Επίλογος | Epílogos |Epílogo

El joven de cabello acaramelado con mechas doradas entremezcladas tenía los ojos oscuros a pesar de ser azules y claros, pero tiernos. Fue lo que pensó la fémina al observarlo tras aceptar su ayuda con la recolecta que hacía de manzanas. En realidad no necesitaba ayuda, pero él insistía en ayudarla, así que ella le dejó hacerlo.

Tal vez tenía que ver con eso, con que ya había escondido su aura y, para los ojos de un mortal hecho con orgullo de hierro para una edad de bronce, solía parecer una simple fémina. Una mortal…

El joven insistió en terminar de recoger unas últimas manzanas más antes de devolverle la canasta. La interrumpió cuando ella quiso saber su nombre para agradecerle, y todo para ir en busca de una hermosa flor de cinco sépalos y ocho pétalos que le entregó como obsequio.

Ella intentó agradecerle pareciendo dulce e inocente y esperó hasta que el joven varón decidiera dar su nombre. Él le sonrió, embelesado por su sonrisa, y se apresuró a corresponderle:

—Adonis. ¿Qué espera que sea? —preguntó observando el abultado abdomen. La fémina le dio una leve acaricia fingiendo tener una existencia de ser mortal en su vientre.

—Espero que una niña —sonrió antes de continuar—. Claro que su padre reza por que sea un varón, como si ya no le bastaran los que ya le he traído al mundo.

Una verdad a medias.

Adonis se echó a reír de manera despreocupada, un gusto que la mujer probó sin ninguna vergüenza antes de despedirse intencionadamente.

Y una vez que comenzó a emprender el viaje a su hogar por el camino terroso fingió estar pensándolo dos veces, como si le preocupara caminar con la canasta añadiendo más peso a sus ya adoloridos e hinchados pies. Y peor aún, sola. Sin embargo, él no tardó en preguntar si le gustaría algo de compañía hasta su hogar.

—Me encantaría —contestó ella—, además quizás me puedas servir como centinela en caso de que algo ocurra por el camino.

Le llenó de placer el hecho de que el joven no le hubiera hecho difícil la tarea de hacerle preguntas, pues, una vez que se ofreció a llevar la canasta por todo el camino, no paró de hablar ni un momento.

No era como si no supiera de él, pero la fémina debía fingir no hacerlo si quería entablar una relación basada en la confianza que se creía que había. Al menos, para su interés, era completamente sincera. Ella quería estar cerca del hermoso joven.

Luego de varios intentos por convencerle de que ya podía llevar la canasta hasta la vivienda para poder despedirse, lo convenció. Era repentino, sí, pero ella no se disculparía por querer alejarlo lo más pronto posible una vez que detectó el peso de una presencia bastante notable. Amenazante para él.

—Espero volver a verla pronto…

—Aftonia.

Adonis sonrió en respuesta antes de que ella entrara a su hogar.

Una vez que dejó la puerta cerrarse tras su espalda, un suspiro salió de sus labios. Dejó que la oscuridad la arropara por completo, haciéndola cambiar de apariencia antes de hacerle frente a su visita entrometida.

—Siéntete como en casa —contestó ella—, Hera.

Dejó caer la canasta en la mesa donde la visita apareció sentada en su campo de visión.

—Veo lo bien que la pasas aquí. —Señaló—: Pobre joven muchacho, no sabe lo que le espera. Pobre de su madre, ha sido terrible su destino…

—¿Qué quieres?

—El tiempo te hizo egoísta, Afrodita —dijo antes de levantarse—, pude notarlo todo este tiempo alejándome de mi hijo de esa manera.

—Es algo que me gustó aprender del pasado—se burló Afrodita antes de volver a intentarlo de nuevo—. ¿Qué es lo que quieres, Hera?

—Mi hijo. —Se levantó y comenzó a rondar por la casa hasta darle la espalda a Afrodita—. Apuesto a que él no permitiría lo que estás haciendo. —Afrodita respiró hondo—. Por cierto, ¿dónde está?

—Por ahí. —Arqueó hacia abajo las comisuras de sus labios—. Tu hijo no me tiene que permitir nada. Soy su amante y puede que algo más o algo menos. El significado se lo damos dependiendo del tiempo.

Sin muchos detalles, planeaba dejar la conversación como la más simple que se podía permitir. Pero todo era cierto, la pareja había decidido algo de libertad en lo que fuera que tuvieran. Después de su primer matrimonio, no quería volver a experimentar todo lo que eso involucraba. Anillo, lazo, abuso de poder…

—Debo darte las gracias por lo que hiciste…

Cambió de tema de manera drástica y sin revueltos. Hera la miró con gran recelo luego de permitirse parpadear una vez en su presencia. Le agradecía a la Reina de los Dioses por su intervención al enterarse todos de que estaba embarazada y, lo más importante para ella, de quién lo estaba.

—Sí, bueno —contestó la diosa de ojos marrones claros—, llevabas sangre de mi sangre.

Afrodita le asintió antes de contestar a ese «de nada» a su modo:

—Sé lo que planeas con la joven tebana de la realeza. Zeus no dejó de visitarla y me tiene harta su amorío con ella. Sabías que ella no para de orarme en secreto todas las noches. —Giró los ojos con patente aborrecimiento—. Es algo de lo que yo ya no puedo hacerme cargo. Solo sembré la semilla, se supone que tú debes hacer el resto. —Hera le lanzó una mirada fija y aprovechó para añadir un poco más de veneno a su favor—. Usa tu creatividad en lo mejor que sabes hacer, vengarte… Supe que está a punto de dar a luz. Seguro que se te ocurrirá algo.

Extendió un poco su mano para hacer la puerta abrirse, dándole a entender que la estaba despidiendo de su hogar. Ahora quería tener tiempo para ella…

—Tu secreto estará a salvo conmigo —dijo a modo de despedida antes de que la diosa saliera volando en su Transición en forma de ave—. Tienes mi palabra, y no vuelvas.

Hera graznó.

Afrodita le dio una sonrisa a una apetitosa manzana que estaba a punto de ser devorada, tanto como hubiera querido hacerle a aquél joven. El honor de su cena y sueños esta noche tendría su nombre.

«Adonis», dijo para su propio placer.

Ω

Una hermosa joven se debatía dentro de sí misma si era digna de la belleza al igual que su madre mientras miraba su reflejo en el espejo pequeño con forma de concha y un mango perlado. Su madre la peinaba con total paciencia y delicadeza que hacía a la joven casi maravillarse con las caricias, las mismas que la ayudaban a conciliar el sueño.

—¿Madre, crees que me veré tan hermosa como tú en mi boda? —preguntó la joven soltando un suspiro nervioso de sus labios.

—Ya lo eres —contestó su madre—, eres la joven más hermosa de su reino. Y me atrevería a decir que de todos los alrededores, Harmonía.

Su madre, que poseía la más bella cabellera en ese palacio, y besada por el sol, la tranquilizó colocándole una mano sobre el hombro mientras la miraba en el reflejo del espejo, ambas compartieron una sonrisa.

—Lamento interrumpir —un hombre se asomó a lo que parecía ser el dormitorio de la joven Harmonía y dirigió su mirada a la mujer sentada de cabellera dorada de antes—, pero tu hijo está corriendo como un loco alrededor del pequeño manzano. Está correteando a los querubines. Desnudo, otra vez.

—¿¡Otra vez!? —replicó la fémina que más autoridad tenía allí. Miró al varón parado enfrente de ella entrecerrando sus ojos azules—. ¿Y por qué no le has dicho nada aún? Es tu hijo también, Ares.

—¿Porque soy su padre? —respondió el hombre haciendo que pareciera más una pregunta retórica—. Mi trabajo es malcriarlo, no regañarlo, Afrodita. —Sonrió mostrando una pizca de malicia en su gesto al ladear la cabeza.

La fémina se levantó dejándole ver su vestido de tela de color rosado tan sedosa como una caricia. Ambos fueron hacia la puerta del palacio y miraron hacia afuera de este, hacia el árbol de manzanas.

Y ahí se encontraba. Un pequeño de cabellos dorados, llevando solamente una sonrisa despampanante, tierna e infantil en el rostro, mientras corría alrededor del árbol. Ambos padres miraron a su pequeño ladeando la cabeza, haciendo que flaquease cual castigo para este.

—Oh, ya me convenció de que no es nada amenazante lo que hace.

—De acuerdo contigo, querida.

Ares miró a su costado observando a la mujer cuya hermosura desprendía de todo su ser y luego mirando al chiquillo: alegría andante. Alzó ambas cejas y se llevó la mano a la boca para después deslizarla por la misma en un gesto de fingido asombro.

—¡Por los cielos, he creado una abominación de completa travesura! —bromeó—. Espero que cuando sentencien a los creadores de semejante creación en el juicio final, se apiaden de mí. Fui obligado después de todo.

Afrodita giró los ojos tras el dramático lloriqueo de su amante.

—Careces de toda gracia, Ares.

—He aquí lo que hace tu heredero —Ares sonrió divertido—, Señora de los Gruñidos.

—Señor burlón, podrías despreocuparte. Los querubines no le dicen todo a Zeus. No son mensajeros como Hermes o Iris. No es como que irán a contarle todas las cosas.

—No se parece en nada a mí. Tiene tus encantadores ojos azules y tu cabellera. No se puede negar. ¿Segura que no hiciste al poca-vergüenza tú solita?

—¡Ah, no! —contestó ella con una mirada escéptica—. Lo travieso lo sacó de ti.

La diosa se acercó hacia el pequeño acto de diversión dejando a Ares apoyado al fuste de una de las columnas de la entrada a su palacio. Un venusto palacio ubicado en la más alta montaña de Corintia que, a la vista simple, es decir, a la vista de un mortal, solo era un templo que recién habían construido.

—Criatura adorable, ¿qué haces?

Mamá —el pequeño niño negó con un movimiento de cabeza, sonriendo y señalando arriba en el árbol—, ángeles. Chú… —Alargó la última palabra no entendible alzando sus manos y agitándolas un poco.

—Dales descanso, solo están velando por ti, Eros. —Ella le ofreció su mano—. Ven, papá te está llamando.

Los ojos azules del pequeño se iluminaron ante la mención de su gran cómplice y la diosa intentó reprimir una sonrisa divertida antes de que se diera cuenta de la verdad en aquellas palabras; su padre no lo hacía, sin embargo, de igual manera se alegraría de tenerlo cerca.

—¿Papá…?

Ella casi podía morir de ternura por el pequeño, aunque no tardó en ponerse completamente seria al averiguar lo que había pasado cuando el pequeño habló. Ares lo había mandado aquí a molestar a los querubines.

Afrodita levantó la cabeza hacia el árbol donde los querubines descansaban. La observaban con semblantes serios y algunos inexpresivos. Suponía que estaban resentidos, o solo a la espera de algo. Lo que fuera. Viéndolo desde su punto de vista, ellos no sabían lo que podía pasar, porque después de lo que había ocurrido tiempo atrás, todo caos podía ocurrir con solo ella tenerlo en mente. Pero no debían desconfiar de ella. No ellos. No cuando eran los que protegían a los bebés al nacer y durante su niñez. Para ella, los querubines eran lo mejor de que disponía el Olimpo. Aun así, no los culpaba de que desconfiaran.

Suspiró al pensar en el que había sido antes su hogar, y decidió alejar ese pensamiento al retomar las miradas de los querubines. La diosa les sonrió antes de darles una pequeña reverencia.

El pequeño saltó, tomado de la mano de la diosa, y esta vio cómo las alas de su espalda comenzaban a moverse. El niño de rizos dorados se mantenía en el aire por unos cuantos segundos antes de volver a poner sus pequeños pies en el suelo.

—¡Ares! —Ella llamó al dios, que se había ido a quién sabe dónde dentro del palacio. Cuando salió, Afrodita le dio una plena y sincera sonrisa—. Acaba de dar sus primeros aleteos en el aire.

Ares se hincó hacia el pequeño para felicitarlo mientras ella miraba al manzano detrás de ella. Los querubines estaban asomados entre las ramas, se miraron entre sí y le mostraron unas sonrisas sinceras dejándole saber lo alegres que estaban por ver aquello.

—¿Qué harás con el ganado? —preguntó Ares antes de señalar el grupo de animales que estaba cerca de su hogar. Por lo menos ya habían metido a Eros adentro. Recién habían hablado sobre no estar mandando al pequeño a hacer travesuras ajenas.

La diosa se encogió de hombros ante su pregunta.

—Le diré a Adonis que me ayude, por supuesto. —Él soltó un resoplido—. ¿Qué? —lo desafió antes de arquear hacia arriba una de las comisuras de sus labios—. ¿Celoso de mi protegido?

El dios no dijo una palabra, dando por sentado lo que ella decía.

Un sentimiento muy conocido se estaba acoplando en su vientre y no pudo evitar sonreír antes de morder su labio inferior. No podía evitar sentirse atraída tras esa confesión. Él lo pudo notar, él también lo estaba sintiendo. Ella también estaba contribuyendo en eso. Después de todo, eso era lo mejor que se le daba.

Afro

Ella alzó las cejas, sorprendida.

—Hace mucho que no me decías así.

—He estado más acostumbrado en llamarte de otra manera.

—¿Como en la cama? —preguntó ella.

—En la cama, en el césped… —respondió él, divertido—. Donde desees siempre, amor mío. —Ella se relamió los labios.

—Entonces, ¿estás preparado para otro hijo?

Claramente, no fue una pregunta… Fue más bien una observación. De todas formas, Ares enarcó una ceja antes de colocar su mano en la espalda baja de Afrodita y estrecharla contra su cuerpo ya preparado.

—Eso es un sí…

Ambos sonrieron en complicidad.