Nicolás Lobato dejó pasar varios días sin decidir dónde colocar al primo de su mujer. Donde en realidad le hacía falta era en la nueva propiedad comprada al lado de Cuernavaca. Allí necesitaba a alguien que supervisara las obras que estaba a punto de iniciar, el ambicioso conjunto al que llamaría Las Palmas: hotel, piscinas, bungalows, caballerizas, canchas de tenis y campo de golf. En unas cuantas semanas el terreno quedaría desmontado. Entonces se iniciaría la construcción. Se endeudaría hasta el cuello; no le importaba, en cosa de tres o cuatro años, si todo marchaba como era debido, se podría vanagloriar de poseer uno de los más soberbios centros turísticos del país, Jacqueline se opuso al destierro de su primo. Las obras que iban a emprender eran de una magnitud descomunal, dijo; sería necesario afianzar lo que ya poseían, aquello que debía solventar el arranque, desarrollo y culminación de una empresa tan costosa y al mismo tiempo les permitiera vivir con cierto desahogo hasta que Las Palmas comenzara a producir utilidades. ¿Por qué no emplear a Gaspar en el horrible Asunción?; tal vea sería capaz de sanear esa administración de la que él había desconfiado desde el momento mismo de adquirir el inmueble. Podría vigilar de cerca a aquel gerente que tan mala impresión le había producido siempre. Para Las Palmas sería más conveniente alguien de Cuernavaca que conociera las condiciones del lugar y a la gente. Esos argumentos, nada desdeñables, le valieron a Gaspar Rivera por lo pronto el puesto de encargado del restaurante del hotel Asunción, con la misión de vigilar, hasta donde fuera posible, la administración y manejo del hotel.
Pero habría que volver a ese mal pensamiento que perturbó la mente de Jacqueline, al que se aludió ya en el capítulo anterior. La aparición fulminante de tan malas ideas tuvo lugar el veintitrés de abril de mil novecientos sesenta, durante la celebración del séptimo aniversario de su matrimonio. Estaba entonces a punto de cumplir los treinta años. La fiesta se celebró en un restaurante campestre de Tlalpan. Asistieron unas doscientas personas. Jacqueline advirtió el cambio que se registraba en la vida de su marido desde el momento mismo en que Alicia Villalba le mostró la lista de invitados a la recepción: políticos, banqueros, propietarios de hoteles y de restaurantes, gente de sociedad, y, también, algunas artistas de cine para quitarle alguna solemnidad al festejo. Todo transcurrió de manera perfecta. A Jacqueline le impresionó la naturalidad y la soltura de su marido para tratar a esa gente la cual ella solo conocía por las páginas de sociales. Nicolás se comportaba como si hubiera asistido con ellos a la escuela y nunca los hubiera dejado de tratar. Una palmada aquí, besos en las mejillas de las mujeres, sonrisas para todos. Admiró, a su pesar, el intenso brillo de su dentadura y el bigote espeso que había cultivado en los últimos meses. Nicolás, eso era evidente, no celebraba un aniversario más de su matrimonio sino su ingreso al círculo social al que había decidido pertenecer para echar a andar el proyecto de Las Palmas. Sentimientos muy mezclados se apoderaron de ella; por una parte el orgullo de que aquel hombre brillante fuera su marido y la seguridad de que el éxito acompañaría siempre sus empresas; por otra, un indudable rencor por haberla marginado de su nueva y radiante vida, mientras se decía, como si tuviera que ofrecerse algo en desagravio, que se trataba de una existencia hueca, falsa, una mera fachada, de ninguna manera comparable con la intensa vida emocional que ella llevaba en secreto, ni con los estímulos intelectuales que en el pasado le había proporcionado el círculo de Márgara Armengol. Para evitar cualquier debilidad ante el nuevo estilo de Nicolás, tuvo que recordarse que era él precisamente el enemigo de quien debía defenderse, a quien tenía que abatir. Observó que en medio de aquel escenario no desentonaba para nada el grupo de Márgara y sus amigos; en su mesa se advertía un toque de excentricidad quizás excesiva, pero de cualquier manera elegante; un contraste que se llevaba bien con el resto de la concurrencia. En cambio, la discrepancia de las dos mesas colocadas al fondo del jardín, precisamente a la entrada de la cocina, con el resto de los invitados no podía ser más agresiva. Una de ellas estaba ocupada por su madre, quien había accedido, como un favor especial, a acompañarlos, por María Dorotea, María del Carmen, sus maridos, y su hermano Adrián; a Marcelo de plano no le mandó invitación. En medio de ese grupo, muerto de tedio con toda seguridad, se hallaba sentado Gaspar Rivero. Si la ropa de sus cuñados era deplorable, el vestuario de sus hermanas excedía cualquier comentario. Vestidos de raso negro, amplios como globos, caídos hasta los tobillos, puños y cuellos de encaje verde, chaquetillas, también negras, cuajadas de bisutería verde de calidad muy ramplona, sombreros de raso posiblemente alquilados, penachos de plumas artificiales color verde botella precipitándose a un costado del rostro: así iban ellas. La presencia de su primo en medio de aquel grupo ridículo ejercía sobre Jacqueline un magnetismo de tal manera poderoso que no le permitía alejar la mirada más de cinco minutos de la mesa. Cuando miraba hacia aquel sitio, a quien en realidad veía era a Gaspar Rivero. A sus ojos, sus hermanas, sus cuñados, su hermano Adrián, aun su pobre y querida madre, se integraban a una fauna ruidosa y en exceso colorida que en una primera impresión uno podía comparar con una nube de guacamayas. En la mesa vecina se sentaban los empleados de confianza de Nicolás. A pesar de llevar un traje de corte excesivamente masculino, Alicia Villalba resultaba el colmo de la elegancia junto a aquel racimo impresentable, chusma rasa, sin capacidad para mezclarse y departir con el resto de los invitados.
Hubo un momento en que logró reaccionar, Debía desprender la mirada de la figura de su primo y circular entre los distintos grupos con la misma soltura con que lo hacía su marido. Se sabía una mujer de frase ingeniosa, de sonrisa pronta; era consciente de que en los sábados sociales de Márgara Armengol se habían refinado sus recursos. Deambuló por el jardín, saludando a diestra y siniestra, hasta que logró reunirse con su marido. Observó que algunas mujeres no disimulaban cierta sonrisa irónica o una mueca de burla al saludarla. Jacqueline no se inmutó. Lo que aquello significaba, y ya Márgara se lo había explicado en más de una ocasión, era que poseía una personalidad propia, no sometida a moda alguna, una manera de ser que se deleitaba en vestirse y no en uniformarse como ocurría con la mayoría de las mujeres, lo que no le perdonaban fácilmente. Días atrás, cuando Alicia Villalba pasó por su casa a entregarle las invitaciones para sus amistades, le había comentado, muy de paso, restándole importancia, que Nicolás buscaba a alguien, a un maestro de edecanes tal vez, que pudiera asesorarla sobre la mejor manera de presentarse en público. Estuvo a punto de soltar una carcajada al recordar aquel disparate, cuando de pronto, al verse de cuerpo entero ante un espejo, reflexionó que tal vez había sido demasiado audaz al presentarse ese día con las zapatillas de plástico transparente y los tacones fosforescentes. Aquellos divinos adminículos, reflexionó con desapasionamiento, eran demasiado vanguardistas para la sociedad mexicana, por lo general muy conservadora.
Al salir los últimos invitados, el grupo considerado íntimo, el que había permanecido en las mesas situadas junto a las puertas de la cocina, es decir la familia y los empleados, se dirigió hacia la casa de los Lobato, en donde, antes de salir, Jacqueline había puesto a enfriar unas cuantas botellas de champaña e impartido órdenes para que preparasen unas bandejas con bocadillos. Alicia Villalba se propuso para llevar a la madre de Jacqueline a su departamento en la colonia Narvarte. Los demás salieron en tropel del restaurante, vitoreando a los Lobato, listos para disfrutar la segunda parte de la celebración. Sus familiares se habían convertido para ella en una auténtica cruz. ¡Imposible decir hasta dónde le significaba un sacrificio cargar a esa fauna ruidosa y variopinta a todas partes! Temía que sus nervios no resistieran la tortura y le produjeran en el momento menos pensado un ataque de histeria. Hacía todo lo posible por que aquello no ocurriera. Las indirectas, las groserías de ese manojo de muertos de hambre, quienes se regocijaban en llamarla a toda voz María Magdalena, sin importarles si había otras personas presentes, las constantes peticiones de dinero de Adrián y de sus hermanas, las familiaridades, los abusos, a todo accedía a fin de que su trato con Gaspar Rivero, de quien era amante desde hacía unos diez meses, fuera absorbido por ese truculento tejido de ritos familiares.
En aquel epílogo casero al aniversario de su matrimonio se inició una nueva fase de su vida. Solo podía decir que en un momento de la fiesta familiar quebró con las manos una pata de cangrejo, y que el ruido seco que aquel acto produjo la dejó asombrada, que aquel ruido coincidió con el producido por el descorchamiento de una botella de champaña, y que una voz pareció decirle: «disparan contra la casa», mientras contemplaba, con un disgusto que nacía en las zonas más profundas de su ser, los pasos de mambo ejecutados por un cuarteto de mujeres ligeramente ebrias, y oía, procedentes de otra parte de la sala, las rotundas carcajadas del sector masculino, que estallaban con toda seguridad cada vez que Nicolás terminaba de contar un cuento obsceno. La desconcertaba el desdoblamiento de personalidad que podía operarse en su marido; podía ser un dandy en el mundo elegante donde se había colado y al poco rato un perdulario entre la plebe. Advirtió también la correcta distancia que mantenía su primo, su mesura, la barrera que establecía con su sonrisa helada. Supo que en el momento en que quebró una pata de cangrejo y oyó descorchar una botella de champán, concluía una fase de su vida y otra se anunciaba, más plena, más libre, en la cual aquel joven, su primo, su amante, no tendría que escuchar las historias soeces de nadie, ni obedecer órdenes, ni dejarse atropellar por la prepotencia que Nicolás era capaz de emplear con sus subordinados.
La visión que tuvo fue deslumbrante y sobrecogedora. Advirtió que no estaba preparada para hacerle frente. Comenzó a temblar; luego se echó a reír. Sentía estar a punto de llorar de alegría. Quería anunciar a plena voz su felicidad, gritarla con toda la potencia que le permitieran los pulmones. Pero no quería hacer el papel de una histérica ante aquella abominable partida de patanes. Aprendería a fingir, a ocultar sus emociones hasta lograr la liberación definitiva. Estaba harta de que desde la infancia le atribuyeran desarreglos nerviosos, cuando a su juicio las escenas que daban pie a tales leyendas no era sino manifestaciones de una sensibilidad más afinada que la de sus hermanas. Se propuso ir al baño, echarse agua en la cara, aspirar un poco de lavanda. Pero tan pronto como se puso en pie, a pesar de su firme propósito de resistir, de llegar invicta a la meta final, sintió que un sollozo le escapaba del pecho. Coincidió con el ruidoso descorchamiento de otra botella. Advirtió cierta confusión en tomo suyo. Dentro de la repentina marea de irracionalidad que estuvo a punto de inundarla, Jacqueline tuvo la suficiente lucidez para saber que estaba al borde de destruir su triunfo antes de mover siquiera un dedo para alcanzarlo. Siempre se había sentido orgullosa de la rapidez de sus reacciones, y esa tarde no fue la excepción. Entre gemidos, temblores y sollozos, comenzó a gritar:
–¡Tiembla! ¡Tiembla! ¡Dios mío!, ¿es que no se dan cuenta de que está temblando?
El desconcierto fue general. Todo el mundo trató de descubrir las señales. ¿Se movía algo en la casa?, ¿los candiles?, ¿los cuadros?, ¿las cortinas? ¡Nada! Todo permanecía en su sitio.
–¡Una escena muy bien montada para echarnos de la casa, tengo que reconocerlo! –exclamó María Dorotea con un gesto de indignación–. ¡Típica de María Magdalena! Me la conozco al dedillo, la he tenido que lidiar durante muchos años, pero hoy no la dejaremos salirse con la suya.
Los invitados se quedaron a beber y a bailar hasta bien entrada la noche. Con la ayuda de su marido y de Alicia Villalba, quien llegaba en esos momentos, Jacqueline fue llevada a su habitación y tendida en la cama. Lloró intensamente, luego se fue calmando poco a poco. Se miró en el espejo; se encontró tan horrible que volvió a llorar durante largo rato. Se levantó varias veces dispuesta a gritarles a los gorrones que se largaran de su casa, a insultarlos por el alto volumen de la música, por el estruendo de sus voces y sus carcajadas, pero apenas se ponía de pie volvía a arrojarse a la cama para seguir llorando. Cada vez que se contemplaba en el espejo sufría un nuevo sobresalto. El rostro se le había hinchado; unos ojos semicerrados, de rata, dejaban vislumbrar una mirada lamentable. Los sollozos no lograron liberarla de la opresión vivida durante los siete años de matrimonio que ese día había tenido la desdicha de celebrar. A duras, a horribles penas, se logró levantar; salió de su cuarto, caminó hasta la escalera, y, desde allí, echada en el suelo, al lado del barandal, invisible para los demás, temblorosa, se dedicó a observar a los concurrentes. Una ola de incontenible ebriedad parecía haber desquiciado a aquella chusma insolente. La consternó ver a Gaspar, en mangas de camisa y sin corbata, bailar en abierto desenfreno un mambo con María Dorotea, quien abría sin cesar la boca, sacaba y metía la lengua, fingía que masticaba un chicle, como la más vulgar de las cabareteras, acercando con pasitos obscenos la parte inferior de su cuerpo a la de su primo, para alejarse al instante, poniéndose luego en cuclillas frente a él, con movimientos animales, dando la impresión de ser una mujer que pedía clemencia y que a la vez impulsaba el ayuntamiento con el macho, lo que no solo carecía de gracia sino que llegaba a resultar repugnante. ¡Un espectáculo atroz! Nada le habría gustado tanto como ver a Gaspar, hundido en un sillón, apartado de los demás, el rostro contraído por la desdicha, consciente, ¡a saber cómo!, de la asombrosa revelación vivida por la mujer amada. Volvió con paso lento, apoyándose en las paredes, al dormitorio matrimonial; la crisis había pasado, dejándole una secuencia de exaltación y de melancolía. ¿Tenía caso correr los gravísimos riesgos que le deparaba el futuro inmediato por un hombre que en los momentos en que ella caía vencida por las emociones se complacía en bailar de la manera más grosera con una mujer tan deleznable tomo María Dorotea? Su mente se había lanzado a cabalgar ya sin freno. Hacía proyectos, los descartaba; los detalles del programa que debía realizar en un futuro próximo surgían en un incesante chisporroteo, se entreveraban, se neutralizaban, la aturdían. Los resultados le parecían estar al alcance de la mano. Eso sí, se repetía, era necesario que Gaspar hiciera avanzar los trámites de divorcio. La mujer con quien se había casado se resistía a dejarlo en libertad. Jacqueline se sentía más bien confusa. Los últimos diez meses constituían el período más feliz de su vida. Cuando Gaspar le contaba sus desdichas conyugales, su preocupación por el futuro de sus hijas, la hacía participar de su tristeza, de sus temores, la convertía no solo en amante, sino a la vez en hermana, en amiga y en madre.
Se volvió a sentar frente al espejo, se secó las lágrimas, se cubrió abundantemente la cara con crema refrescante. Se la limpió con una toalla. Se estudió con detenimiento en el espejo y, satisfecha al parecer, se tendió en la cama y comenzó a recordar.
«Todo principio amoroso tiene algo que asemeja a la aurora», solía decir Márgara Armengol. Una mañana se plantó ante el espejo, y empezó a cambiarse de ropa, comenzando por la más elegante, para decidir un buen rato después ponerse tan solo una falda, un suéter, echarse encima un impermeable y colocarse, ladeada sobre la cabeza, una vieja gorra azul. En medio de los senos, sobre el suéter, se colocó un pequeño ramillete de margaritas de bisutería; en el centro de una de ellas se incrustaba un diminuto reloj, un broche sobre el que su marido hacía bromas del peor gusto cada vez que lo veía. Al dirigirse en su automóvil hacia el Asunción se sentía como una estudiante francesa que asistía por primera vez a una cita amorosa. En la recepción del hotel le preguntó al administrador, un hombre rudo y mal afeitado, con el cuello de la chaqueta rebosante de caspa, si sabía dónde podía comprar dos cadenas, una fina, de oro, para el reloj, que le permitiera separarlo unos treinta centímetros de su pecho para no tener que quitárselo cada vez que quisiera ver la hora, y otra tosca, de cuero, para su perro; así era, una cadenita de oro para ella y un collar con correa para su perro, le repitió a aquel tipo mal encarado, quien de mala gana le sugirió pasar al Sanborn’s más próximo, el del Paseo de la Reforma. En ese momento apareció Gaspar Rivero, el cual se quedó evidentemente confundido por su presencia. A Jacqueline no le cabía la menor duda de que la intensidad de las miradas cruzadas a espaldas de su marido, en las ocasiones en que se habían visto en casa, debía hacerle saber a su primo que el día en que tenían que encontrarse a solas se acercaba. La acompañó cortésmente a la puerta del hotel, donde le dijo en voz baja que no era conveniente pasar a saludarlo allí porque Morales, el administrador, podía saber quién era, malinterpretar esos encuentros y darle una falsa versión de ellos a su marido.
Jacqueline preguntó a qué horas sería prudente pasar por el hotel sin temor a toparse con el administrador.
–Morales es un perro; no conozco a nadie más perro que Morales –respondió Gaspar–. Se pasa el día entero metido en el hotel. Si pudiera lo convertiría en su perrera, y no saldría nunca de aquí para no gastar en alquileres ni en comida. Se marcha, contra su voluntad, todos los sábados después de comer y no vuelve a presentarse sino hasta el lunes, de madrugada –le explicó Gaspar.
Y el viernes por la tarde de esa misma semana Jacqueline le telefoneó. Dijo que, como era su costumbre, Nicolás se había marchado a Cuernavaca; estaba segura que con una de sus ínfimas amantes, pero que no le hablaba para informarlo de los detalles de su vida conyugal, aquel tema no tenía nada de interesante, sino para invitarlo a una reunión el día siguiente por la noche; le agradaría que conociera su verdadero mundo, aquel donde ella se movía como pez en el agua. Siempre la había visto atrapada en ambientes hostiles, el de los empleados de Nicolás, o, peor aún, el de sus propios parientes, de quienes tantas cosas la separaban, como con toda seguridad ya habría advertido. ¿Qué podía tener en común, por ejemplo, con su cuñado Jesús, el herrero?, ¿podría decírselo? ¿Había advertido lo impresentable que resultaba María Dorotea con esa corona de oro que se había hecho montar en la boca? Solo cambiar con ellos el saludo le crispaba los nervios. Deseaba por eso que se trataran en medio de su auténtica familia, no la deparada por la fatalidad sino la que había voluntariamente elegido, un reducido grupo de amigos que, estaba segura, le iba a encantar. Y así fue como lo llevó a una de las fiestas de Márgara Armengol. Ese sábado se esmeró en las compras, y por la tarde pasó a dejar en casa de su amiga frascos de mariscos y de espárragos, embutidos, jamones, varias clases de quesos, nueces, frutas, un amplio surtido de bebidas. Cuándo llegaron a la casa de Márgara, la concurrencia oía un viejo disco de Elvira Ríos. Gaspar se empeñó en que bailaran; ella le dijo en voz queda que era música solo para escuchar, que, además, en casa de su amiga no se acostumbraba bailar. Todavía recordaba su gesto de despecho; masculló algo que Jacqueline no logró comprender, pero que la decidió a bailar con él ante la mirada burlona de los demás. A las dos piezas se sentaron. ¿Era posible que aquel hombre tenso, esquivo, huidizo, fuera el mismo primo que tanto la había atraído por su espontaneidad de trato? Imposible no advertir que él se sentía a disgusto en medio de aquellos a quienes calificó de snobs presuntuosos y apolillados. Por primera vez se le ocurrió a Jacqueline que esas fiestas podían contemplarse bajo una luz diferente a la que estaba acostumbrada. Salieron de allí temprano, antes de la medianoche. Contra la voluntad de su primo, se empeñó en llevarlo al hotel. Jacqueline trataba de mantener una conversación; él, en cambio, le respondía solo con monosílabos renuentes. Al llegar a su destino, bajó del auto, y, como si así lo hubieran convenido, se introdujo en el hotel junto a Gaspar de la manera más campechana que le lue posible.
Gaspar Rivero se mostró poco dispuesto a invitarla a conocer su habitación; aducía que alguien podía verlos, que esa visita terminaría por saberse, que nada bueno podía resultar de semejantes historias; ella comenzó a canturrear una de las canciones de Elvira Ríos oída esa noche: «Querido, vuelvo otra vez a conversar contigo / la noche tiene un silencio que me invita a hablarte...», decidida al parecer a no escuchar argumento alguno que intentara disuadirla. De manera que él no tuvo más remedio que dejaría pasar. Jacqueline se sentó en la cama y se comenzó a desnudar con toda la parsimonia del mundo. Sobre una cómoda, vio la foto enmarcada en plata de una mujer con dos niñas a su lado. Sus hijas, le explicó él. Hicieron el amor, y ella se quedó con la sensación de que el acto había carecido de algo, casi de todo, y no por insuficiencias físicas sino psicológicas; le pareció que su primo la había poseído por mero compromiso, por control remoto, por interpósita persona, lo que en vez de abatirla le hizo sentir deseos de renovar el combate hasta que él pudiera vencer las resistencias que le imponía el temor. El acre olor que impregnó su cuerpo la excitó más que cualquiera de sus caricias. Fumaron un par de cigarrillos aún en la cama. Jacqueline comparó el cuerpo magro, nudoso, moreno, de su primo, con el suyo, blanco y redondeado. Por un momento llegó a sentir vergüenza y se cubrió con las sábanas; recordó luego que en alguna ocasión había oído decir que los flacos tenían especial predilección por la carne, es decir por las gordas, y sonrió. Cuando Gaspar pasó al baño a darse un duchazo, Jacqueline aprovechó la oportunidad para inspeccionar un poco el cuarto y registrarle los bolsillos. La asombró el abultado fajo de billetes que llevaba en la cartera. ¡Una fortuna! Su sorpresa fue aún mayor cuando descubrió en la cartera la foto ovalada de una mujer distinta a la que estaba con las niñas sobre la cómoda. Se vistió deprisa. Se sentía a punto de estallar de rencor. Al salir él del baño, ella le disparó sin preámbulos una serie de preguntas indignadas. ¿Por qué le había dicho que estaba a punto de divorciarse cuando tenía la foto de su mujer a la vista para disfrutarla tanto al acostarse como al despertar? ¿Y la otra? ¿Cuál? ¿No recordaba, acaso, a la tipeja cuya foto guardaba en un bolsillo? ¿Creía, acaso, que no se había dado cuenta de que llevaba a esa gata, a esa auténtica puta, en el bolsillo del lado del corazón? Se levantó echando mano de la poca dignidad que le restaba, dispuesta a marcharse de allí de inmediato.
–No intentes volver a verme. Comería carne de víbora antes que regresar a este cuchitril –le dijo, guardando la fotografía ovalada en su bolsa de mano, y olfateando ruidosamente como si la habitación desprendiera un tufo repugnante. Tenía la boca amarga, la mirada perdida. Él se peinaba con aparente calma frente a un espejo, sin hacerle demasiado caso. Se conformó con decirle que jamás hubiera imaginado que cayera tan bajo como para andar hurgándole la ropa; le pidió que devolviera la fotografía, ella soltó una ruidosa carcajada y dijo a toda voz que se la arrancara por la fuerza si era tan macho, que ningún escándalo la arredraba. Gritaría como una loca, y que se enterara su marido de lo que estaba ocurriendo si se hacía necesario; ya le diría entonces que su empleadito modelo, el que se hacía pasar por un silencioso y honrado joven de provincias, cargaba una fortuna en la cartera, a ver cómo lograba explicar ese fenómeno. Gaspar se anudó la corbata, se puso el saco, le indicó la puerta y la acompañó hasta el automóvil sin pronunciar una palabra. Al llegar a su casa, Jacqueline clavó cuatro alfileres en la foto, dos en los ojos, uno en la boca y otro en medio de la frente.
Un mes después, más o menos, se le ocurrió organizar otra de aquellas fiestecitas que tanto detestaba. El acre olor del cuerpo de su primo se le había vuelto una obsesión. No era el tufo típico de un desaseo corporal, sino un olor interno, tal vez el resultado de un determinado funcionamiento endocrino. Aquella reunión no le hacía la menor gracia, pero le pareció imprescindible dadas las circunstancias. Le pidió a su marido que invitara a Gaspar, pero él olvidó hacerlo y la fiesta familiar fue un desastre. Sabía que algunas personas consideraban su amplitud de criterio como un signo de vulgaridad; invitaba a los que tal afirmaban a que observaran durante cinco minutos a María Dorotea, a María del Carmen y a sus maridos para saber con toda exactitud lo que era la verdadera ordinariez. En esa ocasión comenzó por aburrirse a morir y luego, al convencerse de que su primo no llegaría, se fue poco a poco sulfurando. Al final comenzó a decirles sus verdades a los presentes, quienes le correspondieron con la misma moneda. Al dirigirse a ella la llamaban María Magdalena, lo que era suficiente para sacarla de quicio. Fueron tan desagradables las palabras que cruzaron en esa ocasión que las reuniones familiares en casa de los Lobato terminaron para siempre.
Y un buen día se presentó Nicolás acompañado por Gaspar Rivero a la hora de comer. Durante el café los primos comenzaron a intercambiar algunas palabras; en ese momento se inició la verdadera época de oro de la relación. Jacqueline bajó de peso; renovó, moderándolo, su vestuario; dejó de asistir a las fiestas en casa de Márgara Armengol; visitó a su amiga solo muy de vez en cuando para hacerle confidencias apasionadas, a las que la otra respondía, recordándole que su casa estaba siempre abierta para ambos; que de inmediato, a pesar de la timidez que lo caracterizaba, había advertido la calidad de aquel muchacho, pidiéndole de paso su colaboración para un cocktail que pensaba ofrecerle a un joven escritor por la publicación de su último libro, a un dramaturgo por su próxima boda, o a un pintor por una muestra reciente, añadiendo que desde luego confiaba con su presencia en tales ocasiones. A su primo, no había ni que decirlo, lo consideraba ya como un invitado permanente.
Ahora bien, para que este relato comience a cobrar sentido habría que partir del momento marcado por el crujir de una pata de cangrejo y el disparo de un tapón de champaña. ¡El instante que decidió el destino de nuestra querida Jacqueline! Durante esa noche y los siguientes días volvió a repasar la suma de agravios que constituía su vida matrimonial. Estaba decidida a actuar, pero tenía que ser muy precavida en la manera de tratarle el asunto a su primo. Gaspar era demasiado sensible, se decía; carecía de su fortaleza. No entendería su necesidad de venganza después de tantos años de ultrajes. Era un buen muchacho, un inocente. Empezó, pues, por decirle lo mucho que sufría al pensar en él, en ambos, en aquel amor asfixiado que vivían, con un presente raquítico, sin ningún futuro. No veía soluciones. Si se divorciaba, Nicolás podía dejarla sin un centavo y a su primo sin empleo. ¿Volver a la miseria? ¡Ni loca! Le resultaba intolerable, decía, que su marido le pusiera la mano encima, que se apoderara de su cuerpo cada vez que le venía en gana. Nadie podía imaginar lo brutal, lo abusivo que podía ser en semejantes circunstancias. Durante varios días no hizo sino repetir aquel discurso, refiriéndose a la fortuna inmensa en que nadaba Lobato, un hombre indigno de disfrutar semejante bienestar, un cretino empeñado en dilapidar su capital en pirujas de ínfima categoría, y entonces volvía a insistir en que aquel dinero debería pertenecerle a él, a Gaspar, el cual, a los veintiséis años, en la plenitud de su talento, era en realidad quien lo merecía. ¡Si pudiera gozar del capital de Nicolás la vida se convertiría en un paraíso!, afirmaba tendida en una de las desvencijadas camas del hotel Asunción. ¿O no? ¿Se atrevía a contradecirla? Imaginaba escenas gloriosas, que por lo regular culminaban en un paseo en góndola por los canales de Venecia, Al principio, la risa con que Gaspar recibía esos comentarios tenía algo de taimado, como si el solo hecho de escuchar una broma riesgosa pudiera comprometerlo; luego fue sucumbiendo a la reiterada prédica de su amante, pues Jacqueline ya no sabía hablar de otro tema. Comenzaron, él de la misma cauta manera en que al principio solo la oía, como si se tratara tan solo de un juego, y ella ya sin ninguna traba, a decidir uno a uno los pasos necesarios, hasta qué la fantasía se desvaneció del todo y se encontraron hablando perfectamente en serio. Jacqueline ofreció datos muy valiosos. En la casa había una pistola. Nicolás la guardaba en el fondo del cajón central de su escritorio: Cuanto antes se la mostrara, mejor. A partir de cierto momento tendrían que dejar de verse para evitar sospechas. Se encontrarían solo las veces que Nicolás lo invitara a comer en casa. Gaspar dijo que acompañaría a Nicolás algunos fines de semana; varias veces se lo había pedido, quería interesarlo en los trabajos que llevaba a cabo en Cuernavaca. Ellos se comportarían con toda naturalidad, actuarían con la mayor discreción, vivirían separados hasta que llegara el momento de hacerle morder el polvo al vil tirano. Jacqueline se sintió recorrida por un delicioso estremecimiento al escuchar aquella expresión. La única condición que ponía era la de no ser ella quien tuviera que disparar. En primer lugar, jamás había tenido una pistola en las manos; en segundo, era una labor que no le correspondía a un cónyuge. Ella, por ejemplo, no osaría pedirle a Gaspar que asesinara a su esposa. Había cosas que se podían hacer y otras que no, que ni soñarlo.
Antes de la prevista separación analizaron todos los detalles del proyecto para eliminar a Nicolás Lobato. En una ocasión, Gaspar llegó muy agitado. Habló sin pausas, lo que por momentos hacía bastante incomprensible su discurso. Acababa de visitar a uno de los tres abogados más eminentes de México, afirmó, quien le había prometido divorciarlo en unas cuantas semanas. El licenciado comenzaría por hacer investigar a su mujer. Contaba con los mejores agentes, de manera que si Rosario andaba puteando ellos se enterarían en tres patadas con quién y dónde lo hacía, con lo cual la tenían jodida. Si descubrían que no andaba metida con nadie, cosa que él dudaba, pues conocía muy bien sus apetencias, se darían maña para ponerle frente a los ojos un galán profesional. Los había muy hábiles, tipos que no fallaban nunca. Un buen día la encontrarían con la botica abierta y la pescuezona en la puerta. De inmediato funcionarían las cámaras fotográficas; el flash, lo que fuera necesario. Encontrarían al galán con las manos en la masa, como suele decirse. A partir de ese momento él estaría en condiciones de arrancarle, le gustara o no, su consentimiento para el divorcio. Había necesidad de dinero. Desde ese día Gaspar comenzó a pedirle sumas que a ella le parecían desproporcionadas, pero que, a pesar de la repulsión que le producían los métodos descritos por su primo para someter a su mujer y el lenguaje empleado al referirse a ella, le entregaba sin dilación. En cierta ocasión se vio precisada a darle la gargantilla de perlas que Nicolás le había regalado una vez en Roma para que la empeñara.
Desde la primera noche en que se había acostado con Gaspar se le despertó una necesidad imperiosa de hacer el amor con su marido. A medida que avanzaban los planes para asesinarlo, su ardor aumentaba de modo considerable. Nicolás Lobato estaba francamente sorprendido por el placer que obtenía en esas ocasiones, que ninguna mujer había logrado igualar. En Jacqueline los dos hombres creaban, al complementarse, una nueva figura erótica. La desgana de Gaspar se enriquecía con la acometividad de Nicolás. El olor a jabón y a desodorante de su marido, con el excitante tufo de su primo.
Tendrían que ser rigurosos, se repetían; debían de precisar una serie de detalles, no dejar ningún cabo suelto. Gaspar opinaba que la eliminación de Nicolás Lobato debería tener lugar en la carretera a Cuernavaca. Ella manifestaría ese día su deseo de acompañarlo a ver las obras que se llevaban a cabo en Las Palmas; diría que luego seguiría hacia Tepoztlán, donde se reuniría a comer con algunas antiguas compañeras de la Universidad. Saldría con Nicolás. Lo convencerían de viajar, con el pretexto de enseñarle una vieja casa en demolición cuyas puertas, vigas y trabajos de herrería estaban a punto de ponerse a la venta, a un rancho al que había que ir por la antigua carretera, lo que evitaría pasar por las casetas de control donde alguien podía identificarlos. Gaspar conduciría el coche de Jacqueline, en cuya guantera encontraría la pistola. Los Lobato se detendrían en un sitio poco frecuentado de la carretera, donde Gaspar los estaría esperando para guiarlos por un camino de terracería. Cuando bajaran del auto, el amante se acercaría a Nicolás por la espalda y le dispararía a quemarropa, para tener la seguridad de no fallar. Luego él y Jacqueline regresarían a la capital en el coche de ella. Cada uno prepararía su alibi. No sería difícil. Ella llamaría a Márgara. Apenas iniciada la conversación, le diría a su amiga que la excusara un minuto, que alguien tocaba en ese momento en la puerta, y le pediría que por favor la llamara dentro de cinco minutos más. De esa manera podría probar que esa tarde estaba en su casa, en México. Gaspar entraría a cada momento al restaurante del hotel para hacer notar su presencia entre los empleados y los clientes; después se encerraría en su cuarto y pediría por teléfono una cerveza y unos bocadillos. Algo así. En la mente de varias personas quedaría fija la idea de que cada uno de ellos había pasado la tarde en la ciudad. Sobre el cuerpo de Nicolás y dentro del automóvil no quedaría ningún documento personal. La policía tardaría en identificar el cadáver. Quizás pasara más de un día sin que se comunicaran con ella para informarle que su marido había sido asesinado. Quedaban aún por afinar varios detalles. Inventar, por ejemplo, nuevos argumentos por si tenían la mala suerte de que algún conocido los viera regresar juntos, lo que aunque poco probable tenía que ser tomado en cuenta. Debía de hablar ya con la sirvienta y proponerle cambiar el día de asueto de los domingos a los sábados, para que en la fecha indicada no hubiera testigos del movimiento de la casa.
De esa manera maduró el proyecto. Gaspar Rivero comenzó a estudiar la carretera y sus posibilidades. Se dejaron de ver a solas. Convinieron en llamarse por teléfono solo si era necesario y hablar en clave. En caso de emergencia se darían cita en un lugar prefijado: la librería Zaplana de la avenida Juárez, donde, ocultos tras las estanterías, podrían conversar a salvo. Fijaron la fecha del crimen. Jacqueline se sentía segura, muy cerca de eliminar el obstáculo existente entre ella y su felicidad.
Una noche, poco antes del día señalado, Nicolás Lobato se presentó acompañado de Gaspar. Cenaron y luego, cuando los dos hombres pasaron a la sala a jugar una partida de dominó, y a hablar en voz baja de algún misterio para ella inaccesible, Jacqueline no pudo resistir la tentación de ver el arma liberadora, tenerla en las manos, acariciarla. Calificó de morboso ese impulso, pero no pudo resistirlo. Al abrir el cajón del escritorio, en cuyo fondo yacía el revólver, vio un sobre de fotografías y por mera inercia, sin ninguna curiosidad, podía jurarlo, lo abrió. Había en él varias fotos a color de tres parejas en traje de baño. Reconoció a Nicolás con una jovenzuela, sin duda una de sus empleadas, y también a Gaspar, besando a una mujer que posaba con los senos al aire. No supo la razón, pero en ese momento estuvo segura de que se trataba de la misma fulana en cuya foto había clavado los alfileres. Sí, no le cabía la menor duda de que era la misma mujerzuela cuyo rostro encontró en la cartera de Gaspar la primera noche en que estuvieron juntos. No se explica cómo no enloqueció para siempre en ese instante. Su primo, con aquella maldita cara de ángel, la había tenido embaucada durante meses como a una imbécil. Le había sacado dinero a manos llenas. Con una clarividencia que la asombró, vislumbró su futuro: después de los funerales de Nicolás Lobato, Gaspar fingiría amarla aún más; a su debido tiempo se casaría con ella, y luego, en la primera ocasión, la despacharía al otro mundo, tal y como se proponía hacerlo con su pobre marido, para heredar una saneada fortuna que pondría a los pies de la puta encuerada a quien besaba en las fotos. Con un movimiento crispado se apoderó de la pistola. Un grito terrible y otro y otro salieron de su garganta. Quiso dirigirse a la sala, pero en su confusión salió por una puerta distinta y de repente se encontró en el jardín, a oscuras. Lanzó al aire el primer disparo. Gritaba, aullaba, sentía el rostro bañado en lágrimas, quería morir, pero primero darse el lujo de matar al trapacero amante. ¡Había caído en sus garras como una imbécil! Los hombres corrieron a detenerla. Ella volvió a disparar dos, tres, cuatro veces más, sin saber contra qué ni contra quién. Sintió un golpe en la cara, algo baboso y salado se le derritió en la boca, sintió otro golpe y luego que le envolvían la cabeza con una tela pesada. Se dio cuenta de que le estaban pegando y le torcían la mano con que sostenía el revólver. Un calor asombroso le recorría el brazo derecho desde el hombro hasta la punta de los dedos. El resto fue el caos. Recuerda un piquete, una inyección aplicada en el brazo por un desconocido. Bastante más tarde, despertó en un cuarto blanco que al principio no logró identificar; una mujer sentada al lado de su cama le pedía que se tranquilizara: una enfermera. Lo único que comprendía era que no quería vivir; durante los siguientes días se negó a aceptar ningún alimento, la mantenían con suero, cuando entraba un médico o la enfermera se negaba a pronunciar palabra, no hacía sino llorar. Vio en varias ocasiones a su madre, sentada frente a ella, la oyó abogar por su marido, decirle que Nicolás sufría, que estaba muy mortificado, que lo único que deseaba era verla recuperada, y más tarde también él estaba allí, a su lado, le besaba una mano, las mejillas, pero no acababa de entender qué le decía, y había momentos en que su cuarto se llenaba de gente, su madre, su marido, sus dos hermanas, alguna enfermera regañándola con una voz falsamente infantil, tremolando ante ella un dedo admonitorio, como se acostumbra hacer ante las niñas pequeñas cuando cometen alguna travesura. Poco a poco fue haciendo concesiones al mundo, disminuyeron los deseos de morir, un día probó los alimentos, dejaron de aplicarle el suero, y empezó a hablar con los médicos, con las enfermeras, hasta con Nicolás; luego llegó otro día en que su marido se presentó con una maleta de donde la enfermera sacó el vestido que había estrenado el día del aniversario de bodas y la ayudó a vestirse. Nicolás le puso encima de los hombros un abrigo de pieles y en un dedo un anillo con una hermosa esmeralda. Se echó a llorar, apoyó la cabeza en el pecho del marido, y así, abrazados, tratada con una ternura que nunca hubiera podido imaginar en semejante bárbaro, salieron del cuarto, llegaron al automóvil y una vez más se encontraron en casa. Al ser depositada en su lecho comenzó de nuevo a llorar silenciosamente. Se dijo que por no hacer un escándalo innecesario en el hospital aceptaba el abrigo y el anillo, pero que nunca volvería a usarlos. No tenía deseos ni energía para hablar. No le interesaba preguntar nada. De alguna manera era agradable sentir la calidez y la fuerza que emanaba del cuerpo de su marido. Nicolás, desde que entraron en el dormitorio, tampoco hablaba, la tendió en la cama, le acarició las manos, y luego con una voz estrangulada le dijo que había sido una tonta, una tontita, una grandísima tonta, que la única mujer que había contado en su vida era ella, que no lograba comprender cómo pudo dudarlo, y que ahora tenía que ser buena y dormir, y ambos olvidarían más pronto de lo que imaginaban las tonterías del pasado, que la necesitaba, que la amaba, que la amaba, que la amaba...