
–Entonces, cenamos mañana.
Ella asintió. Una lágrima se deslizó lentamente por su mejilla.
–Gracias.
De repente, Lucas sintió un extraño orgullo.
–Vamos –la agarró de los hombros–. Mucho mejor. No te has encogido ni un milímetro.
–Lo intento.
–Ya llegaremos a eso.
La condujo a la cocina. Había dejado todas las cajas como estaban.
La mayor parte de las cosas de Amber había terminado en la basura. Matthew se había deshecho de casi todo, pero todavía quedaban algunos detalles, como el bol de fruta que su cuñada había comprado en el mercadillo de los granjeros.
Seguramente se lo habían olvidado. Durante las semanas siguientes al funeral, todos estaban adormecidos, y ni Matthew ni él se habían esforzado mucho por cambiar la casa.
–Mira adónde hemos llegado ya –le dijo–. Tú no vas a hacer bromas sobre mis escarceos del pasado, y yo no voy a hacer planes para cenar sin consultártelo primero. Lo demás será pan comido. Solo tienes que fingir que te gusto tanto como te gusta ser defensora de los más desamparados. Es fácil, ¿no?
Ella resopló. Se sonrojó.
***
Cia pasó unas cuantas horas arreglando la cocina, pero no le dio tiempo a terminar. Tenía que irse al refugio. Además, quería marcharse lo antes posible. La presencia de Lucas en la casa era demasiado. ¿Cómo iba a dormir allí esa noche? ¿O la noche siguiente?
Había llegado el momento. La farsa estaba en marcha. Se había llevado lo imprescindible, algo de ropa y cosas de primera necesidad, y había cerrado su apartamento.
Lucas y ella ya vivían juntos. A la noche siguiente asistirían a la cena de compromiso del señor y la señora Wheeler, y se casarían en el juzgado el lunes por la tarde.
Cia Wheeler… Pasó buena parte de su turno pensando en el nombre, diciéndolo en alto, practicando, mentalizándose. La señora de Lucas Wheeler…
La tarde pasó volando y los voluntarios del turno siguiente no tardaron en llegar. Cia se tomó su tiempo para despedirse y fue a ver a Pamela González dos veces para ver cómo iba su brazo roto.
Como ya no le quedaba nada que hacer, Cia se dirigió hacia esa nueva casa que compartía con su prometido y futuro marido, preparada para lidiar con cualquier cosa.
La puerta del dormitorio de Lucas estaba cerrada. Siguió adelante, hacia su propia habitación. Soltó el aire y se relajó por fin. Se desplomó sobre la cama, exhausta, y durmió hasta la mañana siguiente.
Cuando salió de su habitación, Lucas ya se había marchado. Tomó un desayuno rápido en la silenciosa cocina y se fue al salón. Después de pasar unos minutos toqueteando la pantalla táctil del mando a distancia del equipo de música, logró encender el aparato. Empezó a sonar una música electrónica potente.
Se dedicó a abrir el resto de cajas.
Un rato después, Lucas la encontró sentada en el suelo, sacando libros. Apretó el botón del volumen.
–Ya te has levantado –dijo él, sentándose en un butacón.
Tenía el pelo mojado y llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de rugby.
–No sabía hasta cuándo dormirías. Traté de hacer el menor ruido posible. ¿Te he despertado?
–No. Siempre duermo hasta tarde cuando hago el turno de tarde en el refugio. Espero no haber hecho mucho ruido cuando llegué.
–No –dijo él, encogiéndose de hombros–. Ya nos aprenderemos los horarios.
–En cuanto a eso…
Se puso en pie y estiró las rodillas.
–Te agradezco mucho el esfuerzo que haces para que esto funcione. Quiero hacer mi parte también, así que busqué un cuestionario online que se usa en la oficina de inmigración para conceder permisos de matrimonio. Aquí tienes una copia. Así podremos aprender más el uno del otro.
Él la miraba como si acabara de convertirse en un insecto espachurrado en un parabrisas.
–Ya sabes… Así les haremos creer a todos que estamos enamorados.
–¿Es así como tienes pensado fingir que somos una pareja de verdad. ¿Vas a memorizar la marca de crema de afeitado que utilizo?
–Al departamento de inmigración le vale con eso. Hay muchas otras preguntas aquí: en qué lado de la cama duerme el cónyuge, dónde nos conocimos… Fuiste tú quien me dijo que no tengo ni idea de lo que es estar casado. Esta es mi contribución. ¿Cómo creías que íbamos a hacerlo si no?
Lucas miró la lista por encima y arrugó los párpados.
–Bueno, pensé que podríamos tener una larga conversación después de cenar, acompañada de una buena botella de vino, lo que suele hacer la gente cuando sale…
–Pero nosotros no estamos saliendo, Wheeler. Y no disponemos de tanto tiempo. La fiesta de tus padres es esta noche.
–Sí, pero no nos van a preguntar en qué lado de la cama dormimos.
–No. Nos preguntarán cómo nos conocimos, o por qué decidimos casarnos tan pronto, adónde vamos a ir de luna de miel. Mira el cuestionario.
–¿Y si no apruebo qué pasa?
–Mi abuelo sospechará. Y entonces no tendré mi dinero. Las mujeres maltratadas no podrán escapar del horror. Tú no conseguirás ese contrato –agitó las páginas–. Pregúntame lo que quieras.
–¿Puedo darme una ducha antes de contarte mi vida por lo menos?
–Solo si me contestas la pregunta número dieciocho.
Él miró el papel. Se puso en pie, listo para salir huyendo nada más contestar.
–¿Qué tenéis en común?
Lucas arqueó las cejas y la miró. Volvió a sentarse.
–Esto nos va a llevar horas.
–Ya te lo dije.
Pasaron el resto de la tarde aprovechando cada minuto para hacerse preguntas, tras ducharse, después de comer, de ir a comprar, mientras la ayudaba a decidir qué ponerse para la cena… Incluso la siguió a su habitación. No quería perder ni un segundo.
Cansada, Cia se dejó caer sobre la cama. Se tapó los ojos con una mano.
–Esto es un desastre.
Lucas empezó a mirar en su armario. Llevaban un rato discutiendo el tema del vestuario. Ya había rechazado sus tres mejores vestidos y ya empezaba a encontrarles defectos a los conjuntos más informales que tenía de fondo de armario.
–Estoy de acuerdo. Tu armario parece el de alguna de las Chicas de oro –Lucas salió del armario empotrado, sacudiendo la cabeza–. Tenemos que solucionar este problema.
–En ninguna parte del contrato dice que tengo que vestirme como una de esas sex bomb con las que sales. No tienes permiso para comprarme ropa.
–Que te vistas de forma que no parezcas una bibliotecaria cuarentona es algo para mi propio beneficio, no para el tuyo. ¿Qué podría ser más desastroso que tu fondo de armario?
–¿Te das cuenta de que no tenemos nada en común aparte de haber nacido en Texas y de haber estudiado empresariales?
Él se inclinó sobre la cómoda y Cia trató de no fijarse en cómo se le ceñía la tela de los vaqueros a los muslos.
–¿Y qué pasa con el bourbon? Eso sí que lo bebes.
–Tres cosas en común, entonces. ¿Por qué no me busqué a alguien que por lo menos supiera deletrear la palabra hip-hop?
–Porque no. Eso no es relevante. Los matrimonios no se fundamentan sobre las cosas en común. Lo importante es que sus miembros no sean capaces de vivir el uno sin el otro.
–¿Seguro que no eres gay?
–¿Quieres venir aquí y comprobarlo por ti misma? Bueno, cielo, esa es la clase de examen que se me da bien –la miró de arriba abajo.
Cia sintió ganas de esconderse debajo de las sábanas.
–Ahórratelo para esta noche, Wheeler. Vete para que pueda vestirme.
–Ni hablar. Has puesto en entredicho mi hombría y eso no puedo tolerarlo –avanzó hacia ella–. Tiene que haber una forma de aclararte las dudas. ¿Quieres que te llene la cabeza de estadísticas de béisbol? A lo mejor te vale con un discurso técnico sobre el home cinema que está en la sala de estar. No. Ninguna de esas cosas es exclusiva de los heterosexuales. Solo hay una forma de aclarar la situación.
Con un movimiento ágil, se tumbó en la cama, la tomó en brazos y rodó sobre sí mismo, enroscándola alrededor de su propio cuerpo. Cia sintió una ola de calor. Cuando sus labios la rozaron justo debajo de la oreja, tomó aliento y lo contuvo. Todo parecía arder a su alrededor de repente.
Lucas enredó los dedos en su pelo y comenzó a besarla a lo largo del cuello. La evidencia inequívoca de su masculinidad le presionaba el muslo. Se suponía que nada de eso tenía que pasar. ¿Cómo podía sentir semejante deseo por un hombre que practicaba el sexo como si fuera un deporte? Ella era mucho más lista.
Ni siquiera la había besado.
–Para –atinó a decir antes de que la rendición fuera inevitable.
Él la miró a la cara y entonces masculló un juramento. Rodó sobre sí mismo y miró al techo.
–Lo siento. Eso ha sido una tontería adolescente, incluso para mí. Por favor, finjamos que no soy un imbécil.
Cia se levantó de la cama de un salto y se apartó de él.
–No es para tanto. Sé que solo estabas jugando un poco.
–Sí que es para tanto. Ya estás lo bastante nerviosa –la miró a los ojos–. Oh, Dios, soy lento, lo admito, pero no debería serlo tanto. Un hombre te pegó, ¿no? Por eso te tomas tan a pecho lo del refugio.
–¿Qué? No. Yo enseño defensa personal. Si algún desalmado se atreve a ponerme la mano encima terminará con la cabeza del revés.
–¿Entonces por qué te da tanto miedo que los hombres te toquen?
–No me da miedo que los hombres me toquen.
Cia se encogió de hombros y rezó porque su expresión transmitiera aburrimiento, indiferencia o cualquier otra cosa distinta de lo que sentía.
–Es que no estoy interesada en ti de esa manera. Y respecto a lo de antes… Creo que nos confundimos de puerta. Las prácticas se hacen en otra sala. No vamos a tener oportunidad de dejarnos ver en la cama en público.
Su tono de voz era frío como el hielo, pero Lucas sonrió como siempre.
–A lo mejor me confundí de puerta, pero me gustó más lo que hice en la otra sala. ¿Nos vemos abajo a las seis?
Cia trató de mostrarse molesta, pero no pudo. Él se había disculpado y no tenía sentido seguir dándole vueltas al asunto.
–Estaré abajo a las seis. Te espero a las seis y diez más o menos.
Riéndose a carcajadas, Lucas dio media vuelta y se marchó.
Cia se dio una ducha y se lavó el pelo dos veces. En honor a los padres de Lucas, pasó un par de minutos extra arreglándose y maquillándose. Lucas se quejaría de su falta de estilo de una forma u otra, así que por él no lo hacía.
Dejando escapar un suspiro, hizo girar el anillo que llevaba en el dedo, la única pieza de joyería que le habían regalado en toda su vida. Fingió que lo odiaba.