Jacqueline Cascorro, la protagonista de este relato, conoció durante buena parte de su vida las experiencias conyugales de rutina: arrebatos, riñas, infidelidades, crisis y reconciliaciones. Todo cambió en un instante, cuando al quebrar con sus manos una pata de cangrejo y oír descorchar a sus espaldas una botella de champaña se dejó poseer por un pensamiento que la visitaría de manera intermitente, convirtiéndola, y ya para siempre, en una mujer de muy malas ideas.
Durante años, un cuaderno azul la acompañó en las distintas mudanzas a las que la llevó su azarosa vida matrimonial, sin que fuera consciente de su existencia; un cuaderno muy delgado, sujeto con un elástico a una colección de libretas de notas sobre literatura e historia del arte depositadas en el fondo de una caja ricamente ornamentada, adquirida en Pátzcuaro durante su viaje de bodas. Esa caja permanece en la bodega de L’Aiglon, un restaurante de Cuernavaca, en donde Jacqueline abandonó casi la totalidad de su menaje de casa cuando decidió trasladarse a Veracruz. Con toda seguridad se asombraría si leyera los trozos literarios copiados muchos años atrás en aquel cuaderno olvidado. Añoraría, sin lugar a dudas, con melancolía, los esfuerzos intelectuales que alimentaron la parte más noble, la más pura de su ser, la única que por algún tiempo le ofreció cierta seguridad, destruida de raíz por la violencia que con tan desmedido estrépito sacudió su vida. Porque a partir de un determinado momento no le fue ya posible hacerse ninguna ilusión al respecto: su vida espiritual había quedado hecha añicos.
En aquel cuaderno, Jacqueline había empleado dos páginas para copiar las cifras literarias que le interesaban y otra para expresar sus sentimientos ante lo que consideraba su fracaso matrimonial; el resto había quedado en blanco. No era difícil advertir que aquellas notas fueron escritas durante una racha de rencor intenso, en una de las crisis iniciales de su matrimonio, antes de haberse resignado a aceptar como algo normal las infidelidades de su marido. Alicia Villalba, la prima sin recursos de Nicolás Lobato, que trabajaba como su secretaria, igual que otras empleadas, la mantenía al corriente día con día sobre las actividades del marido infiel. Podían pasar horas enteras pegadas al teléfono para describirle la vulgaridad de una falsa rubia con quien Nicolás se encerraba en la habitación número diecisiete, y precisaban: en el segundo piso, ¡como si el número de piso tuviera alguna importancia!, del hotel Eslavia, el situado en las calles de Orizaba, porque en el Asunción era raro que pusiera un pie, y menos para celebrar sus fiestas galantes, considerándolo tal vez muy por debajo de su categoría. La verdad era que al poco tiempo de casada, Jacqueline había aprendido a no sufrir como fiera enloquecida, lo que de ninguna manera implicaba que aprobara la vida disoluta de Nicolás Lobato. La lectura hecha al azar de unas cuantas páginas de la Fisiología del matrimonio, de Balzac, la llevó a la conclusión de que la mayoría de las mujeres a los pocos años de casadas solo experimentan hacia sus maridos una profunda aversión, una repulsión casi absoluta, resultado típico de la tiranía a la que con tanta arbitrariedad han sido sometidas.
Lo primero que copió en el cuaderno azul fue una rotunda afirmación del escritor francés: «Toda la vida matrimonial descansa en la cama.» Marcó esa frase con tres o cuatro signos de admiración, y luego tachó en un rapto de cólera la frase, y, por consiguiente, los signos de admiración que había añadido.
Escribió después con tinta verde que la vida se alimenta de pasión y que no hay pasión que logre sobrevivir al matrimonio.
También, que el matrimonio es una institución necesaria para el mantenimiento de las sociedades, pero que, sin embargo (y allí añadió entre paréntesis la exclamación: hélas!), esa institución resulta contraria a las leyes de la Naturaleza, que a la mujer casada se la trata como a una esclava, que no hay matrimonios completamente dichosos, que el matrimonio está preñado de crímenes, y los asesinatos que se llegan a conocer no son los peores. Trazó varias líneas con tinta de distintos colores debajo de esta última aseveración, como si ya entonces la hubiera rozado el aletazo de una premonición.
El cuaderno azul en que escribió esas y otras citas literarias, abandonado en una bodega de Cuernavaca de donde ya nunca lo recuperaría, desapareció de su memoria varios años antes de viajar a Veracruz. Con más rapidez aún se le habían borrado las circunstancias en que aquellas líneas fueron escritas. Si alguien le hubiera llegado a preguntar cuándo y con quién le había sido por primera vez infiel a su marido, habría respondido sin la menor sombra de duda que su primer amante había sido Gaspar Rivero, un miserable a quien ayudó de la manera más desinteresada para obtener solo puñaladas traperas por respuesta, y que aquello ocurrió poco antes de que él comenzara a trabajar en el Asunción, un hotel carente de toda gracia, ubicado a un paso del Monumento a la Revolución, sin recordar para nada al auténtico pionero, un ingeniero de Guanajuato, a quien había conocido en una fiesta en casa de Márgara Armengol. El episodio entero se había desvanecido en su memoria. Si algún médico o un hipnotista le hubieran hecho, después de adormecerla, una pregunta al respecto, tal vez hubiera podido recordar que en cierto momento un hombre que comenzaba a dejar de ser joven le fue presentado en una fiesta y ella lo invitó, por mera cortesía, a sentarse a su lado; había bebido para entonces un par de cubas muy cargadas y comenzado a decirle a aquel perfecto desconocido que un eminente profesor de filosofía había reconocido hacía poco en esa misma casa que su sensibilidad era una de las más exquisitas que había detectado en su larga carrera profesional, al grado de citarla como ejemplo ante un grupo de cursis envidiosos que podrían tenerlo todo menos eso, sensibilidad, y de inmediato le explicó al guanajuatense lo mucho que debía luchar para preservar ese don exquisito de los bajos golpes que le propinaba el hombre brutal que tenía por marido, un bárbaro que había reducido los intereses de su vida solo a dinero, solo a lujuria.
–Por más que me sostengan lo contrario, estoy convencida de que nadie logrará nunca adivinar en qué puede llegar a transformarse con los años un ser humano –le murmuró en tono confidencial al desconocido–. Jamás hubiera sido capaz de adivinar que el Nicolás Lobato que conocí, el que después fue mi marido, no se excuse, no tiene usted por qué conocerlo, no se trata de alguien que se haya destacado en ningún sentido, iba a llegar a convertirse en lo que es ahora. Nos encontrábamos por las tardes en el café de Mascarones. ¿Lo conoció usted?
–¿A quién? –preguntó el otro, que había prestado poca atención a sus palabras.
–A nadie. Me refiero al café de Mascarones; estaba en el interior de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando ésta se encontraba aún en la Ribera de San Cosme. Un sitio precioso; quienes lo frecuentamos en nuestra época de estudiantes todavía nos sentimos como huérfanos. En ese café conocí a Nicolás Lobato. No le gusta que se sepa, no sé por qué, pues ahora se dedica a otras actividades, que ni él ni yo logramos terminar nuestros estudios. Nicolás estudiaba ciencias políticas. Se pasaba las tardes metidas en un tugurio de las calles de Miguel Schultz, a la vuelta de Filosofía y Letras. Pasé varias veces a recogerlo allí; era un caserón deteriorado de dos pisos que nadie hubiera podido imaginar que alojara una escuela universitaria. ¡Qué diferencia con mi Facultad! La misma que existe entre el cielo y la tierra, entre mi marido y esta servidora, si me perdona la falta de modestia –soltó una breve carcajada–. Nicolás se presentaba casi todas las tardes por Mascarones. Tomaba en la Facultad una clase de geografía y no sé qué otra, me parece que un idioma, con toda seguridad inglés. Estoy convencida de que ni él mismo sabe ya lo que estudiaba entonces. Fue siempre negligente y desordenado en los estudios. Pasaba la mayor parte del tiempo en el café; gracias a eso nos conocimos. Regresábamos por la noche en los mismos tranvías. Dos, porque no había ninguno directo que me llevara a casa. Él se bajaba en Eugenia, en la colonia del Valle, y yo seguía hasta Coyoacán. A veces nos acompañaba Márgara. Así nació nuestra amistad. Vivíamos muy cerca. Yo en la calle de Berlín, a un paso de esta casa de donde ella no se ha movido nunca. La nuestra era una propiedad preciosa –afirmó con un acento cargado de nostalgia–. Jamás logramos desprendernos del todo de los muros que ciñeron nuestra infancia. Cuando me casé, mi madre, viuda y con todas las hijas ya casadas, se mudó a un departamento en la colonia Narvarte. ¿Qué iba a hacer la pobre en aquel caserón? Nicolás fue hijo único; de chico se torcía siempre los tobillos al caminar. Según Alicia Villalba, su prima, una mujer que viste como un auténtico hombre, con corbata y todo, ese detalle explica buena parte de su conducta. Tendríamos como un semestre de andar de novios cuando su padre enfermó y lo obligó a hacerse cargo de una ferretería, que poco después heredó, en el centro de la ciudad, en la calle de Mesones. A esa tabla se aferró para justificar su abandono de la Universidad, cuando la verdad era que ya no aguantaba la vida de estudiante. Estaba muy enamorado de mí, debo reconocerlo, así que aunque ya no asistía a la Facultad nos seguíamos viendo con alguna frecuencia. Reconozco también que como novio jamás ejerció sobre mí ninguna presión indebida, de manera que pude llegar virgen al altar, lo que en aquellos tiempos, se lo aseguro, todavía tenía su prestigio. Al morir su padre le dejó la ferretería y muy buen dinero y él comenzó a encauzar sus intereses hacia los hoteles. Vendió la ferretería, e hizo bien porque no la toleraba. Comenzó a respirar. Con toda seguridad debió haberse valido de mil y una triquiñuelas para apoderarse por unos cuantos pesos de hoteles tronados o un tanto moribundos. Primero adquirió el Asunción, una compra que nunca lo ha dejado satisfecho, un hotel sórdido, muy venido a menos, ubicado entre el Monumento a la Revolución y el Paseo de la Reforma, que al día siguiente de comprado no le despertaba ya sino antipatía; luego el de las calles de Orizaba, mucho más agradable, el Eslavia. A partir de entonces no piensa sino en construir uno inmenso en Cuernavaca, ésa es su obsesión, ésa y, más que ninguna, las mujeres –hizo una pequeña pausa para tomar una copa; cuando vio que su vecino, a quien había condenado a la mudez, estaba por levantarse, le puso una mano sobre el muslo para impedírselo, y continuó–: No tema que vaya a atosigarlo con el recuento de mis tribulaciones conyugales. Mire, si algo me encanta en la vida es venir los sábados a casa de Márgara. Más que compañeras de la Universidad, hemos sido desde un principio un par de hermanas. Me encanta la atmósfera que se respira en esta casa. ¡Cultura pura! En el fondo todos tenemos algo de bohemio, ¿no cree? Aquí me muevo como pez en el agua. Como usted ha podido ver, he hecho todo lo que ha estado en mis manos para impedir que mi espíritu muera. A un hombre siempre le resulta difícil comprender lo que significa para una mujer poder cultivarse –y sin recordar que hacía apenas un instante había hablado de la casona donde transcurrió su infancia, continuó–: Está mal que se lo cuente, pero en mi casa fuimos cinco hijos, tres mujeres y dos hombres, y hasta que me casé las tres hermanas teníamos que compartir una sola habitación, María Dorotea, María del Carmen y yo, que entonces todavía me llamaba con un nombre horrible. ¿Cómo iba a poder leer en esas condiciones? ¿Cuándo podía preparar mis exámenes? ¡Con un pinche foco de sesenta voltios, para colmo! ¿De dónde sacar para comprar los libros necesarios? ¡He hecho lo que he podido! ¡Y mucho más, me atrevería a decir! ¡Salud! Se lo he dicho, lo único en lo que piensa Nicolás Lobato es en el dinero y en la lujuria. Éramos muy jóvenes cuando nos casamos. En cierto sentido yo era apenas una niña el día de mi boda. Jamás hubiera podido vislumbrar lo que me esperaba. Fuera de Alicia Villalba, que es muy, pero muy masculina, Nicolás no ha perdonado a ninguna de las mujeres que trabajan en sus empresas; aunque sea solo una vez tiene que pasárselas, si usted perdona la expresión, por las armas. Las debe tratar como si fueran unas putas, como le gustaría poder tratarme a mí –pasaron una bandeja con bebidas, y ella volvió a tomar otra cuba libre, y luego siguió hablando de sus peripecias matrimoniales, para en cierto momento descubrir que el tipo a quien tantas intimidades le había confiado no estaba ya a su lado, que había seguido en cambio hablando con un par de muchachos que jugaban a poner y quitarse una peluca rubia muy maltrecha y que acabaron por colocársela a ella como si fuera un casco; le hacían las preguntas más procaces que fuera posible concebir y se reían ante su desconcierto y sus respuestas púdicas; le contaban entre carcajadas aspectos pavorosos de la vida sexual de una tal Cuquita, «la jamona con el rabo más verde que se haya visto en México» añadían cada vez que mencionaban su nombre, a quien ella no conocía ni le interesaba conocer, y celebraban con ataques de risa cada nueva leperada que soltaban, lo que en cierto momento la obligó a ponerse en pie y gritarles que eran un par de babosos, que no sabían con quién tenían el honor de conversar, que si no se habían percatado de ello se permitía anunciarles que esa noche trataban con una dama, que hablaban... y allí se le formó un blanco en el cerebro, miró en torno suyo, vio una serie de rostros, no solo los de la pareja de muchachos impertinentes, que la contemplaban con divertida expectación, y acabó su parrafada como pudo... repitiendo que sí, que hablaban con una dama, con una señora que había sufrido mucho en la vida y que por lo mismo se merecía otro trato y no que el marido, un Atila en toda la extensión de la palabra, se marchara con sus empleadas o con cuantas pirujas le salían al paso para planchárselas los fines de semana en Cuernavaca... El par de muchachos soltó de nuevo la carcajada y ambos, casi al unísono, le dijeron que no fuera bruta y que dejara de jugar a los martirios, ¿Encontraba acaso disminuido a su marido después de aquellos orgiásticos fines de semana? Seguramente, no; los más eminentes sexólogos afirmaban que el pene de un varón, más que el de otros animales, era igual a un jabón que nunca se gastaba, mientras más uso se le diera mejor trabajo hacía. Volvió una vez más a levantarse porque le pareció que le estaban faltando de plano al respeto y por estimación a Márgara Armengol no se podía permitir hacer en su casa la escena que se le estaba antojando. Al pasar a la otra sala descubrió que quedaban ya muy pocos invitados. De pronto, Márgara estuvo a su lado preguntándole si no se sentía bien, si acaso alguna de las bebidas le había hecho daño, pues varios huéspedes le habían confesado sentirse indispuestos y lo atribuían a la calidad de los alcoholes, lo que le pareció un detalle muy poco fino de la anfitriona, pues había sido ella, Jacqueline, quien había llevado esa noche las bebidas, pero como una auténtica dama no dijo ni palabra; luego la anfitriona le preguntó si no consideraba oportuno que alguien la llevara en coche a su casa, o si prefería esperar un poco a que terminara la reunión y quedarse a dormir en el estudio. No la dejaría salir sola, eso sí que no, pues a las claras se veía que estaba muy bebida. En ese momento volvió a aparecer el invitado a quien le había contado los múltiples inconvenientes de ser la esposa de Nicolás Lobato, el cual, a petición de Márgara dijo que sí, que encantado, que con el mayor placer la acompañaría a su casa, aunque si la llevó a algún lugar fue al departamento de un amigo suyo, pues él por ser de Guanajuato carecía de casa en México. Volvió a ver a ese individuo, cuyo nombre pareció haber ignorado siempre, un par de veces más en las fiestas de Márgara, y al final de ambas había ocurrido lo mismo. La última vez que estuvo en ese departamento, mientras ella le contaba con detalles al guanajuatense qué tipo de amantes prefería su marido, él se dirigió a una estantería, tomó la Fisiología del matrimonio, de Balzac, y lo puso en sus manos, diciéndole que se trataba de un regalo, lo que a ella le pareció tan poco delicado como los comentarios de Márgara sobre los licores, pues ese departamento, y por lo tanto todo lo que contenía, incluidos los libros, no eran de su propiedad.
Si aquel hombre volvió más tarde a Guanajuato era algo que no sabía ni le interesaba. Y si Jacqueline lo vio en otra ocasión, debió haberlo saludado con una indiferencia rayana en la grosería, lo que no obstó para que en ese departamento prestado donde pasó la noche en tres ocasiones no hubiera parado de hablarle voraz y atropelladamente sobre la vez que Alicia Villalba, la prima y secretaria de su marido, le telefoneó, poco después de su matrimonio, para decirle que ese fin de semana Nicolás no llegaría a la casa pues debía salir a ver unos terrenos que estaban a la venta en Cuernavaca y añadir que él había tratado en distintas ocasiones de comunicarse con ella sin lograr localizarla, por lo que le había dado el encargo de informarla sobre su salida, y añadir un instante después que Nicolás había invitado a una nueva empleada que se teñía el pelo, bastante sucio por cierto, con una tintura color zanahoria, y que llevaba puestas unas medias moradas como las que usan las prostitutas más baratas, y a partir de ese momento ella, que había llegado virgen al matrimonio, supo que no era la única mujer en el lecho de su marido; por eso cuando Nicolás se marchaba a Cuernavaca ella asistía, como compensación, a las reuniones culturales en casa de Márgara Armengol, a oír hablar de libros, de teatro, de cine, y no solo de negocios como a últimas fechas sucedía en su casa. Del hombre de Guanajuato no volvió a recordar ni el nombre ni la figura, por lo mismo era imposible que pudiera considerarlo su amante; y hasta cuando lo era, mientras estaba debajo de su cuerpo, sacudida al parecer por los efluvios de la pasión, y él recorría sus muslos con la lengua o asediaba con delicados, pequeños mordiscos sus pezones, ella seguía relatando cómo Nicolás Lobato la trataba de embrutecer, cómo había intentado destruir su sensibilidad sin lograrlo, gracias a que la frecuentación de gente superior las noches de los sábados la nutría, y que si por ella fuera viviría la vida entera en compañía de Márgara y sus refinados amigos, aunque había que reconocer que últimamente se habían colado en su casa, lo que era lamentable, ciertos jovencillos chocarreros dedicados a propasarse tan pronto como descubrían a una mujer sola, sin nadie que la defendiera. Por eso, para mantener la proximidad con Márgara, puso como condición cuando fue pedida en matrimonio, vivir en Coyoacán, y Nicolás se lo había concedido a pesar de que, cosa curiosa, él parecía no registrar a su amiga como persona, como tampoco lo había hecho cuando eran estudiantes y tenían los tres que viajar en el mismo tranvía para volver a casa.
Se había vuelto una calamidad. A no ser porque Jacqueline proporcionaba los elementos más necesarios para la celebración de esas reuniones semanales, no hubiera vuelto a ser invitada. Pasó varios años contándoles a las amistades de Márgara Armengol, quienes llegaron a temerla como a la peste, y a esquivarla cuanto les era posible, cómo la vejaba su marido y cómo la aburrían los hombres en general y podía decirse que a veces hasta la vida misma, excepción hecha de los libros, los cuadros, la música, el teatro, las flores, la conversación siempre inteligente de Márgara, su compañera de universidad, su vecina, más una hermana que una amiga, y del selecto grupo del que había sabido rodearse. Ése era, sostenía, abriendo los brazos regordetes y moviéndolos con elocuencia, el único mundo que podía considerar como verdaderamente suyo, el único, también, donde podía respirar a pleno pulmón. Márgara le rogaba siempre a alguno de los invitados, como un favor especial, que la atendiera. De cuando en cuando, Jacqueline visitaba librerías y compraba tres o cuatro novedades. A duras penas las hojeaba, leía las solapas y se hacía ilusiones de que seguía actualizando su cultura.
De esa manera transcurrieron seis o siete años. A los dos hoteles, Nicolás había añadido una agencia de viajes en la calle de Londres, que había resultado ser una mina de oro, lo que no significó un cambio de ninguna especie en la vida de Jacqueline. El cambio, ¡y de qué magnitud!, se produjo el día en que al llegar a su casa encontró en la sala a Adrián, su hermano menor, un holgazán, un cero a la izquierda, un sablista, quien en los últimos tiempos pretendía ganarse la vida publicando de vez en cuando algún artículo insípido en un diario popular de la tarde; desde la adolescencia consideraba a su hermano Adrián como a un chico prepotente, confianzudo y pedigüeño, una combinación a todas luces desastrosa. Con el tono más seco que le fue posible producir le preguntó qué razón lo llevaba a presentarse en su casa sin previo aviso, y en ese mismo momento reparó que en la sala se hallaba otro joven, vestido de manera casi idéntica a la de su hermano, con un traje cruzado gris a rayas. Ambos se pusieron instantáneamente en pie. De cualquier manera, Adrián le resultaba preferible a Marcelo, su hermano mayor, cuyo aire torvo e hipocritón le repugnaba. Adrián podía no escribir sino tonterías, pero había que reconocer que entre un periodista y un obrero del rastro había una diferencia abismal. El aspecto de Marcelo, ya no se diga el de su mujer, de cuyo nombre nunca lograba acordarse, era imposible. La única virtud que le encontraba era que nunca se presentaba en su casa al acercarse la hora de comer, y que no era un sablista; jamás había intentado sacarles dinero ni a ella ni a Nicolás. Es más, parecía no tener ningún deseo de frecuentarlos.
–Estoy seguro de que no tienes idea de quién es –dijo Adrián jovialmente, señalando al otro joven, sin reparar, por lo visto, en la aspereza del recibimiento–. Míralo bien, adivina, apuesto lo que quieras a que no vas a atinar. ¿Te das? ¿Sí?, ¿sí? Se trata nada menos que de Gaspar Rivero, uno de nuestros primos de Orizaba. –La escena autoritaria que ella había estado a punto de escenificar se congeló de golpe. El primo Gaspar saludó a Jacqueline respetuosa, pero no servilmente, y añadió que sería difícil que pudiera recordarlo, pues cuando ella y sus padres pasaron por Orizaba rumbo a Veracruz, él era un chico tan tímido que al verlos desapareció de la sala por temor a que le obligaran a abrir la boca.
–Nunca he oído una voz como la suya, tan perturbadora –le confió al día siguiente a Márgara–. ¿Crees que es posible enamorarse de una voz? Sentía como si estuviera destinada solo a mí. No sé cómo describírtela, lo único que puedo decirte es que ninguna otra me ha producido una emoción semejante.
–¿Se interesa también en la literatura?
–La verdad, no logré poner atención en lo que decía. Fuera de las primeras frases, ni siquiera sé de qué habló.
Cuando Márgara le hizo las preguntas de rigor, ella no pudo afirmar si físicamente era atractivo o no; con esfuerzos logró recordar que era un muchacho delgado; sobre la estatura no tenía ninguna seguridad; chaparro no era, tal vez de mediana estatura, aventuró, como su hermano Adrián; recordaba en cambio que la cara era angulosa, que la piel estaba algo maltratada, los pómulos se le marcaban demasiado, y también que las pestañas eran largas y caían hasta casi cubrirle los ojos.
En fin, el día anterior, el del encuentro, al oír hablar a su primo de timidez y de temor a los extraños, sonrió con benevolencia. Esperaba que Adrián le diera una explicación sobre su presencia y la de aquel pariente en su casa. Al prolongarse el silencio, decidió ser ella quien tomara la palabra. Les pidió que se sentaran y les ofreció una copa. Su marido llegaría a más tardar en media hora, precisó; comerían de inmediato, porque esos días volvía por las tardes a la agencia. Jacqueline se enteró entretanto del objetivo de la visita de su hermano, a quien por primera vez en mucho tiempo no despedía con cajas destempladas. Tan grande era el cambio que llegó a invitar a ambos jóvenes a comer. Adrián se decidió a aclarar que deseaba presentar a Gaspar, el primo olvidado de Jalapa, con Nicolás. Gaspar había vivido ya en México años atrás y seguido unos cursos en una escuela de turismo, sin lograr terminarlos; en los últimos años trabajó en varios hoteles de Veracruz. Tenía varias semanas de haber llegado a la capital. Buscaba la manera de continuar sus estudios, pero carecía de trabajo. ¿A quién recurrir en tales casos si no a los familiares? Gaspar lo había buscado y al fin localizado. Al saber él su situación y su experiencia en cuestiones de hotelería, pensó que tal vez a Nicolás le interesarían los servicios de una persona en quien pudiera depositar toda su confianza.
–Si a alguien le hace caso tu marido es a ti, María Magdalena –comentó Adrián.
–¡Jacqueline, aunque se te dificulte la pronunciación! –respondió ella de manera tajante. Y en la media hora de gran confusión que siguió se sintió obligada a preguntar por su madre y sus hermanas, a las cuales hacía tiempo que no veía, aunque como buena hija cada mes le enviara a su madre un cheque con el chófer, y siguió inquiriendo por su hermano Marcelo, sus hermanas, cuñados y sobrinos, y, para mostrar su sociabilidad, le pidió también a su primo noticias de su familia, a la que para nada recordaba. A Adrián le sorprendió la súbita humanidad que veía florecer en su hermana. Y ante ese efluvio de buenos sentimientos le confesó que aprovecharía la oportunidad para intentar obtener un préstamo de su cuñado, una cantidad de ningún modo excesiva que le permitiera saldar deudas inaplazables. No pedía un regalo, quería que eso quedara claro. Ya vería la manera de pagarle con publicidad para sus hoteles y su agencia de viajes en el periódico donde trabajaba.
–Si a tu marido se le sabe tratar encuentra uno a un hombre generoso –continuó–; el escollo siempre has sido tú. Cuando alguien se acerca a Nicolás con una petición la respuesta es siempre la misma: «¡Habla primero con mi mujer, y ya luego nos pondremos de acuerdo en los detalles!» ¡Y ahí termina todo!
Se quedó estupefacta de que su hermano se atreviera a hacerle esas confidencias. Una hora después estaban sentados a la mesa. Nicolás exultaba felicidad en esos días. Todo en su vida parecía encaminarse hacia la perfección. Acababa de adquirir un amplísimo terreno en los alrededores de Cuernavaca, un palmar; lo había perseguido durante meses, había hecho resolver engorrosas dificultades legales sobre los derechos de propiedad y al fin el palmar era suyo. Proyectaba crear un conjunto turístico único en la región. Fue una comida feliz. Jacqueline miraba a hurtadillas su imagen en el espejo del trinchador. ¡Una suerte que el día anterior hubiera estado en el salón de belleza! ¡Tal vez una premonición! ¿Sería posible que fuera cierto lo que le había dicho la peluquera sobre su cabello? ¿Que cada día se veía más ralo? No lo creía. Aquella mujer se confundía, acostumbrada como estaba a tratar pelos hirsutos como eran los de la mayoría de las mexicanas; el suyo era demasiado delicado, pelo de ángel, le decía su padre cuando era una niña. De cualquier manera, la había peinado bien. Era consciente de las miradas de reojo con que su primo la estudiaba. Pensó, eso sí, que debía someterse a una dieta ligera. Contempló con disgusto su pequeño cuello, más ancho de lo que sería deseable; su amplia cara de emperador romano se vería mucho mejor con una reducción integral. Haría ejercicio. Se disciplinaría, sería constante, esa vez sí. ¡Sí, sí, sí!, se dijo a sí misma con marcada desconfianza; pero el brillo de los ojos, la piel tersa y delicada, la sonrisa flamante, compensaban las otras carencias. Le parecía más que seguro poder competir con las mujeres que su primo habría conocido en Orizaba y hasta con las de Veracruz. Tampoco su peso era como para desesperarse. A partir del día siguiente haría ejercicio. Intervino en la conversación con mucho brío; habló sobre la manera en que se comportaría cuando llegara a ser la reina de aquel emporio hotelero cuya sede se situaría en Cuernavaca. Todos le celebraron las ocurrencias. A Nicolás Lobato le sorprendió ese tono jovial, ausente desde hacía bastante tiempo en su casa, y pensó que era necesario invitar más a menudo a los familiares de su mujer para tener oportunidad de disfrutar de aquel rejuvenecimiento y olvidarse del timbre hastiado, crispado y quejumbroso que caracterizaba sus conversaciones habituales.
Como si hubiera adivinado el pensamiento de su marido, y después de una súbita racha de euforia, Jacqueline se sumió repentinamente en la tristeza. Contempló los trajes a rayas de Adrián y de su primo, la mediocridad del material, la falta de elegancia del corte, trajes comprados con seguridad en un comercio de tercera categoría, y los comparó con el espléndido casimir y el corte perfecto de la ropa de su marido. Recordó su niñez, la vida en una privada de Coyoacán a la que poco le faltaba para convertirse en un patio de vecindad, un largo corredor con diez mínimas casuchas a cada lado, la desesperanza diaria; pensó en su madre, dentista, atendiendo a unos cuantos clientes en un consultorio de mala muerte por haber carecido siempre del dinero necesario para adquirir el equipo conveniente; en el enfisema de su padre, un empleado insignificante en la Secretaría de Educación, cuya enfermedad fue cada vez más penosa, hasta volverse infernal en los meses inmediatamente anteriores a la muerte; la vida al ras de la miseria, un mínimo cuarto para ella, María Dorotea y María del Carmen, los cosméticos en común, la falta de medias, de ropa de invierno, de tantas otras cosas, de alimentos nada menos, y tuvo ganas de echarse a llorar. Pensar que había escapado de ese infierno la enorgullecía; había tomado la decisión, contra todos los obstáculos imaginables, de inscribirse en la Universidad, de cambiar antes de casarse el odiado nombre de María Magdalena Cascorro, con el que había sido bautizada, por el de Jacqueline, que le proporcionaba más confianza en sí misma y le servía de compensación por tanta mierda como había tenido que tragar. No se cambió de apellido porque ese acto hubiera ofendido a sus padres, pero comenzó a pronunciarlo a la francesa: Cascorró. ¡Jacqueline Cascorró! Y ese recuento interior de viejas tribulaciones le hizo sentir mayor simpatía por aquel joven que de repente aparecía en su vida, el cual, no le cabía de eso ninguna duda, habría conocido una existencia semejante a la suya, y estaba decidido a dejarla atrás. Se volvió a mirar en el espejo, descubrió la profunda desolación que marcaba su rostro, producida con toda seguridad por la ola de malos recuerdos, observó a los tres hombres que conversaban con gran animación, y se le ocurrió que tal vez el único capaz de intuir sus estados de ánimo, de valorar su sensibilidad, fuera ese primo recién aparecido, y se propuso ayudarlo. Tan pronto como sirvieran el café atacaría la fortaleza. Se convertiría en un ángel flamígero, en una leona feroz y en una princesa dadivosa. Gaspar conseguiría un trabajo, tal vez la administración de alguno de los hoteles, o un puesto en la agencia de viajes, cualquier cosa que, desde luego, no tuviera nada que ver con el nuevo proyecto turístico de Cuernavaca.
La sorprendió la audacia de sus pensamientos.
Como lo suponía, no le resultó difícil convencer a su marido para que empleara a Gaspar, y entre ambos primos se estableció una relación íntima. Para Jacqueline la vida se volvió más intensa y colorida, su matrimonio floreció. Asistió menos a casa de Márgara Armengol, y las escasas veces que se presentó en sus reuniones no atosigó a la concurrencia con la trillada historia de una flor exquisita mancillada por la boca de un marido brutal, incontinente y tirano.
Todo marchó bien hasta el instante en que al quebrar una pata de cangrejo y oír descorchar a sus espaldas una botella de champaña se dejó poseer por un mal pensamiento. Fue como si un relámpago la recorriera, cargándola de energía: le brillaron los ojos, le temblaron las manos, su corazón batió con desmesura. Y aquel pensamiento la visitaría de manera intermitente por el resto de su vida, convirtiéndola, ya para siempre, en una mujer no de malas sino de pésimas ideas.