–¿Que has decidido hacer qué?
Era viernes por la tarde, el final de una semana llena de trabajo, y Elsa McLeod deseaba desesperadamente poner los pies en alto y relajarse.
Pero desde las profundidades del sofá del salón de su casa, Elsa contuvo la explosiva reacción que amenazaba con salir a flote. Confiaba con toda su alma en que las próximas palabras de su hermana devolvieran el mundo a su eje y el shock que le recorría el cuerpo se evaporara.
Como si la visión del abultado vientre de Elsa le produjera mala conciencia, Keira apartó la vista y tuvo la decencia de parecer incómoda.
–Dmitri y yo hemos decidido pasar un año en África.
Elsa cambió de posición para aliviar el dolor que sentía en la parte baja de la espalda y que le había empezado hacía un rato. Con la atención fija en su hermana, que se movía inquieta en el lado opuesto del sofá, dijo:
–Sí, esa parte la entiendo. Dmitri y tú tenéis pensado trabajar para una ONG.
Su hermana pequeña volvió a mirarla. Los ojos le brillaban de alivio.
–Oh, Elsa, sabía que lo entenderías. Siempre lo haces.
Pero esta vez no. Al parecer Keira ya había tomado la decisión. Empezaba a entender con claridad por qué había ido a verla aquella noche. Y Elsa que pensaba que el motivo de la visita sorpresa se debía a la emoción por la inminente llegada del bebé…
Qué equivocada estaba.
Elsa recuperó la compostura y dijo con voz pausada:
–Lo que no termino de entender es lo demás. ¿Qué pasa con el bebé?
El bebe que Elsa llevaba en su vientre y que Keira deseaba tan desesperadamente. El bebé de Keira. Una niña. Keira y Dmitri habían estado presentes en la ecografía de las veinte semanas, cuando se reveló el sexo del bebé. Después la pareja se fue de compras para adquirir los últimos detalles para que la habitación fuera propia de una niña. Y sin embargo, ahora parecía que esa misma niña había dejado de ser de pronto el centro del universo.
–Bueno –Keira se humedeció los labios–. Está claro que la niña no puede venir con nosotros.
Para Elsa no estaba claro en absoluto.
–¿Por qué no? –no iba a permitir que su hermana se librara de su responsabilidad con tanta facilidad. Esta vez no.
Cuando Keira se mordió el labio y se le llenaron los ojos de lágrimas, la culpa se apoderó una vez más de Elsa. Antes de recular como siempre hacía, dijo:
–Keira, no hay razón para que el bebé no pueda ir contigo. La gente también tiene hijos en África.
Las lágrimas empezaron a caer.
–¿Y si la niña se pone enferma? ¿Y si muere? Estamos hablando de una parte de África consumida por la pobreza.
Negándose a dejarse arrastrar por el melodrama de su hermana, Elsa se inclinó hacia delante, sacó un pañuelo de papel de la caja que había en la mesita frente al sofá y se lo pasó a Keira.
–¿Y qué pasa entonces con la niña?
Silencio. Keira la miró con ojos suplicantes.
–¡No! No va a quedarse conmigo –afirmó con decisión, con la misma firmeza que utilizaba cuando le lanzaba un ultimátum al abogado de la otra parte.
Keira abrió la boca.
Y el bebé escogió aquel momento para dar una patada.
Elsa cerró los ojos y contuvo un gemido de dolor. La frente se le perló de sudor y se frotó las sienes.
Tratando de no pensar en el dolor, abrió los ojos y le dijo a su hermana:
–¿Has hablado con Jo de tus nuevos planes? –Elsa tenía la sospecha de que Jo Wells, la trabajadora social que les había ayudado con el papeleo para la adopción de Keira y Dmitri, se quedaría tan asombrada como Elsa ante el repentino cambio de opinión de Keira.
–Dmitri tiene razón. Somos demasiado jóvenes para ser padres –afirmó Keira sin contestar a la pregunta de Elsa–. No llevamos ni un año casados.
Elsa aspiró con fuerza el aire y dijo con tono pausado:
–Es un poco tarde para llegar a esa conclusión.
Nueve meses tarde, para ser exactos.
Elsa se dio una palmadita en el abultado vientre y vio cómo Keira se sonrojaba.
–El bebé nacerá la semana que viene. Toda tu vida has querido casarte, formar una familia. ¿Cómo puedes abandonar a tu hija ahora?
Tenía la sensación de que sabía quién estaba detrás de aquel cambio de opinión. El hermano mayor de Dmitri, Yevgeny Volkovoy. Un hermano mayor entrometido, mandón y multimillonario. Elsa no podía soportarlo. Se había puesto furioso cuando descubrió que Dmitri se había casado sin su beneplácito. Le había provocado a la pobre Keira lágrimas interminables con sus aterradores discursos. Solo escapó de su ira cuando firmó un acuerdo prematrimonial por el que solo recibiría una magra asignación en caso de divorcio. Elsa se puso furiosa cuando se enteró de lo del contrato y más todavía cuando leyó los términos. Pero para entonces ya era demasiado tarde. El matrimonio ya estaba decidido.
Y Keira no le había pedido consejo ni ayuda. Por supuesto, Yevgeny tampoco estuvo a favor del plan del bebé. Elsa lo supo en cuanto empezó a hablar en ruso. Dmitri se puso completamente rojo. Estaba claro que no le gustaba la opinión de su hermano mayor.
Ahora parecía que el hermano mayor se había salido por fin con la suya y había convencido a Dmitri de que no estaba preparado para ser padre.
Moviéndose otra vez para aliviar la creciente incomodad, Elsa trató de contener las emociones que le daban vueltas en el interior. Estupor. Confusión. Rabia. Aquel cóctel de emociones no podía ser bueno para el bebé. Y aunque Elsa nunca había tenido intención de ser madre, cuidaba mucho de aquel bebé: comía bien, procuraba no tomar tanto café e incluso trabajaba menos. Se aseguraba de estar en la cama a la diez en punto todas las noches. Todo porque quería asegurarse de que la niña estuviera perfecta. Era su regalo para Keira. Un regalo que ahora su hermana le devolvía. Sin abrir.
–No vas a irte a África antes de que nazca el bebé –afirmó–. Habrá que tomar ciertas decisiones antes de que te marches.
El pánico hizo que a Keira se le oscurecieran los ojos.
–¡No! No puedo. No puedo tomar esas decisiones. Ya tenemos los billetes. Tú tendrás que tomar las decisiones.
–¿Yo? –Elsa aspiró con fuerza el aire y se quedó petrificada–. Keira, estamos hablando de un bebé. No puedes marcharte sin más.
Su hermana dirigió la mirada hacia el abultado vientre de Elsa.
–Tú sigues siendo la madre legal. La adopción no se produce hasta los doce días de vida del bebé. Tú lo sabes porque fuiste tú la que me lo dijo.
Por supuesto que lo sabía. Ese tipo de cosas formaban parte de su trabajo en uno de los bufetes más respetados de Auckland. Entonces cayó en la cuenta de que Keira tenía pensado marcharse y dejar que ella se ocupara del bebé.
–Oh, no –afirmó sacudiendo la cabeza con énfasis–. La única razón por la que te presté mi cuerpo fue para que pudieras tener el bebé que siempre soñaste. Este es tu sueño, Keira. Es tu hija. Tuya y de Dmitri.
–Es tu útero.
–Pero solo porque tú no puedes… –Elsa se mordió la lengua para no seguir.
Pero ya era demasiado tarde. Keira había palidecido. Impulsada por el remordimiento, Elsa se levantó del sofá y fue hacia su hermana. Keira recibió su abrazo con la rigidez de un trozo de madera.
–Lo siento, cariño. No tendría que haber dicho eso.
–Es la verdad –aseguró Keira con voz plana–. No puedo tener hijos.
–Entonces, ¿por qué…? –Elsa no terminó la frase. Abrazó con más fuerza a su hermana.
–¿Por qué haces esto? ¿Por qué te vas a África sin el bebé? Eso es lo que de verdad quieres saber, ¿no?
Elsa inclinó la cabeza.
–No creo que pueda explicarlo –Keira se liberó de su abrazo–. Es algo que tanto Dmitri como yo debemos hacer –miró a Elsa con firmeza–. Tengo que encontrarme a mí misma. Averiguar quién soy.
Keira se alejó un poco más de su hermana. Elsa experimentó una desagradable sensación de rechazo seguida de vacío. Se reprendió a sí misma al instante por su egoísmo. No debería sentirse dolida. Keira estaba sufriendo.
Pero a pesar de la empatía que sentía hacia su hermana, la pregunta principal seguía sin respuesta. ¿Qué pasaba con el bebé?
–Keira, ahora vas a tener una hija, y tienes un marido que te quiere. ¿No es suficiente?
A Keira se le suavizó la mirada y admitió:
–Sí, he tenido mucha suerte al encontrar a Dmitri.
Elsa no estaba tan segura al principio. De hecho pensaba que su hermana saldría con el corazón roto de aquella relación.
La llegada de Yevgeny Volkovoy a Auckland había sido todo un acontecimiento. No contento con haber heredado millones del imperio hotelero que construyó su padre, el ruso había expandido la dinastía fundando la mayor naviera fluvial de Rusia. En los últimos años había dado el paso a los cruceros marítimos.
Con la planeada expansión de la terminal de cruceros de Auckland, no le sorprendió enterarse de que Yevgeny tenía pensado convertir la ciudad en un puerto de destino. Lo que sí le resultó sorprendente fue saber por los periódicos que el ruso se había enamorado de Nueva Zelanda y que tenía pensado irse a vivir allí.
Había enviado a su hermano a Nueva Zelanda para que buscara oficinas para la compañía y las comprara para asentar la nueva base de Cruceros Volkovoy. Con todo el dinero que Dmitri manejaba, a Elsa le había parecido un joven mimado e irresponsable. Eso no tenía nada de bueno. Pero no cabía duda de que quería a su hermana. Y por suerte había perdido aquella vena inconsciente que tanto había preocupado a Elsa al principio. Pero marcharse a África sin el bebé…
Elsa se llevó la mano al vientre. Consciente de que a Keira le molestaba que la atosigara trató de calmar su furia.
–No puedes dejar a un bebé durante unos meses, o incluso un año, y confiar en que estará ahí cuando vuelvas.
–Eso ya lo sé, Elsa –Keira frunció el ceño–. No trates de hacerme sentir culpable. No estoy lista para tener un bebé. Ninguno de los dos lo estamos.
Ignorando la injusta acusación de su hermana, Elsa trató de dilucidar lo que quería decir la respuesta de Keira. El dolor de espalda que llevaba todo el día molestándola se intensificó.
–¿Y qué pasa con la niña? –Insistió. Elsa estaba furiosa–. No puedes abandonarla…
–No la voy a abandonar. Tú eres la madre legal. Sé que tomarás la mejor decisión para la niña.
La expresión suplicante de los ojos de Keira hizo que a Elsa se le erizara el vello de la nuca. Oh, no. Keira tenía pensado dejarle al bebé y luego volver a reclamarlo. El pánico se apoderó de ella.
–¡No puedo quedarme a la niña!
A Keira se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Sé que no podía esperar que lo hicieras. Pero siempre has dicho que querías que nos planteáramos la adopción de una forma abierta. Así que pensé que tal vez quisieras considerar…
–¡No! –exclamó aterrorizada–. Tenemos un acuerdo firmado…
Keira sacudió la cabeza.
–Pero Elsa, tú nos explicaste que no podemos adoptar legalmente a la niña hasta que hayas firmado el consentimiento de entrega a los doce días de su nacimiento. Como madre legal tienes derecho a cambiar de opinión… pero nosotros también.
Le había explicado demasiados detalles legales a su hermana. Elsa maldijo entre dientes.
–No puedes cambiar de opinión porque yo no puedo quedarme con la niña.
Keira suspiró.
–Ya lo hemos hecho. No estamos preparados para criar a un hijo. No quiero ni pensar en la decisión que tendrás que tomar, pero tendrás que hacer lo que creas mejor, Elsa. Es tu cuerpo y es tu…
–¡No me digas que es mi hija!
Keira compuso una expresión compungida.
–Creo que en el fondo sabía que no te quedarías con ella y lo tengo asumido. Sin embargo, confiaba en que… –Keira no terminó la frase.
¿Acaso no sabía Keira cuánto dolía lo que le estaba pidiendo? El dolor le atravesó el pecho. Elsa deseó poder echarse a llorar, pero no podía. Sin duda Keira pensó desde el principio que ella estaría de acuerdo en buscar una solución.
El corazón le latía con fuerza y le dolía la cabeza. El dolor de espalda aumentaba a cada minuto. Elsa sabía que aquello no era bueno para la niña. Tenía que calmarse. Aspiró con fuerza el aire y contó hasta cinco.
Revistiéndose de indiferencia, dijo con toda la dignidad que pudo:
–Tengo un trabajo muy exigente. No puedo ocuparme de una mascota, así que mucho menos de un bebé.
Keira la estaba mirando otra vez fijamente. Le temblaba el labio inferior. Elsa se negó a sentirse culpable. No iba a cargar con la niña, no podía hacerlo. Eso nunca había formado parte del plan. Ese bebé había sido concebido para Keira y Dmitri, no era su hija.
–Entonces estamos de acuerdo. No tengo más remedio que entregar a tu bebé en adopción.
–Si no ves otra salida…
Antes de que ella pudiera indicar que no era lo que quería hacer, que la niña era responsabilidad suya y de Dimitri, para su horror sintió una oleada caliente y húmeda. Había roto aguas.
La hija de Keira no quería esperar una semana para nacer.
La noche ya había caído cuando Yevgeny Volkovoy entró en la sala de espera reservada para las visitas de la familia en la primera planta del hospital. No se fijó en la suave decoración en tonos azules ni en las fotos de bebés con sus madres que colgaban de las paredes. Centró la mirada en su hermano, que estaba espatarrado en un sillón viendo una enorme pantalla de televisión.
–¿Dónde está el niño? –inquirió clavando sus ojos azules en Dimitri.
Su hermano se giró hacia él pero luego volvió a centrarse en el partido de fútbol.
–No es un niño. Te lo dije después de la última ecografía.
Yevgeny contuvo la decepción. Estaba convencido de que la ecografía había dado error. Su familia había tenido hijos varones desde hacía casi un siglo. Qué típico de Elsa McLeod dar a luz a una niña. Qué ganas de llevar la contraria.
–Lo que sea, quiero verla –murmuró agitando la mano. Salió de la sala de espera justo a tiempo de ver a su cuñada salir por la puerta de al lado al enmoquetado pasillo. Yevgeny dio un paso adelante. Saludó con la cabeza a su sobresaltada cuñada cuando pasó por delante de ella y entró en la zona privada.
La hermana de hielo de Keira estaba sentada en la cama, apoyada contra las almohadas.
Yevgeny se detuvo en seco. Nunca antes había visto a Elsa McLeod en la cama.
La visión le provocó una sensación de incomodidad. A pesar de que apenas le llegaba al hombro cuando estaba de pie, siempre le había parecido inmensa. Seria. Profesional. Fría. Incluso en las ocasiones familiares vestía de modo formal. Colores oscuros, sobre todo trajes negros con pañuelos al cuello.
Ahora deslizó la mirada sobre ella y se fijó en las otras diferencias. No llevaba pañuelo ni gafas de sol grandes. Nada de maquillaje. Una especie de encaje de marfil le cubría los senos. Parecía más joven, más pálida y más frágil que nunca.
Como si presintiera su presencia, Elsa alzó la vista de la pantalla del teléfono que estaba mirando. Una corriente de antipatía le recorrió la espina dorsal cuando sus miradas se cruzaron.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella.
–¿Dónde está el bebé? –esperaba habérsela encontrado con la niña en brazos. Tendría que haber imaginado que no sería así. No había nada de maternal en el cuerpo congelado de Elsa McLeod. Nada de ternura, solo unos ojos afilados de águila que normalmente escondía tras las gafas. Y según contaban también tenía un cerebro de acero. Los rumores decían que era muy buena abogada. Sin duda su éxito procedía del dinero que las avariciosas exesposas les sacaban a sus ricos maridos.
Elsa no contestó. Le pareció ver una expresión de tristeza en sus ojos, pero enseguida desapareció y miró detrás de él. Yevgeny se dio la vuelta y vio la cuna.
Se acercó a ella en dos pasos. Dentro estaba la niña, dormida con una manita en la mejilla. Tenía los dedos perfectos y las pestañas increíblemente largas. A Yevgeny se le encogió el corazón y una oleada de inesperada emoción se apoderó de él.
Solo tardó un instante en enamorarse profunda e irremediablemente.
–Es perfecta –murmuró fijándose en cada detalle. El cabello oscuro heredado de los Volkovoy, la boca roja. Una pequeña sonrisa le asomó a los labios y extendió la mano para acariciarle la mejilla con el dedo índice.
–¡No la despiertes!
La estridente orden rompió la atmósfera. Yevgeny giró la cabeza, entornó la mirada y la clavó en la mujer que estaba en la cama.
–No tengo intención de despertarla –murmuró en voz baja, con cuidado de no despertar a la niña.
–Es solo cuestión de tiempo que se despierte si te ciernes sobre ella de ese modo.
–No me estoy cerniendo sobre ella –pero Yevgeny se apartó de la cuna y se acercó a la cama.
Elsa no dijo nada, pero él había visto aquella mirada en ella con anterioridad. No tenía ganas de discutir, pero no porque su respuesta la hubiera dejado muda, sino porque estaba convencida de que ella tenía razón.
Aquella mujer era una china en el zapato.
El polo opuesto de su hermana, era la mujer menos maternal que había conocido en su vida… a excepción de su propia madre.
Tal vez fuera mejor que no estuviera acunando al bebé. Seguramente congelaría a la niña si se acercaba demasiado a ella. Elsa era fría como el hielo.
–Dmitri me ha dicho que estás pensando entregar a la niña en adopción.
Sin consultar. Había tomado una decisión que les afectaba a todos. Típico de una mujer tan arrogante y egoísta.
–Entonces te habrá contado también que tu hermano y mi hermana han decidido no adoptar a la niña.
Yevgeny captó su tono dolido, pero en aquel momento lo único que le importaba era el destino de la recién nacida que dormía en la cuna ajena a todo.
–Entonces, ¿es verdad? ¿Piensas dar a la niña sin más?
Elsa alzó la barbilla con altanería.
–Me ocuparé de encontrarle unos nuevos padres en cuanto pueda –Elsa miró el teléfono que tenía en el regazo y luego otra vez a Yevgeny–. Ya le he dejado un mensaje a la trabajadora social que estaba tramitando el procedimiento de adopción para Keira y Dmitri notificándole que han cambiado de opinión, y solicitándole que se ponga en contacto conmigo lo más pronto posible.
Estaba claro que no había tardado mucho en empezar el proceso para librarse de la niña. Yevgeny sintió una oleada de rabia.
–¿No has considerado quedártela?
Ella negó con la cabeza y se le quedó mirando con expresión desafiante. Parecía muy segura de su postura.
–Jo Wells me proporcionará una lista de candidatos a padres adoptivos. Es la única opción viable.
–¿La única opción viable? –¿sería eso lo que había alegado su madre cuando se divorció de su padre para conseguir la custodia completa de sus hijos, a los que luego abandonó tras haber luchado tan duramente por apartarlos de su padre?–. Estamos hablando de una niña, no de uno de tus casos legales.
–Soy consciente de ello. Y mi mayor preocupación en este momento es el interés de la niña. Igual que lo sería si fuera un caso en el que trabajara.
Yevgeny resopló.
–Eres abogada de divorcios…
–Abogada de familia –le corrigió ella–. La disolución del matrimonio es solo una parte de mi trabajo. Buscar la mejor opción para los niños y…
–Lo que sea –Yevgeny agitó la mano con impaciencia–. Esperaba que ahora te mostraras menos profesional y más humana.
Elsa alzó una ceja desde la cama.
–¿Tú no aplicas en tu vida diaria lo que aprendes en el trabajo?
–Yo muestro un poco más de compasión cuando tomo decisiones relacionadas con el bienestar de mi familia.
Ella se rio con tono despectivo. Yevgeny apretó los dientes y se negó a responder. De acuerdo, tenía reputación de ser despiadado en los negocios, pero siempre había protegido con uñas y dientes lo suyo: a su padre, a su hermano…
Observó el rostro de Elsa. La nariz recta, la falta de brillo en los ojos marrón claro. No, iba a ser imposible llegar hasta ella. Dudaba que albergara en su interior algo de calor.
Yevgeny suspiró con impaciencia y dijo:
–Tienes una visión limitada. No has considerado todas las opciones posibles.
Por primera vez, la emoción atravesó el hielo.
–¡No puedo quedarme con la niña!