No fue difícil visitar a Emma Werfel. Miguel del Solar le telefoneó una mañana, y al día siguiente por la tarde estaba ya en su casa. Salió a abrirle la puerta la figura insignificante, vislumbrada vagamente en la galería de Delfina Uribe. Un par de gafas de amplios aros redondos le cubrían buena parte del rostro, dándole el aspecto de una campamocha. Su cuerpo entero, sus gestos, sus frases y silencios desprendían un aire de exaltación y de martirio. Vestía una batita color café oscuro como las que usan algunas mujeres en cumplimiento de mandas religiosas. Salvo los lentes, todo en ella era raquítico, ralo, disminuido. Sin embargo, en los momentos más impredecibles, podía brotar de aquellos huesos cubiertos por una piel amarillenta, manchada y resentida, una vehemencia descomunal. Era casi imposible adivinar su edad. El cuerpo diminuto, lo furtivo de los movimientos, cierto candor de voz la hacían parecer casi una niña. La piel opaca, el rostro deslavado, los ojos sumidos e incoloros detrás de los cristales eran los de una vieja.
La casa se encontraba en una calle estrecha de la colonia Condesa. La fachada era tan anodina como la calle. No así su interior. Al cruzar un vestíbulo se penetraba en una habitación de buen tamaño donde lo único visible era una figura de bronce colocada sobre una columna salomónica de mármol negro: el busto de quien sin duda alguna fue Ida Werfel. Seis o siete rayos de luz surgidos de diferentes puntos del techo convergían sobre aquella pieza escultórica: un pecho y hombros de dimensiones más que generosas y una cabeza diminuta, de garbanzo, con una frente que hacía pensar en las mujeres casi calvas de Cranach. Oprimía las sienes de la insigne dama una discreta corona de laurel plateado.
–¡Se encuentra usted ante Ida Werfel! –dijo con acento victorioso la mujer minúscula.
Del Solar pensó en el contrasentido genético implícito en el hecho de que aquellos hombros y pecho demesuradamente opulentos, así como el brioso y bovino cuello que contemplaba en esos momentos bajo la lluvia de luz, correspondieran a la progenitora de esa ratita mínima que, con acento heroico, había pronunciado la frase de presentación.
La respondió que no era necesaria la advertencia. Él había conocido a su madre, aunque, para decir verdad, nunca había tenido trato personal con ella. Asistió años atrás a varias conferencias suyas: conocía, por supuesto, sus ensayos. Hasta tenía la vaga idea de que en la niñez las había visto a ambas, madre e hija, en los corredores de un edificio muy original donde en aquella época vivían familiares suyos. Comenzó, sin más, a explicarle el proyecto de su próximo libro. Una crónica del año 1942. El edificio al que se refería, el Minerva, podía constituir el punto de partida, ya que en él se habían alojado refugiados de distintas nacionalidades, corrientes y matices. Además de los extranjeros, en aquel edificio convivían, hacia los años cuarenta, familiares de revolucionarios mexicanos con gente ligada a la reacción más extrema.
–Mucha gente, sí, llegada como dice usted de los lugares más lejanos, pero, si me es posible señalarlo, una sola Ida Werfel.
–Efectivamente –dijo, sorprendido ante aquel nuevo arrebato triunfalista–. Ella era la figura eminente en esa comunidad, por lo menos desde el punto de vista intelectual. Si usted quisiera, podría ayudarme mucho. Me podría explicar, por ejemplo, qué ambiente encontró su madre en México al llegar. ¿Fue desde entonces propicio a su trabajo?
–Sí y no. Esas cosas no se dejan explicar así, de golpe. Si analiza la emigración alemana entenderá el porqué. Ella no tenía compromisos políticos. Su única obligación la había contraído con la palabra, es decir, con la expresión más alta del ser. Estamos terminando de acondicionar esta casa de estudios para que nuevas generaciones de investigadores se beneficien con sus hallazgos. Le ayudaré en todo lo que me sea posible. Cuanto hay aquí está a su disposición: la biblioteca, el archivo, sus notas. Ida Werfel realizaba en un día lo que a otras personas les lleva semanas enteras. Dejó un material inmenso, que hemos logrado clasificar. El 15 de marzo del año próximo cumpliría ochenta y cinco años. Con ese motivo me propongo rendirle el mayor homenaje que una hija puede tributar a su madre. El centro de investigaciones literarias llamado con su nombre se inaugurará en este local el día de su aniversario. Se dará también a conocer –entonces entrecerró los ojos, contrajo los músculos del rostro, y continuó con voz apagada pero intensa– una edición de homenaje que, se lo puedo asegurar ya ahora, constituirá un gozo y será una total sorpresa para sus lectores.
–¿Trabajos inéditos?
–Sí, de principio a fin. Aunque no se trata de la habitual publicación póstuma de textos truncos y mal pergeñados. El proyecto es mucho, muchísimo más complejo. Ha sido apasionante realizarlo. Pero, venga, no conoce usted aún nuestro instituto.
La gran sala no contenía sino el busto iluminado de la hispanista insigne. El resto de la planta baja estaba compuesto por la nutrida biblioteca, colocada en varios salones pequeños. Las estanterías corrían del suelo al techo; en cada habitación había mesas de trabajo.
Miguel del Solar subió después al piso superior, donde imaginó a Emma Werfel en su labor sin tregua, viviendo con la mayor modestia. Supuso que detrás de alguna de las puertas habría un dormitorio, un pequeño comedor, con toda seguridad una mínima cocina. La habitación principal la constituía el amplio estudio con un gran ventanal que daba a una terraza cuajada de palmas y azaleas.
–Aquí trabajaba ella. Mire –le dijo mostrando una pared que era el perfecto monumento a la vanidad–, he hecho colocar sus diplomas, sus títulos, sus condecoraciones, algunas fotos conmemorativas. En realidad esto le importaba un bledo. No necesitaba ninguna confirmación o reconocimiento a las virtudes de su trabajo. La única importancia que le atribuía a esos documentos y medallas era reforzar la difusión de sus ideas. Es el único sentido que puede tener la fama, ¿no cree usted?
–Sí, tal vez –respondió, tomado por sorpresa, sin convicción.
Emma le indicó un asiento a su huésped. Ella se sentó en el sillón colocado tras la gran mesa de trabajo. Por un momento fue Ida Werfel, la insigne, la luminosa. Suspiró con pena, no pudo mantener la altura. Había algo en ella que tiraba hacia abajo, la disminuía y la condenaba irremisiblemente a ser solo y a perpetuidad la hija abnegada de una mujer genial.
–¿Me decía usted –continuó con voz metálica y seca, que sin embargo se empeñaba en mostrar algún calor– que le interesan algunos aspectos de la obra de Ida Werfel?
Del Solar respondió que le interesaban muchos. Sus estudios sobre el sincretismo español, por ejemplo, que la autora extendió más tarde a la Nueva España.
–Y aun al México actual –añadió la hija–. Casi todos sus últimos trabajos se centran en alguna preocupación contemporánea. He estado reuniendo sus conferencias, sus últimos apuntes.
–¿Para el libro de homenaje?
–No, para otro que se publicará en edición normal. Ella lo hubiera editado con la regularidad con que fue entregando cada par de años sus originales a la imprenta. Es un libro, además, donde algunas ideas están solo esbozadas. Un homenaje, permítame decírselo, tiene otras exigencias.
–Y ella merece uno extraordinario. Leyéndola comprendí el sentido si no de la historia –dijo con voz aguda, contagiado de repente por el tono ditirámbico de aquella enloquecida niña vieja–, que eso es casi imposible, sí el de trabajar sobre la historia. Lo primero que leí de su madre, sabe usted, fue un ensayo sobre Tirso de Molina, en un suplemento literario.
La mujercita dijo que posiblemente se refería a las Meditaciones sobre Tirso, el primer trabajo al que se dedicó al llegar a México. Añadió que Tirso le fascinaba a su madre, volvía siempre a él, a pesar de que sus puntos de vista sobre el mercedario le produjeron muchos quebraderos de cabeza, pues su visión divergía de los conceptos tradicionales.
–El artículo trataba sobre Tirso y la misoginia. –Del Solar había buscado la tarde anterior ese viejo número de Cuadernos Americanos, revista en la que en una época ella había colaborado de manera regular, en parte para tener puntos de referencia durante la conversación, pero sobre todo porque sabía que una discusión sobre Tirso, iniciada por Ida Werfel, había producido un escándalo, el inicial, en casa de Delfina Uribe, la noche de la fiesta–. Muy cierto lo que dice usted; allí su madre contradecía la opinión de muchos comentaristas famosos, Bergamín entre otros, quienes idealizaban en exceso la femineidad de las heroínas de Tirso. Su madre señaló la mezcla de horror y fascinación que el autor sentía ante sus personajes femeninos. La mujer transformada en azote y castigo del hombre por el cual se encapricha. El mundo de Tirso, señalaba ella, configura uno de los reductos más emponzoñados de la sexualidad. La función de la hembra parece no tener más sentido que el de castrar a su galán.
–Ha leído usted muy bien –lo interrumpió la mujer–. Pero usted sería un niño cuando aparecieron las Meditaciones.
–Efectivamente, pero ese capítulo lo leí en una revista más tarde.
La hija de Ida Werfel adoptó un tono doctoral y con voz neutra explicó que, al parecer, el libro fue visto con recelo por algunos hispanistas tradicionales. Su madre los despreciaba, sobre todo a Vossler, por una serie de complicadas razones que Del Solar no comprendió. A su madre no le interesaba repetir conceptos manidos, sino crear, pensar por su cuenta. Se interesaba en las ideas. En la vigencia de los clásicos, por ejemplo, saber dónde y por qué su lengua y sus temas seguían siendo actuales. Ella afirmaba que toda obra se sostenía por esos cuantos fragmentos en que el idioma vivía e irradiaba luz sobre el cañamazo lingüístico. Esos pasajes lo eran todo. Su suma constituía la literatura de una nación. Eran los pasajes que no requerían de notas ni acotaciones para su disfrute, aunque algunos o muchos de los vocablos nos fueran desconocidos. Y algunas porciones de las obras morían. Tirso, Góngora, Cervantes las tenían. Las obras más perfectas de los escritores del pasado, y aun las de los vivos, poseían esas zonas donde la lengua se enmohece y petrifica. Una obra se salvaba solo cuando contenía la centella de verdad, ese halo extrañísimo que alimenta o vivifica el lenguaje. La labor del estudioso debía consistir en detectar esa centella y, a su luz, estudiar las estructuras, los problemas estilísticos, las obsesiones del autor.
–¿Me sigue usted? –preguntó al final de la larga disquisición que recitó de corrido, casi sin respirar–: ¿Le interesan a usted sus conceptos de exegética literaria, no es verdad?
–En parte sí, pero no solo eso. La corriente de escritores, pensadores, científicos que llegó de distintos lugares de Europa a partir de 1939 y se mantuvo hasta finales de la guerra produjo una especie de renacimiento en varios campos de la vida mexicana. Usted lo sabe mejor que nadie, puesto que vivió esa época y participó en el fenómeno. Claro que entre quienes llegaron no todos tenían, ni mucho menos, la talla de su madre. Puede decirse no que languidecíamos, no creo que fuera el caso, sino que nos encontrábamos al inicio de un despegue donde la influencia de otras mentalidades y nuevos métodos de investigación produjo una evidente euforia.
–Para Ida Werfel yo no era solo una hija –dijo la mujercita, la cual por lo visto no había prestado mayor atención a las palabras de Del Solar–, fui también su secretaria, su chófer, su hermana, su confidente, sobre todo su amiga.
–Y debe sentirse muy orgullosa de ello.
–Su curiosidad no conocía límites ni tascaba freno. Sus días debían haber tenido treinta y seis horas. Le interesaba todo: la literatura española, la mexicana, la universal, la historia, la pintura, la etnografía, la música, la filosofía, la gastronomía, los viajes. En los últimos años recorrió mucho mundo. Dio cursos en Estados Unidos y conferencias en España, en Brasil, en Israel, en Buenos Aires. Asistió a muchos congresos internacionales. Fue presidente honoraria de distintas instituciones. En sus últimos años recogió algo de lo sembrado. Esta casa es fruto y espejo de sus labores. ¿En especial le interesan sus trabajos sobre el Siglo de Oro? Tirso, me dijo, sí. El Siglo de Oro fue su pasión mayor. Introdujo ideas que después otros comentaristas han usufructuado como propias. Su primer libro fue ya consagratorio: El pícaro y su cuerpo, se llamó en español. Me dicen que un ruso estudió lo mismo, solo que mucho más tarde, y con referencia a Rabelais. ¡El cuerpo del pícaro ! ¡La función de las vísceras! ¡Un libro demasiado fuerte para su tiempo! La relación entre literatura e intestinos sencillamente horrorizó a los tradicionalistas. La edición de Leipzig es de 1916, la primera española es del 33. Que una mujer se atreviera a tratar ese tema equivalía a lanzarse a la calle, A pesar de todo, el libro lleva ya ocho ediciones en español y se ha traducido a varios idiomas.
–Es lo que me interesa. Saber cómo en el México timorato de aquellos tiempos se abrieron paso tesis tan audaces como las suyas; me gustaría conocer su reflejo en el pensamiento de la época.
Durante un momento, el primero de aquel encuentro, la mínima mujer permaneció en silencio, perdida al parecer en sus propias reflexiones. Luego, como si escalara el foso de la memoria hasta llegar a plena luz, con voz titubeante, transformada poco a poco en metálica y victoriosa, dijo:
–Debe saber que cuando llegamos a México no era una desconocida. ¡De ninguna manera! Varios libros suyos habían sido publicados en España y en Buenos Aires. Era en su campo una figura eminente. Su incorporación a la Universidad fue casi inmediata. Por otra parte, la embajadora suiza, Mme. Desilly, de nacimiento argentina, quien la había conocido en Europa, le organizó un grupo de alumnas diplomáticas que se reunían una vez por semana para oírla en distintas legaciones. Otras señoras mexicanas, convocadas por la esposa de un banquero, decidieron emular a la embajadora y tomar lecciones. Le propusieron un ciclo sobre «Los libros que movieron a la humanidad». Por supuesto, el nombre del ciclo era de ellas. ¡Una cosa de risa! ¡Ida Werfel obligada a explicar el ABC de la literatura y el pensamiento, El Quijote, La critica de la razón pura, El Kamasutra!, ¡imagínese usted!, ante aquella absurda pléyade de mujeres presuntuosas. Yo hacía por las noches los resúmenes y redactaba las notas de lectura necesarias que extraía de una enciclopedia. No podía permitir que ella malgastara un tiempo que podía emplear, ¡y empleaba!, en cosas de más miga. Pasaban a recogerla en un coche magnífico; allí leía mis notas y llegaba solo a recrearlas en los salones de aquellas sirenas voluptuosas. Era una actriz nata, una hechicera, un prodigioso fenómeno de la naturaleza. La oían con asombro, hipnotizadas, a pesar de no entender ni pizca de lo que les relataba. Una que otra vez la acompañé a tales sesiones. Aquellas borricas elegantes y frívolas parecían sacerdotisas que oficiaran en silencio ante el altar de la Diosa. No era el dinero, eso es más que sabido, lo que movía a Ida Werfel, ni las influencias que de modo natural se desprendían de aquellos cenáculos de damas falsamente sedientas de ilustración, sino la ilusión, la esperanza de hacer penetrar algún pensamiento en sus cabecitas huecas. «Imagínate», me decía, «que en esos cerebros de mosco llegue a penetrar una idea, alguna ambición; que en vez de pasar el día intrigando entre sí, pensando en engañar al marido y traicionar a la amiga, les ganase la idea de seguir leyendo, de volverse mejores, de descubrir la insuficiencia, la banalidad de sus vidas, de aspirar a una meta más alta.» Era su ideal de vivir en Paideia, que yo desgraciadamente nunca compartí. Aquellos cerebros de mosco, como ella afectuosamente les llamaba, una vez pasada la lección, no se fatigarían con otro pensamiento que no fuera el de adquirir un sombrero estrafalario, descubrir nuevas cremas y perfumes, o asistir por la noche a bailar en algún cabaret de moda.
–¿Fue acogida bien en los medios académicos, entre los intelectuales?
–El contacto fue inmediato y óptimo. ¡No podía ser de otra manera! Un grupo de escritores, jóvenes casi todos, se agruparon a su alrededor. Ella les daba la vida, les transmitía el milagro de su propia diferente juventud.
–Sobre eso precisamente me interesa puntualizar –la interrumpió Del Solar–. Hace poco leí algo que me hizo sentir que, en esa época, ciertos temas de tipo académico eran por entero vivos y contemporáneos. Un artículo periodístico se refería a una batalla verbal en Bellas Artes el día de una representación de La verdad sospechosa. También me han comentado que una discusión de su madre con alguien, la verdad no sé con quién, sobre Tirso de Molina, deshizo una fiesta de Delfina Uribe. En nuestros días sería inconcebible que se diera una pelea porque alguien hubiese demeritado a Ruiz de Alarcón o ensalzado demasiado a Tirso. Se vivía, gracias a buena parte a la inmigración, un clima cultural nuevo e intenso.
–La obra de mi madre comprende no solo la expresión escrita –dijo Emma Werfel con una aspereza que hasta entonces no había registrado, y sin que Miguel del Solar lograra establecer la relación entre esa respuesta y las palabras que él acababa de pronunciar–. Tan importante como los libros fue su expresión oral, su obra pedagógica. En el aula desplegaba sus grandes intuiciones: después llegaba aquí a desarrollarlas con calma, en esta misma querida mesa de trabajo.
–Fue en 1942, noviembre si mal no recuerdo, cuando se suscitó la discusión sobre Tirso de que le hablo. Delfina Uribe celebró con una fiesta la exposición de Julio Escobedo con que inauguró la galería. ¿Por qué tanta vehemencia? Me imagino que debió haber discutido con uno de esos españoles intransigentes recién desembarcados.
–Mi madre no discutió con nadie, ni quiso provocar una pelea. ¡Nada más ajeno a sus intenciones! Fue agredida de buenas a primeras por un demente, un loco furioso. Nunca he vivido nada semejante en cuanto a violencia. Aquel energúmeno estaba completamente fuera de sí. Antes del tremendo incidente, ya le llamaba yo, siempre que debía referirme a él, «el orate». ¡No se puede imaginar lo atroz que fue aquello! La agredió a golpes, a patadas. ¡Qué iba a ser un escritor! ¡Nada más lejos de eso! ¡Era un auténtico patán! ¡Un matón!
–¿Pero por qué la agredió por hablar de Tirso? ¿En qué lo afectaba?
–La agredió porque estaba loco, se lo acabo de decir. Era un psicópata. Fue una noche de absurdas confusiones. Si alguna vez he sentido sueltos y a mi lado los demonios fue esa noche. ¿Sabe usted que al final de la fiesta mataron a una persona e hirieron a varias otras?
–Sí, Delfina me contó que hirieron a su hijo.
–¿A su hijo? ¡Ah, sí, claro! Fue uno de los heridos. Mataron a un joven conocido nuestro. Su padre era un hombre muy fino.
–¿Estaba armado el hombre que agredió a su madre?
Emma K. Werfel se estremeció. Suspiró dolorosamente. Al fin respondió:
–Es posible, no lo sé. Era un individuo doloso. Delfina nos aseguró que ella no lo había invitado. El incidente la mortificó muchísimo. No sabía cómo disculparse. Usted no puede imaginarse el efecto que esa noche produjo en Ida Werfel. Hubo días en que temblaba como una hoja ante el recuerdo de la agresión. «Venimos huyendo de la barbarie y hemos vuelto a caer en ella», me decía. Otras veces se le metía en la cabeza la idea de que los balazos de esa noche le estaban destinados.
–¿Acababan de llegar ustedes?
–¿A México? Sí, pero no del todo. No acabábamos de bajar del barco, eso quiero que lo comprenda. Nosotras llegamos en 1938, o sea tres años antes del incidente atroz. Habíamos salido el año 1933 de Alemania. Una historia en apariencia harto complicada, ¿no es cierto? Salimos de Berlín en 1933 y desembarcamos en Veracruz en 1938. ¿Flotamos acaso en medio del océano los cinco años intermedios? ¿Qué pudo ocurrimos? Nada en particular, no se alarme. Mis padres se habían instalado en Ámsterdam, y en 1938, como si presintieran lo que estaba a punto de ocurrir, salimos rumbo a México. Gracias a esa previsión, Ida Werfel pudo transportar sus libros, sus papeles, algunos objetos a los que estaba muy apegada. Quienes vinieron después, llegaron casi con lo puesto. Este pequeño escarabajo de lapislázuli, por ejemplo –dijo, tomando en las manos un objeto, poniéndolo bajo la luz de una lámpara de mesa, aunque en realidad sin molestarse en verlo–, tenía para ella un sentido especial. Según el licenciado Reyes, de la Universidad, esa mezcla de racionalismo e intuición profunda, de magia en otras palabras, le confería un atractivo específico a la personalidad de mi madre.
–¿Qué la decidió a venir a México? La emigración alemana tenía un carácter político muy marcado; sus integrantes volvieron casi todos a Europa al final de la guerra.
–Para sus investigaciones el idioma era esencial. Las bibliotecas, las nuevas ediciones, la prensa especializada y aun la meramente informativa, el trato con colegas, la formación de discípulos; eso solo se produce en un ámbito idiomático adecuado. ¿Qué iba a hacer Ida Werfel en Australia?
–No digo Australia, pero en aquel momento me parecía más lógico que una persona como ella se hubiera sentido atraída por Buenos Aires o por el departamento hispánico de alguna universidad norteamericana. Nosotros gozábamos de pésima reputación en Europa en ese tiempo. Los intereses del petróleo habían creado alrededor de México la leyenda más negra que sea posible imaginar. Menos extraño –afirmó Del Solar con énfasis, fastidiado por no ser capaz de conducir la conversación por el cauce debido y sin saber cómo salir de ese pantano– me hubiera resultado la llegada de Lukács o de Heinrich Mann, por ejemplo. Existía aquí un grupo comunista importante, y se editaba un periódico antifascista en alemán. Hasta donde sé, la señora Werfel no se interesaba en la actividad política.
–Ida Werfel –dijo con tono aleccionador, que parecía indicar que tal era la manera correcta en que uno debía referirse a la hispanista– tenía, claro está, sus convicciones. Como judía no podía ver con tranquilidad lo que pasaba en la otra parte del mundo. Recuerdo haberla acompañado a varios actos públicos donde tomó la palabra.
–Sigo sin comprender –dijo Del Solar con un tono de hastío que era en sí una provocación, como si de pronto se hubiera desinteresado del tema y estuviera a punto de sucumbir a la tentación de suspender la charla, de abandonar el recinto, sin tomar una nota, sin precisar su interés por nada–, ¿Por qué razón eligieron ustedes México? Era bastante difícil ingresar entonces al país. ¿Tenían sus padres amigos aquí?
–Bueno –respondió la otra, con aire de tratar un mero asunto de trámite–, a ella México le interesaba de una manera real. Había sostenido correspondencia con algunos escritores. En este archivo existen dos o tres cartas de Alfonso Reyes. En un artículo, Reyes trató con cierta ironía, a vuelapluma, y con un humor que me atrevería a calificar de bastante ramplón, las conexiones establecidas por Ida Werfel entre la picaresca y las funciones gastrointestinales. Ya en México, las diferencias que hubiesen podido surgir entre ambos se desvanecieron del todo. Mi madre celebró, en un artículo escrito en el barco mismo y publicado al llegar al Nuevo Mundo, las virtudes de la antigua transcripción al español moderno del Cantar del Mío Cid hecha por Reyes. Omitió, pues no le parecía elegante llegar al país con la espada desenvainada, señalar ciertas fallas, a su juicio garrafales. Pronto se va a saber lo que ella pensaba en realidad de Reyes, de Américo Castro, de Amado y Dámaso Alonso, de Brenan, de Solalinde. Lo que opinaba sin tapujos de gente, libros, países. Aparecerá el retrato que el mundo no conoce de Karl Vossler: va usted a encontrarse con una partida de auténticos escorpiones, de sepulcros blanqueados. La obra que se publicará con motivo de su aniversario comprenderá todo, ya se lo he dicho, libros, amigos, vida cotidiana. –Al mencionar la edición de homenaje, la mirada de Emma Werfel se perdió en una visión seráfica–. Por primera vez –concluyó– se expondrá su pensamiento al desnudo sobre los temas, salvo uno en especial, que la inquietaron durante toda la vida.
–Sigue sin decirme qué fue lo que la decidió a radicar en México. ¿Venía con una invitación de la Universidad?
–No acabo de entender por qué le interesa tanto ese detalle. El apellido Werfel, que ambas llevamos con tanto orgullo, es el suyo, el de soltera. La K. que yo antepongo al mío, ¡habrá visto la placa en la puerta!, corresponde al de mi padre. ¡Emma K. Werfel, ésa soy yo! El Kalisz de mi apellido reducido a su mínima expresión, a una inicial. –Dejó al fin en la mesa el escarabajo de lapislázuli que había sobado durante todo ese tiempo; comenzó a hurgar en una caja de malaquita, sacó unos cuantos clips, los contempló, los volvió a guardar, sacudió con una mano la esquina del mantel, como si quisiera ganar tiempo, como si sus palabras fueran tan banales, intrascendentes como sus gestos, y luego continuó con tono desdeñoso–: El doctor Kalisz, mi padre, era un especialista en alergias. Estudiaba el carácter nervioso de esos padecimientos. Había venido a México en una ocasión con motivo de no sé qué congreso. Un húngaro que poseía aquí unos laboratorios se interesó en sus teorías y lo invitó a colaborar con él. Algo aquí le gustó. No me meto en consideraciones para saber qué fue. Al volver a Ámsterdam no hablaba sino de México, del clima y sus frutos, de la gente y los mercados de la cordillera y los volcanes que decía ver desde la ventana de su hotel. Ida Werfel, cuya visión era de muy amplio alcance, lo animó a aceptar la invitación. No necesitó insistir mucho, pues el alergólogo Kalisz se consideraba, ya se lo he dicho, un loco por México. La decisión probó ser más acertada, ya que pocos meses después estalló la guerra. Vinimos con todas nuestras cosas, decididos a quedarnos aquí por largo tiempo. Hay gente cuya incongruencia tiene en sí algo de falaz y cómico: Kalisz, el virulento enamorado de México; Kalisz, el novio de los volcanes, huyó a los pocos meses de haber llegado. Nosotras, las silenciosas, las parcas en palabras, permanecimos. Es innecesario decirlo ya que en esta casa todo es testimonio de ello.
–¿Volvió a Europa?
–¿Él? No, nada de eso, se marchó a Estados Unidos, a un lugar imposible en Dakota. Quería que ella lo acompañara, lo que hubiese significado arrancarla de su ambiente cultural, sepultarla. Por supuesto no aceptó; se lo explicó de la manera más razonable, pues hasta ese día había estado convencida de tener por marido a un hombre evidentemente no brillante, pero sí correcto. Fue una de sus pocas equivocaciones. Se marchó contratado por un instituto para desarrollar no sé qué vacuna antialérgica. Firmó contrato por un año. Sin embargo, no volvió. Durante ese primer año escribió con regularidad, envió dinero cada fin de mes. Después, le fue dando largas al asunto del regreso; sus cartas comenzaron a llegar cada vez más espaciadamente. Un día, debió de haber sido hacia 1946, pues la guerra había ya terminado, le llegó a mi madre una notificación legal. Estaba divorciada sin haber dado nunca su consentimiento. ¿Qué digo? Sin enterarse siquiera del proceso.
–Debe de haberla afectado mucho –dijo él para llenar el silencio que se creó.
–No, no demasiado. Lo que la sorprendió, y mucho, fue la conducta irregular del alergólogo Kalisz, mi padre, al no dar señales de vida a partir de ese momento. Las noticias que de él tuvimos fueron siempre indirectas.
–¿No lo volvieron a ver?
–No lo volvimos a ver. Pero la historia, como dijo el sabio, no conoce el desperdicio. Kalisz falleció pocas semanas después de la muerte de Ida Werfell, ¿No le parece significativo que no haya logrado sobrevivirla? Se había hecho rico, gracias a unos tratamientos psiquiátricos, ¡qué sabía él de eso, Dios mío!, para curar padecimientos de piel. Mi madre comentó, cuando nos dieron la noticia, que al final había aparecido su verdadera personalidad, la de falso chamán, la de embaucador. Al morir le dejó a Ida Werfel una suma bastante considerable, que me correspondió a mí, por ser la única heredera de mi madre. Siempre me ha resultado extraño ese detalle. Debía de saber que ella había muerto, y sin embargo no modificó su testamento. Tal vez no tuvo tiempo. Nunca lo llegaré a saber. Los impuestos americanos fueron atroces, pero aun así la cantidad recibida ha sido suficiente para crear el fideicomiso que le permitirá funcionar a esta institución. En el primer momento no quería aceptar la herencia. En lo personal no necesito dinero. Dispongo de cuanto quiero. Luego lo pensé mejor. Si aceptaba esa cantidad no tendría que vender la casa de Cuernavaca, donde ambas fuimos tan felices, para poder hacerle a Ida Werfel el homenaje que se merece –el rostro se le iluminó súbitamente de alegría–: la publicación de su obra magna. Allí, como le he dicho, la va a encontrar de cuerpo completo. ¿Qué pensaba ella de las cosas de ese mundo, y aun de las divinas? Todo se sabrá.
–¿Sus diarios?
–¡Caliente! ¡Caliente! –exclamó, aplaudiendo con entusiasmo, y luego añadió con premura–: En cierta manera se puede decir que se trata de una forma de diarios, aunque con características especiales. Un diario, si así lo quiere llamar, pero no escrito por ella, por lo mismo más espontáneo, sin las barreras que necesariamente hace surgir la propia censura. Durante años anoté sus conversaciones, sus reflexiones, y relaté lo que podríamos llamar las escenas significativas de su vida. Al final, cuando ya era consciente de mi labor, pues resultó imposible mantenerla en secreto, acostumbraba monologar en voz alta frente a mí. Fue un trabajo maravilloso; le dio sentido a mi vida. Todo comenzó la mañana que embarcamos en Róterdam. Tal vez advirtió mi desolación. No lograba asimilar el hecho de abandonar Europa; no estaba preparada para el viaje. Tenía miedo al futuro, no tanto por mí sino por ella. No sé por qué, pero no era capaz de imaginármela en otro continente. Lo cierto es que me sugirió registrar en un cuaderno, a manera de bitácora, los acontecimientos de la travesía. Pero ¿qué importancia podía tener que desembarcáramos o dejásemos de desembarcar en las islas Canarias o en Curaçao? ¿Qué, lo visto en La Habana, cuando tenía la oportunidad de anotar las impresiones de Ida Werfel? Vivir a su lado fue mi auténtica universidad. Desde 1938 hasta el día de su muerte transcribí todo lo que de importante ocurrió en su vida... ¡Treinta años!... Salvo, claro, durante sus estancias en el extranjero, o en ciertas temporadas, breves pero terribles, en que se encerraba en sí misma. Había días en que le era imposible volcarse al exterior. Tenía que almacenar, rumiar, digerir, para después expresar. Yo aceptaba esa situación que me resultaba difícil pero normal; no así la gente, incapaz de entender nuestras relaciones. Hay quienes la han llegado a acusar de crueldad, ¡pobres, no comprendían nada! Había veces, podían ser semanas, en que me evitaba. Se paseaba frente a mí con aire de desafío y la boca fruncida, me respondía con monosílabos, si no con movimiento de cabeza, hasta que llegaba el momento en que su hermetismo mostraba fisuras, comenzaba a abrirse poco a poco, y, como el capullo al dejar en libertad a la crisálida, así ella se abría a la palabra, la relación entre hombre y mundo, la pasión literaria, la salvación por la cultura, el sentido oculto de la vida, todo aparecía en esa especie de monólogos que brotaban a mi lado cuando menos lo esperaba.
Se levantó como una poseída, caminó hasta un armario, lo abrió y extrajo de él varios legajos voluminosos. Él se levantó a ayudarla, con la certidumbre de que allí encontraría claves valiosas, soluciones. El material formó dos altas columnas sobre la mesa de labores.
–Debe de haber trabajado usted una barbaridad.
–Sí, día y noche, desde que murió. Pero estoy acostumbrada. Durante los primeros años en México hacía lo mismo, trabajaba por las noches, anotando todos los incidentes del día, tratando de recuperar cada una de sus palabras. Hacía además el trabajo secretarial, que no era ligero: pasar a máquina sus escritos, corregir pruebas, prepararle notas de lectura, resúmenes para sus clases, mil cositas más. A su muerte pasé todo a máquina, revisé, corregí. Bueno, corregir no es la palabra. ¿Quién soy yo para corregir a Ida Werfel? ¡Hágame el favor! Lo que hice fue suprimir algunos pasajes, que integrarán otro libro pequeño, íntimo, que solo verá la luz cuando yo ya no esté sobre la tierra. Al principio, cuando descubrió mis actividades pareció molestarse; me acusó de haber vivido espiándola durante años. Con el tiempo reconoció la utilidad de mi labor. A veces me pedía que consultara alguna conversación con un profesor de California que había venido años atrás a saludarla, o que buscase posibles alusiones que en el curso de los años había hecho sobre un tema determinado, que le interesaba desarrollar en un nuevo ensayo o conferencia. El presupuesto que me dieron es muy alto, pero no importa. Todo está listo para enviar el material a la imprenta. Por un momento pensé titular la obra: Ida Werfel habla con Emma, su hija; pero advertí que podía interpretarse como un gesto vanidoso de mi parte, un intento forzado de incrustar mi nombre junto al suyo; me decidí por un título escueto: Ida Werfel habla con su hija. Suprimí mi nombre.
–¿Ordenó usted el material en forma cronológica o temática?
–Preferí el orden cronológico. El lector podrá así conocer las oscilaciones de su mente, sus descubrimientos, sus avances, sus rectificaciones.
Miguel del Solar le comentó a Emma K. Werfel que aquella obra le resultaría invaluable para sus investigaciones. En aquel tesoro de datos estaba comprendido el período que proponía estudiar. ¿Le permitiría ver algún pasaje? El referente a la discusión sobre Tirso en casa de Delfine Uribe que terminó en una balacera, por ejemplo.
–Es posible que no haya sabido expresarme con claridad –respondió con rudeza–. No se trató de ninguna discusión sino de un atropello a secas, realizado por un demente. Tal vez el germen fuera una carga acumulada de antisemitismo.
–¿Y qué tuvo que ver entonces Tirso?
–¡Nada! Fue una mera casualidad que en esos momentos se hablara de una obra suya. Igual podía haberse tratado de los cuartetos de Beethoven, o el altar barroco de Tepozotlán, o del tiempo; ya había empezado a enfriar en esos días.
–¿Por qué no vemos el volumen? ¡Hágame ese gran favor, se lo ruego! Desde un punto de vista de cronista fue un acontecimiento muy rico. A esa fiesta asistieron muchas de las celebridades del momento: políticos, pintores, escritores. Si necesita la fecha, fue el 14 de noviembre de 1942.
La mujer buscó la fecha con cierta mala gana. Leyó en voz baja las páginas alusivas; luego comentó:
–En aquel entonces yo me perdía demasiado en los detalles. Con el tiempo me fui volviendo más estricta, más sucinta. Sí –volvió a leer sus apuntes–, Delfina Uribe nos había invitado a su fiesta y estuvimos a punto de no asistir. ¡La noche de la gran confusión!: así titulé esa entrada en mi cuaderno. Mi madre sufría un problema de conjuntivitis muy agudo. Era tal la irritación del ojo izquierdo que casi no podía abrirlo. A última hora improvisamos una especie de parche de terciopelo negro: «Diremos que se trata de nuestro personal homenaje a la dama de Éboli», dijo con el humor que siempre la caracterizó. Insistió en que también yo debía cubrirme un ojo. Había en ella cierta dosis de excentricidad, un elemento lúdico que por fortuna nunca perdió. Yo no lo poseo; muchas de sus virtudes no me fueron otorgadas. Le sugerí que en vez del parche se pusiera un sombrero de velo espeso que le cubriera los ojos, y en un principio la idea pareció entusiasmarla. Luego la desechó. Tendría que levantarse el velo para comer, y todos verían el parche; de manera que nos presentamos en calidad de tuertas, ella haciendo todo el tiempo bromas ingeniosas, y yo, en fin, mortificada, medio muerta de vergüenza. En los preparativos pasamos un buen rato; cuando bajamos al departamento de Delfina la fiesta estaba ya muy animada. Martínez, ¡tenía que ser precisamente ese monstruo!, salió a recibirnos. Le habíamos dicho por la tarde, cuando estuvo en casa, que no asistiríamos, debido a la conjuntivitis de mi madre, y pareció muy sorprendido al vernos. Pero, a fin de cuentas, feliz por poder ampararse en ese ambiente bajo el prestigio de mi madre. Levantó a unas personas de un sofá con una altanería que nos dejó heladas, y nos hizo sentar allí, como si fuera el anfitrión; como si, además, se pudiera tratar a la gente con semejante grosería. Acabábamos de sentarnos, cuando apareció un muchacho, evidentemente muy bebido, y empezó a hablar con mi madre como si la conociera de toda la vida. «Sí, Huehue», le dijo. Mire, yo aquí escribí «Huehue», pero tal vez debía escribirse «Ueue» o «Wewe», con una «W» que sonara como «U», igual que en Wenceslao, por ejemplo. La verdad no sé cuál sería la ortografía correcta. «Sí, Huehue, en ese momento tuve que optar por ser mexicano ¿te das cuenta?» La voz del muchacho era chillona, parecía modularse en el aparato del estómago como la de los ventrílocuos. «Estábamos en el segundo acto de Pelleas et Melisande; dirigía, imagínate, nada menos que Ansermet. Papá se me acercó y me dijo con ese tonito que a mí me revienta, tú sabes cuál, que ya estaba decidido: regresaríamos a México y yo debía optar por la nacionalidad mexicana. Tú sabes cómo es, Huehue, tú lo conoces, así que no te extrañarán sus desplantes. Me lo soltó de sopetón, sin el menor tacto, regocijado ante mi desconcierto. ¿Te imaginas, Huehue? De repente, a la sombra de Debussy, supe que iba en serio lo de ser mexicano, que no era un apodo afectuoso como a veces me lo parecía. No es posible, le dije con el aliento perdido. No entendía yo nada, estaba desesperado, de buena gana me habría puesto a llorar. Nos vamos a México, repitió con regocijo el ogro del estanque. Comment ?, grité ya en plena angustia. En aquel momento era demasiado. Claro, yo sabía que mis abuelos, que mi padre habían salido de aquí. Pero son cosas, Huehue, que uno sabe y no acaba de saberlas. Ansermet, Debussy, Pelleas, la Tournier que era, te lo debo decir, una Melisande prodigiosa, todo me daba vueltas y se me confundía con imágenes bárbaras de piedra. No rodé al suelo porque Dios fue grande. Me hundí en mi asiento, y permanecí allí sin ver ni oír ni saber nada, hasta que Granny me hizo subir al coche y me llevó a casa. ¡Huehue de haberte conocido entonces!»... Ida Werfel oía a aquel desconocido con la mayor atención, y puedo decir que hasta con simpatía. El joven, después de una pausa, añadió: «Al día siguiente desperté atormentado con lo mismo. Tú sabes, de chico, en la escuela me decían le mexicain. Yo había nacido allá, allá había transcurrido mi vida. Allá y en Inglaterra, claro, durante el internado. ¡Y de repente resultaba que era mexicano, que no se trataba solo de un mote! ¡Que debía ir ese día al Consulado de México, optar por la nacionalidad mexicana! Dejábamos Europa a causa de la guerra; era necesario, sí, pero me resulta incomprensible... Y, ahora, en cambio, ya ves...» Pasó un mesero, sin verlo, como obedeciendo a un acto reflejo, tendió un brazo y tomó un vaso de whisky. Lo vació de unos cuantos sorbos, se levantó y se marchó. Nosotras estábamos sentadas al lado de Martínez y de una vecina del edificio. Una mujer temible, una intrigante. El orate pareció interesarse en descifrar lo que significaba aquel nombre de Huehue. «Debe querer decir Werfel y lo pronuncia mal», opiné. «No, pequeña», dijo mi madre; «es evidente que se trata aquí de una confusión. Precisamente en los últimos días he estado trabajando sobre suplantación, ocultamiento y confusión de personalidades.» «Me he enterado por algunas amigas que siguen sus cursos que acaba de aparecer un libro suyo», dijo la estúpida vecina. Ida Werfel condescendió a responderle con un leve movimiento de cabeza. Pero el orate seguía interesado en saber por qué aquel muchacho, nieto de un ministro de Díaz, se había dirigido con tanta familiaridad a mi madre, llamándola con un nombre tan raro. Ese nombre, insinuaba Martínez, era un nombre de guerra, escondía una clave.
–¿Por qué le interesaba tanto eso al tal Martínez? ¿Eran muy amigas de él?
–¿Nosotras? –gritó furiosa, con la cara súbitamente enrojecida–. Lo conocíamos, eso era todo. Era imposible no toparse con él en los corredores del edificio. Dice usted que conoció el Minerva, de niño, ¿no? Era entonces precioso: se deterioró en poco tiempo. Cuando nos mudamos a esta casa ya se había vuelto una pocilga. Era precioso en su época, digo, pero invivible. Un nido de víboras ponzoñosas, unas tontas y otras lascivas, pero todas ponzoñosas. Martínez andaba siempre por allí, como al acecho. Un día, esa vecina de quien le hablo nos detuvo a la entrada del edificio para presentárnoslo. Nos pareció raro, pues a esa vecina apenas la conocíamos de vista. Con el pretexto de esa presentación, él aparecía por casa cuando menos lo esperábamos. Me hacía preguntas capciosas. Quería saberlo todo, de nosotras, del resto de los inquilinos, hasta de los alumnos de mi madre. Le gustaba repetir que su profesión era en cierta forma la diplomática. ¡A saber lo que querría decir! Transpiraba vulgaridad. Pensábamos que intentaba saber quiénes éramos los inquilinos del edificio. Muchos eran extranjeros, nosotras alemanas, y estábamos, no hay que olvidarlo, en tiempos de guerra. Delfina Uribe me dijo que no le extrañaría que aquel sujeto fuera un agente de la policía. Se me pone la carne de gallina cuando recuerdo las actitudes de galán que adoptaba al dirigirse a Ida Werfel. Le comenté a ella lo que me había dicho Delfina, pero pareció no darle mayor importancia. De alguna manera aquel tipejo le resultaba divertido. Me imaginaba que sus aires de gallo, de conquistador, de califa debían parecerle grotescos. No era así... Cuando me haya convertido en polvo, el mundo conocerá aspectos de su vida de mujer que ahora no me atrevo siquiera a insinuar...
–¿Quiere usted decir?...
–No quiero decir nada, no ha llegado el momento. Ahora que si he de serle franca, a Ida Werfel no le hubiera disgustado una intimidad todavía mayor. En aquella ocasión, no me daba cuenta aún de lo que ocurría. Ella trató de calmarme. Me dijo que no teníamos por qué preocuparnos, que la mejor manera de comportarse consistía en responder con naturalidad, con frescura, a sus preguntas. Nada teníamos que ocultar. Gente de trabajo y de bien; mientras más pronto lo advirtiera, mejor. A mí, él me producía verdadera repugnancia. Miraba a mi madre como si la tuviera a sus pies. No podía quedarse nunca quieto. Cuando hablaba conmigo evitaba mirarme a los ojos, para luego, en el momento más inesperado, soltar una risa horrible, un relincho de caballo, como si me hubiera encontrado culpable de algo y me tuviera en sus manos. Entonces sí, me miraba con fijeza a los ojos, con los suyos desorbitados, sucios. Debo decirle que a veces me daba miedo. Y esa noche fue una de ellas. Se hallaba especialmente excitado; con toda seguridad había bebido mucho «No sabía que estaba usted en términos tan íntimos con estos jóvenes refinados», dijo en tono de reproche. «¿Qué diría su marido si se enterara del reencuentro con este muchacho? ¡Ay, Huehue, Huehue! ¿De modo que ése era el nombrecito con que circulaba usted en Europa?»
–¿Y por qué llamaban así a su madre? ¿Quién era Huehue? –preguntó Del Solar, sintiéndose perdido a esa altura del relato.
Emma K. Werfel leía con fruición sus cuadernos. Levantó al fin la cabeza. No había oído, por lo visto, como casi siempre, la pregunta. Continuó la narración, consultando de vez en cuando el cuaderno:
–La vecina interrumpió a Martínez. No lo dejaba hablar, lo que lo puso de un humor aún peor: comenzó a gesticular, a gruñir, a mascullar palabrejas que nadie comprendía. Sí, aquella mujer, una definitiva guacamaya, nos sirvió por un momento de barrera contra la ira del orate. Vive todavía. Acaban de comprobar que su hijo era un ladrón. Si abría la boca, el mundo entero debía permanecer callado. Comenzó a hablar de las excelencias gastronómicas mexicanas y de los platillos que esa noche comeríamos, pues ya había merodeado por la cocina. Probaríamos la nogada, los delicados, los refinadísimos chiles en nogada. Una de las últimas oportunidades del año, porque la nuez estaba por terminarse. Deberíamos esperar hasta el siguiente agosto para volver a paladearlos. Le preguntó a mi madre si nos habíamos acostumbrado al picante. Como sabe usted, pues la ha leído, Ida Werfel era un espíritu superior. Por temperamento, por cultura, no admitía tabúes. ¿Cómo hubiera podido, de otra manera, escribir un libro sobre el cuerpo del pícaro? Y el cuerpo del pícaro era ante todo estómago, varios metros de intestinos y, usted ha de dispensarme, un culo por donde evacuar. Tenía la altura suficiente para poder decirlo todo. Su sentido del humor, su charme indecible se hacían patentes cuando soltaba las mayores barbaridades. Trató de despejar el campo de la banalidad que imponía aquella mujer mediocre. Comentó que sí, que el chile le gustaba, pero en raciones moderadas, que al comerlo por primera vez le había parecido ingerir fuego líquido, lava. «La característica de este fuego es quemar dos veces», dijo a toda voz, haciéndole un guiño a Martínez, como si tratara de congraciarse con él por no haber respondido a sus necedades. «Arde al entrar; no se diga al salir, ¿no es así?» Se hizo el silencio a nuestro alrededor. Un poco de consternación tal vez. Esos efectos a ella le encantaban. «¡Grasa, bolera de mierda!», gritó el orate, con el rostro contraído por la ira. No supimos qué quería decir; no estábamos familiarizadas con el argot regional. Ida Werfel, ¡la inocente!, creyó que le daba las gracias y celebraba su comentario, y se rió muy complacida, lo que acabó por enfurecer al monstruo. Se levantó, y estaba a punto de retirarse, cuando volvió el joven aristócrata con otro vaso de whisky lleno hasta los bordes. Caminaba muy erguido, pero balanceándose a uno y otro lado, como los marinos cuando hay mar agitado. Con la misma voz de flauta que le brotaba de la boca del estómago, llamó «¡Huehue!». «A sus órdenes!», respondió mi madre con jovialidad. «¡Perdón!», dijo el muchacho. El parche de terciopelo sobre el ojo de Ida Werfel pareció desconcertarlo. «¡Perdón!», repitió. «¿No ha visto usted a Huencho? Lo conoce, ¿verdad? Lo dejé aquí hace un momento.» «¿Lo ven ustedes? Se trata de un caso de confusión pura», afirmó ella. «He estado trabajando sobre el tema estos últimos días. Lo que sostiene a las comedias de enredo del Siglo de Oro español es la confusión de personajes. Pero en Tirso de Molina la confusión llega al delirio. Tome cualquiera de sus obras, La huerta de Juan Fernández, por ejemplo. Nadie sabe con quién habla. Los personajes se presentan con nombres falsos y biografías ficticias, ante otros personajes con las mismas características, es decir que tampoco son quienes afirman ser. Comienza un juego desorbitado de disfraces. Fingen ante terceros ser otros personajes que no corresponden ni a su personalidad ni a la fingida con que acabábamos de conocerlos.» Mi madre desprendía una auténtica seducción cuando hablaba de lo que le interesaba a fondo. Varias personas se habían ido acercando a oírla. Hablaba con soltura y dominio. Al ver al hombrecillo loco sentado frente a ella, contraído por la furia, presa de sus tics y sus gestos incoherentes, volvió a dirigirle la palabra, como para acercarlo al diálogo y serenarlo. «A veces he llegado a pensar, mi querido Martínez, que el mundo entero se ha convertido en la huerta de Juan Fernández, que todos deambulamos por la vida sin saber quién es quién, ni siquiera a veces quiénes somos nosotros, ni a qué designio superior servimos.» «¿Sin saber si somos o no Huehues? Hay gente a quien le basta saber que debe obedecer ciertos protocolos», ladró el patán. En este momento pusieron un plato en la mano de mi madre. La contemplación del chile en salsa de nuez la dejó arrobada. Yo, sin advertirlo, me había quitado el parche del ojo, pero ella lo llevaba aún puesto, y sus gestos, que en otra ocasión habrían sido normales, se cargaban, debido al ojo tuerto, de un elemento burlón muy pronunciado. Había advertido al fin la tesitura resentida y belicosa de Martínez y quería apaciguarlo. Al ver que rechazaba el plato de nogada le dijo, con un guiño que pareció una mueca de mofa: «¡Ánimo, mi gran Martínez! ¡Éntrele con coraje! ¡Piense, como los escépticos, que el ardor de ahora será menos áspero que el que vendrá después!», y soltó una radiante carcajada. La reacción nos tomó a todos por sorpresa. El orate se puso de un salto frente a ella y comenzó a sacudirla, a golpearla, a darle cabezazos en el pecho, profiriendo toda clase de insultos. El plato de Ida Werfel cayó al suelo. Yo comencé a gritar, muerta de terror. El orate pisoteaba la salsa de nuez sobre la alfombra, saltaba sin dejar de pegarle a mi madre. Ella trató de levantarse, pero él le dio una patada, y, de un empujón en los hombros, la hizo volver a caer. ¡Allá van manos, allá piernas! Todo sucedía en medio de la multitud, con rapidez desconcertante. Varias personas trataron de sujetarlo. El hermano de Delfina, el casado con Malú González, logró echarlo de la casa. Ida Werfel tardó en reponerse. En eso llegó el joven borracho y le espetó: «¡Huehue! ¿Dónde te habías metido? ¿Qué te ocurre? Estás muy pálido y despeinado. ¿Te habrás ya emborrachado, Huehue? No vayas a salir con que no quieres ya ir al Leda. ¡No, no, no, no! ¡No te lo permitiré!» Tuvieron que llevárselo a otro cuarto. Mi madre quería que nos marchásemos, pero no la dejaron. Era mejor que se serenara, que pasara al baño a lavarse y se quedara un rato en el dormitorio de Delfina. Fue la única agresión que sufrió en México, pero la hizo sufrir mucho. La vecina dijo, antes de que dejáramos la sala, que no se debía aludir delante de Martínez a su enfermedad, porque si no perdía el control de sus nervios.
–¿A qué enfermedad se refería?
–Me imagino que a la locura. Eduviges se llama esa mujer. Nunca nos tuvo simpatía. Un día, poco antes de esa fiesta, me pidió que le sirviera de intérprete para hablar con el muchacho al que mataron esa noche. Bueno, pero ésa es otra historia...
–¿Y qué pasó con Martínez?
–Por lo visto no se fue del todo. Debió quedarse merodeando cerca del edificio. Un rato después volvió a armarse otra gresca. Un general muy bebido insultó a Escobedo, el pintor. Se volvió a crear otro pandemónium. Me asomé por la ventana y me pareció ver por el corredor a Martínez. Estoy casi segura de que era él. Tengo la impresión de que silbó y volvió a marcharse. Unas mujeres, bastante vulgaronas, por cierto, empezaron de repente a cantar en la sala. Minutos después se produjo la balacera. Ya se podrá figurar qué noche pasamos, la depresión de los siguientes días, el sentimiento de inseguridad que la acompañó por mucho tiempo. Sin embargo, aun lo más horrendo suele tener su sesgo compensatorio. Aquel incidente dio fin a la aberrante simpatía que Ida Werfel sentía por aquel mamarracho.
–¿No las volvió a molestar?
–No. –Miró el reloj y pegó un grito. Comenzó a guardar los documentos, sin orden, apresuradamente. Dijo que a esas horas debía ya estar en la Universidad, que tenía que salir de inmediato.
Del Solar le preguntó, mientras bajaban la escalera, si conocía a una alemana que vivía en el último piso del Minerva, pero ella contestó ausentemente que no sabía de quién hablaba, que allí vivían muchos inquilinos, mexicanos, alemanes, gente de todas partes.
Salieron casi a la carrera; a la carrera se metió ella en su pequeño Volkswagen y partió.