Solo se necesita un Principio para comenzar una Guerra, un Amor y un Odio…
Una pequeña niña de cabellos dorados como el sol, ojos azules como el mar y piel blanca como la perla, tenía el parecido de un ser humano, pero había algo en su aura que no estaba del todo claro. La niña se encontraba en el bosque, un poco lejos de su hogar, con una alarmante expresión en el rostro. Su respiración comenzó a agitarse cuando se ocultó detrás de un gran arbusto. Estaba asustada pero también ansiosa, como si estuviera esperando a alguien o algo. Y puede que fuera más bien alguien, pues sus nervios incrementaron al escuchar ramas siendo pisadas. El sonido le provocaba un cosquilleo que bajaba desde su pecho de manera casi dolorosa hasta el centro de su estómago. ¿Miedo?
Antes de poder comprobar quién merodeaba por la zona, la sujetaron por la muñeca con brusquedad. Estaba a punto de dar un grito cuando se dio cuenta de quién se trataba. Sin embargo, ya era demasiado tarde para reaccionar y zafarse, pues le tapaba la boca con la mano libre. Ella intentó liberarse hasta que escuchó las risas.
—Tranquila —dijo el ser parecido a la especie de la niña: inmortal—. Haz el menor de los ruidos, Afrodita.
Un niño de cabello corto y oscuro estaba frente a ella cuando finalmente la soltó. Este sonrió y ella lo imitó cediendo a su vez en el forcejeo, pero él dejó de sonreír repentinamente y cruzó los brazos. Parecía enojado.
—¿Qué haces, Afro? —dijo el niño—. ¿No deberías haberme esperado como habíamos dicho? Íbamos a salir juntos del templo.
—Me asustaste —contestó finalmente la niña llamada Afrodita. Hizo una pausa y dirigió la mirada a su alrededor—. Tenía miedo. ¿Y si nos veían juntos?
—Ya te lo había dicho —comentó él—, no tiene importancia ahora.
Afrodita enarcó una ceja y tuvo que alzar un poco la cabeza cuando se acercó a él. Ella era un poco más baja de estatura, pero eso no le impedía tener un buen alcance de su barbilla y un poco más arriba hacia sus labios. Si decidiera ponerse de puntillas…
—¿Y para qué querías verme aquí, Ares? —preguntó ella.
Ares le tomó la mano, esta vez de manera delicada, ignorando su pregunta para contestar con otra.
—¿Quisieras casarte conmigo, Afro?
Atónita por su pregunta, Afrodita no logró articular palabra por un momento. La había tomado por sorpresa. ¿A qué se debía esa pregunta? ¿Estaba bromeando?
—Pero somos muy jóvenes y…
—¡No seas tonta, no me refería a ahora!
—¡No me digas tonta! —gritó ella antes de golpear en el hombro a Ares y zafarse esta vez de su agarre. Sus mejillas ahora habían tomado un color carmesí y no precisamente de vergüenza.
Ares parecía sentirse ahora arrepentido, sabía que la había hecho enojar. La única persona con quien se sentía a gusto y podía ser él mismo… Pero para conocerlo un poco, su carácter arrogante y egoísta hacía que no quisiera aceptar que estuvo mal. Y, sin embargo, lo hizo. Porque era Afrodita.
—Lo siento… —dijo arrepentido, tomando nuevamente la mano de la joven—. Escuché hablar a Zeus que podremos casarnos con quien queramos cuando nos den nuestros títulos de dioses. Dijo que el evento será cuando ustedes cumplan la mayoría para hacer sus votos a la divinidad. Eso será pronto. —Ares sonrió al mirar a Afrodita e hizo una diminuta pausa para pensar en sus palabras—. Nos casaremos y yo cuidaré de ti. —Alzó una mano y añadió—: Te doy mi palabra, Afro.
Después de haber prometido cuidar de Afrodita, los ojos de Ares se ensancharon, pues con un casto beso en sus labios fue recompensado. Sus mejillas se encendieron.
—¡¿Qué haces?! —preguntó él con el ceño ligeramente fruncido, tratando de ocultar la alegría en sus ojos—. ¡Nos pudo haber visto alguien!
Pero ya era tarde, ella lo había visto sonrojarse, aunque prefirió no decir nada al respecto. Prefirió disfrutar de la vista y en silencio desear que la situación entre ellos fuera más sencilla. Podía desear más. Afrodita, sin duda, había querido más. Quería que Ares cumpliera esa promesa, mas ya se sentía protegida por ese niño cuyo rostro había embellecido con gracia del aura que portaba y la confianza que él se permitía al estar con ella.
—¡Sí que es verdad! —escucharon exclamar detrás de ellos.
Un segundo varón se asomó entre los arbustos, pero no cualquier niño, no, este tenía una diminuta deformación en su cuerpo.
—¡Me tengo que ir! —gritó Afrodita para luego soltar la mano de Ares y salir corriendo hacia el templo, su hogar.
Ese niño los había visto. ¿Había estado ahí todo ese tiempo?
Sin duda habría escuchado algo. Afrodita estaba muy asustada, pero más que asustada, le dolía el pecho de saber que no podría volver a estar a solas con Ares de esa manera para no levantar sospecha si el intruso decidía hablar. Y ya extrañaba al Ares que era cuando estaba con ella. El Ares que ella iba a atesorar para toda su larga existencia.
Ω
Ares se mantuvo quieto donde estaba mientras el otro niño cambiaba el gesto de su rostro de sorprendido a molesto y decidía enfrentarse a Ares.
—Hefesto —pronunció Ares el nombre del varón.
—¿Así que es cierto? —preguntó Hefesto de manera acusadora—. Siempre tenía una duda con ustedes. Y más contigo, me habías dicho que no te gustaba Afro… —Sus ojos se movían de un lado para otro y arrugó la nariz—. ¡Eres un mentiroso!
—Cuidado con tus palabras, Hefesto, podrías arrepentirte luego. ¿Acaso piensas acusarme? —Ares inclinó un poco el rostro. Hefesto lo observaba impotente, incapaz de responder a su pregunta debido a la mirada intimidante de Ares—. Eso creí. Si digo que me gusta el verde y luego me gusta el rojo, es mi problema.
»Y una última cosa, sé que estuviste espiándonos, el único que le dice Afro soy yo. Por lo tanto, no tienes derecho. Te lo advierto, Hefesto, no te metas en lo que no te llaman, monstruo. Y ya tengo una madre. No necesito dos.
Ares se volteó y emprendió camino hacia el templo. Sin duda estaba molesto, pero más ganas tenía él de correr hacia Afrodita que de querer golpearlo. Unas ganas que contenía con todas sus fuerzas porque físicamente Hefesto ya tenía suficiente con el maltrato que recibía en el templo.
—Pero a mí también me gusta —confesó Hefesto de forma casi inaudible— y tú no la mereces…
Ares se detuvo y volteó la cabeza.
—Hefesto, no sueñes despierto, podrías entrar fácilmente en una pesadilla. ¡Ah, pero casi lo olvido! Estás en la realidad —finalizó riendo a carcajadas.
—Te vas a arrepentir, Ares. Ya verás… —dijo Hefesto antes de salir corriendo.