Donde se narran aventuras variadas de Dante C. de la Estrella, licenciado en derecho, lindantes, a juicio del autor, con la picaresca, que culminaron con un viaje a Estambul.
Y así, por obra y gracia de la voluntad de un novelista, el licenciado Dante C. de la Estrella, licenciado en derecho, se encontró una tarde de lluvia en Tepoztlán, sentado en medio de un confortable sofá de cuero negro en la sala estudio de Salvador Millares. Hojea sin la menor convicción, más bien con desgana, algunos periódicos; incómodo, al parecer, porque en esa casa nadie le presta la atención a la que se considera acreedor. El arquitecto está absorto en la lectura de una novela, de Simenon, para ser precisos. Su padre, don Antonio Millares, juega un complicadísimo solitario con cuatro mazos de cartas que le impide fijar la atención en otra cosa que no sea la mesa de juego. Su hermana Amelia teje a gancho un mantel de hilo muy fino color perla. Los hijos de Millares, Juan Ramón y Elena, se esmeran en la mesa grande formando sendos rompecabezas.
Desde el mediodía había estado amagando la tormenta. El amplio ventanal que da a la montaña se iluminó de golpe. Un estallido, un fulminante chisporroteo de luces. Un árbol de centellas cayó sobre el Tepozteco, extendiendo sus fosforescentes, a cada instante renovadas, temblorosas ramas, hasta cubrir de manera sobrenatural el ventanal entero. Una descarga, otra, después muchas más, una tras otra, se produjeron en cadena.
–La gente pusilánime suele verse afectada con más frecuencia por los truenos que por los rayos, ¿no es extraño? –exclamó De la Estrella con voz muy crispada–. Hay quienes al oírlos comienzan a aullar. Yo he sido testigo. Aúllan, aúllan y no paran; aúllan hasta perder el juicio. ¡Gracias, Dios mío, por la fuerza extraordinaria que me has dado! Conmigo al lado, pueden estar tranquilos.
Durante un buen rato todos habían permanecido en silencio. La voz que pronunció estas palabras pareció impresionar más a los presentes que cualquier manifestación de la tormenta. Amelia Millares dejó la cesta del tejido en su sillón, abandonó la habitación para volver, poco después, acompañada por una sirvienta, con dos lámparas de petróleo que colocaron en un escritorio, por si acaso. Nunca se sabía lo que podía ocurrir durante la tempestad, menos cuando como en ese día se desencadenaba con tanta violencia. Mientras colocaba las lámparas en sitios estratégicos comentó que ojalá no se le ocurriera a Julia salir de México con un tiempo semejante.
–Me da no sé qué imaginármela a estas horas en el coche, sin poder siquiera ver la carretera.
Salvador Millares se dirigió al teléfono y marcó un número. Esperó algunos minutos con el auricular en el oído. Nadie respondía. Era raro, pues a esa hora siempre había gente en casa de su suegra. Volvió a su asiento y antes de reintegrarse a su novela pensó un momento en los inexplicables últimos caprichos de su mujer. Salidas de casa a toda hora. Durante años había insistido en abandonar la capital y vivir en el campo. Pero a partir del momento en que se instalaron definitivamente en Tepoztlán pasaba en la ciudad la mayor parte del tiempo. Había aceptado una serie de trabajos absurdos. Todo lo que le ofrecían, sin discriminación, como si una avidez apenas descubierta se hubiese apoderado de ella. Casi medio año llevaba en esa actitud. No dejaba de sorprenderlo esa súbita incorporación de Julia al trabajo, el abandono de sus hábitos de pereza. Arquitectura de interiores, remodelamiento, decoración, ese tipo de cosas, en sociedad con su madre. ¡Muy bien!, se dijo con rencor, y al mirar a su huésped, el rencor se acentuó. Podía comprender todo, menos que aceptara un trabajo que él había rechazado, y que lo hiciera para De la Estrella, a quien ambos conocían muy bien, un mercachifle inescrupuloso, una auténtica mierda, con quien sin duda entraría en conflicto a los pocos días de iniciar la obra. Gastaría más tiempo en cobrar sus honorarios que el empleado en reconstruir su casa. Salvador Millares había colaborado con él catorce o quince años atrás, en un fraccionamiento en las afueras de Cuernavaca. De ese período solo recuerda actitudes mezquinas, pobretería espiritual, majaderías, amenazas. Un tipo absolutamente inmaduro, resentido y, por lo mismo, peligroso. Entonces aún no vivía en Tepoztlán. Esa casa era una pequeña cabaña, buena solo para los fines de semana. El licenciado se presentaba allí todos los sábados por la mañana para ir juntos a la urbanización a revisar las obras. A Millares le resultó antipático desde el primer día, pero no imaginó que fuesen a terminar tan mal. Ni siquiera recuerda cómo se inició la relación de trabajo, quién los presentó, solo que De la Estrella acababa de iniciarse en los negocios de construcción. Y era el primer contrato importante que él recibía como arquitecto. Se quedó sorprendido cuando hacía poco De la Estrella le propuso, primero por teléfono, luego en una visita personal, llevar a cabo algunas reformas en su casa de Cuernavaca. Quería aprovechar una temporada que su mujer pasaba con su hija y su yerno en algún lugar de la frontera. Le ofendía la terquedad del tipo. Millares por supuesto se negó, el otro se dirigió a su suegra, quien le pasó la comisión a Julia. Por supuesto ella también rechazó la oferta. ¡Qué innecesaria necedad todo eso! ¡Qué inaudita falta de tacto presentarse en su casa e insistir en que su mujer se encargara de la obra, exigir hablar con ella en persona, sentarse en su sala, imponer por un rato tan largo su presencia! Lo había saludado con frialdad, le había señalado un asiento e indicado el cesto en que se hallaban los últimos periódicos y revistas. De no haber sido tomado por sorpresa, ni siquiera le hubiera permitido el ingreso. No tenía la menor gana de conversar con él y simular que entre ellos nada grave había ocurrido. ¡Las que había pasado! Primero una serie de insinuaciones sobre la poca honestidad con que manejaba el presupuesto; luego, mitad en serio, mitad en broma, había comenzado a amenazarlo con presentar una acusación, llevarlo a tribunales si no reducía los honorarios convenidos. Tuvo que aceptar. Habían ya nacido los gemelos, tenía pocas proposiciones de trabajo. Volvió a enfurecerse. Se acercó a él después de colgar el teléfono y con bastante sequedad le dijo:
–Mire, licenciado, me temo que mi mujer se quede en México hasta mañana. No quiero hacerle perder su tiempo. Si va a regresar a Cuernavaca, yo le sugeriría hacerlo antes de que oscurezca del todo. Dentro de un rato el camino estará imposible.
Una vez dichas esas palabras, sin esperar respuesta, volvió a su sillón, tomó la novela policial y trató, con bastante esfuerzo, de concentrarse en ella.
–Entiendo su preocupación por mi bienestar, Millares –respondió destempladamente De la Estrella–. La comprendo y la agradezco en lo que vale. Tenga la seguridad de que tan pronto como amaine este temporal me marcho. Quizás antes. Mi chófer ha ido a Santiago Tepetlapa; espero que vuelva a recogerme en cosa de media hora. No se preocupe por mí, siga cultivándose; la lectura nunca le ha hecho mal a nadie, a menos que uno gaste su tiempo en consumir géneros ínfimos. Conozco a quienes no han podido superar nunca su adicción a ellos. –Y se quedó mirando al arquitecto con una mueca rígida coagulada en los labios.
Ya al entrar en la casa, Millares había advertido cierto aire demencial en su rostro. Una tensión facial extrema, como si estuviera a punto de sufrir una crisis, unos gestos raros, un movimiento nervioso de cuello; inclinaba la cabeza aviesamente hacia un costado, igual que algunos animales furiosos en el momento previo a la embestida. La mirada tenía una fijeza anormal. El marrón de los ojos parecía segmentarse en diminutas estrías amarillas y rojizas. De la Estrella permaneció con la mirada clavada en un rincón por algunos minutos. Se llevó luego las manos al cuello de la camisa, movió el nudo de la corbata, quiso aflojarlo y no lo logró, o tal vez se arrepintió de hacerlo. Con voz sibilina volvió a decir, igual que si canturreara un texto burlón;
–Ha tenido usted a bien, Millares, enunciar una verdad del tamaño de una catedral. Uno debe siempre recordar que el tiempo es el mayor tesoro que poseemos y no se puede desperdiciar de manera insensata. El tiempo es a su poseedor lo mismo que una margarita a la que se debe mantener a distancia del voraz hocico de los cerdos... –Se levantó con un visible esfuerzo, dio unos cuantos pasos y añadió–: Antes de cerrar cualquier trato con su señora, es necesario que nos pongamos de acuerdo en una serie de factores, el tipo de materiales a utilizar, los precios, el tiempo de realización de la obra y no solo en los aspectos decorativos, que son los que menos me interesan. Conozco a las mujeres, sé lo dadas que son a la extravagancia, al desperdicio, al derroche. No quiero sorpresas.
Se fue acercando a la mesa donde Juan Ramón y Elena, los hijos gemelos de Miliares, se esforzaban desde el inicio de la tarde en armar sus rompecabezas. Elena estaba por terminar el Taj Mahal, en tanto que Juan Ramón se esforzaba en dar forma a un minarete. Había muchos espacios en blanco en su tablero, pero ya era posible reconocer los trazos de la Mezquita Azul. El licenciado De la Estrella quedó como paralizado al contemplar aquella obra en proceso, la cabeza aún más ladeada hacia la derecha, la mirada más vidriosa, el cuello más tenso. Se hubiera podido pensar que en cualquier momento abriría la boca para arrojar espuma.
–Son diez famosos monumentos artísticos –le explicó Juan Ramón, quien no advertía la alteración que sufría aquel extraño visitante–. El Taj Majal, Notre Dame, la Iglesia de San Basilio en Moscú, el Duomo de Milán, la Catedral de Colonia, el Palacio de Versalles, el Castillo de Chapultepec, la Alhambra de Granada. Ésta es la Mezquita Azul de Estambul, uno de los más difíciles.
–Hemos hecho más de la mitad. Al comienzo nos costaba un trabajo tremendo. No sabe... –comenzó a decir Elena, pero el licenciado no la dejó terminar.
–He conocido muchos de esos monumentos –dijo con voz atiplada–. A veces me es necesario decirlo, recordárselo al mundo, para que sepa, si no se ha percatado, con quién está hablando.
–El de Juan Ramón es el más difícil –volvió a insistir Elena–. Ése y la Alhambra, que es terrible. Se llama la Mezquita Azul. Constantinopla se llama ahora Estambul.
–Estuve un momento frente a la Mezquita Azul. Estuve ante varias cosas; hoy día no sé ya si las vi o no las vi. Yo, el hombre de mejor memoria en el mundo, no recuerdo si me detuve a contemplar tal o cual monumento o si pasé de largo. –Y con voz cuyo sonido se parecía al del vidrio al raspar otro vidrio, continuó–: Fue nada menos que en Estambul, la antigua Constantinopla como bien dices, donde conocí a una de las más grandes farsantes de la historia. Un fraude viviente que decía llamarse Marietta Karapetiz, a quien yo, si. me atuviera tan solo a sus modales, daría el nombre de Pelagra Pelandrujovna, si a ustedes no les ofende. En lugares de moral peor que dudosa, se la conocía con el nombre de guerra de Manitas de Seda, No sé si habrán oído alguna vez hablar de ella, o si leyeron la serie de artículos donde me encargué de ponerla en el sitio que de verdad le corresponde.
–¿A quién conoció usted? –preguntó, por decir algo, el padre de Salvador Millares.
–A Marietta Karapetiz, si es que ése era su verdadero nombre, lo que me resulta inverosímil, a quien en mis sueños y en mis ensueños acostumbro llamar Pelagra Pelandrujovna. Su hermano, y algunos caballeros de grandes familias, pero sabrá Dios de qué costumbres, acostumbraban llamarla Manitas de Seda –dijo de un solo tirón el licenciado, secándose con un pañuelo sucio la enorme frente bañada de sudor, olvidado por lo visto de sus agravios inmediatos. Hablaba como si representara un papel aprendido a la perfección pero desempeñado con notoria torpeza. Se levantaba para volver de inmediato a sentarse, accionaba aparatosamente brazos y manos, gesticulaba. Lo único inmóvil era la mirada fija y la inclinación de la cara hacia el costado derecho–. Sí, amigos míos, me refiero a esa célebre y consuetudinaria habituée de los festines más turbios, de los convivios más repulsivos y las orgías más desenfrenadas, y que, sin embargo, navegaba por el mundo haciendo gala de unos modales estrictos de académica. ¡La severidad en persona! ¡Para morirse de risa! Todo en ella era farsa. Ambos hermanos habían frecuentado desde la primera juventud círculos donde se llegaba a desarreglos que ni siquiera Nerón hubiera imaginado. ¡Manos de Seda! ¡Tenazas de Acero! Debo admitir que no conozco el destino final de Sacha. He descuidado ese detalle. No sé si habrá seguido a su hermana en su viaje al Averno, o si en un hospicio de ancianos de algún lugar remoto en este mundo, huérfano de su hermana, trate por medio de la güija de entrar en contacto con la negrura de su alma. ¡Mientras que más lejos se mantenga uno de esa gente, mejor! ¡Que el diablo se los lleve! –Resopló vigorosamente. Sabe que una vez más ha triunfado, que ha logrado desconcertar al enemigo. Los ha obligado a todos, tanto a los chicos como a los viejos, a levantar la mirada de sus miserables entretenimientos, los ha constreñido a reconocer que existe. ¡Que es quien es! ¡Dante C. de la Estrella, licenciado en derecho! Y ese descuido, esa curiosidad, acabará por perder a los Millares. Quiéranlo o no, el huésped forzado ya no saldrá de esa casa sino hasta haber terminado su relato. Si se lo propone podrá obligarlos a oír maravillas del notable Gógol, darles una pequeña conferencia, aturdidos, ilustrarlos un poco, constreñirlos a reconocer su superioridad intelectual. ¡Todo llegaría a su debido tiempo! Con exaltación de orate, prosiguió–: Fue a mediados de 1961 cuando viajé a Estambul. Era agosto y en Europa se registraba una de las peores rachas de calor que registra la historia. Ese agosto en Roma los pies se hundían en el pavimento. Caminar se volvía una actividad más que fatigosa: despegar el zapato, volver a hundirlo en la ligera y blanduzca capa de asfalto que recubría las calles romanas, extraerlo otra vez y volver a meterlo; así hasta el infinito. ¡En Estambul ya ni se diga! Yo estaba terminando un doctorado en derecho constitucional en Roma. ¡Una historia de no creerse, mi presencia en la Ciudad Eterna! ¡Tan fruto del azar como si hubiera participado en una lotería cuyo premio principal consistiera en un viaje a Italia! Mi cuñado Antonio se había enterado por azar de la existencia de una beca para estudiar en la Universidad de Roma, y en su debido momento logró que me fuera adjudicada. Uno de los más grandes talentos de la literatura universal, ruso para más señas, el inmortal Nikolái Vasílievich Gógol, escribió en una ocasión que por un orden de cosas extraño, ajeno a la comprensión del hombre, las causas nimias suelen traer como consecuencia grandes acontecimientos, así como, por el contrarío, a veces las más grandes empresas desembocan en resultados menos que nimios. Mi experiencia del mundo me ha enseñado a reconocer que mayor verdad que ésa jamás ha sido enunciada. Mi cuñado, debo admitirlo, ¿por qué no?, era una joyita, un grandísimo perdulario, de quien tuve la peor impresión desde que cambié con él las primeras palabras. Mi hermana Blanca, nombre que nada tiene que ver, prefiero aclararlo desde ahora, con el color de su alma, gracias a una torpeza que la caracterizó en todo desde niña, y decir «todo» equivale a decir todo lo nimio, porque acontecimientos mayores no conoció uno solo en la vida, descubrió algunos años después del matrimonio qué clase de ficha era el tal marido y procedió de inmediato a tramitar un divorcio. Había asuntos de dinero pendientes entre ellos. Él había vendido, por ejemplo, un apartamiento que poseían en común y no le había devuelto a Blanca la mitad correspondiente. Después de la separación, Blanca se fue a vivir a Guadalajara. No quiso quedarse en la capital porque la detestaba; la odió desde que puso pie en ella, pero tampoco quería volver a Piedras Negras, porque, según ella, la ponía nerviosa presentarse sola y enterar a la ciudad de que su matrimonio había sido un desastre, como si a alguien le pudieran interesar allá o en cualquier otra parte los éxitos o fracasos de Blanca. Llegó a decirme, y eso sí que era para morirse de risa, que no volvía porque sus amigas no tenían el mismo nivel intelectual que ella y le resultaría difícil conversar sobre los temas que le interesaban. ¿Había alguna vez hablado de otra cosa que no fueran sus trapacerías? Ahora, por qué eligió Guadalajara como punto de destino sigue siendo para mí un verdadero misterio. Lo único que en ese momento le interesaba era concluir el divorcio y recuperar el dinero del apartamiento vendido. Una peculiaridad de mi hermana ha sido la de no poder jamás tener en orden sus papeles. No estaban casados por comunidad de bienes, y había extraviado no sé qué documentos sin los cuales no podía comprobar que había pagado la mitad de aquel piso; sin ellos resultaría difícil obtener la reposición de los fondos en conflicto. Me telefoneó, me comisionó para encargarme del asunto. A cambio de los papeles, sustraídos con toda seguridad por el ex hombre de su vida antes de ocurrir la separación, podríamos armar un escandalazo que le hiciera sentir al susodicho que el puesto recién obtenido en el Departamento del Distrito, donde se sentía de lo más orondo, corría peligro de irse a pique. Sería un grave error de cálculo de su parte, decía Blanca, no cumplir sus compromisos, pues de aquel puesto él pensaba obtener mucho más, ¡pero muchísimo más!, de lo que había recibido por la venta de aquella propiedad en común. Había que amenazarlo con revelar a la prensa ciertos detalles de su vida que ella conocía a la perfección. Solo así lograríamos hacerlo reflexionar sobre el particular. Antonio era un tipo terco y duro de pelar; lo sabíamos, pero nada se perdía con hacer un intento. Mi hermana me ofreció un diez por ciento de lo que lograra recuperar. No lo acepté; lo subió a un quince, y le respondí, para quitármela de encima, sin comprometerse a nada, que sondearía a mi cuñado. Lo llamé. Me dio una cita en el Rendez-vous, un café muy agradable en el Paseo de la Reforma, no sé si ustedes lo recuerdan. Ocupaba la planta baja de un edificio de cristales oscuros, uno de los primeros rascacielos, podríamos decir, de la Reforma. Para mi sorpresa, Antonio me recibió con palmadas y sonrisas. Antonio Pérez era su nombre completo; no muy brillante, si me permiten la reflexión. Y si me apuran, les diré que el segundo apellido era García. –Soltó una risa seca, de pajarraco, sin la más mínima alegría–. Tal como he dicho, apenas me vio se puso de pie con una sonrisa de oreja a oreja. «Ya aquí me fregaron», me dije; «si viene con testigos es que se siente muy seguro», pero un minuto después reflexioné, «o puede que sea lo contrario. Si viene con testigos es que no se siente para nada seguro y pretende confundirme, tal vez amedrentarme.» Se levantó cuando me vio acercarme a su mesa; me dio un abrazo como si estuviésemos en los mejores términos, me presentó a sus amigos; les dijo sencillamente, y tuve la impresión de que en esa ocasión era sincero: «Este muchacho, mi cuñado, acaba de terminar de manera muy brillante la carrera de derecho. Ha hecho los estudios con gran dedicación por lo que le auguro un porvenir brillante. Al enfrentarse ahora al inicio de una vida profesional, ese momento crucial de nuestras vidas, donde, ya lo dijo el gran Hobbes, todo hombre se convierte en lobo del hombre, Dante requiere de toda la atención y ayuda que se le pueda prestar.» Comenzó casi de inmediato a hablar de una beca que alguien había mencionado en su Dirección para hacer estudios de posgrado en Roma; las condiciones eran óptimas, solo se requería la aceptación de la Secretaría de Educación. «Te agradecería, Iglesias», le dijo a uno de sus acompañantes, «ya que trabajas allí, que le eches una mano. No pido nada para mí, quiero que esto se entienda, ni siquiera para él, sino para el país, cada vez más necesitado de gente capaz de sacarlo del hoyo.» Antonio Pérez dijo, entre otras cosas, que había admirado siempre mi firme voluntad, mi tesón para salir adelante a pesar de las condiciones adversas en que me había movido, mi capacidad como estudiante, nuestras buenas relaciones, a pesar de la mala estrella que había regido su vida conyugal, que, por desgracia, había terminado con un penoso desengaño de su parte. Me preguntó si estaba yo al corriente de la separación y me hice el desentendido, más bien el sorprendido. ¡Que otra cosa iba a hacer! Antonio Pérez se explayó conmigo, era evidente que en aquel momento necesitaba abrirse con alguien, dejar escapar toda la amargura almacenada durante tantos años. Salió a la luz un fondo generoso que no le sospechaba. No quería culpar a nadie. «En un divorcio», dijo, «es difícil encontrar un culpable en estado puro; no hay víctimas ni verdugos absolutos; sino solo dos seres humanos que sufren y reconocen haberse equivocado al hacer una elección precipitada. Lo único que me interesa decirte es, y quiero ser contigo enteramente franco, hablarte como al hermano que has sido siempre para mí, que si alguien no, repito, no, ha sido culpable de la sordidez en que mi vida familiar se convirtió, ése soy yo. Tú mejor que nadie conoces el carácter de tu hermana, tú también la has sufrido y has sido en más de una ocasión su víctima, así que no vamos a ahondar en esto. Por fortuna puedo hablarte de esta manera. Estás ya en edad de sopesar los hechos, confío en tu criterio.» Me recordó ciertos favores hechos a mi madre, que yo desconocía, agradeció el hecho de que ni ella ni yo hubiésemos intervenido jamás en sus asuntos de familia. Y luego se puso a hablar con el licenciado Iglesias, el que trabajaba en Educación, sobre la beca a Italia, y repitió aquello de la confianza que depositaba en mí y la seguridad que tenía en que respondería a ella. Añadió algo sobre el destacado papel que me reservaba el porvenir, la falta que la Nación tenía de personalidades que la honraran y prestigiaran, etc. etc., sin darme ocasión de pronunciar una sola palabra. Al final, antes de despedirnos, el licenciado Iglesias me entregó su tarjeta con la petición de que pasara a visitarlo en el curso de la semana siguiente; me pidió que llevara conmigo tales y tales documentos. Y un mes más tarde, sin casi darme cuenta, desembarcaba en el puerto de Genova. –De la Estrella percibió que había sido un desacierto comenzar el relato de su viaje a Estambul por ese incidente familiar. Solo faltaba que le fueran a preguntar por su hermana y la forma en que había resuelto con su cuñado el asunto del dinero. ¡Los clásicos sepulcros blanqueados! Tal vez les hubiera parecido bien proseguir el chantaje ideado por Blanca hasta en sus últimos detalles. ¡La unidad familiar por encima del crimen! ¡Te armamos un escándalo en la prensa si no apoquinas con la lana! ¿Precioso, no?–. Yo a Blanca no le había prometido nada, sino sondear al interfecto; al oírlo, aunque nunca fue santo de mi devoción, y sin que él tuviera que darme mayores argumentos, recordé rasgos tan repugnantes del carácter de mi hermana que sentí no poder continuar aquella representación sin acabar vomitando. –La mirada de De la Estrella se volvió aún más vidriosa, la voz más ácida. Había querido acercarse gradualmente al momento en que, para su desdicha, conoció, y las circunstancias en que trató, a aquel par de hermanos que le amargaron la estancia en Estambul y le impidieron admirar debidamente la Mezquita Azul y las muchas otras joyas artísticas que coleccionaba esa ciudad, y no solo eso, sino que le quitaron felicidad y calma al resto de su vida. Marietta y Alexander se llamaban, ya lo ha dicho, pero había equivocado la ruta, al menos en su inicio. Vio a aquellos viejos exiliados españoles, tuvo la seguridad de que ni los bombardeos ni las prisiones que hubiesen tenido que sufrir podían equipararse con las durezas que él había soportado en la vida, no se diga ya del arquitecto y de sus hijos, para quienes seguramente todo habían sido mimos y bizcochos, jugo de toronja y chocolate caliente a cualquier hora del día que les viniera en gana.
Porque así era; la familia Millares le había dado la espalda, concentrándose en sus banales ocupaciones, como si oír aquel relato implicara algún compromiso moral. «¡Si hubieran conocido a Blanca!», volvió a pensar. «¡Si supieran de todo lo que era capaz aquella perra!» Vio de soslayo que Salvador Millares sonreía como si disfrutara un pasaje humorístico de la novela barata que leía. Sabía que se estaba riendo de él. Se arrepintió de no haberlo enviado un par de años a la sombra cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. Se lo merecía por todos los descuidos cometidos; en un momento le faltaron papeles para demostrar ciertas compras. Los gastos se habían hecho, eso era cierto, los materiales comprados existieron, lo podía comprobar, la construcción se llevó a cabo y a menos costo del previsto, pero sin la documentación adecuada. Cuando castigó a Millares no sancionaba un robo sino el desorden. Algo que por principio no podía admitir. ¿Quién podía asegurarle que no se trataba de una hábil triquiñuela de aquel joven arquitecto para acostumbrarlo a tratar los asuntos con semejante liberalidad, ganarse su confianza, tenerlo en un puño, y, cuando menos lo esperara, asestarle una puñalada trapera que lo hiciera temblar toda la vida? No podía permitirlo. Por eso le dedujo del sueldo las cantidades no comprobables, rompieron el contrato, dejaron de tratarse. Eso era todo. Vio a la hermana de Millares levantar la cabeza, mirarlo con curiosidad, detener su labor. Era necesario impedirle abrir la boca, sofocar de antemano cualquier pregunta estúpida. Sin perder un segundo, explicó que a Rodrigo Vives lo había conocido en México, que estuvieron juntos en la Prepa; ya entonces era un estudiante pedante y engreído, un politiquillo mañoso que al poco de ingresar se había convertido en presidente de la Sociedad de Alumnos, que luego uno estudió leyes y el otro antropología, y en ese lapso dejaron de verse.
–Volvimos a encontrarnos en Roma, gracias, si es que la palabra gracias resulta la adecuada, a un empleado del Consulado a quien de vez en cuando lograba sacarle una invitación para comer. Debo advertir que para nada me consideraba yo un gorrón; aquellas invitaciones tenían su precio y yo estaba dispuesto a pagarlo, ¿por qué no? Consistía en oír durante toda la comida una lección de elegancia práctica. Él me informaba qué corbatas debía uno usar, cómo combinar sus colores con los de los trajes y los calcetines, dónde le cortaban las camisas, y dónde la ropa interior. Los postres y el café los dedicaba invariablemente a los zapatos, tema que lo extasiaba. Para ciertos actos y a determinadas horas del día era más apropiado usar calzado inglés, de preferencia al italiano. Ésa constituía la verdadera prueba del buen vestir. Sí, los zapatos debían ser ingleses, podían ser Alexander o Barker, pero para las ocasiones importantes los únicos que contaban eran los Church. «No lo olvides», me decía. «Vas a la zapatería y pides Church, no otra marca. ¡Church! Conviene comprarlos un número más grande que el habitual, porque tiene un poco de desperdicio de suela en los bordes. Ése es su charm.» Yo para entonces no puedo decir que me vestía sino que a duras penas me cubría, pero lo oía con paciencia. Me pagaba la comida y me conseguía comisiones para que paseara a mexicanos por Roma. También a Vives le serví de guía por la ciudad. Hablaba, hablaba, hablaba, y yo me conformaba con oírlo. En esa época, por regla general, me reducía a ver y a oír; me formaba una idea adecuada de las cosas y la almacenaba en mi interior. Era yo, se puede decir, un banco de datos ambulante. No me había ganado aquella beca para comprometerme a tontas y a locas con nada ni con nadie. Advertí que Vives se movía y manejaba con una holgura muy superior a la de un turista normal. Cada día dejaba escapar una fortuna de sus manos en camisas, corbatas, restaurantes, librerías, espectáculos. Yo, por el contrario, ahorraba todo lo que podía de la beca, pasaba tardes enteras en mi cuarto o en plena calle en vez de meterme en un cine o un café, y hasta había logrado hacerme de algunos ingresos extra. Bastó muy poco para que advirtiera que si bien los monumentos, los museos y los conciertos le interesaban a mi condiscípulo, al grado de hacerlo exclamar a cada momento que no podía prescindir de ellos, también era cierto que las mujeres ejercían sobre él un atractivo no menor. Le presenté a una prima de Elena, una tintorera con quien mantenía yo la más dulce relación, pero ni ella ni ninguna de mis amigas parecieron despertarle el apetito. Era un snob, ya ustedes lo habrán comprendido, un inseguro; es posible que salir con una mesera o con la empleada de una lavandería lo hicieran sentirse disminuido. «¿Ah, sí? ¡Entonces que se joda!», me dije, y lo llevé a ciertos lugares que con auxilio de un chófer de taxi tenía localizados para satisfacer a los visitantes ilustres que me tocaba guiar y así ganarme unas liras, en donde al parecer Vives se sintió muy a gusto.
–Cuidado con lo que dice, lic., no se propase –le exigió Millares.
–¡Nada de preocupaciones! –respondió un tanto corrido, aunque molesto por el confianzudo «lic.» que le habían soltado–. Conozco los límites, no se preocupe. –Y continuó–: Como he dicho, era Vives quien hablaba y yo quien oía; pero no crean que me convertía en un público pasivo, nada de eso. Para mí hubiera sido muy fácil decirle que sus constantes conferencias me tenían hasta la coronilla y me arruinaban el poco buen humor de que disponía, pero prefería darle cuerda. Al necio, hablarle en necio, dijo un clásico. No era un escucha pusilánime; por el contrario, en el fondo era yo quien dirigía la conversación. Lo interrogaba, hacía como que discutía con él, pero era un mero juego para permitir su lucimiento. Lo dejé con la idea de que me había deslumbrado, de que cada día me descubría nuevos horizontes en la vida, de que había ganado un discípulo, dispuesto a morir por sus ideas. Rodrigo Vives era extremadamente ambicioso, y yo alentaba esas ambiciones, lo envolvía en elogios desmesurados, sin que advirtiera mi juego. De haber tenido él cinco gramos de cerebro me habría cagado cinco veces al día. ¡Perdón! ¡Juro que será la última vez que desdore mi lenguaje! Parece que no logro escapar del concepto que ciertos personajillos tenían de un festín. ¡Perdón, señora mía! ¡Perdón, cándida infanta, por usar ciertos verbos! Lo único que pretendo explicar es que mejor relación no podía haberse establecido. Rodrigo tenía tres años de vivir en París. Estaba por terminar sus estudios de antropología, que, por cierto, al final de cuentas no lo llevaron a ninguna parte. Antes de salir de Roma me preguntó qué pensaba hacer ese verano. Debo recordarles que estoy hablando del año 61. Nuestro encuentro debió haber ocurrido a finales de mayo o principios de junio. Le dije que me quedaría en Roma; no creía difícil encontrar un trabajo durante las vacaciones. Añadí, para granjearme su interés, que necesitaba algún dinero para libros, para viajar un poco. No podía permitirme no conocer las fuentes de la cultura estando en Italia; consideraba un deber desasnarme un poco antes de volver a México, etc., etc. Estaba casi seguro de que me invitaría a París. No fue así. Pero me dijo, en cambio, que ese verano llegaría de México su hermana Ramona y que tenían pensado viajar por Turquía. Me preguntó si no me disgustaría sumarme a ese proyecto; me invitaría con gusto. «¡Miel sobre hojuelas!», dije para mi coleto, y por supuesto que acepté. Nos quedamos de encontrar un determinado día del mes de agosto en Venecia. Acordaríamos los detalles por correspondencia. Viajaríamos por tren hasta Estambul. ¡Nada menos que en el Orient-Express! Mi generación, y me imagino que todas, tenía sus manías, sus fijaciones particulares. A mí todo me daba lo mismo, pero no a mis contemporáneos. Era imprescindible cumplir ciertos ritos, le agradaran a uno o no; uno de ellos era viajar, aunque fuese una vez en la vida, en el Orient-Express. Rodrigo y Ramona abordarían el tren en París y yo me les incorporaría en Venecia. ¡Jamás me ha gustado tirar el dinero a tontas y a locas! Mis viajes, ya dije que en un período de mi vida tuve oportunidad de hacer varios, los hice siempre a cuenta del erario público. Llegué a mi cuarto e hice mis cálculos. Por lo que deduje de la conversación, Vives daba por un hecho que el tramo de Roma a Venecia lo iba a cubrir yo, lo que me pareció una mezquindad; pero entonces aún no podía imaginar las muchas sorpresas que me iba a deparar el trato con aquel exquisito proyecto de cero a la izquierda y con su dichosa hermana. No haría el viaje en autostop por no considerarlo seguro, y en esa ocasión pensaba llevar conmigo mis ahorros, no para gastarlos, por supuesto, sino porque no tenía yo lugar ni persona que me inspiraran plena confianza en Roma. De cualquier manera, el tren a Venecia no era caro, aunque cualquier cosa que en esa época excediera de un plato de pasta era ya un atentado a mi bolsillo. Al fin de cuentas, yo vivía al día, sin padre millonario como los Vives. Sin recibir de México fuera de la beca ni un centavo más. Mi cuñado Antonio había aludido vagamente a una ayuda personal que jamás me envió. ¿Pedirle algo a mi hermana? ¡Ni loco! Hubiera sido exponerme a una más de sus cartas insultantes. Mis ingresos por acompañar en la ciudad a visitantes de México eran sagrados, intocables; con esas propinas iba yo construyendo mi patrimonio personal. No quiero detenerme en pormenores, básteme decir que un buen día de agosto, certero como una flecha bien lanzada, me encontré en el andén de la estación de Venecia al lado del pullman París-Estambul. –De la Estrella hizo una pausa, como para permitirle a su reducido auditorio paladear aquella metáfora de lujo; se levantó, caminó hasta el gran ventanal, permaneció allí un momento, contemplando la tormenta en perfecto silencio, volvió luego a su asiento y continuó–: Apenas se abrió la portezuela, casi de un salto, bajó Rodrigo Vives. Tras él, con aires de señoritinga muy prendidita, levantando con unos deditos de alfeñique una falda esponjada de color amarillo canario, se deslizaba su hermana, esa Ramoncita para quien estaba yo tan bien prevenido y que tan malos ratos me iba a obsequiar durante los próximos días. En el primer momento me pareció haberla conocido en México, pero no podía precisar dónde ni cuándo. Quizá lo que ocurría era que se parecía en exceso a cualquier otra muchacha de su edad, es decir, que carecía de personalidad propia. Una no entidad, igual que el protagonista de una de las más geniales novelas de todos los tiempos, señores míos. Solo que, a diferencia de aquél, en vez de iluminar lo que tocaba, ella era capaz de oscurecer hasta el más radiante día de primavera. Ni siquiera vale la pena comentar su raquítica personalidad. Un par de minutos me fueron suficientes para tomarles la medida a los famosos hermanos Vives. ¡Tanta fachada, tanta verba, tanta aparente elegancia, pero en los momentos precisos se manifestaban como unos verdaderos muertos de hambre! Rodrigo me dio un abrazo, me presentó a su hermana, «mi fratella Ramona», y me preguntó en qué vagón viajaba. Me lo quedé mirando con toda la perplejidad del mundo. «¿En qué vagón?», repetí maquinalmente, y para mis adentros dije: «¿Cómo que en qué vagón, niño cagón?» ¿Se dan ustedes cuenta? Pensaba que yo había comprado mi billete. Vives comprendió al fin que no era así. Ya no quedaba tiempo para ir a la ventanilla de la estación. Se puso a hablar en francés con un empleado del tren. Y luego se dirigió a mí con algo que me pareció exasperación: «El tren viene a reventar. Es agosto», como si yo no lo supiera. «Solo hay asientos en segunda clase. Este hombre te acompañará y te expedirá un billete. No hay problema. Pasaremos la mayor parte del tiempo en el vagón comedor. Ve a dejar tu maleta y vuelve para que comamos alguna cosa.» De nuevo me quedé helado. No me gustó nada ese tono de mando, menos lo de pagar mi billete. Tomé una decisión. No iba a ponerme a discutir delante del empleado y de Ramona sobre quién debía pagar el pasaje. Lo haría yo, y en el momento oportuno hablaría con Rodrigo y le pediría que me devolviera el dinero a fin de que su invitación comenzara al fin a ser de veras eso, una invitación. Pero ya me habían echado a perder el día. ¡Y ahí va Dante de la Estrella, licenciado en derecho, a punto de terminar un doctorado en Europa, a un vagón atestado de turcos a dejar su maleta y a regresar de nuevo al compartimento de cinco estrellas a rendirle tributo a la pareja excelsa! ¿Era justo hacerle sentir a alguien, quien para colmo se suponía un invitado, esa distancia? ¡No, no lo era!, pero mucho más injusto fue dejarme, a mí, quien vivía al día, pagar mi transporte, cuando de viva voz y por correspondencia Rodrigo Vives me había asegurado que todos los gastos correrían por su cuenta. En fin, permítaseme omitir el desencanto que sufrí al conocer el sitio donde iba a viajar durante un día y una noche completos, y saltarme un par de horas hasta que los tres estuvimos instalados en el carro comedor. ¡Qué aires, santo cielo! Los Vives se sentían reyes de reyes. Él se consideraba el antropólogo más brillante del mundo. Volvería a México para revolucionar su disciplina. Ramona le daba todo el tiempo por su lado. ¡Jamás he conocido mujer que adulara más servilmente a un hermano! Era su gigante, eso estaba muy claro. ¡Pensar que en la actualidad es profesora universitaria! ¡Hay cosas que verdaderamente no tienen nombre! No dudo que alguien en este mundo tan lleno de sorpresas pueda superarse. Me ha tocado ser testigo de transformaciones asombrosas. Pero hay casos en que ninguna superación puede producirse. Es imposible. Por una falta de quórum de las células cerebrales, sencillamente. Si alguien me dijera que mi esposa se ha vuelto una mujer ilustrada, comprensiva, agradable, respondería yo: «Sí, señor, gracias a Dios así ha sido y me alegra que usted lo haya percibido», pero estaría absolutamente consciente de que se había producido una confusión, de que me hablaban de alguien que de ninguna manera era mi mujer, o de que quien lo decía se había vuelto repentinamente loco. Hay casos, lo repito, en que el cambio es imposible. La señorita Vives, uno de ellos. Su mediocridad no conocía límites. Almorzamos y cenamos en el tren. Bebimos muy buen vino. Ramona exigía que la atención de su hermano, y por ende la mía, se centrara en ella y en su pequeño mundo de trivialidades y caprichos. Ramona Vives necesitaba hacer su tesis, pues por no sé qué razón quería recibirse pronto. Su problema, según ella, era que todos los temas le resultaban igualmente tentadores. El drama de su personalidad, añadía, era la indecisión. Pensaba hacer una lista con diez o doce temas atractivos y ponerlos a sorteo. Solo quería llamar la atención a base de dengues y arrumacos. ¡Y aquella vocecita! ¡Ay, ay, ay! Lo que más me extrañaba era que Rodrigo la tomara en serio. Había que intentar, le recomendaba, un tipo de ensayo literario que no desdeñara los aportes de la antropología filosófica, seguirle el rastro al demonio, a la voluptuosidad de la muerte, digamos, en nuestra literatura, desde las crónicas de los conquistadores hasta el presente. Comenzar a estudiar con seriedad a Sahagún, por ejemplo, quien apenas desembarcado tropezó con la ubicua y mutable presencia del demonio en todas las cosas que le ofrecía la Nueva España. «Sí, Ramona», le decía con fácil elocuencia, y una de esas voces de terciopelo que usaban hace unos años todos los galanes del cine mexicano para seducir a María Antonieta Pons. «Se impone revisar nuestros viejos mitos, certificar qué ha sobrevivido de ellos, sumergirse en el texto y sondear en ese miasma oscuro que yace bajo lo evidente, escrutar lo que la escritura apenas insinúa y sin lo cual ninguna obra literaria existiría como tal.» Y allí, mis amigos, se soltó uno de esos discursitos a los que era tan afecto, en comparación con el cual los que le había escuchado en Roma eran meros balbuceos, salpicado de nombres de filósofos, escritores y antropólogos franceses, ingleses, alemanes, hasta un rumano, ¡hágame el cabrón favor! Habló de una antropología política, necesaria para captar un verdadero discurso del poder. Sí, nadie, según él, trabajaba en México en las obras novelescas del XIX y, sobre todo, en las de la Revolución, más que el discurso político expreso; en cambio, los críticos desdeñaban considerar el concepto político inmerso, diluido, en el discurso narrativo, el que aparece de manera oblicua en determinadas acciones, brota en los elementos del vestuario, en movimientos del cuerpo y que es el que revela al fin y al cabo la verdadera concepción política del autor, aunque a veces contraríe sus declaraciones expresas. Rodrigo, al hablar de esa hipotética tesis, se perdía en mil vericuetos, los conceptos simbólicos, lo sagrado y lo profano, la vuelta a una formulación filosófica clara del mito a partir de los griegos, las concepciones de los alquimistas, etc., etc. «Todo lo demás es banal, fratella del alma mía», concluyó casi exhausto. Ella lo oía hechizada, sin entender, podría jurarlo, nada, como si oyera hablar en otra lengua. «Dirne, ¿qué es eso, hermano?, ¿con qué se come!, ¿cómo se guisa?, ¿le pones alcaparras o aceitunas?, ¿crees que sería posible añadirle algunas rodajas de longaniza?», parecían decir los ojos del cordero inocente. Yo aproveché una pausa para aclarar que en italiano, lengua que conocía ya bien, al hermano se le dice fratello; pero a la hermana, sorella; que decir fratella y fratellita mia constituía un gran disparate, y ellos me respondieron al unísono con una sonora carcajada. Me enfurruñé, me resentí, miré con ostentación mi reloj de pulso, pensé decirles que había llegado la hora de que me recluyera en mi habitación multifamiliar. Pero él me puso la mano en un brazo, como para impedírmelo, y dejando de reír de golpe comenzó a hablarme del interés que lo llevaba a Estambul. Se proponía visitar a Marietta Karapetiz, viuda del célebre viajero y antropólogo Aram Karapetiz, un clásico casi por descubrir de la etnografía de nuestro siglo. Fue ése el momento en que oí por primera vez mencionar ese nombre. ¿Iba a imaginar acaso que tendría tan tremenda importancia en mi destino? A esa señora le debo, contra ella misma, mi iniciación en la literatura; fue el motor que me llevó a escribir docenas de artículos críticos en los que, debo aclararlo, la hice morder en más de una ocasión el polvo. Nada menos por ella descubrí al inmenso Nikolái Vasílievich Gógol, cuya obra ha iluminado hasta los momentos más oscuros de mi vida. Rodrigo continuó perorando todo el tiempo que nos quedó esa noche antes de retirarnos a nuestros vagones, ellos a sus literas acolchonadas, yo a sentarme en un durísimo asiento de madera, rodeado de bultos y de tufos diversos, ninguno fascinante, y aun en los ratos en que nos vimos al día siguiente en aquel mismo comedor del ferrocarril, sobre el entusiasmo que le despertaba aquella pareja de nombre tan exótico. Marietta Karapetiz era la fiel y devota depositaría de los papeles del difunto, pero no se conformaba con ser la viuda tradicional de un hombre eminente. Vives destacó el valor de su propio trabajo. Era una eslavista de alto rango, profesora universitaria, autora de interesantes monografías sobre literatura rusa. En los últimos tiempos pasaba varios meses al año dictando conferencias en universidades americanas. Rodrigo y ella sostenían correspondencia, desde antes de llegar a él a París, es decir, desde que en México encontró un día en algunas antiguas revistas de historia la Crónica de Karapetiz sobre sus viajes por el sur de México. Le parecieron trabajos de óptima calidad, de interés aún novedoso. ¡Un hombre formado en la Edad de Oro de la antropología! Había participado en su primera juventud en una expedición a Nueva Guinea y otra al Asia Central. Más tarde viajó con su mujer por tierras de México y Centroamérica. «De ahí aprendí», pronunció sentenciosamente, él, que jamás había salido de un despacho o una biblioteca, «que la obra verdadera se hace en el lugar de los hechos, en la vida, y no en laboratorios y cubículos académicos.» La Revolución había sorprendido a Karapetiz y a su joven esposa en la selva tabasqueña. Habían vivido en nuestro país varios años y viajado en abundancia. Su paso por México, dado el momento histórico, pasó por entero inadvertido. No estaba el país para esas andanzas. Toparon con infinidad de obstáculos; en ocasiones sus movimientos resultaron sospechosos, de modo que antes de que surgieran problemas mayores, decidieron regresar a Europa. Karapetiz dio clases en Alemania, en Suiza. Poco antes de estallar la guerra decidió aceptar un ofrecimiento de la Universidad de Ankara e instalarse en Turquía. Solo llegar Vives a Europa fue a ponerse en contacto con la viuda. Se habían encontrado en una ocasión en París y otra en Ginebra. Y nos volvió a repetir una y otra vez la misma palinodia: una perfecta polígrafa, una humanista, una mujer más fácilmente ubicable en el Renacimiento que en nuestros marchitos días. «Puede hablar del azul transparente del Egeo y del cobalto del mar de Mármara, del postre con caramelo que esa mañana saboreó en el desayuno, del calor agobiante de las tardes y el frescor de las altas mesetas de Anatolia, de una chaqueta, una cartera y unas zapatillas que pensaba comprarse por la tarde en una tiendecilla de apariencia insignificante, pero donde todo lo que estaba a la venta, que no era mucho, mantenía una calidad perfecta, y por debajo de sus palabras siempre estará fluyendo como una lava ardiente el río del pensamiento. Todo lo que menciona acaba por aludir de alguna manera a la cultura.» ¡Háganme ustedes el favor! ¡Ahí está de cuerpo entero! Esa promesa frustrada que fue el ambicioso Rodrigo Vives, era capaz de cursilerías de tal calibre, y aun de otras mayores. Aquel río de lava fluía efectivamente por las venas de la señora Karapetiz, pero muy pocas veces tenía que ver con la cultura. La conocí dos días más tarde. ¡Ay, en qué circunstancias! ¡Jamás he sufrido mayores humillaciones en la vida! ¿Humanista la famosa Manitas de Seda? ¿Una sensibilidad renacentista? En ocasiones se me ha llegado a aparecer en sueños. Allí se llama Manitas de Mierda. Despierto y aún me parece oír su voz aguardentosa, el rechinido de su poderosa dentadura, su interminable y jactanciosa verborrea, y siento escalofríos. No asocio su figura con las Musas, ni sus palabras con la poesía. Todo lo contrario, es un río purulento, una lava de inmundicia la que brota de sus labios. Aun en los sueños me llega el tufo a azufre que emanaba de su boca en la vida real.
Un relámpago se desprendió en esos momentos. Una catarata de luces y un estruendo que hizo temblar los cristales de las ventanas parecieron el acompañamiento natural a las palabras del licenciado. Amelia Millares apartó la vista de su labor de punto, la dirigió al visitante y con voz grave le dijo:
–Me parece, licenciado, que usted convoca a los malos elementos. Hay que aprender a tomar ciertos desengaños con mayor tranquilidad. –Y volvió a enfrascarse en su tejido.
El relator pareció salir de su trance. Miró asombrado a los demás, como un niño perdido que busca la orientación para salir del bosque. Nadie pareció acudir a su llamado mudo, absortos como estaban en sus quehaceres. La Mezquita Azul se resistía con tesón a dejarse configurar. Miró con rencor a Millares; recorrió con la vista, uno a uno, a todos los miembros de la familia. ¿De manera que había solo desempeñado el papel de un merolico cuyo producto nadie apetecía? ¿Habría arado en el mar? Tuvo ganas de ponerse a gritar. ¿Habían sido sus palabras apenas una melodía doméstica que servía de contrapunto a la tormenta desencadenada en el exterior para arrullar la estúpida lectura de Millares y los entrenamientos manuales de su familia? ¿Nada de lo dicho había valido la pena ser escuchado? Para ellos él no existía, ni sus relaciones con la antigua Constantinopla, cuyas murallas había tocado con sus propias manos, la antigua y tantas veces profanada capital de Bizancio, la Sublime Puerta. ¿Quiénes creían ser? ¿Pertenecientes a qué raza privilegiada? Sin mostrar su desconsuelo, sino, por el contrario, con voz aguda y tono cada vez más perentorio, prosiguió:
–A veces me pregunto, ¿se acordará hoy día alguien de Rodrigo Vives y de sus cósmicas aspiraciones? Mire, Millares, si de algo estaban seguros mis compañeros en la Prepa era de su futura gloria. Hasta yo, que no soy dado a engolosinarme con la gente a primera vista y que trato de ser siempre el abogado del diablo, listo para advertir los yerros y desdeñar los logros, llegué a creer en cierto momento en su brillante porvenir. Y ya ustedes lo ven, volvió a México y sin la ayuda de nadie se cortó las alas. Se las cortó de raíz. ¿No está de acuerdo conmigo, Millares? –Y como el interpelado no respondía y seguía leyendo su Simenon, el licenciado prosiguió con un tono aún más rencoroso, a gritos–: Se esperaba mucho de él y acabó como un burócrata mediocre, sí, uno de tantos, del montón, grisáceo, indeciso, desprovisto, ya no digo de proyectos excelsos, sino tan siquiera de un mediano interés en algo. Después de nuestra estancia en Turquía, la mía brevísima, ya lo he dicho, nuestra amistad se averió para siempre. Durante años no nos dirigimos ni el saludo. En los últimos tiempos he bajado la guardia, por lástima, por verlo tan derrotado: ¿Les conté que la Karapetiz pasó a mejor vida? A partir de entonces comenzó nuestro trato, nos saludamos, cambiamos algunas palabras de ocasión, nos despedimos sin amistad, pero también sin odio. La capacidad del ser humano para darle a uno sorpresas es ilimitada. Si en Estambul hubo un ofendido, ése fui yo. Escarnecido y además timado. Me sobajaron con los métodos más repulsivos. Salí huyendo, sin despedirme, lo reconozco, pero la razón me amparaba. Ni Rodrigo Vives ni la famosa Ramoncita, la hoy día flamante catedrática universitaria, me ofrecieron jamás una disculpa. De él tal vez la hubiese aceptado, de ella ni soñarlo. Me hicieron pagar los pasajes de ida y vuelta, el hotel, se quedaron con mi maleta. Perdí mi reloj, una pluma y buena parte de los ahorros que había logrado reunir en Roma. Con el tiempo he llegado a pensar que de parte de Vives no hubo la maldad que entonces le atribuí. No fue perversidad, sino ignorancia, ingenuidad, lo que lo hizo arrojarme a la jaula de la fiera. Su ceguera ante la impostura de aquella mujer era auténtica. Bastaba oírlo: «Es necesario conocerla. Oírla es una fiesta. Una auténtica mujer de luces; una mente forjada en el Iluminismo y una sensibilidad renacentista. Es esa integración de opuestos lo que la vuelve tan radicalmente contemporánea.» Hoy día ese lenguaje resulta decididamente caricaturesco, pero les juro que él hablaba en serio, que era un cursi. De cualquier manera fue el único responsable de aquella absurda aventura. ¿Cuándo si no por su invitación se me hubiera ocurrido viajar a Turquía? Y en cuanto a la invitación, ya lo he explicado, resultó ser el viaje más costoso que me ha tocado hacer en la vida. ¡Claro que fue el principal responsable! Primero, por llevarme a ese lugar, después por abandonarme en él, ausentándose con el pretexto de un padecimiento de garganta. Todos, señores míos, nos hemos resfriado, nos hemos sentido mal de la garganta, y así y todo hemos dado la cara cuando ha sido necesario. Él no. Bueno, el pasado es el pasado, humo, dicen algunos, mi mujer entre otros. ¡Ojalá también ella lo fuera! Yo no estoy tan seguro; hay heridas que no acaban de cicatrizar del todo. Es lo único que puedo añadir. ¡Pobre Vives! Si se pone uno a pensar, acaba por darse cuenta que no podía sino salir derrotado. Sus aduladores lo perdieron, pero más que nada su incapacidad para tocar y reconocer la realidad. No resultó el intelectual que creyó ser. No fue el maestro de América, ni la figura pública que sus compañeros esperábamos. ¿No lo cree usted así, Millares?
El arquitecto hizo vagos gestos de exasperación, esbozó algún movimiento vago con las manos que no lo comprometía a nada. Nunca había conocido a Rodrigo Vives, ni siquiera había oído su nombre, y no podía imaginar qué esperanzas su fracaso ulterior había defraudado. No lo sabía, ni le interesaba. Era evidente que mientras aquel monigote permaneciera en su casa le iba a resultar difícil continuar su novela. Cerró el libro, dirigió la mirada al ventanal; el chaparrón continuaba, se sirvió otra copa de coñac, se arrellanó en su asiento y con muy mal humor se dedicó a contemplar la tormenta.