Vivía con la tristeza a cuestas. Salía de una crisis para hundirse en otra. Por momentos apenas podía mover la cabeza, tan atroz se volvía su jaqueca. Los dolores de cuello y espalda la dejaban durante varios días paralizada. Consultó con varios médicos, entre ellos algunos psiquiatras; les hablaba de todo: los traumas de la infancia, las infidelidades de Nicolás, que más de una vez, les decía, y casi se lo creía, la habían llevado al borde del suicidio; su afán de saber: el antídoto a todas sus desdichas. Una especie de loro incapaz de interrumpir el flujo interminable de lamentos. Lo que sí, en todo momento mantuvo un silencio de hierro en torno a sus amores con Gaspar Rivero y a la trama criminal urdida por ella y su primo. No sabía si de verdad recibía ayuda de los doctores: le prescribían pastillas que le resecaban la boca y la hacían actuar como una autómata, cuando no dormirse a toda hora. Tan pronto como se convencía de que el tratamiento no avanzaba cambiaba de médico. Creía que nunca se repondría de la vergüenza de haber sido burlada de una manera tan miserable por aquel pillastre que mientras la aletargaba con su ácido aroma corporal le juraba amor eterno. Nunca hubiera podido sospechar la magnitud de su propia ingenuidad, su estupidez, su incapacidad para advertir algún eslabón en la cadena de engaños de que había sido víctima; pasada la crisis, el espejo tejido de mentiras le resultó tan claro, tan evidente, que solo un ciego hubiera podido no verlo. Cuando Nicolás Lobato pasaba a verla, por lo general la hallaba tendida en la cama con aire desolado. Tenía siempre un libro abierto a su lado en cuya lectura parecía no poder concentrarse. Si le preguntaba cómo se sentía, invariablemente lloraba, salía de la cama con desánimo, caminaba con torpeza, ponía su cabeza en el pecho del marido, lo abrazaba y seguía sollozando con mayor desamparo.
Una tarde, Nicolás comentó que había decidido dejar Coyoacán. Era necesario olvidar de raíz los acontecimientos recientes. Estaba a punto de comprar una residencia en Polanco, en la calle de Julio Verne, donde iniciarían una nueva vida. Una casa amplia, desgraciadamente en malas condiciones, con un jardín de excelente tamaño. Uno de los arquitectos que trabajaban en Las Palmas comenzaría a restaurarla tan pronto como tuviera un poco de tiempo libre. La vida les depararía aún momentos extraordinarios, ya lo vería. Por cierto, deseaba que las escrituras de la casa estuvieran a nombre de ella; dentro de unos cuantos días la molestaría para ir juntos al notario a firmar los documentos necesarios.
Jacqueline no volvió a preguntar por Gaspar Rivero, quien gradualmente desapareció de su vida. Había semanas en que apenas se acordaba de él; cuando lo hacía era con auténtico odio. Un día recibió la nada grata visita de María Dorotea, quien durante más de media hora no hizo sino repetir una serie de banalidades, para luego, como si le fuera imposible contenerse, dejar escapar que Gaspar vivía en Cuernavaca, donde supervisaba las obras de Las Palmas. Comentó que la semana anterior había visitado aquel lugar con Jesús, su marido, a quien se le habían encomendado los trabajos de herrería. Describió con exasperante morosidad el estado de la obra. Dijo que en un pequeño local ya terminado, sobre una mesa, estaba de muestra una maqueta del conjunto. Algo portentoso, exclamaba con los ojos en blanco, sí, algo nunca visto, un sueño, un gran terreno alejado, aunque no demasiado, de la ciudad, un ramillete de maravillas. En el centro se levantaba el gran hotel, rodeado por un jardín que tenía las trazas de llegar a ser algo fantástico. En medio de un bosque de palmas, las canchas de tenis, las caballerizas, las piscinas. A un costado del terreno construían una hilera de bungalows y en el opuesto un edificio de departamentos con servicio de hotel. La maqueta lo abarcaba todo, hasta el campo de golf y las otras instalaciones deportivas. Al ver aquello con sus propios ojos, volvió a repetir, relamiéndose los labios con una vulgaridad extrema, se dio cuenta de que se trataba de una empresa prodigiosa, un sueño de las mil y una noches, una leyenda. Y a cada momento volvía a repetir que Nicolás era un hombre de negocios de gran estilo, con un colmillo del tamaño de una catedral. ¡Un caballero y un magnate! Nada le disgustaba tanto a Jacqueline como ver gesticular a su hermana con el exceso de teatralidad ramplona que recordaba haberle visto desde los primeros años escolares. Por ella se enteró de varias cosas que desconocía, por ejemplo que Nicolás había vendido el hotel Asunción, obligado por los tremendo gastos que exigía la construcción. Las Palmas acabaría por engullirse hasta la camisa de Nicolás, si éste se descuidaba, continuó la sabihonda. En los años por venir, aun después de poner en servicio el hotel, la obra devoraría no solo el otro hotel sino tal vez hasta la agenda de viajes, pero llegaría el momento en que desaparecieran los problemas. Nicolás obtendría un préstamo hipotecario, y, si lo consideraba necesario, podría vender acciones sobre los bungalows y los departamentos con servicio de hotel. Nicolás Lobato le mostraría al mundo de qué era capaz.
Jamás, desde que podía recordar, le habían simpatizado sus hermanas, y con el transcurso del tiempo, María Dorotea, ¡con mucho la peor!, se le había vuelto insoportable. Las aborrecía, entre otras cosas, por negarse a respetar su voluntad. Nunca había logrado que la llamaran Jacqueline; seguían abonadas al antiguo y detestado nombre, María Magdalena, pronunciándolo con un retintín zumbón que la sacaba de quicio. Desde niñas, las dos, haciéndose una, habían adoptado hacia ella, la menor, una actitud competitiva que se fue intensificando hasta terminar por agriar todo vestigio de relación amistosa. Tratarlas, consecuentar a sus maridos en el período en que Gaspar Rivero se aprovechaba de ella, fue algo que en varias ocasiones le pareció superior a sus fuerzas. Lo había hecho para crearle un marco de normalidad a la presencia de su primo en casa. Debía, pues, señalarles que ese período formaba parte de un pasado irrepetible. Jacqueline recibió la información de que Gaspar seguía trabajando al lado de su marido con una sangre fría que ella misma calificó de admirable y que desconcertó por entero a su hermana; ni un músculo facial se le alteró ante la mención de aquel nombre aborrecible. María Dorotea no logró percibir una brizna siquiera de la ráfaga de cólera que azotó a su hermana al oír mencionar a aquel hijo de la chingada que había estado a punto de destruir su matrimonio. Y ella se dio el lujo de no hacer el menor comentario sobre la magna obra que aquella aburridísima mujer, convertida en un ridículo vocero de Las Palmas, describía con voz que variaba sin ton ni son de lo meloso a lo estridente. Al observar la indiferencia de Jacqueline en la conversación, María Dorotea se desbarrancó de lleno en el único asunto que en esa ocasión realmente le interesaba:
–Sí, sí... gran suerte la de Nicolás que este primo nuestro se haya instalado allí –la sintaxis nunca había sido su fuerte–. Gaspar será leal; olvidará los problemas del pasado. Un muchacho noble, sano, fiel. Más de una vez le he recomendado: «Pásate una esponja por la memoria, muchacho, y actúa como si acabaras de conocer a su marido.» Ya lo verás, María Magdalena, acabará por olvidar los malos ratos que le hiciste pasar, tus inútiles esfuerzos por acorralarlo. Tanto le debe a Nicolás que le pagará con lealtad. No quiero inmiscuirme en problemas ajenos; cada quien es el amo de su propio destino. Nicolás es un hombre ingenuo, es bueno, te quiere, pero toda ceguera tiene sus límites...
–La maldad procede de la ignorancia –dijo ella, caricaturizando el ton de voz de María Dorotea–, es fruto del mal gusto, de la cursilería. No sabes lo que me agradaría compartir contigo las charlas en que participo los sábados por la noche en casa de Márgara Armengol. ¡Cómo me gustaría que nosotras comenzáramos a departir... no pudimos hacerlo cuando éramos más jóvenes, la maldita miseria nos robó esa oportunidad... sobre Los Karamazov, La metamorfosis, o Las señoritas de Avignon, del célebre Picasso! Me encantaría proporcionarles a ti y a María del Carmen esas oportunidades que la vida les ha negado. ¡Pero ¿qué hago?! Yo aquí, hablando como un merolico, cuando esta tarde tengo cita con mi doctor, un hombre admirable, te lo aseguro; insiste en que me ponga a escribir. Según él, debería comenzar por un cuento; no creas, no me faltan ganas de describir la frustración de los mediocres, su rencor hacia todo lo que les resulta superior, hacia aquello que no lograrán alcanzar nunca. Tendría que situar mi cuento en una ciudad imaginaria, y en una época distinta a la nuestra, para no correr el riesgo de que alguien se pusiera el saco, ¿no crees? ¡Y sigo hablando! ¡Me voy, me voy!
Se puso en pie, y sin tenderle siquiera la mano a su hermana le deseó las buenas tardes, recogió una revista de una mesa y se dirigió a su habitación.
Conocía bien a María Dorotea; imaginó la espesa lluvia de anónimos que muy pronto se desplomaría sobre su casa. Tenía que actuar de inmediato, tomar las precauciones necesarias. A partir de esa conversación con su hermana desapareció la abulia que la había aquejado en los meses anteriores. Ese día, Nicolás no llegó ni a comer ni a cenar; lo esperó hasta bien entrada la noche y al fin se durmió sin verlo. Desde la gran crisis dormían en habitaciones separadas, por lo que no seguía muy de cerca sus movimientos. Al día siguiente desayunó sola; se vistió con mayor esmero que de costumbre, y, sin previo aviso, se presentó en la agencia de viajes.
Nicolás se asombró al verla entrar en su despacho. Antes de que él pudiera abrir la boca, Jacqueline se apoderó de la palabra. Habló con voz neutra, vigorosa y lejana, como una locutora de televisión a la hora de las noticias:
–¿Te sorprende mi visita? Ayer estuvo en casa María Dorotea, mi hermana. ¿Sabes de lo que es capaz semejante hiena? Me reveló, sin omitir detalles, tus nuevas infidelidades. –Para su propia sorpresa, al emitir aquella mentira, una onda cálida invadió su rostro, la voz le tembló, los ojos se le nublaron con unas lágrimas a punto de brotar–. Soy y he sido una mujer que se respeta a sí misma. –Sintió el rumbo bastante extraviado–: Me corregirás si miento. A tu lado he llevado una vida abominable... Soy una mujer que convalece... Me importa sobre todo mi superación espiritual... No te he dado la felicidad que deseabas... la has buscado por tu cuenta... –Las lágrimas le bañaban las mejillas. Advirtió que era necesario llegar a fondo, antes de que Nicolás pudiera salir del desconcierto. En medio del llanto levantó la voz, y logró un efecto espantoso y patético–. ¡He sido insultada! ¡Calumniada! Me dijo María Dorotea, con la bajeza que la caracteriza, que ese cómplice miserable al que mantienes en Cuernavaca, por desgracia mi pariente, asegura que yo lo perseguía, ya te imaginarás para qué... –De su voz desapareció el gimoteo y fue sustituido por una racha de cólera–. Mi vida es transparente y eso tú no lo toleras. Preferirías que fuera una pinche putilla, que te igualara en vicios, en lujuria; eso te justificaría para tratarme como me tratas. Vengo a decirte que abandono tu casa. Me voy como llegué. Pude haber sacado mis maletas para que al regresar no encontraras ni mis señas. Preferí darte la cara. Pronto sabrás mi dirección. Si quieres el divorcio cuenta con él. Si deseas que vuelva, también lo haré. Pero para que eso ocurra, y me imagino que no es nada fácil, tendrías que deshacerte de tu cómplice, alejarlo definitivamente de nosotros; me imagino que te tiene en sus manos, algo debe saber que ni siquiera a mí te has atrevido a confiarme; no logro explicarme de otra manera la relación existente entre ustedes. –Tomó sus guantes, su bolso negro, e hizo una salida de gran efecto, como las que les había visto a ciertas actrices en los momentos culminantes de una película.
Nicolás Lobato se levantó con parsimonia de su asiento, corrió a la puerta, la abrió, salió con Jacqueline y la condujo en su automóvil a un restaurante, insistiendo que sería más agradable conversar allí que en su despacho. Del diálogo que siguió se desprendió que el sábado siguiente despediría a Gaspar, y que en un par de meses saldrían rumbo a Europa, donde solo habían estado una vez, poco después de casados, doce o trece años atrás.
Todo resultó de esa manera. Gaspar abandonó Las Palmas y ellos pasaron cinco semanas en Europa. Durante el resto de su vida Jacqueline no volvió a ver a su primo ni a tener noticias suyas. A veces, muchos años después, se le hacía presente el acre olor de su cuerpo y se quedaba perturbada por un buen rato.
Poco después de regresar de Europa, Jacqueline recibió la visita de Márgara Armengol. Hacía casi un año que no se veían. En los últimos meses de sus relaciones con Gaspar Rivero dejó de frecuentarla. Jacqueline se sentía ofendida porque después de la enfermedad había llamado a su amiga y ésta nunca la había visitado ni respondido a su llamado telefónico. Al verla, olvidó sus resentimientos y comenzó a relatarle algunas de sus impresiones de Europa. Lo ideal hubiera sido hacer un viaje juntas, comentó; la energía de una y la cultura de la otra habrían podido configurar la experiencia perfecta. Márgara parecía mucho más seria, solemne casi, con una evidente disminución de su sentido del humor. Contestó que los amigos seguían reuniéndose en su casa, pero más espaciadamente, los tiempos eran otros, el tono de las reuniones se había modificado; era más elevado, podía decirse. La época del relajo se hundía en el pasado. Cada edad, añadió severamente, tenía necesidades y requerimientos diferentes. Había decidido transformar su casa de Coyoacán en una Academia.
–La gente, por lo general –le explicó– tiene un talento que no ha desarrollado y está ávida de saber y al mismo tiempo de hacer oír su voz, pero no sabe cómo hacerlo. En nuestra pequeña Academia, un grupo de amigos nos comprometemos a proporcionar los elementos necesarios a las personas con ciertas inquietudes y así capacitarlas para dar un salto que hasta entonces les había parecido imposible. Piensa en tu caso, Jacqueline. A alguien como tú, que se quedó con los estudios a medias, pero que hierve en inquietudes intelectuales, nuestros cursos no solo le permitirán ampliar sus conocimientos, sino también revelar algunas inexpresadas facultades creativas. –Le explicó que habría un taller de creación literaria, donde los alumnos aprenderían lo indispensable para escribir cuentos y novelas, un curso sobre los grandes narradores, «hermenéutica de la novela» llevaría por nombre, donde se estudiaría tanto a los novelistas clásicos como a los contemporáneos, y otro más de historia de las artes visuales. Las lecciones se impartirían por la mañana. Ella se encargaría del curso de hermenéutica; Julián Barreda dirigiría el taller de creación literaria, y un joven de origen italiano, Gianni Ferraris, un hombre inteligente, un descubrimiento, una auténtica delicia, desasnaría a su auditorio explicándole los momentos culminante de la historia del arte, de Altamira al presente–. Ferraris no hablará solo de pintura y escultura –añadió–, como hacen por rutina los maestros de esta especialidad, sino que se ocupará también de estudiar otros medios visuales, la fotografía, el cine, por ejemplo. En fin, introduciremos cualquier innovación que se nos ocurra. La profesora Villalobos, Marina Villalobos, esa apóstol del pasado mexicano, organizará excursiones a sitios de interés histórico o artístico. Queremos contar con un programa flexible, que elimine rigideces y pedanterías que no hacen sino ahuyentar a los alumnos. En fin, ya juzgarás por ti misma y pronto me darás tu opinión, porque estoy segura de que no desdeñarás inscribirte en mi pequeño templo del saber.
Jacqueline se inscribió de inmediato en el taller de narrativa y en el curso de hermenéutica de la novela. Los resultados no tardaron en dejarse sentir: comenzó a escribir algunos relatos sobre su niñez desdichada, enriqueció su biblioteca con un buen número de novelas y algún tratado sobre literatura contemporánea. Todos los martes y jueves asistía con algo parecido a un difuso aliento místico a la casa de Márgara. Fue un período feliz y apacible, por desgracia muy breve. Leía, meditaba, escribía, discutía. Logró expresarse con relativa soltura tanto oralmente como por escrito. Trató en algunas ocasiones de compartir sus experiencias con su marido, pero Nicolás le respondía con la misma indiferencia que hubiera mostrado de haber ella asistido a una reunión de señoras para hacer crochet o punto de cruz y se empeñara luego en explicarle los métodos aprendidos ese día. Los cursos fueron, desde muchos puntos de vista, un éxito. La vida social en casa de Márgara Armengol cambió de manera notable. La conversación se volvió académica, ¡jamás leyó tanto en su vida! Gianni Ferraris, el profesor de origen italiano, en las primeras conversaciones casuales le resultó un hígado pestilente, pero después de ciertas dudas terminó inscribiéndose en su curso, y desde la primera lección sus enseñanzas le parecieron prodigiosas. Poco después se inscribió también en el curso de arte mexicano de Marina Villalobos, y de esa manera dobló su asistencia semanal a la Academia. La inscripción en el curso de Marina le permitía participar en las excursiones a sitios prehispánicos y coloniales que tenían lugar el primer sábado de cada mes. Al final de un trimestre se elegía un fin de semana largo para realizar viajes más ambiciosos. A principios de mayo se llevaría a cabo una excursión a Yucatán.
Le sugirió a su marido que hicieran juntos ese viaje. Lo hizo sin el menor entusiasmo; se trataba de una invitación meramente formal, pues estaba segura de que por ningún motivo Nicolás dejaría de ir a Cuernavaca a comprobar el avance de sus obras. De animarse él a acompañarla sus romos comentarios le arruinarían el placer del viaje. Recordaba con fastidio la sensibilidad de elefante de que había dado muestras constantes durante su viaje por Europa. En los últimos días de la estancia en Roma, fingió una permanente jaqueca para tener que salir con él lo menos posible. Sus comentarios llegaban a enfermarla. Por fortuna, Nicolás declinó la invitación; le propuso que fuera con Alicia Villaba, pero ella respondió que ni de broma, que no quería convertirse en la comidilla del grupo, que en ese caso prefería ir sola; tampoco eso fue posible, porque en vísperas de la salida a Mérida murió su madre y no pudo ni quiso sustraerse a sus obligaciones filiales. Solo al tercer año de haber seguido los cursos, en abril de 1964, pudo volar al fin a Yucatán. El grupo de María Villalobos estaba compuesto por unos veinte viajeros, entre los cuales se contaba Gianni Ferraris, quien, igual que ella, desconocía la península. Volaron a Mérida sentados uno al lado del otro, y durante los primeros días en Yucatán no se separaron sino en muy breves momentos. Era muy agradable conversar con él, oírlo contar la historia de su familia, conocer sus proyectos, el más importante, el de instalarse en Italia dentro de un par de años y permanecer allá por tiempo indefinido. Más interesante aún fue pasear con él por Mérida y viajar a Uxmal y Chichén-Itzá, oír sus observaciones sobre el arte maya y sus comparaciones con otras culturas. Entre los cuadernos olvidados en Cuernavaca había uno que recogía los comentarios de Ferraris sobre los más diversos temas culturales, sociales y aun personales. Durante ese viaje, Jacqueline enloqueció de entusiasmo ante las ruinas mayas, y también de amor, pues en el bar del hotel, una tarde, mientras tomaba un café, escribía unas postales y esperaba al profesor italiano, con quien había quedado en hacer un paseo por Mérida y cenar más tarde en un restaurante de comida típica, conoció por pura casualidad a David Carranza, un joven moreno, atractivo y elegante, que en muchos aspectos representaba la antítesis de Ferraris, el cual se sentó a su lado y de inmediato le hizo conversación, impresionándola de tal manera, que minutos después se escapó con él, fue luego a bailar y, lo que es más, lo invitó a pasar la noche en la misma cama.
Apenas pudo dormir. De madrugada, al entrar los primeros rayos de luz en la habitación, estudió con delectación el rostro del muchacho, maravillada al corroborar la sensualidad de una boca perfecta; pasó luego la mano con suavidad por el pecho velludo, las ingles, los muslos, el pene, y comenzó a frotar su cuerpo con el otro, de modo que poco después volvía a ser acariciada, vencida y penetrada, segura de que la insuficiente relación sexual con su primo había sido tan solo un preámbulo a la plenitud de ese momento. Cuando el grupo estaba a punto de regresar a México, David Carranza la invitó a pasar una semana en Cozumel. Jacqueline telefoneó a su marido, le inventó una historia confusa y deshilvanada referente a la posibilidad de prolongar con unas compañeras del curso el viaje a Cozumel y tal vez a Isla Mujeres, y luego se dirigió al aeropuerto con su nuevo amante.
Durante el día tomaban sol y nadaban, bailaban por la noche, hacían el amor hasta el amanecer, y luego se hundían extenuados en el sueño. Ella le habló con toda seriedad de sus cursos, del motivo de la visita a Mérida, pues no quería ser considerada como una vulgar aventurera. David la escuchó con paciencia, con una sonrisa cortés, y al final le explicó que la cultura le parecía una propuesta muy respetable, debía admitirlo, pero que sus verdaderos intereses se fincaban en otra zona del conocimiento: la política. Ocupaba un puesto en la Secretaría del Trabajo; le habían ofrecido aquel empleo como una aviaduría. No era necesario, le comentó su padrino político, quien lo recomendó para el cargo, que se presentara en la oficina sino los días de pago, pero a él no le parecía correcta esa actitud, por considerarla, a corto y a largo plazo, una amenaza para su futuro político. Se apersonaba todos los días en la Secretaría, se las ingeniaba para hablar con sus superiores, mantenía las mejores relaciones con sus compañeros, especialmente con Manuel de Gracia, su coterráneo, con el cual compartía la protección del mismo padrino y de quien desconfiaba por completo, asistía a cualquier desayuno de funcionarios que estuviera a su alcance. Ésa era su vida. Allí mismo, en Cozumel, compraba todos los periódicos llegados de México, leía con atención las columnas políticas, las comentaba con ella, o, mejor dicho, se las explicaba de principio a fin, mientras permanecían tendidos en unas tumbonas frente a la piscina. Hablar de la vida política y administrativa del país constituía su mayor deleite. Podría no haber aprendido nada de derecho, pero el cursar la carrera de Jurisprudencia le había servido para relacionarse como era debido. Apenas llegado de su Campeche natal comenzó a moverse en la política universitaria. Hacía hincapié en que un político de calidad debía cuidar con esmero de su presentación. Era una carrera que nada tenía de fácil. Había que correr durante una hora apenas salido de la cama, asistir tres veces por semana al gimnasio, elegir con el mayor cuidado la ropa adecuada. Mantenerse alerta ante las desmesuradas ambiciones de algunos intrigantes, como Manuel de Gracia, por ejemplo, cuya avidez por escalar era tan desmedida que solo podía compararse a su falta de principios éticos. Jacqueline adoptaba tal expresión al oírlo que cualquiera pensaría que se hallaba en presencia de un titán. En las pausas que él le permitía, ella le contaba trozos selectos de su vida, le hablaba de sus frustraciones y torturas, del marido zafio que acostumbraba minimizar a los demás con alguna frase despectiva, y a quien en verdad nada le interesaba. ¿Podía imaginarse a alguien que detestara, preguntó con astucia, todo lo que tuviera que ver con la vida pública, al grado de repetir a cada momento que los políticos del mundo entero, pero muy en especial los mexicanos, eran unos pillos redomados cuando no unos grandísimos pendejos y que de todos ellos no había manera de hacer un hombre entero?
Le decía a cada momento que era diferente a todos los hombres que había conocido; le mentía al asegurarle que vivía su primera infidelidad conyugal, y le encantaba descubrir en David la misma procacidad de lenguaje y de actitudes que Nicolás Lobato empleaba cuando hacía el amor con ella. De repente desaparecían el tono aterciopelado al hablar, los ademanes elegantes, el lenguaje acartonado con que pacientemente le informaba sobre cada paso que daba para colocarse en la escena política; entonces asomaba la fiera. ¡Y vaya fiera!
Desde el primer momento fue consciente de la desmesurada vanidad de aquel galán. Con un mínimo de inteligencia, se decía, cualquier mujer podía tenerlo en un puño. Solo era necesario fingir ante él una admiración y un interés constantes. La admiración la tenía, el interés por lo que decía, no. Después de dos o tres intentos de conversación aceptó, resignada, que no podía exigirle el mismo acercamiento que ella tenía hacia la cultura. Percibió también que cuando entablaban conversación con otras parejas en el bar o el restaurante, le agradaba oírla hablar de arqueología maya, de libros o de música, como si fuera un universo compartido íntimamente por ambos, lo que la llenaba de satisfacción y le hacía perdonar sus deficiencias en esos terrenos.
Al volver a México las relaciones continuaron. A David le habían ofrecido, según dijo, poco después de regresar de Cozumel, un puesto en la Embajada de México en Roma. No quiso aceptarlo por no alejarse de sus verdaderos intereses. No quería marchar al exilio. Comenzó a trabajar en el programa de relaciones públicas de un senador que aspiraba a la gubernatura de su estado. Tenía, junto con un equipo de colaboradores procedentes de las más diversas disciplinas, que delinearle un plan de acción; una labor difícil, opinaba con energía, pues no se trataba de formular un modelo cualquiera sino un verdadero paradigma de gobierno. Alguien, el padrino por supuesto, había impuesto en ese grupo la presencia del inefable Manuel de Gracia, que no perdía ocasión para llevarse las palmas y oscurecer de paso la labor de los demás. Se quedó sin comprender qué querían decir esas palabras; lo siguiente le resultó más claro: aquel senador le había prometido obtener para él, una vez lanzada su candidatura, un puesto como secretario particular del oficial mayor de la Secretaría de Marina. Luego se produjeron dos o tres reveses inexplicables. No solo no obtuvo la ansiada secretaría particular, sino que por razones oscuras, donde lo único que le pareció evidente era la artera intervención de Manuel de Gracia, perdió la protección del senador, también la del padrino político, y, por consiguiente, el puesto en la Secretaría del Trabajo, donde solo se paraba, según llegó a confesar en un momento de descuido, los días de pago para cobrar su sueldo.
Una tarde de lluvia, en el escueto e impersonal departamento habitado por David Carranza en la colonia Condesa, después de fornicar larga y placenteramente, Jacqueline, en un estado de notable exaltación, le aseguró que sus desgracias derivaban del hecho de ser demasiado noble, que nada en su persona ocultaba su grandeza, lo que con seguridad despertaba la envidia y el rencor de esa inmunda fauna de mediocres, frustrados, trepadores y resentidos que lo rodeaba, lo que Carranza aceptó con una imprecisa falta de convicción; le era necesario, añadió ella, un capital para respaldarlo y poder lanzarse en grande a la realización de sus sueños, no desperdiciarse en ser secretario de nadie; contar con un periódico, por ejemplo, que contribuyera a potenciar su personalidad. No era justo que unos cuantos miserables que vilipendiaban a quienes se esforzaban en prestigiar la política lo tuvieran todo. No, no era justo, por más argumentos que le presentara no llegaría a convencerla. Desde que lo había conocido –hablaba como si rezara una plegaria– no había hecho sino pensar que en el caso de que su marido falleciera, ella, como heredera universal, dispondría de la fortuna necesaria para ayudarlo a crecer, contribuir a demostrarle a los demás de qué proezas era capaz David Carranza. Repitió la campaña de seducción que había empleado con su primo Gaspar. Para su sorpresa y alegría no tuvo que vencer ninguna resistencia. El político en ciernes, después de un mínimo instante de asombro, acogió con la mayor naturalidad del mundo la misión de enviar al otro mundo a Nicolás Lobato.
–¡Pensar que ni siquiera conozco a tu marido! –exclamó–. No importa, tenemos que tramar este episodio con el mayor cuidado; considero que emplear a un pistolero a sueldo es la solución menos recomendable. No me parece que una concertación de intereses pudiera resultar allí viable; cualquier matón con quien nos pusiéramos en contacto terminaría por extorsionarnos, por chantajearnos, nos dejaría en la miseria, si no es que en el cementerio. No se trata de una empresa fácil. Tendremos que bastamos con nuestros propios recursos, atropellarlo, asfixiarlo, qué sé yo... Me parece conveniente hacer aparecer a alguien, a Manuel de Gracia, por ejemplo, como autor intelectual del crimen. ¡Mientras más pronto actuemos, mejor!
–Necesitamos una pistola –dijo Jacqueline, como si estuviera instruyendo a un párvulo. El tono de voz y sus modales, adquirieron a menudo en ese período rasgos propios de una actriz en una pieza didáctica–. El hecho de que desconozcas a mi marido juega en tu favor. Por otra parte, nadie sabe que vengo a visitarte. Nadie te asocia ni te asociará conmigo ni con Nicolás. Yo te introduciré en la casa, simularemos un robo. ¿Sabes disparar? Dejaré mi coche afuera y te daré las llaves para que puedas escapar con facilidad; luego abandonarás el auto donde te dé la gana. No habrá sirvientes ese día. Yo te guiaré, David. Confía en mí. Te espera un inmenso porvenir; yo quiero acompañarte en los amplios escenarios que el destino te tiene reservados.
–¿Y de qué manera implicaríamos a ese hijo de puta de De Gracia?
La respuesta era siempre la misma:
–Tenemos que olvidarnos de ese intrigante. Cualquier complicación accesoria podría perdernos.
Tal como había sucedido durante el tiempo que duró su anterior aventura sentimental, Jacqueline pasaba las noches en una especie de delirio erótico. Hacía el amor en su casa con una furia y una desesperación tan violentas que Nicolás Lobato se quedaba atónito, convencido de que nunca acabaría de abarcarla, seguro de que pasara lo que pasara sería siempre la mujer de su vida, la verdadera, la única, comprobando que cada año se ligaba con más ardor a ella, que cada día anunciaba su indudable superioridad sobre cualquier otra hembra conocida.
Por las mañanas seguía asistiendo a la Academia.
Después de comer, Jacqueline pasaba parte de las tardes en el departamento de su amante. Habían decidido leer novelas policiales para afinar los detalles. Pero con él eso no regía. Leía unas cuantas páginas sin concentrarse; luego tomaba el periódico, la acostaba a su lado y empezaba a descifrarle los editoriales políticos, los que casi siempre significaban algo distinto de lo que ella suponía. Mientras él leía y glosaba el texto, ella iba desabrochándole la bragueta, la camisa, soltándole el cinturón, para, al terminar la lectura, o a veces a mitad de ella, entregarse el amor como un par de tigrillos en celo. Jacqueline procuraba imbuirle entonces algo de su odio hacia Nicolás Lobato y hacer que fuera del acto fornicatorio no pensara sino en el crimen. Al mismo tiempo, jugaba con la idea de convertirse en la esposa de un futuro gobernador, en el vestuario que iba a necesitar, en las joyas que podría comprar, y, también, ¡faltaría más!, en las obras sociales y en la labor cultural que desarrollaría. Había comenzado, peligrosamente, a creer en los argumentos que le administraba a David para fortalecer su voluntad. Nombraría como asesores de gobierno a Márgara y al profesor Ferraris, quien con toda seguridad suavizaría la aspereza con que la trataba desde el día en que le había dado un plantón en Mérida.
Por fin se cambiaron a la casa de Polanco. Ya había perdido las esperanzas de hacerlo, tantas veces se habían suspendido las obras de remodelamiento. Nicolás quiso encargarse de todo, de los nuevos muebles, de la decoración, de los transportes; ella no tuvo sino que hacer sus maletas y mudarse. Allí encontró algo a lo que siempre había aspirado, un hermoso estudio para ella sola. Le pareció una premonición: en los tiempos por venir, cuando llegara a ser la esposa de un político destacado, ese estudio le resultaría indispensable. También le alegró que el dormitorio volviera a ser común. Estaba ya harta de las alcobas separadas. La mudanza le dio la oportunidad de enterarse de dónde guardaba Nicolás su pistola y apoderarse de ella. Tan pronto como llegaron a la nueva casa la escondió detrás de unos libros, en una de las estanterías de su estudio. Si Nicolás Lobato trataba de defenderse no encontraría el arma necesaria para hacerlo.
La noche elegida se las ingeniaría para mezclar tres pastillas de valium de alta graduación en la cena de Nicolás. Pensaba declarar, después de los resultados que arrojara la autopsia, que su marido acostumbraba ingerir sedantes antes de acostarse y que tenía la impresión de que en los últimos tiempos abusaba de ellos. Días antes del cambio Jacqueline le dijo a Elena, la cocinera, que tan pronto como se instalaran en la nueva casa podría tomar sus vacaciones. Pensó que estaría bien que la otra muchacha, la encargada de la ropa, se quedara en casa para servir como testigo del asalto del que se enteraría cuando ya todo hubiera ocurrido.
Y por fin llegó el anhelado momento de la liberación. Jacqueline permanecía con su lámpara encendida leyendo Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos, libro que en esos días estudiaba en el curso sobre novela. Observó a Nicolás mientras se quedaba dormido. Lo hizo con la facilidad de siempre, tal vez más profundamente gracias al somnífero ingerido. En ese momento se levantó y abrió la puerta del jardín y la de la casa para que David pudiera entrar sin dificultades. Ella tendría que darle la señal cuando llegara el momento de subir a matar a su marido. Volvió a su cuarto, y, contra todo lo convenido, a pesar de la excitación propia del momento y del interés con que seguía la novela, se quedó dormida. De pronto despertó. Vio a Nicolás buscar algo en un cajón de la cómoda. ¡La pistola!, pensó, contrayendo el rostro en una mueca sardónica. Él se acercó a la cama y le dijo en voz baja que no se moviera, que no hablara, que al parecer alguien se había introducido en la casa, pero que él se le anticiparía y le daría una sorpresa. Ella cerró los ojos, esas intensidades no podían sino asustarla, no quería saber nada, oír nada, ver nada. «¡Dejemos que los muertos entierren a sus muertos!», murmuró, sin saber si era la frase justa para citar en ese momento. Estaba segura de que David sabría desempeñarse a pesar de que algo en los planes hubiera cambiado, que dentro de unos cuantos minutos sería una viuda, y que, aunque las circunstancias fueran complejas, ella seguía siendo una buena mujer, obligada a actuar como había actuado solo por amor y por dignidad personal. Estaba a punto de repetirse la lista de agravios recibidos cuando de pronto abrió los ojos y vio que Nicolás había sacado, a saber de dónde, otra pistola con un cañón bastante más largo que el del arma que ella había sustraído, y que estaba a punto de salir de la habitación.
Con toda seguridad Nicolás encontraría desprevenido a David Carranza y dispararía, o, lo que sería peor, lo entregaría a la policía. Su amante pasaría largos años en la cárcel. Tal vez también ella resultara implicada en el proceso. Se levantó aterrada de la cama. Tenía que prevenir al pobre muchacho que solo esperaba en la sala una señal para subir y aniquilar al bárbaro. Se abalanzó con un pesado jarrón en los brazos hacia la escalera en la penumbra. Gritaba como enloquecida. La voz baja de Nicolás, pidiéndole silencio, la orientó hacia él y así pudo estrellarle el jarrón en la cabeza, los gritos no cesaban:
–¡Auxilio! ¡Al ladrón! ¡Socorro! ¡Al ladrón!
En ese momento se oyó un disparo y luego otros más. Ella no logró saber de qué pistola procedían. Se produjo una confusión absoluta. Muerta de miedo rodó al suelo y se prendió de una pierna de su marido; descubrió entonces que no podía gritar, que la molestaba un dolor agudo en alguna parte del cuerpo que no lograba precisar, que estaba a punto de volver el estómago.
Cuando la luz se hizo se encontró de nuevo en una cama del hospital de siempre. Era de día. Tenía la mano vendada. Una enfermera le decía que no tenía por qué preocuparse, había perdido dos dedos, pero dentro de unas cuantas semanas le pondrían otros aún más hermosos, la mano le quedaría lindísima, ya vería, mejor que antes. Nicolás, tratando de serenarla, añadió que no le cabía duda de que pronto detendrían al ladrón y recuperarían el automóvil. Esa mañana le habían comentado en la Procuraduría que tenían una carta que denunciaba al culpable, un tal De la Gracia si no lo engañaba la memoria. Estaba en observación; querían saber qué conexiones tenía, pero de un momento a otro lo pondrían tras las rejas. Jacqueline vio que tampoco su marido había resultado del todo bien librado; llevaba la cabeza vendada.
–¡Jamás me hubiera imaginado que tenía una mujer tan fiera! –dijo el imbécil–. Pero te equivocaste, hermana; me golpeaste creyendo que yo era el ratero.
Los ojos de Jacqueline se llenaron de lágrimas. Pensó que había sufrido demasiado. ¿Tenía algún caso seguir viviendo? Se negaba a mirar su mano envuelta en un vendaje aparatoso. ¡Dos dedos! ¿Cuáles podrían ser? Las lágrimas fluían sobre su rostro inmóvil, como el de un cadáver. Recordó que la noche anterior había estado leyendo un libro interesante, una novela que era una colección de cartas, que había oído disparos, y en ese momento se quedó dormida.