10. EL ABORRECIBLE CASTRADO MEXICANO

–La historia es rara, lo sé; bizarra, como dicen los cursis. Hay gente que tiene que vivir en las tinieblas, no le quepa la menor duda. ¡Un lamento surgido de la entraña sufriente de la humanidad! Otra aspiración espiritual a la que se debió renunciar porque el momento de redención no logró alcanzarse. Hay una zona del espacio astral (no es el cielo, no es la tierra) que debe incorporarse a nuestro mundo. Cuando eso se logre, el andrógino difundirá su mensaje. Lingam concederá su poder generador al Universo. Si las condiciones astrales no se cumplen encontraremos solo otro experimento fallido de la naturaleza. ¡La impostura no paga! Lo he sostenido siempre. La baronesa von Lewenthau, el apuesto teniente Giraux: ¡bola de farsantes todos! ¿Compañía de alta comedia como pretendían? ¡Nada de eso! Cómicos de la más baja estofa, mezclados con pícaros nacionales y extranjeros, chusma carente del menor escrúpulo. ¡Cieno! «¡Crápulas del mundo, uníos!» Ese lema debieron tatuárselo en la frente. Entre todos arruinaron el proyecto. Nadie quiso ser salvado; nadie, redimido. ¿Sabía, por cierto, que José Zorrilla fue director de los teatros imperiales de México? Perdone, olvidaba que es historiador y que lo sabe todo. La gente hoy día no quiere saber nada. Por el contrario, su ambición es olvidar lo poco que alguna vez supieron. Una manera eficaz de instalarse en el autobús de la vejez. Olvido y senilidad, amnesia y decrepitud; los conceptos se funden o entreveran. Quienes manejan el mundo desearían que todos fuéramos amnésicos. ¿La humanidad?: cuerda de viejos desmemoriados y babeantes. No pienso darles ese gusto. Seré siempre joven. Seguiré recordando. ¡El adolescente Balmorán! ¡Presente, maestra! Ayer, un niño apenas con su mochila azul y su gran globo rojo. ¿Y hoy? ¡Miradlo! ¡Helo ahí! Saluda al mundo con memoria fresca y resplandeciente, dispuesta siempre a captar los mensajes generados por un ayer riquísimo y un presente ídem. Sigo investigando, sépalo usted. En el archivo de notarías encontré un documento fundamental: el testamento del barón von Lewenthau. Riquezas, la verdad muy pocas. Lo importante es que allí se registra el nombre de pila de su esposa: Palmira Aguglia, napolitana. ¡Claro! ¿De dónde más hubiera podido salir?

Balmorán había telefoneado varias veces en los días anteriores. Le había dejado recados de que le urgía comunicarse con él, tenía novedades impresionantes... Se comunicó y concertaron una cita. Del Solar tuvo que posponerla varias veces, porque una vez decidido a quedarse en México, al comenzar a hacer los trámites para reintegrarse a la universidad encontró que le llevaban más tiempo y eran más complicados de lo previsto. La tarde anterior, al posponer de nuevo la cita para el día siguiente, percibió en la voz de Balmorán un dejo estridente y desdeñoso. Dijo que pasara por su departamento cuando quisiera. Él no era importante, no había pretendido serlo nunca. Que pasara cuando tuviera tiempo, cuando le viniera en gana; si no lo encontraba, ni modo; alguna vez sería. Tampoco él estaba enteramente libre. Tenía cosas que hacer, evaluar bibliotecas, por ejemplo. Nada tan impresionante como las pretensiones de las viudas, dijo con voz desapacible. Le mostraban al eventual comprador una pared atestada de basura, desechos, novelas baratas, papeles buenos solo para fermentarse en la panza de las ratas. Y salían pidiendo millones. ¡Insaciables! ¡Qué aires! ¡Qué grandeza! ¡El martirologio plasmado en el rostro! No querían que la biblioteca del marido, ese prócer venerable, saliera del país, y por eso la ofrecían a un precio razonable. En Texas les pagarían el doble, pero mientras pudieran impedirían la salida de México de aquellos tesoros. Su vida consistía no solo en ver viudas. Debía ir al taller de impresión; cuidar sus ediciones. También él tenía ocupaciones. No podía quedarse eternamente en casa, esperando a Godot. Ahora bien, si se comprometía a estar a las cinco de la tarde del día siguiente en su departamento, él, a pesar de sus múltiples empeños, le daba su palabra de que lo esperaría. Sería, eso sí, la última vez. Había puesto la mayor atención en la charla que habían sostenido el día que se dignó visitarlo. Había buscado cosas, las había encontrado. Ahora bien, si Del Solar cambiaba de parecer, si ya no le interesaban, ni modo; habría perdido su tiempo como tantas veces le había ocurrido en el pasado. Lo que le agradecía al cliente es que al menos tuviera la bondad de comunicarle su desinterés. Tal era su profesión; aceptaba los gajes del oficio, ¡Paciencia! No era la primera vez ni sería la última que hubiese trabajado en balde.

Por fin tuvo lugar el encuentro. El inicio fue más bien decepcionante. Durante el tiempo que el librero lo llamó e insistía en su visita, el historiador había pensado que tendría datos nuevos, alguna luz sobre el atentado que le costó la vida a Erich María Pistauer y donde también él, Balmorán, y el hijo de Delfina Uribe habían resultado heridos. Miguel del Solar estaba convencido de que si Balmorán y algunos de los interesados hicieran un esfuerzo por recordar, por trenzar de manera inteligente un acontecimiento con otro, podría saberse qué había ocurrido, quién había ordenado esas muertes y por qué motivo. El tiempo transcurrido, más que dificultar la tarea la facilitaría. Se les pedía un esfuerzo mínimo, recordar, atar cabos, desechar soluciones fáciles: la verdad se acabaría imponiendo. ¿Qué intereses específicos defendía Arnulfo? ¿Por qué recibía correspondencia en varias oficinas desperdigadas en distintos barrios de la ciudad? ¿Por qué en lugar de exigir la aclaración del crimen de su hijastro trató de huir con su mujer a Estados Unidos? ¿Por qué peleó y luego se reconcilió con Haroldo Goenaga, su primo, su mejor amigo, días antes de morir? ¿Por qué lo mataron? Balmorán no se había tomado el más mínimo esfuerzo en revisar las circunstancias que conformaban aquel enigma. Las novedades que tan imperiosamente le había anunciado por teléfono eran bibliográficas: dos ejemplares bastante maltratados de Timón, la revista nacional-socialista patrocinada por la embajada alemana, algunos folletos clericales sobre cuestiones obreras, y dos novelas editadas en Jalisco sobre el levantamiento cristero.

Al cabo de unos minutos advirtió que Balmorán había tomado esas publicaciones como pretexto. ¡Igual que él, por otra parte! Ninguno de los dos confería ese día la menor importancia al material impreso. Balmorán deseaba hablar de sus trabajos. Recibió a su eventual cliente como un padre disgustado examina el comportamiento del hijo atolondrado, a quien se debía hacer volver al buen camino con un enérgico y oportuno tirón de riendas. Con una severidad que se esforzó en mostrar que era solo aparente, mera fachada, el librero invitó a Del Solar a tomar un poco de vino, y le dijo con cierto reproche que por un momento había temido que esa bella amistad, surgida en la visita anterior, se hubiese desvanecido en el aire. Había sentido la palpitación de un alma (que por favor le perdonara el adjetivo tan desgastado, pero, en su caso, el único que encontraba estrictamente fiel) gemela. ¡Un alma gemela! El hallazgo más raro del mundo. Alguien que aceptaba de manera normal la juventud del amigo. Era evidente que él, Del Solar, no era de quienes vivían pendientes del brillo de falsas glorias, las cuales para mantenerse en su igualmente falso pedestal tenían que matar todo lo que de auténticamente humano alentaba en su interior. Era una personalidad diferente, y por eso estaba sentado frente a él, Pedro Balmorán, con un vaso de vino tinto en la mano y la actitud tranquila y receptiva de quien se sabe al lado de un hermano.

Desde la anterior conversación había trabajado día y noche, sin cesar, corrigiendo y puliendo su versión sobre las trágicas malandanzas del castrado mexicano. Desde hacía años no tocaba ese material. Se había dedicado a otros trabajos, se apresuró a explicar. Se calificó de infatigable y laborioso. Trabajaba como ya casi nadie lo hacía en México. El libro que treinta años atrás lo hubiera hecho célebre, pospuesto en un determinado momento, había resucitado del letargo profundo en que yacía. Una obra amada y odiada a la vez. Debido a ella lo habían maltratado, amenazado, intentado matarlo. Le habían hecho perder el movimiento de la mitad del cuerpo: físicamente lo habían convertido en un guiñapo. Durante temporadas trabajó solo muy de cuando en cuando en ese texto. Al principio con fervor, enfebrecido; luego con mayor languidez, con distanciamientos anímicos e intelectuales. Llegó el momento en que ni siquiera lo miraba. Mucho del material estaba definitivamente perdido. Faltaban datos, fechas. Pero también, si uno repara, el material original se había caracterizado por impreciso. La memoria no era el fuerte del castrado. El abate Morelli, quien conversó con aquel monstruo de la naturaleza ya en pleno ocaso, debió de haber inventado muchas cosas. Describe por ejemplo el viaje de los emperadores a San Luis Potosí, donde el castrado cantó en un Tedéum celebrado en la catedral, siendo muy aplaudido por sus Majestades y ovacionado por la multitud enfebrecida de potosinos que esa noche lo paseó en hombros por toda la ciudad antes de depositarlo en la fonda donde lo esperaba la baronesa Lewenthau (née Aguglia, napolitana). La época en que lo entrevistó el abate Morelli, el castrado sobrevivía a duras penas en un muelle de Nápoles como faquir. Dice que sueña durante el día entero en comer, y que en su patria comía todo el día pajaritos. Cuando el abate le pregunta cuáles, qué variedades, le responde que totoles y zopilotes, siendo el primero el pavo mexicano, y el segundo una especie de buitre que en algunos lugares del Caribe se conoce con el nombre de aura tiñosa. El abate le explica que no puede ser, que el zopilote no es un animal comestible, que su carne es repelente; el castrado dice que sí, que nunca comió zopilote, que comió pajaritos. ¿Como cuáles? Como el águila real y los totoles y los zopilotes. Diálogos que dan idea de dificultades de comunicación, por una parte idiomáticas y, por otra, de aquellas producidas por la fatiga y el deterioro mentales del pobre soprano. Toda la historia que Morelli recrea ampliamente del Tedéum de San Luis, el éxito musical y los banquetes magníficos servidos con tal ocasión es falsa. Los emperadores jamás estuvieron en San Luis Potosí. Las ciudades más próximas visitadas por Maximiliano de Habsburgo fueron Guanajuato y Morelia, ambas a más de un día de camino de San Luis. Carlota no lo acompañó en ése ni en ningún otro viaje por la república, excepción hecha de sus habituales paseos a Cuernavaca. Por otra parte, dada la manera escandalosa en que el personaje se había fugado de la ciudad, era del todo impensable su regreso, aunque fuese dentro del séquito del emperador.

Del Solar se sintió perdido ante la irrupción del castrado, que se volvió total, en los pensamientos del lisiado. Trató con cautela de pedir explicaciones sobre ese documento. El librero lo miró con desprecio, con resabios de su inicial impertinencia. Frunció los labios hasta convertir su boca en un culo de gallina; tendió el brazo hábil, el izquierdo, hacia adelante, es decir, hacia su interlocutor, como si oficiara una ceremonia de extraordinaria trascendencia.

–Advertí el otro día –continuó– el interés que esta historia reviste para usted. Por ella murió gente; el súbdito austríaco Erich María Pistauer, el joven Ricardo Rubio, nieto de don Luis Uribe, y el ínfimo suscrito, el mismo que canta y baila, de puntas si se lo exigen, la danza macabra de Saint Saëns, el cual quedó, como puede usted ver, físicamente deshecho. Una historia que, a lo largo de un siglo entero, ha tratado de emerger a la luz, de darse a conocer sin obtenerlo. El destino me designó a mí, por alguna razón, para que contra viento y marea llevase a cabo tal tarea. Cuando esas «Memorias» fueron redactadas, la pobre criatura apenas podía hablar, lo de los pajaritos en que tanto se detiene Morelli, quien debió de haber sido un fraile glotón, da idea de su estado mental: lo había olvidado todo, se había olvidado hasta de hablar. La otra narradora, Palmira Aguglia, baronesa von Lewenthau, había descendido a su verdadera condición en Nápoles, donde atendía una taberna en el puerto; volvió a ser lo que fue antes de conocer al viejo barón. El abate Morelli dice haber conocido a la pareja formada por la baronesa y el castrado en San Luis Potosí, y casualmente los vuelve a encontrar en el ocaso de sus vidas. No disimula que el verdadero oficio de la mujer se reduce al comercio carnal con marineros y gente de baja estofa. La pícara había vuelto al medio que le correspondía después de intentar, aprovechándose de la ocupación militar, hacer fortuna a costa nuestra. ¡Pobre país! Se impuso, hay que reconocérselo, verdaderos sacrificios para hacer triunfar a la persona a quien consagró lo mejor de su vida: al castrado. Comprendí con toda claridad que debía ponerme de nuevo a la tarea. Debía finalizar la hazaña. Dar a conocer la existencia enigmática del portentoso ruiseñor. Pensaba yo en todo eso, cuando la esposa del administrador, mi buena amiga, un ángel que me protege contra los aletazos del mundo, me entregó una carta, un anónimo semejante a los muchos que recibí treinta años atrás, antes del asalto, antes de la balacera, igual a los que he vuelto a recibir casi a diario desde hace cosa de un mes, amenazándome con castigos terribles si me atrevía a publicar los papeles obscenos que poseo. El texto podrá ser cada vez diferente pero el contenido es el mismo. «No se saldrá el diablo con la suya», decía la primera línea de aquella primera carta, y luego una sarta de insultos incoherentes. Ya no me intranquilizan; por el contrario, al tener en mis manos aquel escupitajo ignominioso sentí que mi juventud adquiría una razón de ser. Me había mantenido en plena forma, ¡joven maestro a la altura del arte!, para poder concluir el relato sobre el destino del espantoso castrado mexicano. Tengo la sensación de habérselo descrito en términos puramente grotescos, pero, se lo aseguro, es mucho más que eso. Pudo haber redimido al mundo, óigalo bien, de eso estoy en absoluto convencido. «¡Si se saldrá el diablo con la suya!», grité, una y otra vez durante toda la mañana. Por la tarde comencé a redactar. Saqué los papeles de su escondite, los leí de un tirón y a partir de entonces me tiene aquí trabajando día y noche. Puedo asegurarle que dentro de tres meses a más tardar tendré el relato listo para entregarlo a la imprenta. ¡Tiemble quien tiemble, caiga quien caiga, el castrado, el personaje que el viejo mundo conoció con el nombre de Segundo Ruiseñor Mexicano, más tarde con el de Faquir Azteca, saldrá al mundo a vivir su segunda existencia, su anhelada resurrección! –Hablaba como un visionario, manoteaba, volvía a sus guiños, a esos ademanes que exigían de los demás calma, paciencia, que querían implicar que lo más importante estaba por llegar, que por favor no le arrebataran en ese momento la palabra–. Sí, sí, he trabajado sin sosiego y avanzado mucho. Le leeré pasajes, los que quiera, menos el final, que constituye la verdadera sorpresa de mi libro. Se quedará perplejo cuando lo lea, sabrá cuán hondamente demoníaca puede ser la existencia humana; verá que al hablar del hombre, el absurdo y la locura no conocen límites. Todo es apariencia. Habrá un momento en que el espacio astral se convertirá en un espacio único que incluirá cielo y tierra. Tal vez la duración de ese encuentro no pase de un instante. Pero es posible que en ese instante se produzca la redención. ¿Habrá siempre una figura ad hoc en espera de ese momento?, me pregunto. ¿Llegará? Perdóneme la disgresión. Hay pasajes en que la dureza de estilo es aún evidente; hay agujeros, hay arrugas, pero la obra de perfeccionamiento prosigue su curso. Lo imprescindible era llegar a la palabra FIN. Y esa palabra ha sido escrita.

–¿Tiene idea de lo que ocurrió con el resto del documento original?

–¿Qué usted decir? Mí no comprende. Mí no sabe. Mí solo quiere bailar chachachá.

–Las páginas que le robaron...

–Perdone usted, Horacio, pero hay cosas más, mucho más interesantes que su mercantil filosofía. Tengo una idea sobre la personalidad del personaje. –Cerró los ojos y exclamó en una especie de éxtasis–: ¡Sobre su fisiología! Usted va a leer el texto y lo sabrá todo. Advertiré en un breve prólogo que durante años estos papeles han sido perseguidos, secuestrados, que el glosador ha visto en peligro su vida, que aún ahora se le amenaza con anónimos... ¡Que saque el lector sus conclusiones! ¿Por qué es tan fuerte el interés en mantener ocultas las circunstancias de esta vida? Estoy seguro de que muchos coincidirán en mis conclusiones. No se trata de una pura hipótesis. Es la definitiva aclaración del misterio.

–¿O sea...?

–¡Nada de ansias, mi amigo! Usted y yo seguiremos hablando. Quiero que sea usted el primero en leer mi relato. En muy poco tiempo lo tendré preparado para la imprenta. ¡Hágame el favor, léalo antes! Las páginas que se salvaron por estar en poder de Frau Moby Dick, quien por supuesto no supo apreciarlas y se atrevió a declarar que no eran auténticas, que el italiano era incorrecto, a diferencia del maestro Rafael J. Santander, hombre modesto a quien hoy nadie recuerda, paleógrafo esforzado que también leyó parte del texto en aquella época; le había yo pedido que me diera su opinión sobre la autenticidad del manuscrito puesto en duda por la Doctora Manteca Werfel. Al devolverme aquellas páginas, don Rafael me aseguró que poseía yo un tesoro de valor incalculable. Las páginas originales, digo, se incluirán como apéndice de la obra, dándosele los debidos créditos al abate Morelli, quien recogió la narración de boca del propio castrado y de la napolitana. El resto aparecerá como obra mía. He sido su depositario, su glosador, su casi creador. La obra aparecerá con el nombre del suscrito, su atento y seguro servidor, el mismo que infatigablemente canta y baila chachachá.

–¿No le interesa saber qué ocurrió...?

–¿Con los personajes a quienes Morelli no pudo interrogar? ¡Óptima pregunta! ¡De un tiro así quiero morir! No los he descuidado, no se preocupe. He rastreado hasta donde he podido su trayectoria. El lieutenant Giraux, el otro protagonista, maleante de poca monta, súcubo de la suprema pícara, desertó del ejército y permaneció escondido durante algún tiempo, hasta el triunfo de la república y la normalización de la vida civil. Se casó con una rica comerciante jarocha, quien lo mantuvo oculto en una bodega de Veracruz. Ni de broma quiso volver a reunirse con su antigua cómplice. No quiso continuar una vida de aventuras, y según vemos por el camino recorrido por los otros dos, tuvo toda la razón del mundo. Quizá vivió y murió feliz al lado de su devota y complaciente esposa, llevándole la administración, aconsejándola sobre la manera de conceder los créditos y a quién negárselos por sistema; enseñándole a apreciar ciertas nuevas calidades de géneros y productos con que ampliar su comercio, con lo que paulatinamente fue elevando el nivel del establecimiento. Es posible que haya sido así, aunque podría darse el caso de que arruinara a la tendera, y después de algún tiempo se consiguiera otra, y luego otra más, y, al fin, huyendo de tirias y troyanas, lograse salir de México y establecerse en Martinica o en la Guadalupe para curarse la malaria u otras enfermedades aún menos gratas, entre gente de su propio idioma, hasta que al fin, vuelto una piltrafa humana, se fuera quedando sordo, se fuera quedando ciego, se fuera volviendo loco, y un día su cadáver apareciera destrozado en un chiquero, con gran excitación de los hozantes cerdos. ¡Quién puede saber cuál fue su destino! Lo único seguro es que el apuesto lieutenant Giraux no acompañó a la pareja a Europa ni compartió su vertiginoso derrumbe final. Al menos eso se desprende del relato de Morelli.

A grandes rasgos, Balmorán fue contándole a su nuevo amigo e intranquilo oyente la historia. El viaje de una alegre pandilla a San Luis Potosí, donde Palmira von Lewenthau se había propuesto fundar una compañía de comedias, que encubriera otras actividades: juego, vida galante, etc., con el propósito de desplumar a los ricos hacendados y mineros de la región. El descubrimiento de la voz en una iglesia solitaria, visitada por la baronesa en compañía de un inglés, ingeniero de minas, quien trataba de explicarle las peculiaridades de la arquitectura local, en especial el empleo de la columna estípite como fundamento del barroco mexicano. La conmoción de la baronesa al escuchar aquel trino que calificó de angelical fue demoledora. «C’est un ange!», exclamó extasiada. «¡Quiero tocar sus alas! ¡Quiero besar sus párpados ardientes!» Una onda de mística embriaguez se posesionó de la baronesa. Quedó de tal manera hechizada que cuando al fin la dueña de aquella «voz de oro», una novicia de gesto retobado, bajó del coro, la europea no advirtió su fealdad, según Morelli, rayana en lo monstruoso. «¡Es el más bello ángel que he visto en la vida!», exclamó, ante el consternado ingeniero inglés, quien observaba con repulsión los belfos colgantes de la interfecta, sus ojos casi cerrados y chinguiñosos, tan separados uno del otro que le daban la apariencia más de un jabalí que de un rostro humano.

«¡Comparable a los ángeles dorados de Bohemia! ¡Comparable a los más bellos ángeles de mi Italia natal! ¡Permíteme oír otra vez más tu voz! ¡Canta, ángel mexicano, canta, por favor! ¡Esta tu más humilde sierva, de rodillas, lo implora!» El ingeniero inglés, que poco o nada sabía de música, se quedó tan impresionado al ver el rostro bañado en lágrimas de la elegante dama postrada ante aquel ángel de horror, que esa noche comentó en los salones de la Lonja haber oído una voz excepcional cantar celestialmente, y añadió que la propia baronesa Lewenthau, dama de inmensa cultura musical (lo que era falso, pues fuera de las tarantelas napolitanas, de algún aria fácilmente retenible y de las piezas de música bailable, lo desconocía todo), la había escuchado de rodillas y con el rostro bañado por las lágrimas.

Al día siguiente, todo San Luis repetía la historia, menos el ángel, claro, ignorante aún de que la mirada del destino se había posado en él. El joven castrado vivía, oculta su anomalía tras los hábitos monacales, en un convento donde una vieja hermana lega le enseñó a cantar villancicos y motetes («y a comer pajaritos», repetiría en la vejez). Esa tarde, a la hora en que el ruiseñor hacía sus diarios ejercicios de vocalización, mientras la vieja monja extraía con pesada parsimonia la música del órgano, la iglesia se fue llenando sorpresivamente de entorchados, de plumas, de espadas, de túnicas suntuosas, de alhajas… la mejor sociedad de San Luis, que en cuanto a atavíos nada le pedía a la Corte, oficiales franceses y mexicanos, la alta curia de la ciudad, presidida por el arzobispo Arozamena. Al final del primer motete se produjo una ovación cerrada que se repitió al término de cada pieza. Con la anuencia del arzobispo, la joven soprano bajó a saludar a la concurrencia. La baronesa la abrazó con pasión, y, en un aparte de la multitud, al lado de una pequeña capilla pudieron cambiar unas cuantas palabras. La soprano comprendió a grandes rasgos lo que la otra le proponía. No fue necesario un idioma común. El estímulo a la vanidad suele hacer milagros.

Esa noche, en la fonda, la baronesa y el teniente llegaron a un acuerdo. Aún muy alterada, logró convencer a su amante de que la suerte les había sonreído. «La fortuna nos ha puesto en las manos un tesoro. Esa voz prodigiosa pertenece a un castrado. No es una doncella, no es una novicia. Es un joven indígena de las sierras del Norte, despojado en la niñez de sus atributos viriles. Solo tres o cuatro personas, además de la monja que lo ha criado y enseñado música, conocen su secreto.» «¿Y tú, cómo te has enterado?», le preguntó, con toda razón, el gandul. «Es una historia complicada y más bien larga de contar. Algo me había dicho en México la querida madame Arteaga. Pero no imaginé que tendría la fortuna de tropezar tan pronto con este prodigio.» Y siguió explicándole el gran negocio que tenían por delante: administrar en Europa al ruiseñor mexicano. A sus dotes musicales se añadiría el exotismo. No entendía por qué el militar hablaba de un físico repugnante. Pensó, aunque aquello atentaba contra sí misma, que Giraux de mujeres no sabía nada. Y comenzó a idear un vestuario que hiciera resaltar la grada natural y la voluptuosidad de su protegido. La pareja se encargó de cohechar sirvientes, de prometer ascensos y privilegios a los encargados de la garita de San Luis y del servicio de carruajes. En fin, se las ingeniaron para arrancar al castrado de las manos de la vieja hermana que lo había favorecido desde la adolescencia, y trasladarlo a México, vestido de soldado, bajo el cuidado de un ordenanza de Giraux. La pareja se quedó aún unos días en San Luis, fingiendo pesar, derramando lágrimas, ofreciendo recompensas a quien devolviera aquella voz de oro a su divina jaula. ¡Farsantes del demonio! En México lo mantuvieron escondido en una casa de las afueras adonde la baronesa hacía viajes casi a diario, fascinada por su adquisición. Una vieja maestra de canto acudía a enseñarle el repertorio operístico con que Palmira Lewenthau soñaba hacerlo triunfar en el mundo. Dulces momentos, suaves deliquios: Pigmalión, en hembra cegada de amor, contemplaba aquel cuerpo torpe y al mismo tiempo imaginaba su figura bañada por la luz de las diablas en los escenarios más lujosos de Roma, de Palermo, de Venecia, de Viena; en palacios de Sevilla y Estocolmo. Pero había que luchar, los conocimientos musicales del prodigio de San Luis resultaron elementalísimos, y no daban sino para cantar motetes y villancicos (y comer pajaritos, añadiría Morelli). Apenas sabía solfear, no lograba moverse con gracia; había que empezar desde cero. Y ella se empeñaba en que su hallazgo se convirtiera en un abrir y cerrar de ojos en Norma, en la Sonámbula, en Rossina; en transformar aquel trozo de burda arcilla en la maravillosa Popea de Monteverdi. Creía que era cosa de poco tiempo, de meses cuando mucho. Había que trabajar día y noche, vencer la pereza de aquel lánguido fruto del desierto, que parecía no compartir el optimismo, el entusiasmo y mucho menos el culto por la acción profesado por la baronesa, y prefería pasar el mayor tiempo posible en la cama, durmiendo o saboreando golosinas (pajaritos). Es posible que Palmira deseara vivir una serie de experiencias escénicas, para ella desconocidas y por la edad imposibles, a través del castrado. Lo único que parecía importarle era que el mundo reconociera sus dones. Para entonces lo amaba hasta el delirio. Giraux comenzó a ver con nada buenos ojos aquel deslumbramiento, aquel mareo, aquella anomalía. Desde el momento en que volvió a ver al castrado advirtió con absoluta claridad que se había sumado a una empresa destinada al fracaso. La profesora Carrara se lo confirmó sin ningún empacho: «Aquella figuretta, en el mejor de los casos, solo podría presentarse en circos.» El teniente desistió de formar empresa y no se conformó con eso sino que empezó a tratar de manera distinta a su amante, dicho sea en otras palabras, a extorsionarla groseramente. De Frau von Lewenthau se podía decir lo que quisieran, pero, sobre todo, reconocer que era infatigable y tenaz. Sacaba dinero de donde podía para mantener su tren de vida, educar a su pupilo y contentar a su antiguo amante. El lieutenant Giraux elevaba cada vez más sus demandas. Maltrataba al castrado, lanzaba contra él y la baronesa insultos soeces, alusiones extremadamente drásticas a las relaciones existentes entre ellos, a quienes, a veces alegremente, otras con un humor endemoniado, llamaba «Capón y Caponnette». Una vez, con copas, trató de propasarse con el ruiseñor de San Luis. Al final Palmira (no por nada Aguglia) acusó al militar ante las autoridades de dos o tres delitos de gravedad suprema de los que poseía información, evidentemente de primera mano. Pero antes le hizo advertir por interpósita persona que estaba a punto de ser detenido. Así de fácil se lo quitó de encima. Aquella mujer infatigable tuvo que perpetrar en esos días más de una picardía para vestir a su pupila, rescatar parte de sus empeñadas joyas y comprar los pasajes que la llevarían a Veracruz y a Europa. No hubo, pues, el regreso triunfal a San Luis Potosí, con tanto detenimiento descrito por Morelli, ni ningún viaje de los emperadores a tan próspera ciudad, ni concierto del castrado en su presencia. En Francia, la baronesa hizo publicar gacetillas en algunos periódicos para destacar la llegada a Europa de aquel personaje extraordinario. El imperio parecía hundirse un día y al siguiente salvarse. Entretanto, lo que llegaba de él aún producía cierta sensación; y ella sabía explotar ese clima, pues era mujer con imaginación, habilidad y recursos. Por eso resulta tan inexplicable el desplome final. Se presentaba en un palco de la ópera con el rosignolo vestido unas veces de mujer, otras de joven lechuguino, ante la expectación general. Lo hizo declarar a la prensa que por el momento, a pesar de las proposiciones recibidas, no cantaría en París; había prometido formalmente las primicias de su voz al Santo Padre. Cantaría en una capilla del Vaticano. Y a través de su canto imploraría a Dios vida eterna al Imperio Mexicano y felicidad a sus Altezas Imperiales. La llegada a Roma, obvio es decirlo, fue triunfal. El castrado estaba irreconocible. Su fealdad se había transformado en algo misterioso: un pájaro de lujo, una carnosa orquídea, procedente del mundo primigenio, una lánguida especie animal formada el primer día de la creación, todo eso envuelto en plumas, rasos, pelucas, alhajas y brocados. Aquel boato era contemplado por sus ojos pequeños y fríos, siempre entrecerrados, con desgana, con desprecio; como si todo fuera poco en relación a lo que merecía. El solo hecho de existir, de levantar un brazo por la mañana, de sumergirse en una tina de aguas perfumadas lo concebía como un favor que le hacía a la humanidad. Se había maleado: era evidente que ya no podía salvar al mundo. Aunque el espacio astral se uniera al material, el experimento estaba perdido. No habría redención, no todavía.

La noche previa a su ansiada presentación llegó una comitiva de oficiales al albergue para invitar a cenar al castrado. Se excusaron con la baronesa. Su presencia les habría encantado, dijeron, pero en los aposentos donde tendría lugar el pequeño convivio la asistencia de damas no estaba autorizada. Se trataba de una breve y sencilla reunión protocolaria. El castrado no fue devuelto sino hasta bien entrada la mañana siguiente. La baronesa no pudo pegar los ojos. Al amanecer comenzó a enviar mensajes a la Santa Sede. Nadie los entendía. El castrado al parecer no había estado allí, mucho menos pernoctado. Temió que se tratara de un secuestro; llamó a la policía y dos inspectores la oyeron con atención y al final le respondieron con bromas, frases de doble sentido y guiños arrabaleros: «Ah, I castratti, i castratti, fanno sempre lo stesso guaio!» Al fin, a eso de las diez, el personaje buscado descendió de un carruaje en condiciones deplorables. La ropa desmadejada, la pechera de terciopelo cubierta de vómito, los ojos enrojecidos y un color verdoso en las mejillas. Le faltaba un zapato. No entendía nada. Se desplomó en el vestíbulo y hubo que subirlo en andas a su habitación. Le pusieron compresas de hielo en la nuca, le dieron baños. La Aguglia, en una intermitente crisis de histeria, lo recriminaba en los términos más duros. Al fin, poco antes de las seis de la tarde, perfectamente ataviado, se dirigió a hacerle frente al destino. Cuando abrió la boca y dejó escapar las primeras notas, el espanto se apoderó de la concurrencia. El cardenal Chioglia, de exquisita formación musical, se llevó las manos a los oídos como si le trituraran los cartílagos del laberinto, y abandonó la capilla casi a la carrera, con seguridad para informar al Santo Padre de los funestos resultados de aquel concierto. Apunta el abate Morelli que los sonidos que esa noche emitió la criatura fueron tan infames, tan crispados, que por un momento hubo quien creyera que una parvada de grajos había penetrado en los santos recintos. El castrado, con los ojos en blanco, al parecer no advertía los efectos que su voz producía en el auditorio. En un momento, el propio director de la orquesta de cámara que lo acompañaba salió a toda prisa del templo. Un seseo furibundo dejó oírse en el recinto, y si no hubo insultos fue por respeto al lugar. El golpe moral fue tremendo. El soprano parecía no comprender qué ocurría. Trató de volver a cantar sin acompañamiento musical, pero el público no se lo permitió. Unos hombres fornidos, entre quienes la Aguglia creyó reconocer a alguno de los juerguistas de la noche anterior, subieron al estrado, lo detuvieron sin ningún miramiento por los brazos, le introdujeron pañuelos y otros trapos en la boca hasta casi ahogarlo y a empellones lo bajaron e hicieron abandonar la capilla. La pareja cruzó la plaza de modo muy diferente a como lo habían imaginado. No hubo séquito, cortejo ni ovaciones. Ni siquiera una rosa. Conocieron solo rostros airados, cuchufletas, puños aterrorizadores. En la primera bocacalle, al salir de la plaza, tomaron una carretera que los condujo al hotel. Los diarios de la mañana siguiente se portaron aún peor que el público. Prevenían a los posibles oyentes contra aquella voz luciferina: Fa male a Vorecchio; é un suono da vero cattivaccio, anzi pericoloso! Una mujer encinta al escuchar el engendro corría peligro de pérdida del fruto. El fusilamiento de Maximiliano debió despertar nuevos brotes de inquina contra el pobre castrado. Alguien recordó que había dedicado su primer concierto a la larga vida del emperador y la respuesta había sido su ejecución. Ergo... Allí comenzó el vía crucis...

–¡Increíble!

–Sí, sí, cómo no. Pero de lo que me interesa hablarle es del aspecto esotérico. Eso es lo que importa. La fase terrenal es solo anécdota, chisme. La astral, en cambio...

Llamaron a la puerta. La esposa del administrador entró con una pila de camisas recién planchadas y una carta. Guardó en el cajón de una cómoda las camisas. Balmorán abrió el sobre, leyó un papel y se lo mostró a Del Solar, quien había escuchado la historia con mayor interés del que había imaginado.

–¿Se da cuenta? Otro anónimo. Me seguirán llegando hasta que publique mi trabajo. Están ligados a la existencia del libro. Me acusan de divulgar secretos que no me corresponden. Pero esta vez el diablo si se atreverá. Ya lo ha hecho, señores míos, ya se ha atrevido. Lea usted... Verá si miento... –Luego le pidió a la mujer que les preparara un poco de café. Del Solar aprovechó la oportunidad para pasar al baño.

Cuando salió, encontró al librero con los rasgos desencajados y una mirada de loco. Recogía con desesperación sus papeles, y los colocaba en el asiento de una silla. La mujer desde la puerta llamaba a gritos a su marido.

–¡Fuera de aquí! ¡Salga de aquí inmediatamente o no respondo de su vida! –aullaba Balmorán–. ¡Fuera de aquí! Si lo vuelvo a ver rondando esta casa tomaré la justicia por mis propias manos. Si algo llega a pasarme, sépalo usted, si mis papeles vuelven a desaparecer, se sabrá de antemano quién es el culpable. En este momento voy a escribir a diferentes instancias denunciando lo ocurrido. ¡Fuera! Creyó que esto era Troya, que había logrado introducirse, que como la otra vez tenía el material en las manos. Pero no ha sido así, he sido yo quien esta vez ha jugado con usted. –Balmorán permanecía de pie, apoyaba el cuerpo en el respaldo de una silla, y con su mano hábil enarbolaba el bastón. Lo amenazaba, le gritaba, lo expulsaba, pero, a la vez, le impedía la retirada por estar colocado frente a la puerta. Del Solar no quería exponerse a recibir un bastonazo de aquel energúmeno– ¿Qué dijo? ¡Engañé de nuevo al incauto Balmorán!, ¿no es así? Introduciré el caballo en la plaza y cuando menos lo advierta, la habré conquistado. ¡No, señor! Se lo repito. ¡Esto no es Troya! ¡Esto es, sépalo bien, Esparta! ¡Fuera!

Al fin entró el portero.

–¡Quítele, por favor, el bastón! –gritó Miguel del Solar. El portero se acercó a Balmorán, lo tomó del brazo, le pidió el bastón y lo hizo sentarse. La mujer le llevó un vaso de agua, que se negó a tomar. Parecía catatónico.

–No sé qué ha pasado –dijo Del Solar–; no sé de dónde saca que quiero robarle sus papeles.

Balmorán no respondió nada. Se agitaba, se contraía, hacía muecas repulsivas. Comenzó a beber el agua y a escupirla.

–¿Le han dado esos ataques en otras ocasiones? –preguntó Del Solar desde la puerta.

El administrador hablaba en voz baja con su mujer. Con tono compungido dijo:

–Está un poco nervioso. Es un sabio. Un pan de Dios. Nunca antes se había puesto así.

–Llame a la clínica de al lado, es necesario que lo vea un médico. Tranquilícelo. Dígale que no vine a robarle nada –dijo Del Solar mientras caminaba acompañado por el administrador hacia las escaleras.

–Se puso así cuando mi mujer le dijo que usted vivió en un departamento del primer piso.