Donde un viejo novelista, a quien la edad perturba seriamente, muestra su laboratorio y reflexiona sobre los materiales con los que se propone construir una nueva novela.
Un viejo escritor se prepara a iniciar una nueva novela. Lee, al principio sin demasiado entusiasmo, después con franca desgana, dos o tres párrafos salteados de un capítulo, lo aqueja una sensación muy próxima a la angustia; cierra el volumen con deseos de no volver a abrirlo en los días de su vida. Recuerda un comentario hecho por Carlos Montiel, el crítico literario, amigo suyo desde los tiempos universitarios, quien, después de leer sus primeros cuentos, le manifestó que algunos personajes se parecían demasiado a antiguos compañeros de la Facultad por entero ordinarios: jóvenes capaces de todo, salvo de vivir una tragedia; descalificados para encarnar sutilezas y claroscuros de tipo jamesiano, a los cuales, sin embargo, él se esforzaba en proporcionar una bizantina complejidad emocional, un ámbito alimentado por intensos mesianismos estéticos, comportamiento que les era a tal grado ajeno que en vez de darles vida los desposeía de ella. La atmósfera rarificada que los envolvía terminaba por convertirse en una cárcel; caídos en ella, les resultaba imposible librarse de dialogar y actuar como muñecos de ventrílocuo.
De hacer caso a Montiel, y la ingrata lectura reciente confirmaba sus palabras, todo lo escrito hasta entonces estaba íntima e irremisiblemente condenado. Su literatura no tenía ningún futuro; había sido anacrónica ya en el momento de su nacimiento. Estaba a punto de cumplir los sesenta y cinco años. ¡Una edad atroz! A veces piensa que lo que en verdad le apetecía sería echarse a dormir en los mustios laureles cosechados, repetir la escasa gama de procedimientos ya probados hasta desgastarlos del todo, mantener en vida un lenguaje más o menos plausible hasta que la incitación a escribir se extinguiera por causas naturales. Es la suya una edad, lo sabe, en que se podría también correr el riesgo de ser atropellado por una intrincada red de movimientos interiores, de proyección, alcance y desarrollo tan vastos, tan densamente oscuros, que excedan las propias posibilidades de creación; sentirse sacudido por una furia, una violencia que lo desbordara todo; enamorarse de emociones aguardadas durante largo tiempo, y un día, bruscamente, abandonar para siempre ese proyecto que de repente se revela como un inmenso absurdo. ¿Iniciar por fin la obra cargada de ambiciones con que se soñó la vida entera, para la que se ha reunido a lo largo de los años una enorme cantidad de información y de detalles, aquel libro colmado de estruendo y furia que redimiera la propia existencia y la justificara ante el mundo? A su edad, esa hazaña adquiere visos de ser un inmenso disparate. Dejar de alcanzar la gloria soñada y perseguida en otros tiempos no tiene por fuerza que ser una tragedia. El fin no está lejano y el libro entrevisto requeriría años enteros de investigación y de trabajo sostenido. ¿Procurarse tal maltrato cuando se tiene ya tan poca energía, y la vejez encima, y los achaques de salud que aumentan, para dejar luego una novela a medias? ¡No, la verdad, muchas gracias!
Sus héroes conocen solo dos formas, demasiado mecánicas, dicho sea de paso, de acceder a la ficción, es decir a su realidad novelística. O están de regreso de una rica experiencia vital, inexplicablemente fracturada, que los obliga a recluirse en algún pueblo de Morelos o en una pequeña ciudad veracruzana, donde, tristes, marchitos, agobiados por el resentimiento, van poco a poco desangrándose: las heroínas se deshojan ante un trasfondo sepia, manosean viejas cartas, fotografías amarillentas, recortes de periódicos de hace muchos años, y recuerdan, recuerdan y recuerdan, a esos seres afiebrados que en otro tiempo fueron ellas, y a otros más, aquellos que las estrecharon en sus brazos, las embriagaron con palabras ardientes, y luego, por una causa siempre desconocida, las expulsaron de sus vidas. Todos sus personajes masculinos ansiaron ser Lord Jim, Aliocha Karamazov, Fabrizio del Dongo durante sus mocedades. Ninguno dejó de conocer un período de efímera luminosidad, interrumpido también por el desastre. Caso de sobrevivir a la caída, esos protagonistas regresarían, arrastrados por una aparente sed de identidad, a sus lugares de origen, a disfrutar, si tal pudiera ser el verbo, de una casita bajo el sol, al lado de un pequeño jardín con unas cuantas flores. Córdoba, Cuernavaca, San Andrés Tuxtla, Huatusco, Tepoztlán o Cuautla son algunos de los lugares elegidos por aquellos despojos humanos como refugio donde acabar sus días. Al poco tiempo de haber vuelto al Edén codiciado descubrirán que han caído en un hoyo del que toda escapatoria resulta ya imposible, que se han dejado arrinconar, que sus malquerientes han triunfado al desembarazarse por fin de ellos, que están rodeados de traidores, de desleales, de envidiosos. Y allí irán envejeciendo, agobiados por toda clase de males, de deudas, de manías, intoxicados de rencor hacia un mundo incapaz de apreciarlos, estupefactos al comprobar la clase de porquería en que progresivamente se han ido convirtiendo. Viejas criaturas neurasténicas, algunas veces chuscas, amargas las más, resentidas, sin salida, sin futuro, sin remedio.
Pero esos protagonistas podrían considerarse triunfadores si se les compara con los que integran la segunda categoría, la de quienes no alcanzaron volver a esas casas soleadas y a sus mínimos huertos, aquellos a los cuales atrapó la vida en latitudes mucho menos generosas. Deambulan por el mundo, olvidados por todos y de todo. ¿No quisieron regresar? ¿No pudieron hacerlo? Bien a bien ni siquiera lo saben, Helos ahí: veladores nocturnos en una húmeda bodega, en algún almacén de madera, en un estacionamiento de automóviles, porteros en hoteles ramplones, beneficiarios de alguna institución filantrópica que les encuentra esos destinos con el objeto de hacerlos sentirse útiles y ayudarles a recuperar un mínimo de la dignidad perdida. Olvidados de todos en su país; desconocidos absolutos en el lugar donde residen. Es posible que las circunstancias no hayan sido siempre las mismas. También ellos debieron de haber conocido uno que otro verano de felicidad inicial. ¿Con quién habrán bailado? ¿Qué paso pudo haberles resultado fatal? Sucios y desdentados, apenas logran advertir la celeridad con que la memoria se les va agostando. Su venganza consiste precisamente en eso, en clausurar todos los canales que los comunican con el pasado. Si alguien se acercara a recordarles la conmoción vivida treinta años atrás, el tumulto interno que experimentaron al contemplar La tormenta, o la Venus yacente, del Giorgione, las visitas consecutivas durante cuatro días al pabellón que albergaba en la Bienal de Venecia la exposición Matisse, de donde salieron cada una de las veces ebrios de júbilo y sorpresa, o los sombríos días transcurridos en alguna pensión mientras descifraban el espantoso destino de Adrián Leverkühn y se estremecían ante la mancha que iba tiñendo el alma del fiel Serrenus al irlo revelando, esbozarían un signo obsceno, lanzarían un escupitajo a los pies del interlocutor, ese desconocido que pretendía no serlo, quien se les acercó de pronto con los brazos abiertos y aquel lenguaje inexplicable, y se echarían de inmediato a correr, escurriéndose por entre un laberinto de malolientes callejuelas hasta llegar al cuchitril donde pernoctan, se tenderían en un colchón inmundo, cubiertos de pies a cabeza con una manta igualmente inmunda, temblorosos, con el cuerpo bañado por un sudor espeso, ansiando solo la llegada del sueño que lograra devolverles la paz. En realidad, lo único que les interesa es no ser expulsados del agujero donde pasan sus días y recordar la hora y el sitio en que deben presentarse con su tazón en la mano ante la ventanilla de la sopa caliente. El incisivo Montiel, vuelve a recordar, tenía toda la razón. Si uno quería seguir, tenía que empezar por deshacerse de algunos malos hábitos, meter al horno toda aquella morralla de utilería. Pero ¿sería posible aún frecuentar nuevos espacios?
¿Cómo olvidar que estaba en vísperas de cumplir sesenta y cinco años?
Quizá lo más importante fuera decidir por dónde comenzar. Tenía una serie de referencias, muy confusas aún; tan vagas, que parecían desvanecerse al minuto de nacer, o transformarse en otra cosa. Se volvía indispensable comenzar a precisar algunas de esas imágenes: un encuentro en Estambul, una mujer erudita con modales y lenguaje bastante irregulares, la sordidez de un avaro, un festín indiscutiblemente bárbaro en un claro de la selva tabasqueña.
Se decidió al fin esbozar algunas notas. Tres temas, por diferentes razones, le habían interesado en los últimos tiempos, que, de cierto vago modo, relacionaban el encuentro en Estambul con las tropelías del avaro y la fiesta en el trópico.
Escribió, pues, en unos amplios tarjetones:
A) ¡El libro de Bajtín sobre la cultura popular en la Edad Media y a principios del Renacimiento! Destacar algunos elementos: la Fiesta, por ejemplo, como categoría primaria e indestructible de la civilización humana. La noción de fiesta puede empobrecerse, degenerar incluso, pero no eclipsarse del todo. Sin la fiesta, que libera y redime, el hombre gesticula en un mero simulacro de vida. Estudiar las relaciones entre ceremonial, mística y fiesta tanto en las sociedades primitivas como en las industriales contemporáneas. El catolicismo y, quizás aún más, la iglesia bizantina, como puentes comunicantes entre nosotros y la raíz pagana de la antigua fiesta, incorporan ciertas características del jolgorio popular a las formas rituales, permitiendo a la vez que otras se desarrollen con entera libertad, fuera del culto, etc., etc.
B) ¡Gógol! Bajtín percibe el aliento carnavalesco como un sostén fundamental del complejo organismo verbal Gógoliano. Lectura en los últimos tiempos, podría decirse casi exacerbada, de la obra de este ruso y de la de sus exégetas. Pocos escritores han contado en nuestro siglo con comentaristas de tan excepcional calidad: Boris Eijenbaum, V. V. Gipis, Andréi Biely, Vladimir Nabokov, Andréi Siniavsld, etc. Simbolistas, formalistas, disidentes de todas las ortodoxias convergen en él. Tentación de intentar un pequeño texto sobre un tema de Las almas muertas. Descifrar por qué Chíchikov, el protagonista, a quien su autor presenta desde el párrafo inicial como una absoluta no entidad («no era guapo, aunque tenía bastante presencia; ni demasiado grueso, pero tampoco delgado; no se podría decir que fuera viejo, sin embargo tampoco era joven»), como un personaje sin características personales de ninguna especie, logra que todos aquellos con quienes tropieza se llenen, a su solo contacto, de vida. Su existencia ilumina la de los demás y a la vez se nutre de esa misma vida que su presencia propicia. Aun en la segunda parte de Las almas muertas, en los tediosos fragmentos que de ella sobreviven, la mera aparición de Chíchikov logra derrotar la tónica moralizante que paraliza muchas de esas páginas y devolverles algo del aire que toda obra de ficción requiere para respirar. Donde aquel truhán pone la mano se produce repentinamente una iluminación. No se trata de la luz solar sino de otra procedente de las diablas de un escenario; luz escénica que al bañar a un personaje le hace perder terrenalidad, lo deforma, lo aligera y logra extraer de él su verdadera fisonomía. Más que un ensayo, esto podría utilizarse en la novela. La rapacidad de mi protagonista da para poco, pero su sordidez podría servir, igual que las inexistentes virtudes de Chíchikov, para iluminar la conducta de otros personajes y a la vez, enriquecerse con su reflejo.
C) ¡Pepe Brozas o de la unción casi religiosa que determinado autor puede suscitar en personas carentes de la más mínima simpatía hacia las artes! Recordar el caso de José Rosas, compañero de la Facultad de Derecho, al cual, poco después de su ingreso, todos los estudiantes conocían con el monte de «Pepe Brozas». Originario de Piedras Negras, hizo en México la preparatoria y después la carrera de derecho. Pasó dos años en Roma, si mal no recuerdo, becado, tratando en vano de obtener un doctorado. Ocupó un puesto en la Dirección de Asuntos Internacionales de una Secretaría de Estado, que le permitió hacer algunos viajes al extranjero. Adoptaba aires que se pretendían cosmopolitas, con los que no logró ocultar su radical y exuberante imbecilidad de inventar matices. ¡Imposible crearle sutilezas ni agregarle preocupaciones delicadas! ¡Un patán en estado puro! No dejó de ser el mismo patán, pero se volvió solemne y pomposo y, por lo tanto, resultó aún más intolerable. Al final se hizo rico al dirigir los negocios inmobiliarios de su mujer en Cuernavaca. El dinero, su necesidad de ostentarlo y su pasión por retenerlo, enriquecían su ramplonería. Una peculiaridad lo distinguía. Su pasión por Dante. Sí, Dante Alighieri, el florentino. Sí, sí, el autor de La divina comedia. Había estudiado italiano como materia optativa en la Preparatoria, y de allí había surgido esa rareza. Lo leía, lo repasaba, lo exponía, aunque, claro, de manera grotesca; en cierto modo, lo consideraba como algo de su propiedad. Sin embargo, siguió siendo el tipo más reacio a cualquier emoción literaria. A propósito, revisar viejos apuntes de Berlín. Tal vez logre encontrar alguna nota sobre aquel alemán parecido a Rosas... Matthias... ¿Glaubner? Matthias Glaubner o Glaubener. Un joven economista egresado de la Escuela de Comercio Exterior, donde se había especializado en relaciones comerciales con la América Latina. Hablaba un español perfecto. Aceptaba en su tiempo libre trabajos de algunas instituciones universitarias como traductor e intérprete. Cuesta trabajo pensar en alguien más tedioso que aquel muchacho alemán. ¡Intereses mezquinos, nacionalismo obtuso! ¡Qué fastidio el que se lo acomodaran a uno para ir a exposiciones, conciertos o espectáculos teatrales! La imbecilidad de sus comentarios hacía perder todo interés en conversar con él. Hacer dinero, comprar a precio más bajo del común, ahorrar, eran las únicas preocupaciones visibles en su vida. Un día, en medio de la sarta habitual de lugares comunes, hizo una cita de Las ciudades invisibles de Calvino. Se desprendió de ahí una historia casi inconcebible. Glaubner había aprendido el italiano, que no era idioma obligatorio en sus estudios, solo para poder leer a Italo Calvino en su lengua. Por anómalo que pueda parecer, conocía a la perfección toda su obra. Una profesora de español le había prestado, hacía años, una edición argentina de El sendero de los nidos de araña. Comenzó a leerla con tedio, solo para enriquecer su vocabulario. De pronto, algo en esa lectura tocó un sitio inesperado de su ser y provocó el incendio. Descubrió que una novela podría ser una cosa diferente de una enumeración tediosa de fruslerías, sociales o psicologizantes, capaz de transmitirle algo que nada tenía que ver con aquello conceptuado como literatura, producirle emociones solo conocidas en sus tratados de comercio exterior y de estadística, hasta quizá más intensas. Ese día se produjo una especie de unión mística entre el estudiante berlinés y el autor italiano. Siguió leyendo a Calvino, no ya en español sino en alemán, mientras aprendía el italiano. Leía las notas críticas que acompañaban la aparición de «su» autor en Alemania. En la sección de cartas a la redacción de algunos periódicos de importancia nula refutó, con los argumentos más abstrusos, varias de esas reseñas. La pasión por Calvino no le abrió, sin embargo, las puertas a otros campos, no enriqueció su curiosidad, no amplió el radio de su pensamiento, ni lo interesó por algún otro autor. Aquellas lecturas no se ligaban con nada, no ampliaban ni reducían concepto alguno. Se agotaban en sí mismas. Pero llenaban una necesidad que era real y que uno podía calificar de espiritual a falta de otro adjetivo más apropiado. Lo mismo le ocurría a Rosas con Dante. Sabía de él todo y no comprendía nada.
¡Qué tesoro, un personaje como Pepe Brozas! Al lado de su ramplonería, grosería, egoísmo, avaricia y rapacidad, se erguía heroicamente la pasión desinteresada por la obra de un escritor lejano. En la novela dejaría de ser Dante para transformarse en Gógol. Contaminar de ser posible el lenguaje con algo de la excentricidad verbal del ruso. La pasión por Gógol podía habérsela inoculado alguien con cierto parecido a esa etnóloga griega un poco disparatada que dictó hace poco en la Universidad un par de conferencias sobre los trabajos mesoamericanos de su difunto esposo. Buscarle un nombre exótico, imprimirle cierta comicidad. Un personaje fuertemente individual que encarne la fiesta y ante quien la triste rapacidad de Brozas resulte siempre derrotada.
El viejo novelista, fatigado e inseguro, que nos ocupa, inició la segunda mitad de la sexta década de su vida escribiendo una nueva novela: Domar a la divina garza. En ella se entrelazarían sus tres temas fundamentales: la fiesta, «esa primera e indestructible categoría de la civilización», ese espacio mágico donde se confunden y desaparecen las diferencias entre los hombres; exorcizaría al viejo fantasma de su juventud, el aborrecible Brozas de sus años de estudiante, y recogería su pasión por Gógol. El protagonista, conducido por una extranjera de nacionalidad incierta, la profesora Marietta Karapetiz, penetrará con confianza, sin perder su actitud de perpetua alucinación, en el laberinto Gógoliano, del que solo escapará al enterarse años después de la muerte de su maestra. Conocer a Marietta Karapetiz, hablar con ella y con su hermano Alexander, Sacha para los íntimos, fue, aunque tal vez no se haya enterado, aunque se resista a creerlo, el acontecimiento más importante que le ocurrió en la vida. Llevado de la mano por Marietta, igual que el Alighieri por Virgilio, José Rosas, quien en la novela se llamará Dante de la Estrella, un poco en homenaje a su entusiasmo por el bardo florentino, va a percibir la fragancia de una fiesta tropical celebrada a principios de nuestro siglo. La experiencia fue tan intensa que aun en su edad madura el personaje principal luchará con sus recuerdos para clarificarla. Describir esa lucha y algunas de sus circunstancias es la misión que el viejo escritor se propone realizar en esa hipotética próxima novela.