–En ese aspecto fue siempre un hombre rarísimo. Sería difícil encontrar a alguien más misterioso. Sobre todo si a esta distancia te pones a pensar en sus peculiaridades. Durante años supuse que algún voto religioso le impedía el matrimonio, que habría contraído un pacto, establecido una promesa, qué sé yo. Esas cosas suceden; más entonces que ahora, por fortuna. Arnulfo no fue en ningún aspecto de su vida un libro abierto, aunque en esas brumas maritales se le pasó la mano. ¿Sabías que antes de la alemana había tenido ya otra esposa? No, ¿verdad? Y sin embargo, estuvo casado por todas las leyes, solo que nosotros apenas si nos enteramos. Felipa, Hermenegilda, Chole, ni siquiera recuerdo cómo se llamaba, solo que tenía nombre de criada. Fue cuando trabajó en un ingenio de la Huasteca tamaulipeca. Una mujer espantosa, de rasgos achinados, que no sabía ni hablar. Me duele decirlo, pero ése fue Arnulfo Briones, si quieres saberlo. En sus buenos tiempos se habría podido casar con quien se le pegara la gana. ¡Pensar que siendo el más conservador de los conservadores, enemigo jurado de cualquier proyecto que remotamente pudiese parecer igualitario, había caído en manos de aquel diablo! ¡No quiero imaginarme a los cuñados, primos y demás parientes con quienes tuvo que haber lidiado allá en Tamaulipas! Por fortuna, jamás los conocí. Nos vinimos a enterar de la existencia de aquella dama al final de su estancia en México, casi por casualidad... A casa nunca la trajo, ni él nos invitó a la suya; le agradezco tan fino detalle. Si no se van a Alemania a lo mejor ni nos llegamos a enterar de la existencia de Chole o Chona, o como se llamara. La pobre murió durante su estancia en Hamburgo. Me imagino que porque no comía jaibas los viernes o porque no sabía con qué preparar el chilpachole. Fue la primera vez que Arnulfo se ausentó de México. Y solo en vísperas del viaje nos la presentó. Fuimos al Torino, un restaurante campestre en los límites entre la colonia Roma y la del Valle. ¡Qué tiempos! ¡Un restaurante campestre al inicio de la colonia del Valle! Nadie lo creería. Allí muy modosa estaba la sirvientita, con su cara entre india y china, entre ser humano y tordo. ¡Había cosas, Dios mío, en las que Arnulfo no se medía! ¡Vieras cómo se me ha caído con los años! Todo en él, si te pones a pensar, desde el mismo principio no fue sino misterios y exigencias y soberbias y mezquindades. Con mi marido, que era su mejor amigo de la juventud, en los últimos años apenas cambiaba palabra. Lo trataba con más desprecio que a sus propios guardaespaldas. No te invité para hablar de eso, pero son cosas que todavía me duelen. Bueno, nos citó en el Torino. Chole la del chilpachole llevaba un sombrero de medio velo y unos zorros grises enredados, literalmente enredados, al cuello. ¡Un espectáculo de risa! La pobre sufrió durante toda la comida. Claro, ¿cómo no iba a sufrir si se sentía disfrazada? No reconocía aquella ropa como suya, no la sentía propia. Y Arnulfo no la respaldaba; la abandonó a sus propios recursos, que eran nulos. Yo la veía estrujar con desesperación el pañuelo, la servilleta, creo que hasta la punta del mantel. «¡Pobre!», me dije, «¡no sabe dónde meterse ni qué hacer con las manos!» Unas manos por cierto horribles, regordetas, como tamalitos, de dedos cortos. «Pobre.» Aunque, ¡vamos a ver!, ¿por qué pobre? ¿Por qué tenía yo que compadecerla? Algo debía haber hecho para sorberle el cerebro a uno de los mejores partidos de México, tal vez el uso de esas hierbas que reblandecen la voluntad de los hombres. Ahora no creo en nada de eso. Arnulfo no necesitaba hierbas: fue raro toda su vida, aunque no nos dábamos cuenta; tan raro que el segundo matrimonio, el de la alemana, todavía es para mí un rompecabezas.
Hablaba sin cesar, tendida en un gran sofá de terciopelo gris. Estaban sentados en la sala de la planta baja de su casa en Coyoacán, aquella donde la sirvienta había hecho una breve pausa para, según él, dar tiempo a admirar los tesoros de la casa. Un lugar menos privado que la sala donde lo había recibido la vez anterior. ¡Qué agobiante acumulación de objetos! De una pared descendía un escuadrón de ángeles barrocos de distintos tamaños y diseños; solo verlos producía vértigo. Ella le explicó que los había llevado hacía poco su nuera, y los había colocado ahí contra su voluntad. Le habían reglado a Antonio muchas cosas, y no había podido negarse. Bueno, ahora los objetos estaban allí, seguros. De otra manera, a lo mejor hubieran sido embargados. Había cosas al por mayor: marfiles, cristales, porcelana de distintas calidades, algunas piezas muy delicadas, pero la mayoría de un gusto atroz. Grandes tibores orientales, bronces, maderas doradas. Ella no tendría en su casa ni la mitad de esa basura, le explicó. Todos aquellos horrores habían sido regalos, repitió; estaban allí de tránsito, temporalmente. Eduviges Briones se levantó, circuló con dificultades entre el exceso de muebles, señaló varios de ellos y comenzó a protestar contra el mal gusto de la época, y en particular contra el de Gilda, su nuera. Llevaba uno de esos vestidos largos y tubulares que él asociaba con las revistas de 1914 que había revisado por montones durante los años anteriores. Solo ella era capaz de ponerse con tan absoluta normalidad esas prendas. Un vestido de raso que le llegaba al tobillo, como un largo tubo que contuviera su cuerpo corpulento, y, por únicos adornos, una cenefa de canutillo de cristal lila y granate y, como complemento simétrico, una rama de flores del mismo material a la altura de los hombros. Un vestido art-déco admirable. Peinada, maquillada: una persona civilizada y no la loca desorbitada de la visita anterior. Del Solar le entregó un ejemplar de su libro, uno de los tres que le había dado Cruz-García. Ella lo hojeó, leyó la dedicatoria y con cara compungida le pidió que por favor la ampliara, que le escribiera unas palabras a Amparo, quien siempre leía sus cosas, no se perdía sus artículos, ni sus entrevistas en los periódicos. Había devorado su libro sobre la masonería en México. ¿Mora, verdad? Se resentiría, con razón, si se la postergaba, y añadió que las conversaciones con él, sus salidas dominicales, le habían devuelto algo de confianza en la vida, que le era muy necesaria.
–Ya no es joven. En el fondo nunca lo ha sido. Desde su niñez tenía yo la impresión de lidiar con una mujer adulta. Es muy responsable. Comenzó a trabajar muy chica, tuvo que interrumpir sus estudios para ayudarnos. Por eso no pudo terminar su carrera. Un día le pedí a Joaquín Granados que se la llevara a Italia, le dije que empleada más leal y trabajadora no iba a encontrar. Sería bueno que aprendiera otro idioma, que tuviera un poco más de mundo. Con su defecto, ya te imaginarás lo importante que es proporcionarle seguridad. Nada mejor que los viajes. ¡Lástima que yo haya comenzado a hacerlos tan tarde! Tu prima no quiso ir. Mi marido se había puesto ya mal y ella no quiso separarse de él. Es una muchacha muy responsable. Un día se casará con alguien que desee sosiego, tranquilidad, a quien le guste trabajar en paz. Los niños le encantan. Sentiré su partida hasta la médula. ¿Te das cuenta? Me quedaré sola por completo. Pero me dará gusto saber que tendrá una vida independiente, que va a ser feliz y a hacer feliz a otros.
Al poco rato llegó Amparo. Su madre le pasó el libro. Leyó la dedicatoria; se acercó a Del Solar y le besó la mejilla. Por actos tan insignificantes como la manera que Amparo saludó a su madre y se sentó, por cierto tono abrigador que se creó de inmediato, Miguel del Solar supuso que aquel par tramaba su incorporación a la familia. Parecían representar una pieza. Se hablaban de un modo anormal, entre dulce y ceremonioso, que mucho tenía de inquietante. Para romper ese clima, comentó el libro que proyectaba. Un libro sobre el famoso año 1942, el de la declaración de guerra a los países del Eje. Madre e hija se resistieron al principio a conversar sobre el tema, prefiriendo hablar de Juan e Irma, los hijos de Miguel, a quienes Amparo recogía de vez en cuando para llevarlos de paseo.
–El otro día vi a Delfina Uribe, tía –dijo Del Solar tan pronto como pasaron al comedor–. Me dijo que siempre ha envidiado tu elegancia. –Y le repitió las frases empleadas por Delfina al hablar sobre el estilo personal de vestir de Eduviges– Según ella fuiste uno de los ídolos de su juventud.
–¡Eso sí que es extraño! Jamás hubiera concebido que tales flores me iban a llegar de aquellos cuarteles. No porque no sea cierto; sino porque ella siempre se ha resistido a reconocer cualquier mérito en los demás. ¡Qué cosa! Delfina Uribe tenía todo el dinero que se le antojaba para viajar y seguir la moda. Vestía bien, pero impersonalmente, como si comprara en Sears. Yo en un momento me quedé sin dinero. Me conformé con seguir poniéndome prendas de cuya belleza estaba segura, haciéndoles mínimas adaptaciones. En un momento, cuando puede comprar lo que se me antojaba, me di cuenta de que era demasiado tarde para cambiar. Me planté en mi estilo y aquí me tienes.
Y así entre telas y sombreros, sin que las dos mujeres se dieran cuenta, llegaron al año 42. Del Solar preguntó sobre la manera de vestir de la mujer de Briones. ¿Era elegante? ¿Vestía a la francesa? Y fue entonces cuando su tía comentó las extrañezas de Arnulfo Briones, su rapacidad, su dureza con las hermanas. No solo se apoderó de la hacienda de los padres, que, por arruinados que estuvieran, algo tenían, sino que no les dejó ni a ella ni a sus hijos un solo centavo, en contra de lo que siempre le había hecho creer. No había hecho testamento, o si lo hizo no estaba registrado, de manera que alguien pudo encargarse de destruirlo. Todo en él había sido extraño. Su larga soltería. Su primer matrimonio, con aquella tampiqueña de saco de zorros con la cual se embarcó rumbo a Hamburgo; la muerte de la pobre en una mesa de operaciones mientras le extraían el apéndice, un mal del que ya no se moría nadie, y su segundo matrimonio con su secuencia de sorpresas. Lo había celebrado en Berlín. Esa vez sí les había llegado una participación como Dios manda.
–¿Fue alguien a la boda?
–¿De la familia, dices? Pero ¿quién quieres que fuera? El único que podía viajar era Arnulfo. Por sus relaciones con las líneas marítimas nos hubiera podido conseguir un par de boletos en un barco alemán. Uno siquiera para mí, su hermana. Yo creía que Arnulfo era otro tipo de hombre; digamos, un idealista. En vida de él, estaba convencida de ello; lo hubiera podido jurar. Por fidelidad a él peleé con mucha gente. Ahora, en cambio, no tengo ninguna seguridad. Si se ve bien, ya en aquel entonces sus ideas eran cosa del pasado, anacronismos. Dionisio me lo quiso hacer entender varias veces, pero el hecho de que fuera mi hermano, el mayor, me llevaba a admirarlo. Uno va aprendiendo con la vida. Con los golpes. Lo primero que me salta a la vista cuando pienso en él es su mezquindad, su egoísmo. Se quedó con los bienes familiares; estaban en ruina; lo sé; él los saneó y de aquellos despojos levantó su fortuna. Gloria, mi hermana, y yo no conocimos su ayuda. Ella, ¡afortunada!, no la necesitó, yo sí. Dionisio, y eso a ti te consta, trabajaba a veces dieciocho horas al día; por las noches traducía libros de derecho, y eso solo para ir tirando. La ayuda de Arnulfo consistió en pagar la renta de nuestro departamento. Allí recibía su correspondencia, allí tenía un despacho donde celebraba una que otra entrevista... ¡y qué gente tenía uno que soportar a cambio! ¡Y el riesgo en que nos ponía a todos! Dionisio acabó por perder su puesto en el Gobierno. Pero nada de lo que les pasara a los demás le importaba. Fue egoísta, díscolo, intolerante. Y misterioso, que es lo que más me ha dado en chocar. Toda su vida fue misterioso. Dionisio lo conoció mejor. Por lo menos de joven, en esa época en que los muchachos tienden a ser siempre expansivos. Para mí fue siempre un enigma. Aún ahora; no logro comprender mil cosas. Antonio me dijo en una ocasión que más valía no comprender ni preocuparse demasiado por el pasado. Había que hacer un corte, dejarlo todo definitivamente atrás. A veces me parece que no salimos nunca de lo mismo. ¡Qué los muertos entierren a sus muertos!, decía tu primo. Pero el hecho es que a quien nos están enterrando es a nosotros.
Toda su exaltación se derrumbó. Se quedó pensativa; parecía a punto de echarse a llorar.
–Lo mismo opina Derny.
–¿Qué? –preguntó ella desganadamente, ya sin interés.
–Lo mismo que Antonio –intervino Del Solar–. Que cada época tiene una fisonomía, y que no siempre es acertado juzgar una con las leyes de otra.
–Si se hace necesario juzgar una época, lo mejor sería aplicar las leyes de la dialéctica –añadió Amparo.
–¿Dónde aprendiste esa jerigonza, Marisabidilla? ¿Me lo puedes decir? –dijo Eduviges con furia repentina, reanimándose–. Una podría o no estar de acuerdo con él, pero me parece que Arnulfo no podía vivir sino ese tipo de vida rara, aislada, retorcida, que era el suyo. Es lo único que he tratado de decir.
–Como de conspirador.
–No hablo de política, no quiero, no me gusta que se me malinterprete. Me refiero solo a su vida personal.
–¿Así que primero se casó con una tampiqueña?
–Sí, ordinarísima, igualita a un mono. Cuando nos la presentó llevaba quién sabe cuanto tiempo de casado. Había pensado, ya te digo, que alguna organización religiosa le imponía la castidad. ¡Qué va! Se la llevó a vivir a Hamburgo. Ni siquiera pudo volver a morir a su tierra que, según Martínez, era lo único que le pedía. Alguna vez le pregunté a Dionisio si en la juventud Arnulfo había sido parrandero, y me dijo que de muchachos ninguno de los dos fue calavera, por ser sus confesores unos padres muy severos. «Luego habrá tenido a alguien, quién lo duda», me dijo. «Alguna visita le hará a una mujer por ahí.» Ambos se casaron viejos. Debe de haber andado ya cerca de los sesenta años cuando se embarcó con aquel horror de mujer que comía con los zorros puestos, y que no hacía sino remangarse el velito del sombrero para que las cucharadas de sopa no se lo mojaran. Volvió viudo a México, se quedó aquí poco tiempo, y regresó a Alemania. Cambió la sede de sus negocios. Se instaló en Berlín. Hizo bien en vivir fuera de México. Aquí tenía muy mal ambiente. Por eso tuvo antes que ir a refundirse en Tamaulipas. Dejó de escribir en los periódicos; lo insultaban por teléfono. Delfina Uribe me dijo que no era cierto, lo sabía por su padre, que le hubieran quitado su columna en el periódico, por órdenes del Gobierno, sino porque a ese periódico le repugnaban los rajones; que había dejado a mucha gente embarcada en la insurrección mientras él se lavaba las manos. Ahora, yo tomaba con pinzas todo lo proveniente de los Uribe porque hablaban por muchas heridas. De cualquier manera, una vez que salíamos Arnulfo y yo de la Sagrada Familia, se le acercaron unos fulanos, lo sacudieron por las solapas y lo insultaron. Todo eso, claro, lo ponía muy nervioso. Al regresar, después de enviudar, su situación era mejor, me parece que en mucho gracias a las gestiones de Haroldo Goenaga, así que al instalarse definitivamente en México, ya estaba reconciliado con sus antiguos aliados, o al menos eso le pareció a Dionisio. Las habitaciones que tenía en mi departamento tenían por objetivo confundir al enemigo. ¡Otra de las cosas que no le perdono! El departamento del edificio Minerva era solo un disfraz. Las autoridades, sus enemigos, aquellos a quienes les interesaba seguir sus movimientos, creían que ése era el sitio desde donde actuaba clandestinamente. No era cierto. Estaba concebido para eso, para que no vigilaran otros lugares, uno de los cuales era la verdadera sede de sus actividades. Espera, espera, no me interrumpas –le dijo, al ver que Del Solar intentaba ya hacer preguntas–. Cuando estaba por volver de Alemania me comenzó a visitar un empleado suyo, uno de sus «consejeros» como acostumbraba llamar a ciertos colaboradores. Había trabajado con él en Alemania. Pero ¿a qué salió esto, Amparo?
–Hablaste de algún empleado que comenzó a visitarte.
–¿Qué actividades eran ésas que requerían ser efectuadas clandestinamente? –aprovechó Del Solar para preguntar.
–¿Un empleado de Arnulfo? Sí, eso lo sé, no necesito preguntarlo; pero ¿a cuenta de qué salió? Bueno, creo, Miguel, que te hablé de él el otro día, no estoy segura; un tipo asqueroso. Acabé por tenerle toda la desconfianza del mundo. Comenzó a aparecer por mi departamento, a preguntar por mi hermano, por la fecha de su llegada, por el nombre del barco. Quería ir a recibirlo a Veracruz, o a Tampico, al lugar donde llegara. Decía tener cosas muy importantes y urgentes que comunicarle. Había trabajado con él en Hamburgo. Me contaba cosas de su vida en Alemania. Entraba a mi casa; se me quedaba viendo con ojos de vidente, y haciendo muecas raras. Solo Arnulfo, que tenía mucho de imbécil, podía confiar en esos colaboradores. Me ponía nerviosa, entre otras cosas porque sus gestos no concordaban nunca con sus palabras, a veces significaban todo lo contrario. Decía que algo era muy pequeño y abría los brazos como para demostrar que era del tamaño del mundo. Cosas insignificantes, si ustedes quieren, pero que me velaban una anomalía. Y el modo que tenía de mirarme era una falta de respeto que cometía, estuviera quien estuviera enfrente. En parte por hacer conversación, pero sobre todo por curiosidad, y era natural, ¿no?, en una hermana, le pregunté sobre la vida de Arnulfo en Alemania. Me lo imaginaba muy solitario, muy desolado, después de la muerte de la jaibera. «No lo crea tan solo, por eso no debe usted preocuparse», me respondió haciendo un guiño bastante grosero. Yo no comprendí; le pedí una aclaración y él comenzó a decirme que en Berlín Arnulfo veía a sus socios, a sus clientes y correligionarios, pero también a una que otra amistad menos solemne. «No se olvide usted», me decía, «que su hermano está en la flor de la edad y Berlín es la auténtica capital del vicio. ¡Mi buena señora, un día me gustaría poder contarle dos o tres cositas bastante sabrosas!» ¡Qué fresco! ¿no? Mentira, eso de la flor de la edad. Arnulfo era ya un carcamal, y aun representaba más años de los que tenía. Siempre fue blancuzco, marchito. El mustio, le decían mis tías. «Sí», insistía aquel pico de oro, «no se crea que lo tengan tan desatendido», y luego hablaba de las mujeres del jardín zoológico. En más de una ocasión tuve que marcarle el alto. Un día le dije con toda la sequedad de que era yo capaz que me parecía innecesario que pasara por mi departamento, que me dejara su número telefónico y yo se lo entregaría a mi hermano al llegar. Él le llamaría cuando lo considerara oportuno. Había que frenarlo, marcarle a cada rato los límites. Una vez me lo encontré en la planta baja del edificio. Parecía esperar a alguien. De pronto pasó Ida Werfel con su hija y el igualado me tomó del brazo, me hizo que nos pusiéramos frente a ellas y me dijo: «¡Por favor, presénteme con la señora!» Cuando me di cuenta ya lo había hecho, siendo que hasta entonces nunca le había yo dirigido la palabra a esa mujer. Su falta de tacto me dejaba electrizada. En aquella ocasión en que le puse un alto, Martínez escondió la cola entre las piernas; era un astuto, un zorro, pero también una gallina; peor, una rata. Con el tiempo aprendí a conocerlo.
–¿Quiénes se la tenían jurada a tu hermano?
–¿Acaso no me estás oyendo? Te estoy hablando de la escoria con que Arnulfo estaba enredado. Martínez se ausentó una temporada, luego volvió a aparecer, más sereno en apariencia, más prudente... pero poco a poco comenzó a subir de nuevo el tono. Fue necesario que le pusiera un freno definitivo. Por fortuna llegó Arnulfo. Dionisio y yo no fuimos a recibirlo a Veracruz. Él, sí. A los pocos días se presentó mi hermano en la casa, con la novedad de una peluca entrecana, rojiza. Me pareció peor que cuando estaba calvo. Más viejo y ridículo. Me dijo que, cuando acabara de instalarse en su casa de Polanco, Dionisio y yo pasaríamos a conocer a Adele, su esposa. Debió haberme visitado con ella; era lo correcto ¿no? Pero, ¿ves?, Arnulfo fue una gente que nunca supo de modos. Era una manifestación de su egoísmo, del desprecio que sentía por los demás. Me dijo que su esposa, la alemana, tenía un hijo de un matrimonio anterior, que había viajado con ellos, y al cual tenía que arreglarle sus papeles, asunto bastante complicado, dada la situación internacional. «Algo ayudará el hecho de que es austríaco y no estrictamente alemán», me dijo. Di por hecho que se había casado con una viuda. Recuerden que, desde muy chico, él se había movido casi exclusivamente entre curas y sacristanes. Más fácil me hubiera resultado concebirlo viviendo en amasiato con la madre del muchacho que casado con una divorciada. No me explicó ese día nada de sus relaciones familiares. Quería ver el departamento, conocer la habitación en que teníamos guardados sus libros y papeles. Tú dormías allí en aquella época –le dijo a Amparo–. Comentó que la habitación le parecía bien, que se iba a instalar en ella; le resultaba bien porque tenía acceso directo al corredor exterior, contaba con un baño y con una especie de vestidor que podía utilizar si era necesario como cuarto de espera. Iba a reorganizarlo todo. Enviaría en esos días un archivero, un librero, una mesa escritorio, y un diván, por si necesitaba dormir una siesta. Ah, era fundamental que dijera yo en la portería, y si era posible a los vecinos, que iba a rentar ese cuarto. Decidió que entraría siempre por mi sala, que tendría la llave de la puerta que comunicaba su despacho con el resto del departamento y que no quería que las sirvientas hicieron el aseo, salvo cuando él lo solicitara, y siempre en su presencia. Yo podía quedarme con una llave, por lo que se ofreciera. Quienes lo buscaran lo harían por la puerta exterior. No me hablaba como a su hermana sino como a una portera. Me impartía órdenes. Volvía a repetirle que en esa habitación habíamos instalado el dormitorio de Amparo, como podía ver por los muebles y juguetes, y me respondió tan tranquilo que sí, que ya había oído, que debía cambiar a la niña de inmediato, pues quería utilizar el cuarto a más tardar en una semana. Su trabajo no podía esperar. Me enfurecí con ganas. Las revelaciones de Martínez sobre las aventuras de mi hermano en Berlín me ofuscaron. Sus aventuras con las mujeres del jardín zoológico. Me pareció que las instrucciones que me daba con tono autoritario deseaban solo encubrir que preparaba una habitación, «con acceso a un baño», para sus aventuras. «¿Te propones cerrar tu despacho de la avenida Juárez?», le pregunté. Me miró con hosquedad, y me dijo que no, que qué me pasaba, que lo necesitaba más que nunca. «Entonces recibe a tus queridas allí y no en el cuarto donde duerme mi hija», le grité. Me parecía la falta de respeto más inconcebible para mí, para mi marido y mis hijos, el que considerase que podía instalar en mi casa una leonera, ¡perdón!, y se lo dije. Creo que hasta lloré, de rabia, no de otra cosa. Se me quedó mirando con estupor, luego con asco. Me lanzó una de esas miradas insoportables de repulsión que ya tantos enemigos le había ganado. No me respondió palabra; me dio la espalda, caminó por el pasillo interior hasta el comedor, donde Dionisio nos esperaba para tomar un café. Arnulfo le dijo a mi marido que no estaba dispuesto a tolerar mis insolencias, y que quería la habitación desalojada en un par de días. Tal había sido el trato. Había pagado regularmente; ahora nosotros teníamos que cumplir lo estipulado. Necesitaba organizar sus labores lo más rápidamente posible. Durante los días siguientes, apenas si me dirigió la palabra. ¡Un hombre con la dureza de una roca! ¡Así le fue! Luego vi que, efectivamente, todo estaba en orden. Insistió en que a las cuatro de la tarde encendiéramos las luces de su despacho. Llegaba todas las tardes más o menos a las cinco, es decir, una hora después de que se encendiera la luz, para que los vecinos no asociaran su llegada con la iluminación del despacho. ¡Tonterías! Entraba por la puerta principal, a mi sala, caminaba por un pasillo interior hasta su despacho, y ahí permanecía encerrado un rato. Lo visitó en todo aquel tiempo poquísima gente; unos cuantos hombres y a veces una mujer rechoncha, de media edad, con aspecto de monja retirada, que para nada podía uno asociar con aventuras amorosas. Poco antes de retirarse lo llegaba a recoger su colaborador.
–¿Martínez?
–Sí. ¿A poco te acuerdas de él?
–No.
–Entonces, ¿cómo sabes que se llamaba Martínez?
–Porque esta noche lo has mencionado varias veces.
–¿Yo? ¡Ah, sí, claro! Te conté las versiones que me daba ese cafre de la vida ligera que llevaba Arnulfo en Alemania. Bueno, llegaba por él. Siempre le tocaba por mi puerta, no la del despacho. Una mañana, a primera hora, llegó Martínez con un albañil y pusieron al lado de la puerta del despacho una placa. «Manuel J. Bernárder, Licencias», decía. Le pregunté a mi hermano qué significaba aquello y él me respondió que nada. «¿Qué quiere decir licencias?» Me contestó, con una sonrisa desabrida, que todo y a la vez nada. Lo ideal para desorientar a los curiosos. Separamos el despacho, como si nada tuviera que ver con la casa. A nadie se le iba a ocurrir llegar a molestar. Nadie solicita una licencia en abstracto. Estaba permitido subarrendar una o varias habitaciones. Pagué un poco más a los propietarios, eso fue todo. «¡Qué listo es!», me dije. «¡Las sabe de todas, todas!» Poco a poco volvió a restablecerse la confianza entre nosotros. Por las tardes, después de salir de su despacho, se sentaba a tomar un café conmigo. Hablaba de la gradual degeneración del mundo. Decía que de haber sabido, años atrás, cuando antes de embarcarse con destino a Hamburgo había rentado el departamento, en qué iba a convertirse ese edificio, no lo hubiese alquilado. Una Babel. En toda la ciudad pasó lo mismo. Gente que no sabía uno bien a bien de dónde había salido. Llegaban de todos los confines de Europa, hasta de Turquía, como un judío armenio, el riquísimo Androgán, procedente de Estambul, a quien toda la ciudad le hacía caravanas, y que, según decían, había comprado varias de las mejores casas del Sur de la ciudad, especialmente en San Ángel, Yo le decía a mi hermano que en la colonia Roma ocurría lo mismo, y en la Juárez, y en la Cuauthémoc, no se hablara ya de la Hipódromo y la Condesa, donde se oía más el yiddish que el español, que eso pasaba en toda la ciudad, de manera que no debíamos preocupamos demasiado. En el Minerva vivían refugiados alemanes, españoles, húngaros, holandeses, qué sé yo, de muchos otros lugares. Pero también vivía gente mexicana; alguna de la mejor, como las García Baños, que vivían, esas sí que pobres, en una austeridad monacal, y se mantenían encuadernando libros; encuadernaciones de lujo, muy caras, del mejor gusto, pero trabajo manual al fin y al cabo. También vivía allí gente salida de la revolución como Delfina Uribe, quien derrochaba el dinero con una ostentación abominable. Arnulfo me oía con mucho cuidado. Le interesaba saber quién era quién, quién hablaba con quién. Yo lo ponía en antecedentes. Traté de ponerlo en guardia contra aquel siniestro Balmorán, un periodistilla de poca monta, un rotales que había estado a punto de publicar un libelo contra nuestra familia, con toda seguridad pagado por alguien. Arnulfo me oía, decía que pronto acabaría todo eso, que estaba seguro. Si el mundo no buscaba la corrección terminaría por tronar, lo que no podía ser. El orden se había vuelto necesario y por eso el orden llegaría. Estábamos en los umbrales de una nueva historia. Se opusiera quien se opusiera. Cuando hablaba de esa manera le salía una voz tan sepulcral que me ponía la piel de gallina. Me le quedaba viendo. Sus ojos vidriosos estaban llenos de lágrimas. ¡Qué barbaridad! ¡Cómo había envejecido durante su última estancia en Alemania! La piel se le había apergaminado y manchado. Veía cada vez peor. Y esa mirada hacia arriba, al vacío, lo hacía parecer aún más anciano. Su modo de caminar, su bastón titubeante, el paso inseguro, todo eso hacía que pareciera más mi padre que mi hermano. ¡Qué vejestorio! Con seguridad estaba enfermo. Una tarde, también al salir de la Sagrada Familia, nos rodeó una turba de estudiantes que comenzaron a bailotear y a cantar en coro: «¡Cras, eras, eras, cangrejos al compás! ¡Cras, eras, cras, un paso pa’delante doscientos para atrás!» Algo así; no paraban de gritar, de hacer visajes, y no nos dejaban caminar. Un policía de tránsito nos libró de ellos. Yo estaba muy nerviosa, asustada. Cuando se dispersó la muchachada, un hombre alto se acercó a mi hermano y le dijo en muy mal español, quiero decir con acento extranjero muy marcado, que se merecía eso y más. No tardaría el momento, le dijo, en que recibiría noticias de la firma, y se echó a caminar. Tuve casi que arrastrar a Arnulfo. Tropezaba a cada momento, parecía un idiota. ¡Qué hombre tan difícil era! Le disgustaba que hiciera amistades, que saludara a los vecinos, que hablara con Delfina. En una ocasión iba a hacer con ella un viaje a Guadalajara y me hizo un escena que no es para contarse. Prohibiciones, amenazas, palabrería, tal era Arnulfo.
–¿No le extrañó que estuvieras en la fiesta de Delfina?
–¡Calla! ¡Ya lo creo que le pareció mal! Pero me las ingenié para confundirlo. Erich, su hijastro, me dijo en casa de Delfina que alguien le había llamado por la mañana, de parte de un muchacho a quien había conocido en el deportivo, para invitarlo a la fiesta. Cuando le preguntó a la anfitriona, a Delfina, por su amigo, resultó que ella ni siquiera tenía idea de quién era. Según supe, alguien se encargó de hacer ese tipo de invitaciones fantasmales a personas que, en algunos casos, ni siquiera sabían quién era Delfina. Al día siguiente Arnulfo estaba hecho un energúmeno, un manojo de nervios y un hombre acabado, todo a la vez. Ya no vivió sino con miedo. Acababa de hacer los trámites para el entierro cuando llegué a verlo. Quería saber qué hacíamos Erich y yo en aquella casa. Le repetí lo que me había dicho su hijastro, y añadí, delante de Martínez (¡y hay quienes se atreven a decir que no tengo valor!), que poco antes de comenzar la fiesta me telefonearon y una voz idéntica a la de Martínez me pidió que me reuniera con Erich en casa de Delfina. Estuve bien, ¿no? Se imponía darle una sopa de su propio chocolate a aquel tipejo, el «consejero» de mi hermano. Gesticuló, hizo muecas, con toda seguridad hubiera querido estrangularme, pero yo no me inmuté y con entera sangre fría repetí mi patraña y salí de la habitación. Me habría gustado saber cómo explicó él su propia presencia en el local y su asalto a la Werfel.
–No me imaginaba que fueran amigas Delfina y tú. «Su tía», me dijo, «es una de las pocas mujeres en México que tiene lo que se llama clase.»
–¡Pero cómo no iba yo a tenerla! Nos criamos en ambientes muy distintos. Mis abuelos vivieron todavía en el palacio de Canalejos. ¡Una maravilla! Una casa de tezontle con mascarones de piedra donde ahora hay bodegas creo que de azúcar. Yo recuerdo todavía haber estado en esa casa de niña. En cambio, los abuelos de Delfina fueron peones. Indios descalzos. Ella misma me lo dijo. Según Arnulfo, su padre era uno de los pilares de la masonería en México. ¡Quién sabe! Arnulfo veía por todas partes moros con tranchete. Tanto insistió, tanto me presionó y amenazó que mi trato con Delfina se hizo añicos. Me extrañó que me invitara a su fiesta, para que veas. Tal vez no fuéramos tan amigas, como dices, pero sí teníamos un buen trato. ¡Claro que sí! –dijo después de reflexionar–, la verdad es que nos veíamos a diario. ¡Quién lo dijera! En una ocasión me propuso trabajar con ella. Algo así como llevarle las relaciones públicas de su galería. Dicen que ha hecho millones, ¿tú crees? Se me hace que exageran. La fui dejando de ver por las manías de Arnulfo. Desconfiaba de ella y de sus familiares. Paranoia pura, decía Antonio. Pensaba que todo el mundo lo vigilaba, lo perseguía y le tendía trampas. Bueno, viéndolo bien, no estaba tan equivocado. ¡Pero qué lata daba! Me interrogaba. ¿Quién es quién? Tenía miedo hasta de las hermanas Bombón, unas vecinas, cantantes inofensivas y medio de mal vivir solo porque recibían a veces políticos en su departamento. Decían que las precauciones nunca eran suficientes. A veces me sacaba de quicio. He llegado a pensar que con tanta precaución atrajo sobre sí la desgracia. «No quieres que trate a nadie. Me exiges quedarme sin amigos, ¿verdad? Pero en cambio, no te preocupas por sustituir los amigos que pierdo con los tuyos», le dije un día que estaba de pésimo humor. Me fastidiaba sobre todas las cosas su reticencia para que Dionisio y yo tuviéramos el trato normal que nos correspondía con su mujer. ¿Éramos o no hermanos? Habíamos crecido bajo el mismo techo hasta el día que me casé. Nos invitó una vez muy ceremoniosamente a cenar cuando al fin se mudaron a su casa en Polanco, Hasta entonces ni siquiera sabía dónde vivían. Según deduje por indiscreciones de Martínez se alojaban en hoteles mientras terminaban las obras de la casa; cada cierto tiempo cambiaban de hotel. Vivían en habituaciones separadas, una para cada uno. La alemana no era nada simpática, pero ni modo, era mi cuñada. Su francés era malo, aunque bastaba para que nos entendiéramos. Después salió con que solo hablaba alemán, y el trato se volvió imposible. ¿Quién mejor que yo para orientarla en México? Presentarle gente, llevarle a los lugares que valía la pena conocer. Prevenirla de lo que podía ocurrir. Ni ella me dio luz verde, ni Arnulfo favoreció la amistad. Luego supe por qué. Me irritaba esa obsesión de que todos estaban contra nosotros. A veces yo también lo pienso, pero de otra manera. El mundo entero era nuestro enemigo, pero no movió un dedo cuando le hablé de uno, peligrosísimo: Balmorán. Le dije mil veces que ese hombre quería perjudicarnos, que con todo descaro me había hablado de un pariente de nosotros que enloqueció por llevar una vida licenciosa. Pero, ahí lo tienen, eso no le preocupaba. Le dije, ya molesta, que si a alguien le interesaba saber quién recibía en esa oficina de licencias tarde o temprano lo lograrían saber. Imposible que las criadas no se enteraran, a menos que pensara que debía yo prescindir de ellas, lo que no aceptaba, pues me sentía incapaz de llevar sola la casa. No advertía que eso era precisamente lo que él deseaba, que la gente pensara que aquél era una especie de despacho clandestino, para que no buscaran ningún otro. Nos había convertido en sus ratas de laboratorio. Si nos pasaba algo, ni modo, ¡mala suerte! Un día le dije que Martínez husmeaba demasiado en el edificio, y que tenía yo pruebas de su poca discreción. Pareció al fin salir de su letargo. ¿Por qué decía eso? Todo lo reducía a interrogatorios. Le dije muy seca que aquel mequetrefe me había puesto al corriente de ciertos aspectos de su vida en Berlín; ya sabía él a qué me refería. Algo en mi tono debió alarmarlo. Saltó de su asiento, sorprendido, asustado. Me sacudió por un brazo, me conminó a repetirle lo que Martínez había dicho. Todo lo que supiera. «¿Todo?», le pregunté; porque a mí al final ya no me espantaba, y su malos tratos solo me hacían volverme pérfida. «¿Todo?», repetí muy envalentonada. «¿Lo resistirás? Sabes bien a lo que me refiero. Tu primera mujer no lo resistió.» Me soltó, dio unos pasos hacia atrás y se dejó caer en un asiento. Parecía estar a punto de sufrir una hemorragia cerebral. Entonces salí con mi inocentada de que Martínez me había dicho que tenía mucho éxito con unas mujeres que deambulaban por los caminos del jardín zoológico. Se quedó pensativo, era evidente que lo había yo librado de un peso enorme; al fin se echó a reír a carcajadas. Tildó a Martínez de bromista. Luego, como de paso, quiso saber si Martínez me había hablado de Hermelinda, que era como se llamaba su pelada, de su enfermedad, de su tratamiento. Le dije que nada. Y era verdad. Pero ¿te das cuenta?, ya allí surgía otro misterio y por dondequiera que le rascara uno era lo mismo. Al fin supe por qué Arnulfo y su esposa no tenían interés en tratarme. Ocultaban cosas de las que me enteré de una manera casual. Un día me detuvo aquella mujer monumental que llenaba el cubo de la escalera con su figura, la profesora Werfel. Dicen que era una eminencia, no lo sé. Iba con Lala Carrasco, la mujer de un banquero muy conocido entonces. Ella y su marido se las daban de mecenas, pero no eran sino unos tristes cursis a quienes todo el mundo les tomaba el pelo. Yo conocía a Lala desde niña, hicimos juntas el colegio francés, así que me detuve a saludarla. Saludé también, como era lo correcto, a la Werfel. ¡Por qué canales me tuvieron que llegar las revelaciones! Me dijo que sabía que era yo pariente política de una célebre cantante de ópera de Dresde. «Una voz maravillosa», le decía a Lala, a quien trataba de impresionar, y no a mí que era solo un pretexto, «sobre todo genial en el repertorio mozartiano. ¡Una Doña Elvira prodigiosa». Me tomó de sorpresa. «No, señora, perdone pero está usted equivocada», le respondí con ingenuidad. En ese momento ni siquiera me acordaba que tenía yo una cuñada y que era alemana, así me tenían de relegada Arnulfo y su mujer. «¡Qué extraño!», me respondió la judía, «debo de haberme confundido. Pero ¿acaso un hermano de usted no está casado con Adele Waltzer?» «Sí, efectivamente.» En ese momento recordé las instrucciones de Arnulfo. Huir de aquella gente, no hablarles, no abrirse, no confiarles nada. Ahora que era imposible negar algo tan público como el matrimonio de mi hermano. Todo el que se lo propusiera podía enterarse de que Arnulfo estaba casado con esa alemana, de cuyo apellido me enteraba por primera vez, y que el matrimonio y un hijo de la esposa vivían en una casa de la calle de Anatole France, en Polanco. Me quedé en ascuas. Dejé que siguiera hablando. «Sí, así es», era lo único que podía yo decir. «Ve usted», continuó la maestra, «Adele es bióloga; Anette, cantante, una soprano asombrosa. Especializada en Mozart, pero también atenta a las formas musicales más nuevas. Lo último que le oí fue La mujer silenciosa, de Strauss, pero eso fue en Ámsterdam; iba como cantante invitada. Hace unos días estuvo a visitarle el primer esposo de su cuñada, Hanno, el médico, con su hijo. Fue el joven quien me dijo que en este edificio tenía su madre parientes políticos. Me dio gusto saber que era usted. “Conozco poco a la señora”, le dije, “pero no es difícil intuir en ella una sensibilidad muy fina.”» «¡Gracias!», respondí, porque ¿qué otra cosa podía decir? Estaba confundida, más bien perdida en aquel cuadro de parentescos que no acababa de entender, y con mucha curiosidad por saber más al respecto, ya que Arnulfo parecía sospechar hasta de mí, pues jamás me confiaba nada. «¿Así que vive aquí el marido de una cantante mozartiana?», comentó Lala. «Me gustaría saludarlo un día. Ida, a ver si lo convence para que nos dé una charla sobre Richard Strauss», y luego, haciéndose la niña ingeniosa, recurso que le salía falta, pero que siempre empleaba, añadió: «Nos hemos vuelto cosmopolitas, Eduviges. Hasta hace poco no tratábamos sino a nuestras amigas de Querétaro y Guadalajara. Hoy día residen entre nosotros cantantes alemanes, sabios y artistas del mundo entero, y este monumento internacional al saber, nuestra querida ciudadana del mundo, Ida Werfel.» ¡Ay!, Lala era demasiado redicha, melosa; una cursi, ya lo dije. Desde jovencita alimentó la ambición de tener un buen día un salón literario. «No, no es el marido de Annete Waltzer; me refiero al exmarido de Adele, la actual cuñada de la señora», insistió la judía; «un hombre que conoció el infierno, pero que logró escaparse de él y que está ya aquí». «Vivimos nuestros tiempos, Eduviges», dijo la estúpida de Lala, a quien yo hubiera podido matar, «ya el divorcio no es aquel Leviathan al que nos acostumbraron a temer desde que teníamos uso de razón, sino una institución moderna a la que recurre la gente civilizada en casos necesarios.» Me quedé sin palabras, fulminada, como si hubiera caído sobre mí una tormenta eléctrica. Subí como pude las escaleras, sin darme cuenta, hecha una autómata. ¡El apóstol de la tradición! ¡El moralista a ultranza! ¡Semejante sepulcro blanqueado! Interrogué a Martínez, a quien encontré en mi departamento. Detestaba recurrir a él, pues lo veía cada vez más ensoberbecido, al grado de que entre Arnulfo y él no se sabía ya quién era el jefe y quién el subordinado. Fingió no saber nada. Yo lo bombardeé a preguntas y también él a mí. En sus tiempos, dijo, reinaba la bella taumaulipeca, a quien tan mal le sentó el clima de Alemania. Él había coincidido en Hamburgo con ella, había presenciado su enfermedad y su muerte. No sé por qué sentí un estremecimiento. A Adele la conoció en México, añadió, y eso, se podía decir, casi de vista. De pronto comenzó a despotricar contra mí hermano. Decía que solo le encargaba las faenas sucias, pero que ese trabajo comenzaba a hartarlo. Algunos caballeros se daban la gran vida, pero cometían la equivocación del siglo si se obstinaban en tratarlo como a un pelagatos. «¡Dígale usted a su hermano que considero llegada la hora de que nos vayamos respetando! ¡Dígale que me voy cansando de estar solo en las duras y que jamás se me tome en cuenta en las maduras! ¡Si se me ocurriera algún día abrir la boca...!» En eso Arnulfo salió de su despacho. Martínez se puso de pie como de rayo. Temió, yo creo, haber sido oído. Le cambió la voz. Puso los ojos en blanco mientras saludaba. «¿Algo nuevo, Martínez?» «Nada, señor.» «¡Vámonos entonces! Quiero todavía pasar al centro a comprar un libro.» No pude despedirme. No quería hablar con Arnulfo hasta no haber aclarado la situación. Me había engañado de nuevo, como siempre. Igual que cuando nos dejó sin herencia a mí y a Gloria. Hoy oigo hablar de divorcios, y como si nada. Me he acostumbrado. Es más, si me dijeran que Antonio pensara divorciarse de Gilda, sería la primera en aplaudirlo. Entonces parecía algo anormal. Que eso le ocurriera a Delfina Uribe, era lógico, era una hija de nadie, de la Revolución. Pero que en casa de los Briones introdujeran a una divorciada, y que fuera Arnulfo quien iniciara ese desorden, ya era otra cosa. Mandé llamar a la hija de Ida Werfel, una especie de ratita temblorosa siempre asustada, y le dije: «Llama por favor desde mi teléfono a este número y pide hablar con Erich Pistauer. Dile que venga, que todos los años tejo algo para la familia, y estoy por hacerle un suéter; necesito sus medidas. Dile que pase esta misma tarde, a cualquier hora.» Llegó el muchacho, hice que bajara de nuevo la joven Werfel, para que fuese mi intérprete, y no quedaran dudas sobre nuestra conversación. ¡Todo era cierto! El padre de aquel joven había llegado hacía poco a México. Era cirujano. Había operado a la tamaulipeca. Había tenido muchas dificultades antes de salir, pero por fin ya estaba en México. ¿No te he contado esa historia?
–¡No!
–Amparo la conoce de memoria. ¡Ni modo! Le reclamé a Arnulfo, y su respuesta no fue del todo convincente, pero quizás en cuanto a lo religioso estaba en lo correcto. No lo sorprendí, no se alarmó, que era lo que yo esperaba. Perdí fuerza. Estaba casado por la iglesia católica. Los requisitos eclesiásticos se habían cumplido. Adele se había hecho bautizar. Para mí todo el efecto estaba perdido. Cambié de tema; le repetí la amenaza que significaban para nosotros los documentos que Balmorán poseía. Por primera vez pareció tomarme en cuenta. Le repetí que estaba ligado a la familia del licenciado Uribe. En eso llegó Martínez, y me hizo un guiño que me pareció un mal presagio.
–Lo documentos de Balmorán son de otra naturaleza –trató de intervenir Del Solar–, nada tienen que ver con tu pariente.
–No hables de lo que no sabes, por favor. ¿Te conté que un día vino a verme? ¡Déjame, por favor, terminar! Estaba entonces tanteando el terreno. A los pocos días volvió para decirme que habían asaltado su casa y robado sus papeles. Hasta habló con la policía. ¡A otro perro con ese hueso! Seguro quería hacerme creer que si los papeles se publicaban él no era responsable. La única manera de hacerlo callar era mantenerlo perpetuamente aterrorizado. De cuando en cuando le hago saber algunas cositas. Tengo mis canales. Un día se me apareció el mamarracho de Martínez, contra quien yo acumulaba cada vez más rabia, y después de largos preámbulos me dijo que efectivamente le habían robado los papeles a Balmorán, pero que él conocía a alguien que podía conseguirme los documentos que me interesaban. Me podía enseñar un capítulo de muestra y el resto lo podía yo obtener a muy buen precio. Le respondí que su obligación era darle parte de eso a Arnulfo, decirle que esos documentos estaban en venta. El decidiría si valía la pena comprarlos o no. Martínez ni siquiera se inmutó. Me dijo que el conocido de su amigo estaría feliz en dejarse perseguir legalmente, que le gustaba la publicidad. Acepté sus condiciones. Me dio fotos de unas catorce páginas escritas a mano donde mezclaba el español con algo parecido a un italiano macarrónico que según el especialista que consulté era un mero español italianizado. Se trataba de una crónica vulgar y desvergonzada sobre una aventurera italiana que conocía a una india mexicana y trataba de hacerla pasar en Europa por eunuco. Todo era tan ordinario que daba asco. No daba yo crédito a lo que iban traduciendo. ¡Verdaderamente Martínez no tenía límites! ¿Con qué objeto me pasó esa crónica escandalosa? Todavía no me lo logro explicar. Al día siguiente pasó a conocer mi decisión. Le dije que aquellas páginas eran una basura, que no me hiciera perder tiempo con bromas de tan mal gusto. De alguna manera le hice sentir que entre nosotros había diferencias fundamentales, que consideraba aquello como la gota de agua que desbordaba el vaso y que no deseaba tener ya ningún trato con él. Que se conformara con que le dirigiera el saludo, no pensaba pasar a más. Comenté el incidente con Arnulfo. Le insistí en que se cuidara de aquel reptil. Se quedó muy preocupado. Vivía para entonces en la total angustia. Había días que se presentaba en un estado de tensión que yo decía: «Se va a quebrar, el día menos pensado se derrumba.» Y así fue. Bueno, lo quebraron, lo hicieron derrumbarse. Su último mes fue un perpetuo temblor. Iba de catástrofe en catástrofe. ¡Qué frenesí! Le mataron al hijastro; quiso sacar a su mujer del país, en el fondo lo que quería era huir en compañía de ella y no los dejaron pasar la frontera. Se quedó unos días en un hotel de Ensenada. Luego volvió con Adele; arreglaron los documentos, y no acababan de hacerlo cuando ocurrió lo que todos sabemos.
–También peleó en esos días con Goenaga, su primo.
–¿Quién te lo dijo? –preguntó Eduviges con aprensión.
–Derny. Pero se reconciliaron poco antes del final. El último día estuvieron juntos. Raro ese pleito, ¿no?
–Arnulfo peleaba con todo el mundo. Conmigo todos los días. No tiene nada de raro. Estaba muy nervioso. Lo tenían cercado. Pensar que Haroldo Goenaga se portó mal con él es un error, una injusticia que no debes cometer. Le preocupaban mucho las tonterías que estaba haciendo mi hermano. Como a todos. Había logrado una solución negociada, me dijo. Lo dejarían salir de México siempre y cuando declarara que no se metería ya en líos. El pobre Haroldo se sintió un Judas; ya no volvió a levantar la cabeza. Le habían hecho una promesa. Se confió; pensó que se movía entre caballeros, pero no fue así. Al llegar Arnulfo a la avenida Juárez le dieron un golpe en la nuca y luego le arrojaron un coche encima. Acuérdate que estaba casi ciego. Una cosa rápida. Nadie se dio cuenta. Era domingo, el centro estaba casi vacío.
–¿Quiénes lo mataron?
–¡Qué preguntas! ¡Cuántas veces no habré querido saberlo! Dionisio dijo que en aquel momento lo más imprudente sería investigar. Tal vez no estaría hablando contigo de haberlo hecho. Haroldo no volvió a abrir la boca después del entierro.
–¿Y la esposa? ¿Adele? ¿Se quedó aquí?
–Cobró la herencia y se marchó. Me imagino que con su primer marido. Y nosotros, contra todo lo que Arnulfo nos había prometido, no recibimos un solo centavo.
Habían terminado de cenar.
–Voy a proponerme localizar a Martínez... Por fuerza debe saber algo.
Eduviges miró el reloj. Se sobresaltó. Tenía que hacer una llamada de larga distancia. Se levantó de la mesa, se despidió apresuradamente y desapareció.
Amparo cambió de conversación. Le dijo que su madre se agitaba mucho al hablar del tema. Esa noche, para lo que acostumbraba, había estado tranquila, porque él ejercía una influencia sedante sobre ella. Volvió a agradecerle la dedicatoria del libro. Comenzaría a leerlo esa misma noche. Se ofreció para ocuparse de muchas cosas prácticas con las que seguramente tendría que enfrentarse en las próximas semanas. Ver casas, escuelas para los niños. Ella tenía todo el tiempo libre, un coche y un chófer. Se despidió. Al dirigirse hacia la casa de su madre, se dijo que era una bendición tener una prima como Amparo. Le interesaba oír sus comentarios sobre El año 14.