Capítulo Siete

 

 

 

 

 

Lucas cambió las fechas de tres citas con clientes que no podía cancelar y se las arregló para estar en casa a las cinco, sobrepasando el límite de velocidad durante buena parte del camino. Algo iba mal, y que Cia guardara silencio al respecto no hacía sino empeorar la sensación.

La esperó en la cocina. Y esperó… Después de cuarenta y cinco minutos, quedó claro que debía de trabajar hasta tarde ese día. Un poco irritado, subió al piso de arriba para cambiarse. Al quitarse la camiseta por la cabeza, algo le llamó la atención en el cuarto de baño. La puerta estaba entreabierta.

No había nada encima del lavamanos esa mañana… Pero de repente el espacio estaba repleto de cremas y otros productos femeninos. Agarró un bote de loción corporal y aspiró el aroma; coco y lima.

En cuestión de segundos fue capaz de encajar las piezas del puzle. Al ver a la empleada, Cia se había asustado y había decidido mover todas sus cosas a la habitación principal, sobre todo porque la muchacha había sido recomendada por su abuelo.

Volvió a la cocina canturreando una melodía. No era de extrañar que Cia tratara de estar en la casa lo menos posible. Su resistencia al matrimonio se estaba debilitando, lentamente.

A las siete, le envió un mensaje de texto para preguntarle a qué hora llegaba. No recibió respuesta.

A las ocho la llamó, pero nadie contestó. En uno de sus mensajes mencionaba que llegaba tarde al trabajo. A lo mejor se había quedado un rato más para recuperar el tiempo perdido. Se preparó un sándwich y se bebió una cerveza negra. Entre bocado y bocado intentaba convencer a Fergie para que dijera su nombre. Pero cada vez que le decía «Lucas», el animal graznaba y se frotaba las plumas. En ocasiones imitaba el timbre del teléfono de Cia.

A las nueve y media, se dio cuenta de que no conocía el nombre de ningún amigo de Cia, así que no podía llamar a nadie para saber dónde estaba.

A las once, mientras veía la televisión y contemplaba la posibilidad de llamar a la policía, la puerta del garaje empezó a abrirse. Cia entró en la cocina, con los hombros caídos y el pelo alborotado.

–Hola.

–Hola –repitió ella, con un hilo de voz–. Lo siento. He recibido tus mensajes.

–Estaba preocupado.

–Lo sé. Lo siento –repitió–. Fue inevitable. Seguro que viste mis cosas en tu habitación.

Nada de lo que estaba ocurriendo parecía conducir a una noche de pasión.

–Sí. ¿Entonces vamos a compartir habitación a partir de ahora?

Cia se frotó las sienes, con tanta fuerza que las yemas de los dedos se le pusieron blancas.

–Solo porque es necesario. Dame quince minutos y entonces puedes entrar.

Lucas decidió no insistir. La dejó marchar sin decir ni una palabra más y le dio veinte minutos.

Cuando entró en el dormitorio, todo estaba oscuro, así que tuvo que abrirse camino hasta el cuarto de baño a ciegas. Se preparó para irse a la cama y optó por dormir desnudo, como siempre. Esa era su habitación y, dado que ella se había cambiado sin pedir permiso, tendría que adaptarse.

Apretó el botón de encendido del mando de la televisión. La suave luz de la pantalla plana se propagó por la pared hasta llegar a la cama. Lucas miró a su lado. No había nadie. ¿Dónde estaba ella?

De repente reparó en un montón de sábanas junto a la ventana.

–Cia, ¿qué haces ahí?

–Estoy durmiendo.

Estaba de cara a la pared. Lucas bajó el volumen de la televisión.

–No puedes dormir en el suelo.

–Sí que puedo.

–Esta cama es enorme. Pueden dormir dos personas en ella sin tocarse.

–Es tu cama. No quiero molestar. El suelo está bien.

Lucas puso los ojos en blanco. Era evidente que su esposa tenía madera de mártir.

–Métete en la cama. Yo dormiré en el suelo.

–No. Eso no es justo. Además, me gusta el suelo. Esta alfombra es muy suave.

–Bueno, entonces… Ya que es tan cómodo, dormiremos los dos en él.

De un tirón sacó la sábana que estaba debajo del edredón, se la puso alrededor de las caderas y puso una almohada en el suelo, a menos de medio metro de ella. Cuando se agachó sobre la alfombra, ella se volvió hacia él y le fulminó con la mirada.

–Deja de ser tan testarudo, Wheeler. La cama es tuya. Duerme en ella.

Lucas sintió ese aroma a coco y lima.

–Cariño, puedes seguir pataleando y refunfuñando, pero no pienso dormir en la cama mientras tú duermes en el suelo. No está bien.

–¿Por qué tienes que ser tan caballeroso?

–Porque me gusta fastidiarte.

Cia se volvió hacia la pared. Lucas estaba listo para seguir con la batalla verbal, pero entonces vio que ella movía los hombros como si le temblaran.

–Oye… ¿estás llorando?

–No –masculló, pero no pudo reprimir un sollozo.

–Oh, por favor, no llores. Si eso te hace sentir mejor, puedes llamar a mi madre y echarle la bronca por haberme enseñado buenos modales. De una forma u otra no voy a dormir en la cama a menos que tú lo hagas también.

Cia empezó a llorar más. Todo el enfado se desvaneció de golpe.

Lucas se echó hacia delante y logró recogerla entre sus brazos.

–Shh. Todo está bien.

Se puso rígida. Estaba librando una batalla en su interior… De repente pareció rendirse. Apoyó la cabeza en el hombro de Lucas y se acurrucó contra él, rozándose contra su erección a través de las sábanas. Él respiró profundamente, pero no sirvió de mucho. Cerró los ojos y la atrajo hacia sí aún más para que pudiera llorar tranquila. Empezó a acariciarle el cabello y siguió haciéndolo hasta que se calmó, un siglo más tarde.

–Lo siento –dijo ella, rompiendo el silencio–. Es que estoy muy cansada.

Él siguió acariciándole el pelo.

–Yo creo que más bien estabas muy triste.

–Sí –suspiró–. Pero también estoy cansada. Estoy tan cansada que no puedo fingir que no me gusta cuando me consuelas. No sé qué es peor, si el día que he pasado o tener que admitir que se te da muy bien consolar.

Lucas dejó de acariciarla.

–¿Pero qué tiene de malo que me dejes hacerte sentir mejor?

Ella se zafó de él y le clavó la mirada.

–No me gusta sentirme débil. Odio que veas mis debilidades. Odio…

–No ser capaz de hacerlo todo sola –apoyó la cabeza en una mano–. Odias no poder ser la heroína. Lo entiendo. Túmbate y respira hondo. Dime qué edificio no fuiste capaz de salvar de un salto; ese que te ha hecho llorar.

Con un suspiro tembloroso, Cia se acostó sobre la almohada, de cara a él. El resplandor de la televisión iluminaba sus pómulos.

–Una de las mujeres del refugio…

Lucas entrelazó sus dedos con los de ella, animándola a seguir.

–Pamela. Volvió con su marido. Ese bastardo le rompió un brazo cuando la tiró contra la pared, pero ha vuelto con él. Traté de convencerla para que no lo hiciera. Pasé horas intentándolo. Courtney habló con ella también. Le dio igual todo.

Lucas recordaba a Courtney vagamente. Era su amiga y compañera en el refugio, psicóloga.

–No puedes salvar a todo el mundo.

Ella separó la mano de la de él.

–No estoy tratando de salvar a todo el mundo. Solo quiero salvar a Pamela. Trabajo con estas mujeres todos los días, les doy confianza. Les ayudo a ver que pueden ser autosuficientes… –la voz se le quebró–. Lo tiró todo por la borda para volver con un hombre que le hace daño. A lo mejor la próxima vez la mata. ¿Pero qué podría ser tan importante como para arriesgar la vida de esa manera?

–La esperanza –dijo Lucas–. La esperanza, la ilusión de que la gente pueda cambiar, de que las cosas puedan ser distintas la próxima vez.

–¿Pero por qué? Ella tiene que saber que las cosas van a terminar mal casi con toda seguridad.

–Cariño, no quiero aguarte la fiesta, pero las personas somos seres gregarios, buscamos compañía. No estamos hechos para estar solos, por mucho que tú te empeñes en lo contrario. Pamela quiere creer que la persona a la que escogió puede redimirse, y que pueden seguir con su vida juntos. Sin esperanza, no tiene nada.

Cia sacudió la cabeza. El cabello le cayó en la cara.

–Eso no es cierto. Se tiene a sí misma, y ella es la única persona en la que puede confiar de verdad. Solo ella puede cuidarse bien a sí misma. Nadie lo va a hacer por ella.

–¿Estás hablando de Pamela todavía?

–No te creas muy listo por ponerme un espejo delante de la cara. Es cierto para ella y para mí, y yo nunca he albergado ilusión alguna, sobre todo en lo que se refiere a los hombres.

–Ilusiones, no. Lagunas, sí –se acercó un poco más–. Eres demasiado cuadriculada. Todo es blanco o negro. Viste la cláusula del fondo fiduciario y pensaste que tu abuelo quería manipularte para que te casaras con un hombre que trataría de dominarte. Lo has dicho tú misma. Él quiere que te cuiden. Permitir que alguien cuide de ti no es mostrar debilidad.

–Yo sé cuidar de mí misma. Tengo dinero, tengo la facultad de…

–Cariño, hace falta algo más que dinero para cuidar bien de uno mismo –le apartó un mechón de pelo del hombro y aprovechó para deslizar las yemas de los dedos por su piel suave y aterciopelada–. Tú también tienes necesidades físicas.

–Oh, Dios mío. Sí que tienes un don. ¿Cómo te las has ingeniado para meter el asunto del sexo en esta conversación?

Él sonrió de oreja a oreja.

–Oye, yo no he dicho nada respecto al sexo. Has sido tú. Yo hablaba de abrazarte mientras lloras. Pero si quieres hablar de sexo, seguro que puedo hacerte un hueco en mi agenda. A lo mejor puedes empezar diciéndome cuál es el lugar más sensible de todo tu cuerpo. Ten en cuenta que voy a querer comprobarlo, así que tienes que ser sincera.

Ella le dio un golpecito en el brazo.

–Eres increíble. No voy a tener sexo contigo simplemente porque nos hemos visto obligados a compartir habitación.

Él la miró a los ojos.

–Entonces hazlo porque quieres.

Cia sintió que se le ponía la carne de gallina. La sábana se deslizó un poco, dejando al descubierto unos cuantos centímetros más de piel.

–¡No quiero, Wheeler! Te crees que eres un regalo de Dios para las mujeres y nunca se te ha ocurrido pensar que algunas de nosotras somos inmunes a tus encantos y… y… –le miró el pecho.

Él sí que no trataba de esconderse debajo de las sábanas.

–No te vas a apuntar un tanto hoy.

–Muy bien.

–¿Muy bien? ¿Así de fácil? ¿Te rindes?

–Yo no he dicho eso. Simplemente he accedido a cambiar de tema. Date la vuelta.

–¿Qué? ¿Por qué?

Lucas dejó escapar un gruñido.

–Porque lo digo yo. Tienes que relajarte o no vas a poder dormir. Si no te duermes, seguirás discutiendo conmigo, y entonces seré yo quien no pueda dormir. Solo voy a darte un masaje en los hombros, así que cierra la boca y date la vuelta.

No sin reticencia, ella obedeció. Lucas le quitó la sábana de encima y se la puso a la altura de la cintura. Llevaba una camiseta con tirantes finos. No era precisamente la ropa más sexy del mundo, pero cuando le levantó el pelo y dejó al descubierto la piel de su cuello y parte de la espalda, no pudo resistir la tentación de tocarla. Primero, deslizó las puntas de los dedos por su columna vertebral, grabando la textura en las yemas. Después siguió la línea de su omoplato hasta llegar al frente y entonces volvió atrás. Ella era increíble. Quería sentir toda su piel desnuda bajo los dedos, bajo su cuerpo, moviéndose, rodeándole. Deslizó una mano por su brazo. ¿Se daría cuenta ella si le bajaba el tirante del hombro?

–¿Qué estás haciendo exactamente? –casi se dio la vuelta hasta ponerse de frente a él–. Este es el masaje menos relajante que me han dado nunca.

–¿En serio? –le preguntó él en un tono casual, pero no la dejó escapar–. Alguien que sea inmune a mis encantos no debería tener ningún problema para relajarse mientras le froto los hombros.

Cia se volvió hacia la pared de nuevo.

Lucas sonrió de oreja a oreja y empezó a frotarle los músculos del cuello.

–Cariño, no tiene nada de malo disfrutar cuando alguien te toca.

Cia soltó el aliento, pero se atragantó un poco cuando sintió su mano por la cara interna del brazo. Empezó a acariciarle un pecho con la yema del dedo.

–Pero es que tú lo haces de una manera…

–Ya sabes… –le dijo, salvando la distancia que quedaba entre ellos. Se acurrucó contra su espalda y le murmuró algo al oído, a un milímetro de la oreja–. Ni por un momento se me ocurriría pensar que soy un regalo de Dios para las mujeres. Las mujeres son un regalo para los hombres en realidad. El cuerpo femenino es lo más bonito de este mundo, la curva de tu cuello, por ejemplo.

Se apartó un poco y deslizó los labios a lo largo de su cuello.

–Podría quedarme así diez años y nunca llegaría a saber del todo qué es lo que más me gusta –le dijo, formando las palabras contra su piel.

Estaba tan excitado, tan preparado para hacerle el amor…

Ella apoyó la cabeza sobre su hombro. Tenía los ojos cerrados, pero movía las pestañas. Arqueó el cuerpo contra él, invitándole, tentándole.

–Lucas… –le susurró–. No podemos. Tienes que parar.

–¿Por qué? –él le metió una mano por debajo de la camiseta y empezó a acariciarle el vientre–. Y si me mientes y abres la boca para decirme que no estás interesada, encontraré algo mejor que hacer con ella.

–Ya no podría sacar adelante esa mentira.

La forma en que admitió la verdad fue tan dulce que Lucas no pudo resistirse.

Buscó sus labios y la besó con toda la pasión contenida que llevaba dentro. De pronto ella entreabrió la boca, así que le metió la lengua y probó su sabor. Durante unos pocos segundos, Cia le devolvió el beso con la misma intensidad, desatando una llamarada de lujuria que la recorrió por dentro.

–Ya basta –dijo al sentir el roce de sus dedos a un lado del pecho. Se apartó bruscamente.

Lucas sintió cómo palpitaba su erección. Ella estaba tan receptiva, como si hiciera mucho tiempo que no…

La agarró de la barbilla y la miró a los ojos.

–Espera un momento. No serás virgen, ¿no?

Ella se incorporó.

–Mis experiencias pasadas no importan. Acordamos mantener esta relación en un plano profesional.

–¿Y por qué estás aquí, en mi dormitorio? Podías cambiar las cosas y seguir durmiendo en tu habitación. Pero no lo hiciste. Las señales que envías son tan confusas que incluso te has confundido tú sola. Habla conmigo, cariño. Ya basta de fingir. ¿Por qué hay que levantar estas barreras cuando es evidente que los dos queremos lo que queremos?

Ella cruzó los brazos y cerró la boca.

–No me gusta ser un desafío. Si me rindo, tú ganas. Y después te irás a tu cueva a darte golpes en el pecho y a fardar de la presa que te has llevado.

–¿Rendirse? –Lucas sacudió la cabeza para aclararse un poco–. Eres tú quien me desafía a mí. Y no es cualquier desafío el que me propones. Lo admito. Me retas a ser mejor de lo que jamás he sido. Mira lo que me haces, Cia.

Cia le puso la palma de la mano sobre el corazón. Palpó el músculo y cuando se contrajo, cerró los dedos, intentando capturar la respuesta. Se acercó más. Unos hilos invisibles tiraban de ella.

–Eres muy lista. ¿Cómo es que no te has dado cuenta de que eso te da todo el poder? Yo solo soy un pobre hombre patético que se arrodilla y reza ante el altar de la diosa.

Ella vaciló un instante.

–Eres la mujer más fuerte que he conocido jamás, y eso me gusta de ti. Los dos sabemos que el compromiso no forma parte del trato. Solo se trata de una cosa. Sexo. Sexo del bueno, para pasarlo bien. Nadie sale herido. Todo el mundo disfruta. A mí eso me suena perfecto para una mujer que espera divorciarse pronto, ¿no?

–Seducción a base de lógica. Un poco retorcido, ¿no?

–Pero es efectivo.

Ella esbozó una sonrisa incrédula.

–No vas mal encaminado.

–Entonces escúchame bien. Déjame cuidar de ti, físicamente. Tú se lo das todo a esas mujeres del refugio. Deja que te den algo a ti por una vez. Déjame hacerte sentir bien. Déjame ayudarte a olvidar el resto del mundo por un rato. Úsame. Insisto. ¿Me beneficio yo también? Por supuesto. Y eso es lo que nos convierte en la sociedad perfecta… Y ahora, cielo, tengo que decirte que este suelo es muy incómodo. Me voy a meter en esa cama tan apetecible, y si quieres que te den placer durante el resto de la noche, vente conmigo. Si no, no lo hagas. La decisión es tuya.