Donde al fin aparece la tan aguardada Marietta Karapetiz, y se muestran sus encantos, los que a Dante C. de la Estrella no en todo momento le parecen tales.
Se hizo una pausa. No se podía decir que los miembros de la familia Millares hubieran seguido hasta ese momento con igual atención el relato de Dante de la Estrella. A cada uno de ellos le había interesado solo alguno que otro momento aislado de la historia. En general, consideraban el discurso del licenciado como un contrapunto permanente al ruido producido por la lluvia al azotar las ventanas. Un poco como oír la radio. El sonido estaba allí, pero nadie se sentía obligado a ponerle toda su atención. Aquel público familiar, inicialmente pasivo, había transitado del tedio a la impaciencia; hasta que, poco a poco, al transformarse el confuso balbuceo inicial del narrador en un golpe incontenible, éste había terminado por atraparlos. Al final, todos parecían estar más o menos pendientes del espectáculo ofrecido por aquella cabalgadura impaciente, nerviosa, a momentos casi enloquecida, que, tenían la seguridad, acabaría por conducir a su jinete hacia un inevitable precipicio. Millares había cerrado la novela de Simenon, resignado a conocer la solución de sus enigmas solo después de la partida de su antiguo cliente. Su padre interrumpió el solitario, y su hermana Amelia puso, quizás, menos atención al tejido de gancho. Hasta los gemelos parecieron despreocuparse de seguir construyendo el Taj Mahal y la Mezquita Azul. Al callar el licenciado, el único ruido que se dejó oír fue el monótono golpeteo de la lluvia sobre los cristales. Las miradas estaban concentradas en aquel homúnculo de mirada enloquecida y rostro casi desfigurado que permanecía en actitud inmóvil en medio del sofá. Lo miraban, evidentemente, en espera de alguna aclaración. Nadie podía presumir de haber captado por entero el sentido de aquella agitadísima perorata: una visita a Turquía, que por alguna razón había salido mal, como resultan tantos viajes que se hacen en compañía, y que, de repente, en los momentos menos pensados, revelan incompatibilidades insospechadas, capaces de hacer trizas amistadas, noviazgos, amasiatos, asociaciones de negocios. Al oír a De la Estrella, uno quedaba con la impresión de que aquel viaje había resultado bastante peor que la mayoría, sin que se supiera exactamente el porqué. Los detalles ofrecidos por el narrador resultaban más bien incoherentes, a menos que la razón de aquel fracaso estuviese contenida en el mero inicio de la crónica, en el que nadie había puesto demasiada atención. El hecho de haber pagado un pasaje de ferrocarril no parecía razón suficiente para tanta agitación y tan descoyuntada palabrería.
A Salvador Miralles comenzó a regocijarlo la transformación sufrida por aquel animal de presa a quien había sufrido años atrás, el hombre de acero que tantos pésimos momentos le había proporcionado en su breve relación profesional, convertido, de pronto –¿a efectos de qué?, ¿de los años?, ¿de la tormenta eléctrica?, ¿de alguna progresiva enfermedad de los nervios?– en un trozo de gelatina desfalleciente, en un tembloroso ostión que se retorciera bajo las gotas de limón que sobre él iban cayendo. Allí yacía el licenciado, gimoteante, estremecido, desvencijado a mitad del sofá. Parecía haber dado por terminado el relato, y que allí se quedaría, pasmado en una inexplicable rabieta, hasta que su automóvil pasara a recogerlo.
Amelia se levantó. Fue a la cocina a pedir que sirvieran el café y algunos bocadillos que había mandado a preparar desde hacía un rato. Al regresar a la sala, la atmósfera seguía estacionada. Nadie volvía a sus anteriores ocupaciones. Parecía que hasta el aire se hubiera paralizado en espera de que el visitante reanudara el relato de su viaje a Estambul. ¿Qué había ocurrido con Ramona y Rodrigo Vives? ¿Por qué, sobre todo, no les revelaba el misterio al que parecía aludir cada vez que mencionaba a esa profesora de vientre rajado y nombre tan extraño, la tal Marietta, cuya aparición, tantas veces anunciada, se les escamoteaba precisamente cuando estaba a punto de acontecer?
La expresión de anonadamiento plasmada en el rostro del licenciado hacía difícil aventurar cualquier comentario, arriesgar alguna pregunta. Fue para todos un respiro que Amelia Millares saliera de la cocina y tomara la palabra con entera naturalidad al volver a la sala.
–Nos traerán café en un momento. A estas horas nos caerá de perlas. Mi marido decía que para las tardes de lluvia nada como un buen café, una copa de coñac y un buen rato de conversación. –Con el mismo tono con que había dicho esas banalidades, añadió–: Tengo la impresión de que me he perdido el final de la historia. Dígame, licenciado, cuando llegaron al restaurante la prenda había volado, ¿no fue así?
Los Millares esperaban casi con ansiedad la respuesta. Sin embargo, tan pronto como Dante de la Estrella abrió la boca nadie le permitió responder. Todas las voces estallaron a un tiempo. Si alguien hubiera podido descifrar la confusión habría escuchado:
A Elenita, la hija de Millares, preguntar cuántos turcos cabían en el interior de la Mezquita Azul, y si estaba llena todo el tiempo o solo cuando se celebraba misa.
A su hermano Juan Ramón, inquirir si en aquel restaurante la turca les había bailado la danza del vientre, y añadir, con alborozo, lo mucho que le habría gustado ver aquella cicatriz en forma de boquita, y si era cierto que sus bordes se abrían y cerraban como si estuviera cantando.
Al viejo Millares, comentar que si la mujer se había marchado, con toda seguridad no habrían tenido dificultades para encontrarse con ella cualquier otro día. A fin de cuentas habían hecho ese viaje a Turquía con el propósito expreso de entrevistarse con ella. ¿No era así?
A Amelia, pedir que le explicara quién se había enamorado de quién, pues desde el primer momento había intuido que se trataba de una historia de amores difíciles, pero sin lograr ubicar con claridad a los protagonistas.
Y a Salvador Millares, el arquitecto, manifestar que se le había escapado lo más importante de la narración. ¿Por qué le había dejado de dirigir el licenciado la palabra a Rodrigo Vives? ¿O había sido, como en su caso, el propio Rodrigo quien había decidido cortar todo trato con él? ¿Cuál había sido el problema? ¿También una cuestión de dinero?
Entró en ese momento la sirvienta con el café y los bocadillos. Todos callaron, como avergonzados. El licenciado se excusó por no tomar café y se preparó otro whisky, no tan cargado como el anterior. En el nuevo silencio general que se produjo, se dedicó a comer deprisa, a grandes bocados, un inmenso trozo de tortilla de papas y a beber ruidosamente su whisky.
–¿Y entonces, licenciado? –volvió Amelia a la carga.
–¿Entonces qué? –respondió el otro con desabrimiento.
–No respondió usted a mi pregunta.
–Así es, no respondí, y si usted me apura me permitiré decirle que no tengo por qué hacerlo. Entre otras cosas, porque sus palabras me resultaron incomprensibles.
–Solo pregunté si había volado la prenda –respondió la otra, un poco amoscada.
–Y yo a mi vez le contesto con otra pregunta: ¿Qué prenda tenía que haber volado? Me da la impresión de que para usted no he hecho sino hablar de pájaros, ¿no es así?, ¿de patos?, ¿de gallinas? –Luego añadió con sequedad–: Por una de esas contradicciones en que tan rica suele ser el alma colectiva, sucede que desean ustedes saber algo de mí, me apremian a aclararlo, y cuando al fin han vencido mis escrúpulos inician tal barullo que el uso de la palabra me resulta vedado. Me he sincerado ante ustedes. Les he dicho que ésta es la primera vez, y estoy seguro de que será la última, que hablo de tal viaje. No se debe solo a haber visto esa prodigiosa mezquita – dijo señalando el rompecabezas de Juan Ramón–, sino, sobre todo, por la vieja amistad que nos une; es posible que algo que soñé anoche también contribuya. Una pesadilla que no logro recordar, pero que algo debe de tener que ver con esta necesidad de comunicación en mí nada habitual. He vivido toda esta mañana en una especie de sonambulismo, con la sensación de que dentro de mí seguía vivo y trabajándome ese sueño que no logro pescar. De pronto sentí que debía hablar con su mujer, Millares, y me he encontrado con esa mezquita. ¡Un caso puro de parasicología! Nunca entenderán ustedes, quizás por su obstinación en no hacerlo, lo que ese viaje me afectó, no solo en su momento, lo que sería normal, sino durante los años subsiguientes. Nunca volvió mi vida a ser la misma. Ahora bien, no me arrepiento de haber ido a Estambul. Me quejo, hablo de mis traumas, de mis dolores, etc., pero en el fondo tengo que reconocer que en el combate que allí se libró solo yo resulté victorioso. Sí, fui en aquel torneo terrible el único triunfador. Ante mí se abrió un espacio infinito para desarrollar mi espíritu. Me temo, Millares, que usted, reducido como está por su propia voluntad a la subliteratura, no podrá entender el placer que otro tipo de libros pueda producir. Nada hay, a mi juicio, en el mundo, que supere al sabor de la erudición. Buscar ciertas obras en catálogos difíciles de obtener, pedirlas, esperar con impaciencia su llegada. Pasar varias horas al día ensimismado en su compañía, haciendo notas. Soy otro hombre, a pesar de los esfuerzos de mi mujer y del mundo para mantenerme a ras del suelo. Un esfuerzo heroico que muchos no comprenden, pero cuya realización a mí me basta.
–Entonces –insistió Amelia, con voz ya mucho menos segura–, ¿se había retirado la señora cuando llegaron al restaurante?
–¿Le hicieron probar a usted algún afrodisíaco? Los orientales tienen fama de ser los mejores del mundo –interrumpió Juan Ramón.
–Haz el favor de dejar en paz al licenciado. Va a contarnos si esa noche hizo el viaje de balde a ese lugar o no.
De la Estrella miró en derredor suyo, deteniendo su mirada turbia en cada uno de los presentes. Luego, con voz chillona, exclamó:
–Ustedes conocen mi apego a la puntualidad. Es una manía, lo sé. Hay quienes me la echan en cara, qué se le va a hacer. Hasta en los días y las horas de tránsito más espeso yo llego siempre a tiempo. No es una virtud que me haya esforzado en cultivar: no, es una costumbre congénita en mí, un integrante de mi naturaleza profunda. No necesito mirar un reloj ni esperar que alguien me indique qué hora es para saber que debo pasar al baño, que necesito afeitarme a un ritmo lento o acelerado, a qué hora ponerme la corbata, cuándo cerrar la puerta de la casa y subir al automóvil. En mi interior funciona un mecanismo estricto de relojería. Salgo de casa en el momento adecuado y llego a mi destino a la hora precisa. Así soy, así he sido desde que tengo uso de razón y así seré hasta el día de mi muerte. Si me invitan a cenar a las ocho de la noche, tengan la seguridad de que llegaré a casa de mis anfitriones exactamente cuando suena esa hora, lo que me lleva a encontrar siempre a la gente de casa en mangas de camisa y esperar un par de horas para que empiecen a llegar los otros invitados. Esa precisión resulta irritante para los demás, quienes comentan, para justificar su desorden interno, que es una actitud obsoleta de mi parte, una ridiculez, una cursilería, y al fin de cuentas terminan por dejar de invitarme. No saben el bien que me hacen, yo y mis estudios salimos ganando. Pero ¿a qué viene todo esto?, se preguntarán ustedes. ¿Por qué se jacta Dante de la Estrella, licenciado en derecho con un curso de posgrado en Roma, de ciertas cualidades suyas cuando nos hablaba de un viaje por Turquía? ¿Habrá perdido el rumbo? ¿Se habrá contagiado de las incongruencias de su mujer y de varias otras personas con las cuales, y en contra de su voluntad, se ve obligado a tratar? Hay a quienes les gustaría que así fuese. Mi deleite es chasquearlos. Si hablo de mi obsesión por la puntualidad es para que pueda entenderse la mortificación que pasé esa noche, la angustia por llegar al sitio donde desde hacía hora y media nos esperaba Marietta Karapetiz.
–¿Conque al fin la localizaron? ¡Quién iba a decirlo!
–Debe usted saber, señora mía, que cualquier hotel que se jacte de pertenecer a la primera categoría tiene siempre a su disposición un servicio más o menos eficiente de taxis. Todos, menos aquel donde estuvimos alojados. El Peras Palace era entonces todavía un sitio de considerable prestigio. Se le menciona en novelas y diarios de autores importantes; su imagen apareció en varias películas americanas, y, sin embargo, desconocía la existencia de esos servicios indispensables que cualquier hotel mexicano de muchas menos ámpulas pone a disposición de su clientela. Un portero me avisó que el taxi estaba pedido y que pasaría a recogernos de un momento a otro. «Un Buick negro», me dijo, guiñándome, a saber por qué, un ojo. Pero no hubo Buick negro, ni azul, ni morado; ni hubo Ford, ni Volkswagen, ni mula, ni camello. Al final, le pedí a un botones que saliera a la calle a conseguir un coche. Apareció con él a la hora en que deberíamos estar ya en el restaurante. ¡Quién podría recordar ahora si era un Buick, y menos negro! Lo único que puedo decirles es que se trataba de un coche muy viejo y muy sucio, cuyo interior olía a rayos. Ramona le entregó al chófer una tarjeta con el nombre y la dirección del local que buscábamos. Depositar la confianza en un turco, puedo asegurarles, es el error más descomunal que alguien pueda cometer en la vida. El muchacho que había ido a buscar el automóvil esperaba no sé qué propina fabulosa, y cuando le entregué unas cuantas monedas italianas que me quedaban en el bolsillo, las arrojó al suelo, mascullando no sé qué indecencias en su lengua incomprensible. Su tonito, y las miradas de inteligencia que cambió con el chófer, me dieron la peor espina. Estoy seguro de que tan pronto como el coche se puso en movimiento, se agachó a recoger el dinero. Nunca he creído en las palabras ni en los gestos vehementes de quienes dicen despreciar el dinero. Durante media hora recorrimos la ciudad en varias direcciones. Al final salimos de ella. Pasamos al lado del gran puente sobre el Bósforo y llegamos a una playa colmada de restaurantes y de bares nocturnos. Nuestro coche se detuvo. Creí que habíamos llegado. Estaba a punto de abrir la portezuela y saltar a la calle cuando advertí que estábamos atrapados en otra más de las tantas situaciones bochornosas que conformaron aquel viaje endemoniado. El chófer se volvió hacia nosotros y comenzó a hablamos en turco. ¿Quién iba a entenderlo? El inglés y el italiano, para no hablar de nuestra lengua soberana, de nada nos sirvieron. Por las señas que hacía a los restaurantes cercanos, por la guía de la ciudad en que nos mostraba inquisitivamente la sección gastronómica, comprendimos que preguntaba el nombre y la dirección que buscábamos. Le dijimos que le habíamos pasado esos datos en una tarjeta. Lo mismo, no entendía; es decir, fingía no entendemos. Ramona arrancó una hoja en blanco de su agenda de bolsillo, sacó su pluma fuente y simuló escribir unas palabras; luego le pasó el papel. Intentaba reproducir el gesto inicial, cuando le entregó al chófer la tarjeta con la dirección. El turco tomó el papel, le dio vuelta a uno y otro lado con cara de perplejidad, haciéndonos comprender que no veía nada, y luego, con una mueca de vulgaridad indescriptible, se llevó las manos a las sienes, e hizo signos que sin lugar a duda indicaban que Ramona no estaba en sus cabales, y que, como hombre, me responsabilizaba a mí de la situación. Su tono era ya muy agresivo. ¡Una escena manicomial! Puso en movimiento el auto; recorrimos a vuelta de rueda unas cuantas cuadras, leyendo cada uno de los anuncios de neón. En un momento el taxi se introdujo en un callejón oscuro. Tuve la seguridad, y en eso el instinto nunca me ha fallado, de que aquel sujeto se había puesto de acuerdo con el botones del hotel para desvalijarnos; no me cabía duda de que éste habría llamado por teléfono a otros forajidos, quienes nos esperaban en ese estrecho y despoblado callejón para dejarnos en pelota. Sería fácil hacer aparecer el atraco como algo accidental. Me puse muy nervioso, pero no me permití perder la cabeza. Saqué rápidamente un billete de cincuenta dólares y se lo mostré al chófer. El mafioso encendió una linterna de mano y lo estudió con cuidado. En ese momento, como por arte de magia, la luz se detuvo en un sitio del automóvil, donde apareció un papelito arrugado junto al freno de mano; lo levantó, aparentando sorpresa, y, claro, era el nuestro, con el nombre y la dirección del restaurante que buscábamos. Quiso tomar el billete, pero, con una rapidez de ilusionista, logré sustraerlo de sus manos y le dije que al llegar al restaurante le obsequiaríamos una óptima propina. Pareció comprender que su juego estaba descubierto, y que no le quedaba sino actuar como era debido. No quiero alargarme en este incidente. Básteme decir que eran casi las diez de la noche cuando nos reunimos con Marietta Karapetiz. ¡Y nuestra cita estaba fijada para las ocho y media!
–¡Vaya amor que debe de haberle tenido esa turca a Rodrigo Vives para quedarse esperándolo hasta esas horas! ¿No la decepcionó descubrir que su amigo del alma se había conformado con enviarle a sus embajadores? –preguntó con cierto tonillo burlón el arquitecto.
–Nunca he afirmado que Marietta Karapetiz fuera turca, sino que vivía en Turquía, en Estambul, para ser más precisos. Les quedaría más que agradecido si se abstuvieran de desvirtuar con su imaginación mis palabras. Trato de ser preciso en todos y cada uno de los incidentes que compusieron ese absurdo pero revelador episodio de mi vida. Pido entonces, y creo tener derecho a ello, que se abstengan de manifestar sus propias interpretaciones –respondió De la Estrella con acritud–. En efecto, nos hallábamos ante el restaurante en cuyo interior nos esperaba, no se podría decir que pacientemente, aquella a quien usted llama «la turca». Bajé de un salto. Con la mayor cortesía le anuncié a Ramona que mientras ajustaba cuentas con el chófer yo me adelantaría a localizar a nuestra invitada y a presentarle las excusas de rigor. No esperé siquiera su respuesta, y entré corriendo al restaurante. Le expliqué en italiano al maître, quien por suerte me comprendió de inmediato, que teníamos reservada una mesa a nombre del señor Vives, hospedado en el Peras Palace, para cuatro personas, y que era posible que nos estuviese esperando desde hacía un buen rato una señora. «¡Claro, claro, desde hace muchísimo rato!», me respondió de un modo que me pareció bastante altanero, y ordenó que un mesero me condujera al lugar. Aunque parezca asombroso, pero debo decir que con ella uno siempre se encontraba ante lo inusitado, allí seguía sentada la ya para este momento multicitada Marietta Karapetiz. Me es difícil describir mi primera impresión. Me asustó casi. Su cara era la de un tucán; pero esa visión se desvaneció al instante, porque fuera de la nariz no tenía ninguno de los atributos que uno atribuye a esas alegres aves tropicales. Era más bien un cuervo gigantesco con la nariz prominente, eso sí, de un tucán, y al mismo tiempo se revelaba como una maciza caja de seguridad. No, de nuevo les pido no se apresuren a avanzar sus propias versiones, no se podía decir que la viuda de Karapetiz fuera gorda, sino un tanto compacta, hermética, más bien cuadrada de hombros; la reconcentración de la carne, diría yo, aprisionada por un brillante vestido de moiré negro. No tengo empacho en volver a repetirlo, me produjo miedo. Estaba rodeada por una orquesta de gitanos. El arco del primer violinista casi le acariciaba la cabellera, furiosamente negra. Ella tarareaba, con aire ausente y sombrío, una canción. Me acerqué con paso no muy decidido a la mesa. Me miró con tal desinterés que fue como si no me viera. Llegué a su lado y le tendí la mano. Me detuvo en seco con un ademán severo, militar; subió el tono de voz y siguió cantando. Al terminar la pieza despidió a los músicos con una sonrisa inmensa aunque un tanto melancólica y unas cuantas palabras en turco. No había entre ellos ninguna familiaridad. Todo lo contrario; se comportaba como una gran señora, una figura matriarcal, condescendiente, generosa, sin dejar, eso sí, de ser altanera. Se volvió hacia mí, y con extrema dureza me indicó que la mesa estaba ocupada, que no aceptaba compañía. «¡Fuera de aquí! ¡Largo!», me gritó en inglés. Es posible que pensara que deseaba propasarme con ella. De ser así, eso explicaría muchas de las cosas que ocurrieron después. ¿La había yo asustado, a pesar de ser una mujer que había pasado la vida entera recorriendo el mundo? No estoy muy seguro. Lo cierto es que pocas veces he topado con un recibimiento tan hostil. Por fortuna, en esos momentos llegó Ramona. Recorrió el tramo de la puerta a nuestra mesa trastabillando con cara de susto, movía la boca desaforadamente, parecía hablar sola aunque sin emitir sonidos. Me imaginé el mal momento que habría pasado con el chófer. ¡A saber qué fortuna le habría arrancado por pasearnos durante hora y media contra nuestra voluntad por los peores barrios de Estambul! Pero estaba decidido a no sentirme culpable, a no dejarme chantajear por sus teatrales aspavientos. ¿Me habían invitado a conocer Turquía o de qué se trataba? Los Vives, ya había podido darme cuenta, eran un par de hermanitos caprichosos, jactanciosos y sumamente olvidadizos. Ya me encargaré de convertirme en su memoria, me dije. En fin, sin permitirme tomar la palabra, Ramona comenzó atropelladamente a explicarle a aquella autócrata quiénes éramos. Con un gesto marcial, igual al empleado para impedir acercármele, nos señaló dos asientos, y siguió tarareando, ya sin músicos, la misma canción que había cantado. Sus palabras primeras, cuando al fin decidió que había llegado el momento de iniciar el diálogo, no pudieron ser más antipáticas: «¡Vaya, vaya! ¡Mexicanos! Conozco su país, me imagino que de esto estarán enterados... ¡México lindo y querido, si muero lejos de ti...! ¡Conozco a mi gente! ¡Mañana, mañana, solo mañana! ¡No hagas hoy lo que puedas dejar para el milenio próximo! ¡Pensar que estuve a punto de volverme mexicana! Tuve solo un instante de duda. Me querían convertir en una charrita de los meros Altos de Jalisco, pero no fue posible, ya estaba yo casada; he sido siempre fiel, lo soy por naturaleza. No me arrepiento, nada de eso, decidí conformarme con ser durante una breve temporada no una arrogante charra adscrita al multitudinario harén de una lasciva garrapata, sino una dulce y humilde chilanguita, una señora de su casa avecindada en la céntrica calle de la Palma, número noventa y cinco, departamento siete. ¡Doy gracias a la santa y muy milagrosa virgencita de los Remedios, y al Santo Niño de Chalma, y, desde luego y por encima de todas las cosas, a nuestra madre Tonantzin, la por antonomasia virgen, la morenita, la guadalupana Emperatriz de América, de haberme librado de reducirme al mañana y al año próximo, patroncitos, y de haber mantenido contra viento y marea mi creencia en el modesto presente, el hoy nuestro de cada día! ¡Olé, torero!» No pude sino preguntarme si estábamos ante una trastornada, o si ya para esa hora la maestra estaría ahogada de borracha. Ramona Vives, muy apenada por la estrafalaria recepción, comenzó con la voz atiplada, monótona y sumisa propia de las niñas del Sagrado Corazón, a explicar desde el principio lo ocurrido, el malestar de Rodrigo desde el momento de llegar a la estación, su súbita gravedad unas horas después, el interés sin límites que tenía de saludarla, verla, oírla; le faltó decir: olerla. Quería consultar con ella, añadió, ciertos papeles que para sus estudios consideraba fundamentales. «Usted es el verdadero objetivo de nuestro viaje, querida profesora, nuestro principio y nuestro fin. No puede imaginarse la devoción, no, ¡qué digo!, el fervor de mi hermano por la obra de su marido y por la personalidad de usted. ¡Algo que no tiene parangón! Sí, Marietta», comenzó a llamarla confianzudamente por su nombre de pila, ¡si es que aquél era su nombre de pila!, «Rodrigo nos ha hablado mucho de usted, de sus ensayos, de sus conferencias.»
–Una situación bastante divertida, al parecer –comentó Salvador Millares.
–¿Se lo parece a usted? –preguntó De la Estrella con su voz más pedante–. Quizá desde lejos, desde afuera, pueda considerársela divertida, pero yo le aseguro que vivirla en carne propia no lo fue. Mientras Ramona repetía y magnificaba en la forma más alambicada todos los elogios que Rodrigo había expresado sobre Marietta y Aram Karapetiz, y añadía algunos de su cosecha, la otra la miraba con atención, sopesando cada palabra, midiendo sus alcances, mientras al mismo tiempo escudriñaba con ojo rapaz de prestamista el atavío y las joyitas de la joven Vives; comenzó a acariciar un broche de plata con algunas incrustaciones azules, tal vez de lapislázuli, y preguntó si aquella hermosa pieza era mexicana. No recuerdo con exactitud qué le respondió Ramona, me parece que explicó que el broche era egipcio, que se lo había comprado a un anticuario de Nueva York, no estoy seguro, lo que sí me consta es que tan pronto como Marietta Karapetiz retiró la mano, Ramona se quitó del pecho la prenda y la colocó en uno de los extremos superiores de aquel vestido que hacía parecer a su propietaria como una inexpugnable caja fuerte. La célebre humanista aceptó el regalo con desvergüenza inconcebible. No opuso, ni siquiera por guardar las formas más elementales, la menor resistencia. Lo aceptó como un tributo que ni siquiera parecía satisfacerla demasiado. Sacó un espejo de su bolsa de mano y estudió con frialdad la situación del broche. Lo cambió varias veces de posición para que hiciera juego con sus collares de pesadas bolas de plata. Al fin decidió cuál era el sitio adecuado. Hasta en la forma de dar las gracias apareció su peculiar chocarrería: «Mil gracias te doy, Santísima Señora del Oponoxtle, por no desampararme en este día que tan aciago se presentaba.»
–¡Y dice usted que no tenía gracia esa mujer! –lo interrumpió el padre de Millares. De la Estrella lo miró de mala gana, pero el viejo no se inmutó–. A mi parecer, una mujer que espera en un restaurante más de hora y media y todavía se siente con ganas de bromear vale más que una mina de plata.
–¡Apariencias! ¡Fachada! Si la hubiera conocido mejor se guardaría usted esos comentarios, que, me permito decírselo, me gustan cada vez menos por encontrarles un parecido bastante sospechoso con ciertos diálogos zarzueleros de intención burlona. Las mofas, quiero aclararle, para un hombre que como yo ha alcanzado desde hace mucho tiempo, tal vez presionado por la fuerza de las circunstandas que han regido su vida, pero alcanzando al fin y al cabo, la madurez necesaria, no llegan a tocarme.
–¡Hombre! ¡Vamos, yo...!
–Sí, señor, dejémoslo ahí. También yo creía que el mal momento inicial había pasado, que el hielo estaba roto, y aproveché la ocasión para presentarme como Dios manda y entregarle mi tarjeta de visita. La leyó a media voz, luego repitió en voz alta, escanciando cada una de las sílabas: «Dante C. de la Estrella, doctor en derecho, Via Vittoria 36, Roma.» No había obtenido aún el título de doctor, bueno, no lo obtuve nunca, ¿por qué no decirlo? ¿Es acaso un delito? Pero no me parecía grave que la tarjeta me presentara como tal, pues en aquella época estaba seguro de que acabar el doctorado sería cosa de unos cuantos meses más. No fue así. Tuve que apresurar mi regreso a México, por causas que no vienen al caso, pero que tampoco tengo por qué ocultar. Me casé. Para nadie es un secreto, se trató de una boda forzada. La viuda de Karapetiz con la tarjeta aún en la mano me examinó con desprecio apenas disimulado, esbozó algo parecido a la sonrisa que podría ostentar una víbora, y al fin me preguntó: «¿Se trata de un pseudónimo?», para añadir con igual tonito de befa antes de que yo pudiera responderle: «¿Qué enigma se oculta tras la letra C?» Me quedé estupefacto, con el habla perdida ante la gratuidad de aquel inesperado ataque. A todo el mundo le había insinuado que aquella C era la abreviatura de César, el nombre de mi abuelo materno. Nunca me ha gustado mi segundo nombre, jamás lo uso. Aquella C fue estampada por un error de mi amigo, el del Consulado mexicano, quien dio el nombre al impresor tal y como aparecía en mi pasaporte, todo porque quería obsequiarme esas tarjetas el día de mi cumpleaños. Quise ignorar la insidiosa pregunta, comencé a recalcar mi firme fe en la puntualidad, contarle los sobresaltos que experimentamos en el taxi, pero ella me retrotrajo a su interrogatorio con un aire despiadado, de fiscal: «¿Se trata entonces de un pseudónimo, don Dante?» Denegué, atolondradamente, con la cabeza; quise volver a la historia del taxi, pero ahí estaba ya, acerada, implacable, la temida pregunta: «¿Y la C? Esa preciosa y querida letrita C, ¿qué significa? ¿Acaso implica esa inicial el nombre de nuestro Salvador? Todo puede ocurrir en estos días, aunque me parecería ya un poco excesivo, ¿no le parece?» Iba a contestarle con un sofión tajante. En aquella época de vigorosa juventud algunas respuestas me resultaban más efectivas que un gancho al hígado, cuando Ramona Vives se me adelantó con su odiosa voz de escolapia de colegio de monjas: «No, Marietta, por raro que te pueda parecer, no se trata de un pseudónimo. Dante es su nombre verdadero. Y la C que con tanta razón te intriga es la inicial de Ciriaco.» Ahí Si que me quedé petrificado. ¿Cómo podía saberlo? Por su hermano, desde luego, pero aun así, ¿cómo, dónde, cuándo se había enterado Rodrigo Vives de que mi segundo nombre era Ciriaco? El madrazo que me asestaron fue tan demoledor que por un instante paralizó la energía de todas y cada una de mis células. Quien habla de haber experimentado la muerte clínica debe conocer una sensación semejante a la que viví en ese momento. Fue un milagro que no rodara al suelo. Me había pasado la vida entera ocultando ese nombre y resultaba tan del dominio público que una mujer conocida apenas el día anterior lo proclamaba a gritos en un local nocturno de Estambul. Pensé en las groseras bromas que habrían hecho a mi costa mis compañeros de cursos, y las recientes con las que Rodrigo me habría vilipendiado ante Ramona en su compartimento de lujo: «Mira, fratellita, el fulano que se nos agregó en Venecia, no solo se llama Dante, sino que aniquila ese nombre glorioso con otro en extremo ridículo. ¿Sabes cuál es su segundo nombre? ¡Ciriaco! ¡Dante Ciriaco! ¿Cómo te suena?» Y se habrían echado a reír a carcajadas. Me ardía la cara, me retumbaban las sienes, el corazón se me había desbocado. Di prueba de una fortaleza de carácter que ni siquiera yo mismo sospechaba, así que no solo no rodé por el suelo en medio de convulsiones, sino que me di el lujo de atravesar el puente con la frente en alto, y de terminar la explicación iniciada sobre nuestras dificultades con el taxista. «De saber que Rodrigo había elegido un restaurante tan lejos de la ciudad», observé, «hubiésemos pasado por usted para llegar todos juntos. Así, en el caso de haber tenido que esperarnos, lo habría hecho en su casa con todas las comodidades necesarias.» No sé si pensó que quería echarles una pullita a los Vives por su desatención, lo cierto es que me respondió ya no solo con burla sino con manifiesta grosería, que ella había elegido el lugar, y no Rodrigo, siempre atento, siempre caballero, tan estudioso, tan sabio, tan semejante en sus hábitos al doctor Karapetiz, «que es el mayor elogio que me permito tributar a una persona viva», y la razón de haber seleccionado ese lugar era precisamente por quedar a un paso de su casa. Comenzó a declamar a voz en cuello, sin que a nadie le importaran esas confidencias, que no toleraba las ciudades, ni las grandes, ni las chicas, ni las medianas. Ella era Naturaleza pura. Necesitaba el mar, el cielo y las montañas. También los ríos y la selva. Y allí tenía el mar a un tiro de pedrada. Podía verlo, olfatearlo, sentir sus efectos en la piel, sorberlo por los poros. «Cuando mi marido enfermó logré convencerlo de que debíamos instalarnos aquí. Su mal no tenía remedio, y lo sabía. ¿Tenía caso vivir en Ankara, donde lo único que nos interesaba era la Universidad, a la que ya no podía asistir? Aquí tendríamos no solo los médicos, sino también el mar. Vivo a un paso de este lugarcito adonde vengo a menudo a comer y a libar. De saber que llegarían tan tarde me habría sumergido en la bañera a remojarme una hora en leche de camella, el mejor remedio para suavizar el cutis y endurecer las vísceras.» Le encantaba salir con sandeces como ésa, dignas de un payaso de la legua, que ella pretendía hacer pasar por gracejos culteranos. Por fortuna, algo le llamó la atención en el vestido de Ramona. Comenzó a palpar la tela de las mangas, a preguntar no sé qué sobre las costuras. Hizo que mi compañera se levantara, que diera unos cuantos pasos para un lado, para el otro, a ver cómo le caía la falda por detrás. Solo en ese momento, cuando me sentí fuera del foco de atención de Marietta Karapetiz, pude echar una mirada en derredor mío, y advertí que el local era mucho más elegante de lo que había supuesto. La mayor parte de las mujeres vestía traje de noche, y yo con mi camisola y mis pantalones de dril era el único comensal que daba la nota de informalidad al conjunto, lo que siempre tiende a hacerle pasar a uno un buen sofocón. Si hay alguien vulnerable es un roto en casa de catrines. Me sentí el payo del lugar, lo que intensificó aún más mi disgusto ante aquel par de emperifolladas mujerucas. Pedí permiso para ausentarme un instante. ¡Ni se enteraron! Fui al baño; me detuve en la barra para comprar cigarrillos, eché una mirada a la concurrencia, pues necesitaba huir del aire acedo de nuestra mesa, oxigenar un poco mis pulmones. Cuando volví, Ramona exponía, para variar, el momento difícil que vivía, la angustia existencial que le producía no decidir aún el tema de su tesis. Contó cómo en su horizonte cultural había surgido la noche anterior, mientras cenaba en el Orient-Express, la noción de la antropología como gran auxiliadora del conocimiento literario. Marietta Karapetiz la oía no solo con paciencia sino con atención, aunque no debía de ser excesiva, pues en la primera pausa que hizo mi compatriota, asintió con la cabeza y en vez de contribuir al tema, como hubiera sido lo lógico, preguntó volublemente qué habíamos visto esa mañana en Estambul. «Muy poco», dijimos al unísono, y comenzamos a hablar a la vez. La mujer perdió la paciencia. Levantó un brazo; el derecho, me parece, tendió la palma de la mano hacia nosotros y nos impuso silencio. Hizo, sin que se la solicitáramos, una amplia descripción de la ciudad, de su legado histórico, habló de los fragmentos aún existentes de sus murallas, de las iglesias cristianas y de las mezquitas, del cruce de distintas culturas, lenguas, religiones, de la extrema complejidad étnica. No estaba yo preparado, por eso me sorprendió la calidad y amenidad de su exposición. Cuando me di cuenta, estaba embelesado escuchándola. ¿Habría realmente alguna grandeza en sus palabras? Tal vez solo me lo pareció entonces. Yo era muy joven, muy inexperto en múltiples aspectos y podía confundir truculencia con calidad oratoria. Me permití comentar en una pausa que al ver a la gente en aquel restaurante sentía estar en algún buen sitio de México. «Sí, señor», me respondió con tersura, «ha observado usted muy bien, hay más de un punto común entre los dos países.» ¿Se dan ustedes cuenta? Por primera vez se avenía a reconocer que algo dicho por mí podía contener un ápice de razón. «Casi todos los tipos humanos que se encuentran aquí podrían hallarse en mi multifacético y adorado México. Pero hay también semejanzas más sutiles entre ambos mundos, más recónditas, que solo un ingenio hipersensible, y no me imaginaba que el suyo lo fuera, sabría captar», y a continuación añadió algo que me dejó desconcertado: «Hace ya varios siglos, Constantino Porfiriogeneta reveló que solo cuando la mierda, que al fin y al cabo es fuego, rompa su pacto con el diablo, podrá volverse nutricia, soplo fecundante.» Creí haber comprendido mal una palabra, no necesito explicar cuál, y osé preguntarle: «¿Me podría decir, profesora, qué es lo que era fuego para el personaje que ha usted mencionado?» Y ella, con la mayor tranquilidad del mundo, mientras levantaba frente a mí su copa de vino, la acercaba a sus labios y la lamía más que beber en ella, me respondió, golosamente, que la mierda. «La mierda», volvió a repetir, paladeando cada sílaba, «al liberarse de su pacto diabólico acabaría, según él, por convertirse en elemento nutricio, en soplo fecundante.» ¡Podrán imaginarse mi perplejidad! ¿Cómo debía tomar aquello? Pensaba que la estancia en Roma me había transformado en un hombre de mundo al que nada podía ya sorprender. En ese momento sentí que me separaba una distancia de varios siglos luz de tal meta. Para disimular mi desconcierto, levanté también mi copa y sorbí de un trago todo su contenido. Dirigí la mirada a Ramona como en busca de auxilio. ¿Estaría yo sufriendo una alucinación auditiva? ¿Inventaba voces? ¿Qué había oído, en cambio, la mojigata señorita Vives? Por lo visto no lo mismo que yo, pues con toda serenidad, casi podría decir que sensualmente, introducía en su boca un largo y gordo espárrago con sus finos deditos sin compartir en nada mi desasosiego. Para salir del paso, no se me ocurrió sino hacer girar el timón. Comenté con fingido desparpajo que aún no nos había dicho nada sobre los momentos, iba a decir sublimes, pero me detuve a tiempo porque el calificativo me pareció inapropiado, que había vivido en México. Le pedí que nos considerara tan dignos de escucharla como a Rodrigo Vives, quien, nos lo había dicho, disfrutaba una enormidad con sus memorias. Sabíamos por él que uno de sus viajes había coincidido con algún acontecimiento revolucionario que dificultó las investigaciones de su marido, y por mero capricho del momento, sin reflexionar, solo por animar la conversación, porque en el fondo me importaba un bledo, le pregunté si habían viajado a México desde Estambul. ¿Se habían embarcado allí mismo? «¿Y por qué en Estambul?», me saltó como una gata montesa. «¿De dónde sacó usted idea tan peregrina? No vivíamos aquí; ni siquiera hubiera podido imaginar en aquel momento que algún día tendría que encallar en este arrecife.» «Por favor, no se altere», le repliqué, «me imagino que si uno es turco, lo lógico resultaría embarcar en un puerto turco, ¿no le parece, querida?»
Dante de la Estrella dirigió la vista a su auditorio, y preguntó si alguno de los presentes consideraba como una anomalía su pregunta.
–No, la verdad que no –respondió Amelia Millares bastante perdida.
–Si uno conoce en Turquía a una persona, la oye hablar la lengua del país, por el aspecto resulta igual a los aborígenes, lo más lógico será pensar que esa persona es turca, ¿no creen?
Hubo un silencio, solo interrumpido por una especie de carraspeo de don Antonio Millares, con el que parecía asentir vagamente a las aseveraciones del huésped. De la Estrella pareció poco satisfecho con la respuesta. Miró inquisitivamente a los demás en busca de algo más contundente. Al no recibirlo, insistió con voz destemplada:
–¿Tenía yo o no tenía razón?
–Dicen que no hay nadie que no termine por encontrar –exclamó con regocijo Salvador Millares–, aunque sea una sola vez en la vida, la horma de sus zapatos. Y usted, por lo visto, fue a encontrarla con esa turca apocalíptica.
–¿Quién dijo eso de la horma?
–Me parece que Goethe.
–Perdone, pero ni usted ni Goethe saben lo que están diciendo. No se trató de una experiencia baldía. Descubrí muchas cosas, entre otras mi vocación de polemista. ¡Qué lección monumental, aquélla! Si alguien me pregunta de qué fuente profunda brotó la serie de ensayos que publiqué años después en la revista Todo, podría responder que no se hallaba en la Universidad, ni en el tiempo de mi estancia en Roma, sino que la descubrí durante el par de días que permanecí en la capital turca. Debo recordarles que estamos aún en la noche de aquel interminable primer día. Habrán advertido ya por mi relato que Marietta Karapetiz era una especialista muy fina en descolones, pero en esa ocasión se extralimitó, ¡y de qué manera! «¡Turca!», gritó, frunciendo la cara, cerrando los ojos como un mono iracundo, con espanto, con desprecio. Al abrirlos, se me quedó mirando como si fuera yo una rata, una cucaracha, un insecto repelente. Aquella mirada me puso tan nervioso que las manos me comenzaron a temblar, y apenas pude atinar a servirme un poco más de vino. «La gente se acerca a mí», comenzó a decir al fin, «me revelan sus nombres si quieren, pues no es una obligación que yo le imponga a nadie, no me importa demasiado que esos nombres tengan cierta dignidad o que sean, y no es mi deseo agraviar a los presentes, sencillamente grotescos; me cuentan de dónde vienen, hablan porque les da la gana, yo jamás los interrogo. No me interesa saber si nacieron sepa el diablo en qué calle o en una zanja pestilente al lado de un camino. No son asuntos míos, ni de nadie, salvo del propio interesado. ¿Le he preguntado, acaso, su nacionalidad? Usted me dijo que era mexicano. Muy bien, lo creo, me ajusto a su palabra. No lo someto a interrogatorios, no se corresponde eso con mi personalidad. ¡Nadie hasta la fecha me ha llamado María Inquisición! Recibí una educación correcta, limpia, y la mantengo sin mayores esfuerzos. ¡Turca, española, griega de Alejandría, circasiana, paraguaya! Elija usted la nacionalidad que le dicte su fantasía ya que tanto le intriga. ¿Quiere que sea asiria? ¡No, señor, no voy a permitírselo! No me ubique mal, y ándese con mucho cuidado, tengo quien me defienda», hablaba con una excitación, con una furia que hubiera podido meterle miedo al diablo. «Tampoco soy fenicia. Métaselo bien en la cabeza. A nadie he dado pie para que me califique como tal. Otros podrán serlo, no yo.» Un soplo tan venenoso impulsaba sus palabras que me parecía ver frente a mí no digo ya a una cobra, sino a un pitón enfurecido. Para esos momentos no eran los nervios los que me hacían temblar las manos. El temor me había desaparecido. Si me estremecía era de ira. ¿¡Cómo se atrevía a insultarme de tal modo aquella mujerzuela enloquecida!? Estuve a punto de armar un escándalo, de arrojarle el contenido de mi copa a la cara, de insultarla soezmente como se merecía y salir del local. Una idea salvadora me contuvo. Tal comportamiento hubiera equivalido a rebajarme a su lugar, a compartir con ella su indignidad. En ese momento se me reveló su condición con deslumbrante nitidez: estaba sentado no solo frente a una pobre mentecata, sino por encima de todo, y eso fue lo que en definitiva la descalificaba ante mis ojos, frente a una mujer indigna. Si una señora, pensé, se tiene un mínimo de respeto, no se queda esperando hora y media sola en un restaurante, entreteniéndose en cantar a toda voz con los músicos locales, por más que jure que el hecho de haber sido una humilde vecina de la calle de la Palma número noventa y cinco departamento siete, la hubiese acostumbrado a la impuntualidad mexicana. Una verdadera dama habría regresado furiosa y ofendida a su casa a esperar al día siguiente un gran ramo de flores y las excusas de quienes la habían dejado plantada. Ya entonces decidiría si las aceptaba o las consideraba inválidas, ése era su problema. En eso consistía ser una señora y no una demente nacida «sepa el diablo en qué zanja pestilente al lado de qué camino». Con toda seguridad llegó a la mesa, le habría entrado al alcohol con cierto desenfreno, se habría atiborrado de bocadillos, y luego sucumbió ante el pánico de tener que pagar lo consumido. ¡Mejor esperar hasta el cierre del local, a ver si un milagro se produce antes que abrir la cartera y pagar como Dios manda! ¡Conozco a la caterva inmunda que forma esa legión! La veía yo deglutir su pavo con ojos iracundos. La mesa se había llenado de platones, platos y platitos colmados de delicias: purés de berenjena, de garbanzo, quesos de distintas especies, esturión, caviar de dos colores, legumbres en salsas de mostaza y de crema agria, ramos de yerbas olorosas, pistachos, piñones, almendras. Ella comía su pavo, pero picaba a la vez en todo lo demás. Se extendía sobre la mesa, olfateaba cada platillo, aun los nuestros, extendía los brazos como si quisiera abarcarlo todo. En esos momentos había dejado de ser un tucán o un cuervo y se había convertido en una zarigüeya, un voraz oso hormiguero cuya enorme nariz estuviera siempre a punto de sumergirse en las salseras. Olía y comía, sin dejar de hablar. Se habrán ya dado cuenta de que era una charlatana incorregible. Abandonó de pronto aquel discurso absurdo con que trataba de amedrentarme para hacer algún comentario sobre los zapatos color sandía que calzaba Ramona. En un abrir y cerrar de ojos ambas mujeres sacaron los pies de debajo de la mesa y comenzaron a mostrárselos. Los zapatos de Ramona Vives parecían haber sido hechos con algún material innoble, una especie de cartón recubierto de plástico, cuyo estridente color los abarataba aún más; los de Marietta Karapetiz eran de piel de serpiente, oscuros, con efectos tornasolados, y, como todo lo que llevaba, parecía de buen diseño. ¡Al César lo que es del César!, me dije, sin pensar que muy bien había podido pedirlos en préstamo en alguna zapatería. Conozco señoras que sacan de las tiendas los vestidos, a vistas, o que se los hacen prestar por alguna vecina rica para asistir a una boda, al teatro, a cenar fuera de casa. Ambas parecían reblandecerse bajo los efectos de su frivolidad, decían que si las puntas, que si los tacones, que si la curva del empeine. Una dijo que tenía unas botitas con unos botones de cerámica que eran un verdadero primor, la otra habló de un par asombroso de zapatillas cuyos tacones transparentes parecían de auténtico cristal de roca, con unas mariposas de alas de opalina en las puntas; ambas hicieron elogios desmesurados de la moda italiana, y de la francesa, y del calzado español, con sus gamuzas y fieltros de primera, y emitían gemiditos y suspiraban, movían los pies y los ojos como rehiletes mientras seguían devorando las viandas con voracidad inaudita. Yo estaba y no estaba allí. Las oía sin verlas del todo. Me fui serenando en esa tregua, relajando; volví a tomar los cubiertos y empecé a comer el pavo que apenas había probado y a seguir degustando un vino fuerte y aromático ordenado por Marietta Karapetiz, que era una delicia. A decir verdad, no sé si por un instante me medio adormecí o solo me evadí de la conversación para salvar mi alma. Lo cierto es que cuando volví a oír a aquella cotorra irrefrenable hablaba de unas conferencias que todos los inviernos impartía, desde hacía cuatro o cinco años, en universidades norteamericanas. ¡Otra transformación! Me hallaba yo sentado frente a la doctora Jekyll-Karapetiz; solemne, severa, hasta la mirada parecía habérsele transformado. Tuve, en el momento de salir de mi letargo, la sensación de estar escuchando las prédicas de una misionera evangelista. En los últimos tiempos, declaró, había decidido hablar casi exclusivamente de Gógol. Proclamaba conocer casi todo lo que de alguna importancia se había escrito o dicho sobre aquel escritor, y haber descubierto por su cuenta una que otra cosita novedosa. Cuando recuerdo la seriedad con que hacía tales declaraciones no sé si echarme a reír o ponerme a llorar. Comentó que días atrás acababa de corregir las pruebas del libro que estaba por aparecer en las Prensas Universitarias de Francia. Pronto la publicaría también la editorial de una universidad americana. Afirmaba trabajar como una leona, y decidió ignorarme. No tenía oídos sino para sí misma. Al terminar ese verano, leería una ponencia, algo muy simple, decía, una crónica sencilla sobre la muerte de Nikolái Vasílievich, en una reunión internacional de eslavistas que tendría lugar en Verona. Un tema que se prestaba para desplegar toda la imaginación y la fantasía de que se pudiera echar mano, puesto que la escena parecía desprendida de su propia obra, en especial de los primeros cuentos, donde la actuación de Satán y su progenie aborrecible jugaba un papel fundamental, cuentos que algunos estudiosos, sobre todo el incisivo Nabokov, veían con menosprecio, como meros ejercicios de aprendizaje, juegos para soltar la mano, en tanto que ella consideraba que ya en esos relatos ucranianos se hallaba no solo el germen del autor prodigioso que escribiría años más tarde Las almas muertas, sino que se trataba en sí de pequeñas obras maestras, indispensables para entender el espíritu que animaba la obra entera del escritor. Sí, desde que comencé a oír ese discurso comprendí que en aquella mujer convivían varias personalidades, la del doctor Jekyll, la del señor Hyde, la de Marietta Karapetiz y quién sabe cuántas otras más. Cada una de las criaturas que la habitaba hablaba un idioma diferente, se comportaba de un modo distinto, sus gestos y modales eran otros. En esos momentos, todo en ella era estricto, medido, profesional. Señaló que quien quisiera adentrarse en aquella obra tan rica debía detenerse en un texto a menudo menospreciado por los estudiosos, discutido hasta la saciedad, siempre en base a pistas equivocadas. «Terratenientes de antaño» era el título. Ya en vida del autor los críticos se hallaban radicalmente divididos en el enjuiciamiento de ese relato. Los eternos inconformes, esa raza para siempre maldita, buenos solo para perturbar el orden, lanzaron contra Gógol todo el fango en que su alma chapoteaba. ¿Qué les irritaba, y los enloquecía de furia, en ese texto que cualquier lector sencillo podía considerar como una inocente viñeta de la vida rural? ¿Por qué razón sus belfos se cubrían de espuma? Por algo muy simple. Acusaban al autor de haberse convertido en un defensor acérrimo de las costumbres feudales, incluido el régimen de servidumbre de la gleba, por el mero hecho de describir la vida cotidiana de un matrimonio anciano, sus juegos caseros, sus plácidas costumbres, las inocentes bromas con que se entretenían para llenar el tiempo. La gente de orden que también a veces, debo reconocerlo, suele cegarse, acusó a Gógol de lo contrario, de denostar a los propietarios de las fincas a través de esa pareja senil. Una befa constante, aducían, una burla implacable contra los valores asentados por la tradición. Consideraron que era insultante para los señores rurales verse encarnados en aquel par de viejos papanatas. Para ellos, el cuento se reducía solo a eso. Las lagunas de la maestra Jekyll-Hyde-Karapetiz eran en algunos aspectos inconcebibles, oceánicas. Casi en ninguno de sus ensayos se refiere a esa polémica que por sí explica toda una época de la cultura rusa. Ella al hablar de «los terratenientes» se perdía en un verdadero galimatías donde meter el diente resultaba a momentos insufrible. ¡Eros!, ¡Tánatos!, ¡la libido como salvación!, ¡la libido como condena! ¡Espumas de la moda, petulancia, farsa pura!
–¿Y no podía tener eso también su interés?
No hubo ninguna respuesta. Como un sonámbulo, Dante C. de la Estrella se dirigió a la mesa de las bebidas. Se preparó otro whisky con soda, lo probó, chasqueó los labios y sacudió la cabeza de un lado a otro, descontento con los resultados. Puso otro hielo en el vaso, volvió a dar un largo trago, al parecer más satisfactorio que el anterior. Al regresar a su asiento, hizo una inspección visual del auditorio. Estuvo a punto de derramar el whisky. Con excepción del arquitecto, quien no leía, sino permanecía con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y una sonrisa desvaída en la boca, balanceando suavemente su mecedora, los demás había vuelto a sus mezquinas ocupaciones, las cartas, el tejido, el Taj Mahal, la Mezquita Azul. ¿Así que había gastado su tiempo arrojando margaritas a los cerdos? Los moradores de aquella porqueriza solo se emocionaban cuando descendía uno a sus niveles, inmunes a cualquier emoción que mantuviera una mínima ráfaga de espíritu. Había intentado elevarlos a otro mundo y contemplaba su fracaso. Su atención solo despertaba ante la proximidad de la baja querella, de los amoríos banales, de los vientres rajados y las heridas no del todo cerradas. En su mente se hizo la penumbra. Caminó con un paso maquinal hacia su asiento y se dejó caer, como lo había hecho antes, en la mitad exacta del sofá. Su cabeza se ladeó aún más, sus ojos vidriosos recorrieron, como queriéndola fulminar, a aquella grey sin posibilidades de redención. Al fin pareció salir del marasmo. ¿Les habían aburrido sus disquisiciones sobre el autor ruso? ¡A quien no quiere caldo, dos tazas!, pareció decirse. Con voz metálica, desagradable, preguntó:
–¿Ha leído alguna vez a Gógol, Millares?
El arquitecto pareció despertar de su feliz ensueño. Se conformó con sonreír burlonamente y mostrarle al licenciado la novela de Simenon que tenía en las manos. Luego, sin añadir palabra, la abrió y se aplicó en su lectura.
Don Antonio Millares comentó que lo había leído, sí, pero de eso hacía mil años.
–Las almas muertas, por supuesto; eso fue lo que leí. Ahora que si me pregunta usted de qué se trata, me resultaría difícil responderle. Recuerdo que el protagonista era un hombre bastante estrafalario que recorría los caminos de la vieja Rusia en busca de muertos que comprar, ¿no es así? ¿Con qué finalidad? De eso no tengo ya la menor idea. Para mi generación, la lectura de los rusos fue casi obligatoria. Me quedé en Andréiev, me parece.
–Y yo, en cambio –lo interrumpió con brusquedad Dante de la Estrella con voz triunfante y rencorosa–, lo he leído todo; de principio a fin, no una sino varias veces. ¡Miente quien afirme que lo hice para emular a Marietta Karapetiz! ¡Dios me libre! Jamás fui seguidor ni discípulo suyo. Todo lo contrario. Fui su lector más cuidadoso, eso es cierto, pero también el más exigente. Me convertí, para decirlo rápido, en su juez más implacable, en su verdadero azote. Demostré con agudeza, sustentado en un amplio aparato de erudición, que ella y todo lo que de ella emanaba no era sino un continuo fraude. Cuando llegó el momento leí su libro sobre Gógol, no me perdí sus ensayos posteriores publicados en revistas académicas americanas y canadienses. ¡A ninguno dejé de darle palo! –Soltó una breve risa seca y odiosa–. Sin misericordia, porque en los campos del conocimiento uno debe ser implacable. Demostré con argumentos irrebatibles mil errores subyacentes bajo una prosa que era un mero chisporroteo de naderías, oropel. Sí, señores míos, no solo he devorado la obra completa del gran Nikolái Vasílievich Gógol, sino también buena parte de lo que sobre ella han publicado en inglés, italiano y español, que no es poca cosa, puedo asegurarlo. Como saben, en una época publiqué de manera sistemática mis artículos. ¿Recuerdan la revista Todo? En esa tribuna de amplísimo prestigio me inicié. Una cábala de intrigantes y envidiosos me cerró esa puerta al principio generosa. Sin embargo, no me di por vencido. Seguí publicando mis diatribas en forma de Cartas a la Redacción en distintos periódicos y revistas de la capital, y sobre todo de provincia, que es donde más lee la gente. De todo lo publicado enteré a la interesada. Mucho debieron arderle algunas frases pues jamás me mandó, ya no digo una respuesta en su defensa, sino ni siquiera el más escueto acuse de recibo. –Le dio un trago a su whisky; luego, una vez más desorientado, preguntó–: Pero ¿a cuenta de qué digo esto?
–Nos decía que había cenado en un restaurante en las afueras de Estambul...
–¿Ah, sí? ¿Le parece que me quedé allí? No sé por qué, pero tengo la impresión de haber avanzado mucho más –dijo De la Estrella, resentido.
–¡Hombre! –intervino Don Antonio, siempre conciliador–. Estaba usted en que esa profesora en exceso parlanchina le hablaba, mientras comía, de algunos libros de Gógol que los críticos tienden a menospreciar.
–¡Exactamente! Marietta Karapetiz se lanzó a discursear sobre los primeros relatos de Nikolái Vasílievich Gógol. No aquellos colmados de brujas, diablillos, hechizos, duendes pavorosos, heroísmo desmesurado y sangre de pacotilla, que tampoco se pueden ignorar, sino de sus fantasiosas parodias de la vida cotidiana, «Iván Sponka y su tía», por ejemplo, o «¿Por qué riñeron los dos Ivannes?», pero habló sobre todo de «Terratenientes de antaño». Decía que en esas crónicas, sin tener necesidad de recurrir a la parafernalia satánica de otros cuentos primerizos, ni a esa magia carnavalesca un tanto prefabricada que imprimía a las leyendas ucranianas, surgía ya el elemento sonambúlico, alucinado, el gusto por la desmesura que hacía prever al Gógol posterior, el de las indiscutibles obras maestras.
Hizo otra interrupción, miró a su alrededor, como asustado, como si la memoria le hubiese fallado en ese momento y esperase que un apuntador surgiera de alguna parte para dictarle la continuación del discurso.
–¿Y en qué consistía ese elemento? –preguntó el viejo Millares tratando de desatascarlo.
–Espere, espere por favor, deme una tregua. Le agradezco el interés, pero en la vida, mi amigo, todo tiene una secuencia natural. Permítame recordarle que si la curiosidad mató al gato, la prisa reventó al caballo. ¡Si supiera en qué selva oscura comencé a internarme, en qué precipicios caí, entendería usted, tal vez, el porqué de mi cautela! Solo mi entereza, una fuerza de voluntad digna de titanes, logró rescatarme. En aquella charla, Marietta Karapetiz expuso una tesis que reiteró después en muchas ocasiones, lo pude comprobar al leer su libro y algunos de sus artículos, y que constituía el punto de partida de unas elucubraciones tan complicadas en la enunciación como raquíticas en el contenido. ¿Qué elemento detectaba ella como primordial?, me preguntarán con toda la razón del mundo. En aquellos pasajes de vida idílica, ella se obstinaba en descubrir un sustrato perverso, bullente de contradicciones, confuso, enraizado en una libido tan poderosa como extraviada. Una sexualidad agudamente despierta y amedrentada al mismo tiempo. Inmersa en una miasma sexual que ella, por experiencia personal, estoy seguro que conocía a la perfección. Marietta Karapetiz, olvidándose del lugar en que estábamos, comenzó a dictar su cátedra. Se subió a una imaginaria plataforma, creo que hasta dejó de comer, y se lanzó a hacer un análisis de los terratenientes de antaño. A mí, a decir verdad, en esa ocasión me dejó apabullado; después, al estudiar esas tesis expuestas con mayor amplitud en su libro, me parecieron tan pretenciosas y absurdas que me decidí a refutarlas por escrito. La rebatí con una energía que, estoy seguro, ella desconocía, acostumbrada como estaba al incienso de sus corifeos, sí, al perpetuo aplauso de los acólitos serviles. Recuerdo ese artículo con especial emoción, pues con él inicié una labor de años, interrumpida solo en los últimos tiempos, como escritor. No conocen ustedes ese relato, lo he comprendido, por lo que me permitiré sintetizarlo en unas cuantas palabras. Deben imaginar a un viejo matrimonio, ya más cerca del Más Allá que de este mundo: Afanasi Ivánovich y Puljeria Ivánova. Viven desconectados del mundo que los rodea, ajenos a todo lo que se mueve en torno a ellos. Su única ocupación consiste en comer de sol a sol. En casa de estos benditos viejos se sirve cada hora o cada dos horas una comida, incluso en la noche. Su casa es su fortaleza. Aquella pareja no disfruta, ni siquiera repara en sus posesiones. Se quedarían mudos de sorpresa si alguien llegara a preguntarles qué representa el óleo que cuelga en el costado izquierdo de la ventana del salón, qué los otros dos pequeños que adornan las paredes del comedor. Nunca se han detenido a contemplarlos. Los cuadros para ellos son algo así como una serie de cagarrutitas de mosca fijadas en las paredes entre las que viven. Lo único que les importa son las ocho o nueve comidas que engullen y digieren durante el día. «El simulacro de vida que se representa en ese ámbito incorporador y excrementicio», escribió por cierto la Karapetiz, «tenía que ser por fuerza yerto e insípido». Puljeria Ivánovna ama, además de a su marido, a una gata fina que la acompaña y que durante sus labores permanece echada a sus pies como un ovillo. Una noche, el animal se harta de ese exceso de seguridad y se lanza a descubrir placeres más ásperos, más afines a su naturaleza felina, uniéndose a una banda de gatos salvajes, fieras verdaderas, que merodeaban en los bosques cercanos. Se escapa por el mero deseo de paladear la experiencia bárbara de vivir en la selva. Su propietaria no la echó de menos en demasía. Y un día, tiempo después, cuando la creía olvidada, la descubrió en las inmediaciones del jardín, convertida en una bestezuela hambrienta, hirsuta y desconfiada. La vieja le seduce con manjares para hacerla regresar a casa. Tiene la impresión de que la gata reconoce su antiguo hogar; es más, de que al trasponer el quicio de la puerta ha vuelto a sentir que ése es el sitio que de verdad le corresponde. Devora con avidez los platos que le sirven en la cocina. Su domesticidad es pura ficción. Tan pronto como sacia el apetito vuelve a escapar al bosque para incorporarse a la horda violenta a la que ya pertenece. Una vaharada salvaje se ha introducido de golpe en aquel santuario sepulcral. Un agrio tufo a vísceras ha violado el recinto de donde la vida había escapado hacía mucho tiempo. Para Puljeria Ivánovna, el golpe resulta definitivo. Considera como un presagio fúnebre la visita y la fuga ulterior de su antigua compañera, el anuncio inequívoco de una muerte cercana. Y, en efecto, como sostenía Marietta Karapetiz, sin que medie por parte del autor ninguna explicación racional que ilumine ese hecho, no tarda en llegar la parca a destruir el oasis donde aquella pareja de muertos jugaba día con día a estar vivos. Un caso claro del triunfo de Eros sobre la muerte.
–¡Licenciado, que se aprendió usted la lección de memoria! –exclamó Amelia.
Dante de la Estrella se la quedó mirando con una mezcla de repulsión y perplejidad, recorrió luego con la mirada a todos los presentes, con un aire consternado, como si saliera de un trance. Extrajo de su bolsillo un pañuelo muy arrugado y se lo pasó por la cara cada vez más enrojecida.
–¿Volvió la gata a vivir con el viejo una vez que despacharon a la esposa? –preguntó Juan Ramón.
–Es imposible, muchacho, que puedas comprender, a tu edad, que la vida no es un juego. No, no lo es. Tardé diez años en refutar aquella tesis y su tan elemental simbolismo erótico –dijo Dante de la Estrella con una voz nueva, aterciopelada, casi soñadora, frunciendo la boca al hablar, hasta formar con ella un orificio semejante a un culo de gallina–. Titulé mi artículo «¿Cree acaso el león que todos son de su condición?». Aquella noche, sin embargo, me hubiera resultado imposible exponer cualquier punto de vista. Era la primera vez que oía hablar del autor ruso que enardecía a la oradora. Una década de arduos estudios me llevó dominar el tema. Me empapé de Gógol, estudié su bibliografía. A través de la Secretaría, comencé a localizar y a adquirir una serie de libros y suscripciones a revistas sin gastar un centavo. Debía comenzar desde cero. ¡Vaya reto! Me llevó tiempo, pero salí victorioso. No me pagaron nada, pero tampoco me cobraron por publicar el artículo, lo que ya en sí para mí constituyó un triunfo. Ahí, en ese texto primerizo, expuse mi tesis de que Gógol había concebido desde un comienzo su literatura como arma para lograr una regeneración nacional. Al abandonar las vías tradicionales de la narración logró adelantarse en siglos a su época. Echó mano de un mundo esperpéntico, de las pesadillas más incoherentes, de las máscaras y de toda forma de excentricidad como un mero señuelo para transmitir un mensaje, no tanto evangélico, como, a veces, en su ingenua confusión creía él, sino ceñido a los principios de una moral práctica. El mundo idílico de los terratenientes de antaño estaba condenado a desaparecer, no por motivos sociales o políticos, como querían, los intransigentes liberales; tampoco podía continuar por los siglos de los siglos siendo igual a sí mismo, como anhelaban los apóstoles de la tradición. El problema era diferente, y para sus contemporáneos no era fácil captar todas sus proyecciones. El pecado de Afanasi Ivánovich y de Puljeria Ivánovna estriba para mí en su prodigalidad absurda, y dispendiosa, en una incapacidad visceral para prever la sanidad económica, el ahorro. Mentes tan irresponsables como ésas hacen imposible defender la esencia de la propiedad, interrumpen el progreso. Su vida constituye una mera metáfora del desperdicio. Gastan una fortuna en alimentos y en la manutención de una legión de sirvientes cuyo número ni siquiera conocen. Manos, las suyas, que no retienen, hechas para que todo se les escape. Bajo sus ojos, los administradores los roban. ¿Saben acaso qué se cultiva en sus campos, cuál es el estado de sus bosques? Gógol condena de manera oblicua la irresponsabilidad administrativa de sus terratenientes, y la pereza y malicia de sus siervos, así como en el famoso «Capote» fustiga con desprecio al pobre diablo, al modesto empleadillo, al perfecto don nadie que no se resigna a ajustarse a su situación real sino que aspira a un abrigo forrado de piel cuya adquisición está muy por encima de sus medios. A una sociedad avanzada solo se llega a través de la austeridad y el ahorro. Gógol debería ser el autor de cabecera del empresario contemporáneo. Yo concebí en mi ensayo a la gata rebelde de Puljeria Ivánovna como un símbolo del anárquico empleado, sindicado o no, de nuestros días, capaz de acabar con el patrón que, en vez de usar con él la firmeza, trata de ganar su lealtad y comprensión con blanduzcas filantropías. No se trata de crueldades gratuitas. El asalariado de nuestros días, como el de todos los tiempos, lo sé, es un huérfano inocente perdido en un mundo que desconoce y donde todo lo amenaza. El mayor enemigo que tiene no es el patrón, ni el capataz, sino sus instintos. Él los teme más que al demonio, porque vislumbra el poder de destrucción que ellos conllevan. Darle amistad y afecto equivale a arrojar aceite a un incendio cuyo destino, obviamente, se cumple al arrasarlo todo. Al convertir el mundo en cenizas, el fuego acaba por extinguirse. El obrero lo sabe, Intuye que su sed de destrucción, su instinto, solo se saciará cuando haya acabado con el último leño, que es él mismo. Desde el fondo de su alma se levanta un clamor que exige orden, disciplina, mano de hierro. De esa manera el pacto social cumple su cometido: la armonía. No ha habido sociedad que no prospere con otras caricias que no sean las del látigo. Solo así florecerán las chimeneas, se desarrollará el comercio, prosperará el saber y se derramará entre todas las capas de la población el bienestar y la riqueza. Me precio de ser el único de los exégetas del gran autor ruso que ha vislumbrado en su obra este filón contemporáneo. Cuando reúna mis escritos mostraré a un Gógol desconocido, un autor que nadie, estoy seguro, ha sospechado. No lo he hecho aún; mi propósito consistió, sobre todo, en impedir que aquella tremebunda charlatana de Estambul continuara difundiendo sus falacias. Les parecerá ingenuo, pero me proponía regenerarla. Por esa razón les enviaba a ella, y a su compinche Rodrigo Vives, copia de mis artículos. Pero no fui yo quien logró domar a esa divina garza, sino la muerte. Me enteré de la noticia por una revista canadiense de estudios eslavos. Fue un golpe rudo, ya lo creo. A partir de entonces dejé de escribir, aunque estoy convencido de que no debo prescindir de publicar algún día mi libro. Si de algo estoy seguro es de que mis convicciones tienen un valor en sí, al margen de las tesis que refutan. Tiempo llegará en que pueda dedicarme por completo a mis estudios. Ahora que mi familia pasa casi todo su tiempo en Matamoros tal vez logre ogarnizarme. Aquella a la que debo llamar mi hija es una mujer tranquila, a mi yerno apenas le conozco la voz, ¡En cambio, mi señora! La negatividad que despliega con el mero hecho de estar en un lugar, aunque mantenga los labios cerrados, es de no creerse. ¡No importa! Llegará el día en que publique mi libro, aunque mi monstruo familiar trate de fulminarme con su aliento de cobre. Debo comenzar por ordenar mis papeles, revisarlos, complementarlos. Eliminaré reiteraciones innecesarias, ciertos comentarios poco galantes referentes a la personalidad de la occisa. Llegará un día en que se inicie el ascenso de mi nombre a medida que el de la pobre Karapetiz irá sumiéndose en el olvido. Mi espíritu se elevará hacia la luz suprema, el de ella se irá desintegrando poco a poco en el infierno donde seguramente mora. –Movió agitadamente las manos frente a sus ojos como si deseara sacudirse alguna visión inoportuna, para un instante después comenzar a aplaudir con un estruendoso entusiasmo que nadie comprendió a qué correspondía. Al reponerse de ese rapto de entusiasmo, temeroso de que alguno de los presentes fuera a arrebatarle la palabra, volvió a su tema–: Sí, señores, en aquel tiempo, vuelvo a reconocerlo sin empacho, en aquella cena celebrada a orillas del mar de Mármara, yo no estaba en condiciones de enfrentarme con semejante loba; mis preocupaciones eran de otro orden. Ella contaba su interpretación del viejo y ocioso par de terratenientes y de la gata que eligió la vida salvaje, dirigiéndose solo a Ramona, como si yo no estuviera presente, pero cuando llegó la fase final donde trató de identificar a la gata con una encarnación del impulso animal que da la vida, el Eros, la libido, cualquiera de esas pendejadas, se me quedó mirando penetrantemente. Sus ojos parecían querer taladrar mi cerebro, ya harto fatigado. A esas alturas, la furia se me había diluido por completo. Estaba, en cambio, horrorizado, debo confesarlo. La mujer me producía en ese momento un temor y una repulsión invencibles. Detrás del elegante vestido de moiré negro que encarcelaba sus carnes, de sus collares y anillos de plata, de su maquillaje perfecto, yo imaginaba a una gata enorme y disoluta, lista ya para huir con los gitanos de la orquesta, con los contrabandistas del más peligroso de los puertos, con una cuadrilla de matones de los peores barrios de Palermo. También de ella se desprendía una vaharada de sustancias salvajes que embriagaba y amedrentaba a quienes la rodeábamos. Pareció leer mis pensamientos. Su mirada, ya de por sí cruel cuando se fijaba en mí, desplegó de repente un feroz brillo felino. «Los simulacros de la vida», dijo, cuando al fin le dio la gana dirigirme la palabra, «se pagan a un precio muy alto. Sépalo, Ciriaco, sépalo bien. Cultivar las fuerzas hostiles a la vida suele producir frutos muy ácidos.» Soltó una carcajada metálica. Me pareció que una mano invisible movía desde el interior las mandíbulas de una calavera para hacerle emitir aquella risa rasposa y ultrajante. ¡Crac, crac, crac, crac! Quise responder algo, pero antes de que se me ocurrieran las palabras, ya ella se había vuelto hacia Ramona: «Perdón, mi alma, perdón! Ésta, tu pobre servidora, no tiene ya remedio. Te debo haber hecho dormir con mi pesada leccioncita. Cuando me veas abusar de la palabra, arrebátamela. Sé buena. Cáscame con tus puños la cabeza si lo consideras necesario. Descalábrame, te lo ruego. Es lo único que te pide esta no siempre sumisa mexicana avecindada en la calle de la Palma número noventa y cinco, departamento siete... Ramoncita, rica, sé clemente y perdona por tanta inútil palabrería a esta vieja descocada que no acaba de entender que ya hace mucho tiempo dejó de ser la divina garza que un día le hicieron creer que era.»
De todos los miembros de la familia Millares ninguno superaba en atención y disfrute del espectáculo ofrecido por Dante de la Estrella a los gemelos. Juan Ramón aprovechó la pausa para preguntar:
–¿A poco de verdad podía convertirse aquella mujer en gata?
–Estoy seguro de que sí, en gata, en pantera, en algo peor. Mucho peor. No entraré en detalles por respeto a ustedes. Si alguien venera la inocencia de los niños, yo soy ése. Mi mujer ha sido madre de dos hijas que una vez tuvieron la noble y tierna edad de ustedes. Una murió; la otra, ya casada, vive con su familia en Matamoros. ¡Ojalá se queden allá toda la vida! Pero, se lo aseguro, aquella mujer podía convertirse en algo peor que una gata. A su lado, una hiena hubiera parecido un animal muy dulce. Ya para esas horas, Ramona había sacado, como la alumna modelo que se sentía, una libretita del color de su vestido y una pluma Parker de oro muy sofisticada, y anotaba con un servilismo que daba asco todo lo que Marietta Karapetiz, henchida de soberbia, iba desgranando con voz lenta, como un presidente de la República en el momento de dictarle a su secretaria el texto de un decreto de capital importancia. Había dejado de ser el oso hormiguero, la zarigüeya que husmeaba por encima y entre los platos, para volver a convertirse en el tucán, orgulloso de su potente pico, en espera de una ocasión para lanzar su ataque traicionero. Con actitudes y voz de estadista, la profesora siguió hablando de Gógol, de sus rarezas, de las leyendas que corrieron en vida suya, rumores diseminados por sus enemigos, acusaciones terribles, gravísimas, entre otras la de necrofilia; habló de «Una noche en la villa», un documento que calificó de decisivo para al menos vislumbrar la complejidad psicológica, el laberinto en que se extraviaba aquella sexualidad maltrecha y angustiada. Fijé aquella conversación en mi memoria. Todo lo rechacé, corregí y enderecé en mis artículos, de los que, ya he dicho, enviaba copia a la interesada y a esa rotunda nulidad en que la vida se encargó de convertir a Rodrigo Vives.
Un relámpago recorrió la montaña, seguido de una cadena de truenos. Cada uno parecía ser un eco aumentado del anterior. Dante C. de la Estrella se levantó sobresaltado, emitió un grito y volvió a caer sobre el mueble. Parecía haber sufrido un ataque. Lo único que se movía era su boca; se abría y cerraba sin cesar entre jadeos entrecortados.