Le comentó a Cruz-García que estaba ya casi atrapado por un nuevo proyecto. Tratar de hacer con 1942 lo mismo que el año 14. Una crónica de la vida en el país, donde los acontecimientos, por su selección, por la manera de agruparse, se explicaran solos. Trabajos, le decía, en apariencia muy sencillos, pero que de ninguna manera lo son. Requieren un conocimiento a fondo de la época, un manejo delicado para mezclar lo espectacular, lo sorprendente, lo mínimo y lo cotidiano. Las cifras con la poesía. Del Solar no se sentía ese día de especial buen humor. No entendía por qué demoraba la aparición de su libro. La portada estaba impresa, sí, ya lo había comprendido, pero a fin de cuentas, era lo mismo, el libro no aparecía. Era desesperante la lentitud de la encuadernación. Le habían cosido como un favor especial tres ejemplares de aspecto bastante elemental. La portada requería aún otra capa de barniz, le dijo Cruz-García al advertir la falta de entusiasmo con que el autor contemplaba su obra. Una portada sepia, cubierta de borde a borde con hileras de sombreros zapatistas; encima, en letras negras, su nombre, y un poco más abajo, en tipografía de mayor tamaño, el título: El año 1914, No solo vio aquella portada sin ningún entusiasmo, sino que le provocó un abierto rechazo. Leyó la breve nota que aparecía en la contraportada y dijo por fin que esa hilera de sombreros que se repetía desde el borde superior al inferior de la portada no correspondía a la tesis que él sostenía; por el contrario, la negaba. En su libro pretendía explicar cómo emergieron en 1914, para entrar de inmediato en conflicto, las distintas corrientes (el amplio espectro de matices) que habían participado en la revolución, las ya latentes durante el período de Díaz y las surgidas como resultado de la dinámica misma del conflicto; y cómo en 1914, aunque desde afuera nada lo hiciera presentir, ya había triunfado la corriente institucionalista, la que para bien o para mal había configurado el país en que vivían.
Cruz-García le respondió que eso lo sabían unos cuantos investigadores o maestros de historia; para un lector normal el año 14, o 17, o aun el 22 se resumían en sombreros y cananas. Los focos de ilustrados mencionados en su libro, los constitucionalistas, los leguleyos, podrían ser muy importantes, de acuerdo, a ello se debía el ulterior desarrollo social, pero en aquel momento eran solo rostros sofocados en medio de un vasto país ensombrerado... Los polos visibles eran aquellos que Diego Rivera, sin contemplación de matices, había pintado en los muros de Educación; de un lado, el hombre rubio con polainas inglesas y finos lentes de oro sobre una nariz rapaz; y, del otro, la masa campesina que lo rebosaba y cubría todo.
–Un poco igual –concluyó– que como nos conciben en Europa, solo que con ropaje más moderno.
Tal vez fuera cierto, pero Del Solar se negaba a estar de acuerdo. Y, en cuanto a «cierto», había que aclararlo, podría serlo en otro contexto, no el de su libro. Lo que se proponía demostrar en su investigación lo negaba una portada cuyo propósito único era estimular la aceptación de aquel producto en el mercado. A pesar de todo, tenía que reconocerlo, visto por encima, eso era el año 1914: sombreros, cananas, vivacs, fusilatas en las calles y al mismo tiempo, juntas misteriosas, conversaciones casi clandestinas en torno a cierta visión con que un puñado de hombres en medio de esa masa intentaba realizar cierto proyecto de sociedad virtualmente ideal, lo definitivamente promisorio, lo por desgracia perdido, aquello que no logró encontrar su cauce para crear un país distinto; gente e ideas que en su momento no lograron salvar lo que entonces parecía aún salvable.
–El barniz –dijo Cruz-García, desviando la conversación que empezaba a aburrirle– le dará otro realce a la portada; parece neutra, pero quedará distinta, ya lo verás.
A Del Solar la edición le pareció triste y deslucida. No le daría gusto obsequiar aquellos ejemplares. Destinaba uno para Delfina Uribe, debido a la participación de su padre en los acontecimientos de ese año. El licenciado Uribe había sido uno de los ideólogos del carrancismo. Con la entrega del libro, justificaría las preguntas que pensaba hacerle en torno al trabajo que había excitado su imaginación: los acontecimientos de 1942.
–Estoy dándole vueltas a otro libro. Me interesa más, tal vez por lo reciente, la crónica del año 1942 –había dicho Del Solar al inicio de esa conversación, es decir, al llegar a la editorial.
–¿Piensas consagrarte a los anuarios?
–No sería mala idea. Al menos serían útiles, pero no es mi caso. Pienso reducirme a una trilogía –en ese instante se le ocurrió por primera vez la idea–. Situaré cada libro en un año clave de México, esos años donde por alguna razón se define el sentido o la vocación del país. En 1942 encuentro elementos apasionantes... La declaración de guerra al Eje, el papel de México en la esfera internacional, el cosmopolitismo súbito de la capital, la reconciliación nacional de todos los sectores. Vuelve Calles. Se decreta una amnistía para los delahuertistas. Regresan los porfirianos de París. Llega, además, un aluvión de exiliados europeos que representan todas las tendencias, desde los trotskistas (tengo que cerciorarme si la viuda de Trotski seguía viviendo aquí entonces), los comunistas alemanes, Karol de Rumania y su pequeña corte, financieros judíos de Holanda y Dinamarca, revolucionarios y aventureros de mil partes. En ese flujo no es fácil precisar quién era quién. ¿Sabes, por ejemplo, algo sobre Ergon Erwin Kisch? Me enteré hace poco, por azar, de su enorme importancia en la Europa central, en el período de entreguerras. Por otra parte, las seguridades ofrecidas al capital conformaron ya el nuevo modelo económico del país.
–Te ha dado por hablar como manual socioeconómico, como se usa ahora. ¡Qué lata!
–La derecha radical y los círculos financieros que hasta entonces eran uno comenzaron a desarrollar vías paralelas, a veces, en apariencia, muy distintas. Los ricos de Guadalajara, los viejos, no dejaban de alentar a los peones para que siguieran cortando las orejas de los maestros rurales; en cambio sus hijos, cuando venían a México, se iban al mundano Casanova con la esperanza de ver al rey Karol bailar con la Lupescu. Hay miles de elementos por rescatar, precisar, jerarquizar en ese período. Y eso que apenas he comenzado a rondarlos, a olfatearlos.
–Tienes un año de plazo para entregarme el libro. Me doy cuenta de que ya está armado, ¿no es así? Y después del 42 me traerás el 37, el 22, el 65; todos los años que se te ocurra. La crónica tiene siempre público, de eso puedes estar seguro. La gente compra esos libros sobre todo por las fotos.
Del Solar volvió a mirar la portada, y le pareció aún más apagada. El año 14 le resultaba demasiado distante. Se dio cuenta hasta dónde tenía ya los pies hundidos en 1942. Por un momento tuvo la evidencia de cuán fallidas resultaban sus experiencias para recoger testimonios orales que fijaran la microhistoria que le interesaba. El incidente del edificio Minerva lo tenía varado. Sospechaba que debía buscar la información de fondo en los archivos, grabar y estudiar las conversaciones con políticos de la época, con financieros y periodistas, en vez de dedicarse a escuchar durante horas la interminable palinodia de una mujercita patética sobre las simpatías y aversiones de su madre, o ser testigo de las demenciales dentelladas de su tía Eduviges. Le parecían de gusto bastante dudoso los reiterados comentarios de Cruz-García, quien insistía en considerar sus libros como anuarios. Dijo con desgana que, por lo visto, no se había expresado bien. No le interesaba ordenar un mero registro de efemérides. De escribir un tercer y último libro pensaría en 1924 o 1928, por su importancia política; todavía no lo sabía. Insistió en que debían ser solo tres volúmenes. Tres momentos significativos en la definición del país. Que no se asustara, no le daría lata. Si el año 42 no le interesaba, ni modo. No creía que le fuera demasiado difícil encontrar editor. Y eso en el caso de que lo escribiera, pues todavía no se había decidido del todo.
–¡Hay que ver cómo te pones, carajo! ¡Claro que me interesa! Es lo único que he intentado decirte. El 42, para empezar, fue uno de los años de mi juventud; ya por eso me atrae. Tenía tres años de haber llegado a México y estudiaba derecho. Aunque no lo quisiera, el prestigio de mi padre me abría muchas puertas. Verás, en 1942 debí haber cursado el primero de leyes. Había escrito para entonces cinco o seis poemas. No te rías. Andan perdidos en las revistas de aquel tiempo. ¡Horrendos! ¡Jamás se te vaya a ocurrir buscarlos! Por ese tiempo debo de haber conocido a mi mujer... No, no, por supuesto fue más tarde, unos cuantos años después. La ciudad era entonces pequeña, pero mucho más divertida que ahora. Cada semana se abría un nuevo local. No tienes idea de lo que era el Ciro’s. Tan solo el repaso de la vida nocturna de la época ameritaría una bella edición. ¡Nada de sombreros ni cananas!
–Un día te vendré a entrevistar en serio. Cuando tenga mejor dominado mi material. Por cierto, ¿conoces a un tal Balmorán?
–¿Balmorán? ¿Rubén Balmorán?
–¡Pedro Balmorán!
–¡El mismo que canta y baila! Claro que lo conozco y que se llama Pedro. No sé de dónde saqué lo de Rubén. No fue nunca gran cosa. ¿Por qué te interesa? Hacía antes periodismo, pero no creo que fuera bueno. Un tipo muy mediocre. Y bastante lioso, ándate con cuidado. No me parece que vaya a servirte mucho como informante sobre aquellos años.
–Me han dicho que vende libros y papeles raros. Me interesa desde ese punto de vista. Quiero conseguir panfletos y documentación de la época. Volantes sinarquistas, por ejemplo.
–Hace años que no lo veo. Antes pasaba por aquí con cierta frecuencia. Quizás está peor; se movía con muchas dificultades; tiene el cuerpo hecho una porquería. Yo ya dejé de coleccionar cosas. ¡Era una lata! No lo vas a creer, pero ni siquiera pintura compro.
Miguel del Solar le pidió al editor presentarlo con Balmorán. Podía decirle, sugirió, que un amigo suyo se interesaba en algunas publicaciones y en esos momentos se encontraba a un paso de su casa; que le preguntara si no podía pasar a verlo. Cruz-García parecía resistirse. Del Solar insistió, le habían dicho que sin una recomendación aquel librero absurdo no recibía a nadie. Una secretaria se encargó de la llamada, transmitió la petición, y luego les comunicó que Balmorán estaba de acuerdo en recibirlo en media hora. Del Solar tomó sus tres ejemplares de El año l4 y se puso en movimiento.
No entró de inmediato en el edificio; llegó al jardín de enfrente, en la glorieta, y se sentó en una banca, la única que había. Trató de asociar, una vez más, los recuerdos dispersos de su niñez. Estaba convencido de que en la niñez había advertido algo que en su tiempo escapó a la atención de los demás; y no sabía qué era. Por otra parte, se oponía radicalmente a aceptar el parte oficial leído hacía poco. Esa versión simplista en que el propietario de un automóvil había asesinado a un joven extranjero por la sencilla razón de confundir su coche con un taxi. Podía saber algo, insistía, que los demás no quisieran o no creyeran oportuno recordar. Trató de estimular y ordenar sus recuerdos. Las imágenes, como siempre, llegaban a raudales, se contradecían, se sobreponían y, sobre todo, rehuían detenerse en los momentos que le interesaban, la relación entre la muerte de Pistauer y la desaparición de Arnulfo Briones, su padrastro. Le sorprendió que todo, por banal que fuera lo que recordase de los varios meses vividos en casa de sus tíos, se ligaba de alguna manera con la guerra. Las conversaciones de los adultos, los juegos en el patio central, meras escaramuzas de combate entre aliados y alemanes; la delicia de los apagones, aquellas prácticas de oscurecimiento de la ciudad, durante los cuales su tía obligaba a Amparo a repasar su Chopin a la luz de una vela, por parecerle la escena muy triste y romántica. En esos momentos él se imaginaba el bombardeo, la consecuente destrucción del edificio, los pasillos y escaleras en llamas, por donde lograría bajar con su prima desmayada al hombro. ¿Qué más? Las tensiones familiares cuando se descubrió que Arnulfo Briones estaba casado con una mujer divorciada, cuyo marido apareció de repente en México; el hecho de que los Briones considerasen como enemigos a casi todos los extranjeros del edificio; los comentarios de su tía contra Delfina Uribe, contra las Werfel, y sobre todo los violentísimos contra Balmorán; las diarias visitas a Arnulfo Briones, sus lentes negros, su paso vacilante, sus bastones con empuñadura de plata, sus bigotes manchados, sus dientes putrefactos, sus paseos con el hombre flaco que lo acompañaba a todas partes como un sabueso. Los hermanos discutían, sin darse tregua, de temas que él apenas podía comprender. Captaba fragmentos, frases y palabras sueltas, a veces discutían a gritos, aunque, por lo general eran conversaciones en voz baja, entre cuchicheos, como prácticas de conspiración. El día de la gran escena, cuando su tía se deleitó en vocalizar audiblemente cada palabra que pudiera herir a su hermano por haber introducido en la familia a una divorciada.
Al final de una larga charla misteriosa de aquel par, su tía reunió a los tres chicos, en el cuarto de Antonio, para que jurasen que nunca hablarían con Balmorán porque era un depravado, que no le dirigieran la palabra, ni respondieran a su saludo. Recuerda también momentos de alegría en que su tía hacía imitaciones de los vecinos mientras él y Amparo estallaban a carcajadas, hasta que contagiada por la risa, la imitadora tenía que suspender su número.
Recuerda miles de detalles minúsculos: en cambio no sabe cómo fue a dar a Córdoba: si sus padres llegaron a recogerlo, si enviaron a alguien por él, si lo llevó su tío, o si, y eso le pareció lo más probable, lo habían subido al autobús, recomendándolo al chófer, pues diez años eran edad más que suficiente para viajar solo.
Se levantó después de hacer algunas crípticas anotaciones en su cuaderno. Atravesó la calle y entró en el edificio. Se detuvo a la entrada ante un tablero para buscar el número de Balmorán. Una vez localizado, subió hasta el último piso.
Encontró a un hombre contrahecho de alrededor de sesenta años. Una cara chupada, el pelo cortado casi a ras. La cabeza demasiado grande para el cuerpo raquítico. Todo él, un conjunto de tejidos resecos y mal anudados. En la cara misma, sobre la nariz, se le formaba una especie de nudo. El costado derecho era una muestra completa de deformidades; la pierna contraída, el pie torcido hacia el interior, el brazo sin movimiento; la mano muerta apoyada en el pecho, en el lugar del corazón. Lo esmirriado del cuerpo no impedía el crecimiento de un vientre en forma de pera. La primera impresión que producía aquel guiñapo era de suciedad, pero a los pocos minutos ese efecto desaparecía. Su ropa, de corte pueblerino, era tan limpia como todo en su departamento, más amplio de lo que pudiera imaginar que fueran los del último piso del Minerva. A Miguel del Solar le impresionó la carga sombría, crispada, discordante que emitía de modo permanente aquel cuerpo maltrecho.
Las horas que pasó allí configuraron una cadena de momentos fastidiosos e irritantes que solo su paciencia y su interés en el caso le permitieron tolerar. ¡Qué florecer, qué selva, qué inmensas raíces de megalomanía, de frustración y de resentimiento! Un elemento de artificialidad desmedida hacía intolerables sus monólogos. Un repertorio de muecas, guiños, silencios y pausas dramáticas, acentuado por los incesantes movimientos nerviosos de la mano izquierda, parecían anticipar la importancia de una frase a punto de ser pronunciada que resultaba siempre de una banalidad insufrible. De cuando en cuando repetía el mismo estribillo: el suscrito, Pedro Balmorán, el mismo que canta y baila tangos, el mismo que canta y baila los más encantadores valses de este mundo, el mismo que canta y baila el trepidante mambo, no había envejecido, no sentía los años, ni siquiera sabía ya cuántos tenía, no estaba amargado, practicaba la felicidad como un diario ejercicio de salud, cuando lo cierto era que sería difícil contemplar una imagen tan atroz de la decrepitud como la suya, una visión del hombre convertido en mero saco de hiel y de rencores.
El historiador le mostró a Balmorán uno de los ejemplares de su crónica de 1914. Trató de esbozar el sentido de sus investigaciones. Le explicó por qué se proponía trabajar en un volumen sobre 1942. Cruz-García le había recomendado consultar con él las posibilidades bibliográficas del tema. Le interesaba obtener los libros fundamentales sobre la derecha radical mexicana, las novelas cristeras, por ejemplo, y la literatura política difundida a través de las sacristías. Necesitaba consejos al respecto. Le habían dicho que en aquella época él realizó una amplia actividad literaria y periodística. Le quedaría muy agradecido si un día le permitía consultar sus trabajos.
El librero lo oía con una actitud que no se dignaba ser amable, sino más bien lejana y condescendiente. En un principio parecía solo medir la relación comercial que podría establecer con aquel cliente eventual. Le dijo que en unos cuantos días formularía una pequeña bibliografía, y luego se vería qué se podía hallar a la venta y a qué precios. Lo hizo pasar a las habitaciones interiores cubiertas de estantes y archiveros. Todo en aquella casa, salvo el morador, tenía un esmerado aspecto profesional; no había libros polvosos, ni periódicos amarillentos acumulados en el suelo o apilados sobre los muebles. Era evidente que se trataba de un tipo bien organizado. Le mostró algunas ediciones costosas, de gusto sospechoso, sobre textos de viajeros europeos en México, ilustrados con estampería del siglo XIX, y le aclaró que su tarea fundamental consistía en preparar esas ediciones para un club de bibliófilos. Comentó con sarcasmo que Cruz-García se negaba a reconocerlo como colega y prefería mencionarlo como librero de viejo, ya que en la juventud, bueno, en un determinado momento de su vida, pues no consideraba haber dejado de ser joven, en momentos difíciles había ejercido el negocio de compra y venta de libros raros, sobre todo ediciones antiguas de historia mexicana, tarea que seguía realizando, eso estaba a la vista, como un trabajo ancilar, casi vicario.
A la mención de su labor periodística, respondió que el carácter de sus artículos era literario y muy rara vez había tratado temas de actualidad. No era ni había sido un periodista del tipo al que quería reducirlo Cruz-García. No porque quisiera situar al escritor por encima del periodista. Nada de eso; para él, toda profesión, cualquier actividad, el oficio más humilde, era altamente respetable.
–Sí, señor mío –prosiguió–, toda profesión puede ser honorable, hasta la literaria, si se le puede llamar a eso profesión. ¡Honorable! Por desgracia la mayoría de los literatos no lo son. ¡Gente sin amor al oficio! Lo único que buscan es el poder que les confieren sus fotografías al aparecer en la prensa. Cuando lleno un formulario, jamás se me ocurre llenar el espacio dedicado a la profesión con la palabreja «escritor», ni siquiera «editor», sino «librero». La considero, sabe usted, una actividad más noble y limpia. Por regla general, el librero no odia a sus compañeros de profesión. El escritor sí. Mueve cielo y tierra para cerrarles el paso. Se dedica a desprestigiarlos, a hacer llover sobre ellos mares de inmundicia, toneles de carroña, cubos de escoria. ¡Vil mierda, señor, si es que uno ha de llamar al fin a las cosas por su nombre! La gente les teme. Los directores de revistas y suplementos literarios, los jefes de redacción, los responsables de página viven espantados. ¿Y qué me dice de los amedrentados editores? ¿No le dijo Cruz-García que yo era sino un simple librero? ¡Un librero de viejo! Me parece oírlo. Un periodista, no. Mucho menos, ¡ah no, eso nunca!, un escritor. Y no es que no me considere como tal, se lo aseguro, sino que, rata cobarde como es, teme al desprestigio que las mafias pueden causar a su editorial. Yo me río. Siempre he sido independiente. Han querido abatirme, han intentado hasta destruirme físicamente. ¡Mire cómo me dejaron! Pero no han logrado hundirme, no lo he permitido. Me río en sus barbas, y sigo trabajando en lo mío. Un día, muy pronto, daré a conocer lo que he gestado durante estos años largos de silencio aparente. Voy a mostrarles mi obra en medio de un estruendo de carcajadas.
–¿Qué escribe usted?
–¿Qué genero? ¿Es eso lo que intenta preguntarme? ¿Qué importancia pueden tener los géneros literarios? Escribo, eso es todo. Y edito libros para conocedores. ¡Vivo! La actividad, si no lo sabe, para mí más importante. Por eso considero una obligación reírme del mundo entero.
Soltó una atroz risa de hiena.
Luego se levantó y salió de la habitación. Volvió con unas revistas en las manos. Eran publicaciones de veinte o treinta años atrás. Entre otras, algunos ejemplares de El hijo pródigo. Le mostró los índices. Algunos artículos y varias notas bibliográficas con su firma.
–También, yo –contestó Del Solar con un tono casual y como si compartiera las posiciones de Balmorán– intenté hacer mi obra al margen de los grupos. En buena parte por eso acepté vivir unos años en el extranjero.
–¿Sí? ¿Le hace sentir mejor vivir en Estados Unidos? –preguntó el librero, mirándolo fijamente y con una mueca muy irritante–. ¿Siente la mente más despejada después de un suculento plato de corn flakes?
Decidió ignorar aquel repentino brote de hostilidad. Le aclaró con paciencia, tratando de expresarse con la mayor naturalidad, que no vivía en Estados Unidos sino en Inglaterra, donde se dedicaba a enseñar historia de México en una universidad.
–No creo sentirme de ninguna manera superior –concluyó–. ¿Por qué había de serlo? Me parece, eso sí, que trabajé mejor, más libre de tensiones. Sin embargo, pienso quedarme en México. Espero poder dedicarme menos a la enseñanza y más a la investigación. Si escribo el libro que proyecto tendré que vivir aquí, consultar archivos, revisar la prensa de la época, entrevistar a muchísima gente. Hablé por cierto con el portero de este edificio para ver si había un departamento disponible. No lo hay. ¿Lleva mucho tiempo de vivir aquí?
–Mucho, me parece que toda la vida. Tuve antes un estudio reducido, siempre en el mismo piso. Cuando éste se desocupó, me mudé de inmediato. Los libros se reproducen como hongos. Yo no soy un bohemio; el desorden me enferma. Dentro de poco volveré a necesitar más espacio. –Balmorán se puso de pie. Levantó la mano disponible con ademán teatral y se dio con ella un sonoro golpe en la frente. Había olvidado el café, que con seguridad se habría ya consumido en la estufa. Prepararía otra porción, ¿o se le antojaba mejor una copa? Solo podía ofrecerle tequila o ron.
Terminaron bebiéndose una botella de ron. A partir de la tercera copa, el resentimiento de Balmorán adquirió una violencia descomunal. Lo habían hecho a un lado, repetía sin cesar; no habían escatimado con él ningún tipo de violencia. Había estado demasiado cerca del milagro, de la revelación y eso, lo sabía, se paga caro. Creían haberlo derrotado. ¿Quiénes? ¡Preciosa pregunta! La sociedad desde luego, todos los brazos de que el pulpo disponía, y las mafias, los eternos conformistas, los escritores petulantes, el abominable medio pelo. ¡Todos! Quisieron arrebatarle su juventud, lo único que le quedaba en la vida, sin lograrlo. Él seguía trabajando, ajeno a cualquier circunstancia exterior, con paciencia y alegría. ¡Juan Cigarra y Pedro Hormiga! Ves y envés de la misma moneda.
–Por lo visto –comentó Del Solar, señalando el índice de una de las revistas que el otro había puesto en sus manos–, se interesa usted en los simbolistas mexicanos, ese grupo de escritores de quienes tan poco se sabe.
–Tan poco como de los románticos y de los modernistas. Se sabe poco de todo. A fin de cuentas, nada. La gente ha dejado de estudiar, apenas trabaja, y a quien se propone hacerlo con seriedad no solo se le cierran las puertas sino que... ¡Dios mío! ¿Para qué seguir?
Era fácil dirigir la conversación, gracias sobre todo a la furia que de vez en cuando acometía a Balmorán. El historiador le daba la razón en todo. Intentó hablar en un principio de su propio trabajo, de su primer libro sobre el doctor Mora, pero el nudoso librero no tenía paciencia para escuchar a nadie. Hacía gestos desarticulados. Tácita, trémulamente, le exigía no dejar de ser su público, no arrebatarle por piedad la palabra, no mudar hacia él su actitud de simpatía. Rebatirlo hubiera sido fatal. Pero oírlo se convertía a momentos en una tortura. Gesticulaba demasiado. Se contraía, se retorcía, se anudaba. Hacía pausas eternas con el brazo en alto, tendido hacia adelante, trémulo, impaciente, señalando que no había aún terminado de decir lo que se proponía, que no cedería la palabra, que el verbo a punto de surgir de sus labios era tan extraordinario, que el auditor al oírlo perdería el aliento.
Se enteró de cosas innecesarias. De dos matrimonios fallidos y de varias aventuras sentimentales que llevaban implícita una densa carga de sordidez, de sus distintos negocios, de sus épocas de holgura económica, también de temporadas en que se vio obligado a prescindir hasta de lo escrito. Del Solar lo condujo con éxito a varios temas que le interesaban. Trató de obtener información sobre la alemana que vivía encerrada en un departamento miserable desde hacía muchos años, sin obtener nada. Balmorán se cerró:
–Soy de palo. No sé, no veo, no oigo. Jamás he cambiado una palabra con esa mujer, ni me interesa. ¡Que viva como quiera! ¿Le gusta la fetidez? ¡Que la disfrute! ¡El respeto al derecho ajeno es la paz! ¡Gloria eterna al benemérito!
Del Solar advirtió que si quería saber algo, y sobre todo le interesaba la crónica que tanto había alarmado a su tía Eduviges, debía moverse con cautela extrema. Aquel cuerpo aborrecible estaba pertrechado por una coraza de espinas. Cualquier paso en falso le haría perder una información preciosa. ¿Los temas en que Balmorán trabajaba por el momento? Muchos. Poemas, obras de erudición, entre ellas tres o cuatro biografías de personajes bizarros, curiosos, extravagantes, a quienes la sociedad y sus prejuicios habían hecho añicos. La conversación, sin que Del Solar supiera cómo, saltó a un castrado mexicano que había terminado sus días como faquir en Nápoles. El corazón le dio un salto. ¿Un castrado? ¿Podría tratarse acaso de aquel crápula emparentado con Eduviges Briones?
–¿Un castrado? ¿Un poeta castrado? –preguntó con voz esperanzada.
–No, señor mío, aquel pobre ser era soprano. Quizás poeta también, aunque, a su manera. ¡Soprano absoluto! De esa manera tuvo la osadía de presentarlo en Roma la insaciable baronesa que corrompió su cuerpo y lo condujo a la ruina. Un castrado clásico en el sentido musical, o al menos eso fue lo que se pretendió en su tiempo. Il piu che melodioso rosignolo messicano! Una historia curiosísima, un documento excepcional. Una biografía en apariencia típica de su tiempo: hija de la Intervención y del Imperio. En el fondo, algo más majestuoso. ¡Silencio! ¡Me callo! El castrado narró sus memorias en la decrepitud, al borde de la tumba, a un fraile italiano que, mucho me temo, añadió mil anécdotas de su cosecha. Las memorias llegaron a México con un lote de libros y documentos curiosos. ¡Yo las tuve! –gritó, y su clamor tuvo algo del relincho de un potro y el chillido del cerdo en el momento de la degollina–. ¡Fueron mías! ¡Del suscrito servidor que canta y baila tres polkas rabiosas a paso de can can! ¡Trescientas páginas de las que solo cuarenta se salvaron!
–¿Y el resto?
–¿Cómo voy a saberlo? –gritó con voz nuevamente enemiga–. Nunca logré saber si fueron destruidas o no. ¡Me hace usted cada pregunta! En su momento corrieron varias versiones. Lo único que sé es que cuarenta páginas se salvaron del holocausto. Se las había llevado a examinar a una mujer a quien entonces consideraba yo una polígrafa seria y eminente, y que resultó ser la peor, la más astuta mercachifle que haya pisado tierra mexicana. Ella, la erudita insigne, no comprendió el valor excepcional de este relato. Tuvo la desvergüenza de decirme que era poco serio, que ni social ni literariamente era interesante; no así, sino con frases ambiguas, con elogios tan débiles, tan tortuosos que equivalían a una manifestación de su desprecio. Vivía aquí. Llegó a afirmar que el texto no estaba en italiano. Sí, aquí, en este mismo edificio. ¡Una mayúscula ignorante! ¡Una tonta muy lista que hasta el día de su muerte navegó con bandera de genio! Por supuesto, guardo ahora las páginas que sobrevivieron en un lugar seguro. Pueden venir a registrarlo todo, nada van a encontrar. Uno jamás, es el único consejo que me permito darle al mundo, debe quedarse corto en lo que respeta a precauciones. Perdí el movimiento de la pierna y el brazo derechos –dijo, señalando con una mirada de reproche, casi de repulsión su costado inútil– a causa de ese precioso documento. Pueden hacerme lo que les venga en gana, no van a encontrar una línea. Un día, el más inesperado, lo publicaré. Si de algo ha sido ejemplo mi vida es de constancia, de terquedad si quiere darle un nombre. ¡Balmorán, el empecinado! Ya lo ve, no he cejado; aún le voy a propinar al mundo ciertas salutíferas sorpresas.
–¿Y a quién podría interesarle hasta ese grado la aparición o desaparición de esas memorias? ¿A los familiares del castrado? ¿Cuándo dice usted que murió?
–En 1896, en Nápoles; ya se lo dije, de inanición, de locura, de sífilis, de abandono. Solo las ratas se le acercaban para roer por un rato sus cartílagos secos.
–¿Así que alguien se opuso a que la historia se difundiera?
–¿Qué otra cosa he estado tratando de decirle? ¡Un poco lento, por cierto, mi buen historiador!
–¿Quién podría oponerse? ¿Con qué motivos?
–¡Las preguntas del millón de pesos! No lo sé. Bueno, supongo que sé quiénes fueron, pero no estoy seguro del motivo. Mil veces me lo he preguntado y mil veces he tenido que darme una respuesta diferente.
Miguel del Solar comenzó a sentirse perdido. Aquel castrado no podía ser el pariente de Eduviges Briones. Las fechas no coincidían. La muerte en Nápoles tampoco. ¡Un cantante que termina en faquir! Era demasiado lejano a aquel muchacho encarcelado a perpetuidad en el fondo de una casa porfiriana, evocado por su tía.
–Tal vez –aventuró de nuevo– a los familiares del castrado les atemorizó que se dieran a conocer esas memorias.
–¿Familiares del castrado? ¿Pero de qué está hablando usted? ¿Quiere decírmelo? ¿Qué familia podía tener el pobre castrado? Su cobertura terrenal era la de un indio tarahumara, apache, qué sé yo... Yo no estudié para saber de indios... Vivía en San Luis Potosí, donde una pareja de aventureros le llenó de humo la cabeza. Le impidieron cumplir la meta que le estaba destinada. Una mujeruca, viuda de un barón austríaco, y un teniente francés lo condujeron a escondidas a la capital, lo tuvieron oculto por una temporada y luego ella, la baronesa de marras, lo transportó a Europa. No voy a revelarle el misterio de su personalidad. Su signo místico. ¿Pudo esa criatura redimir el mundo? Yo sí lo creo, pero se lo impidieron la codicia y la perversidad de aquellos en cuyas manos en mala hora cayó. El Papa pudo haberlo rescatado, pero le faltó intuición, generosidad. No quiero hablar más. ¡Soy de palo! Lo único que le puedo asegurar es que no se trató de un asunto familiar. De ninguna manera. Póngase usted a pensar, unos indios analfabetos que hace más de un siglo le perdieron la pista al personaje. –Echó hacia atrás la cabeza, se acarició una de las patillas y gritó destempladamente–: ¡Basta! ¡A otra cosa! –Comentó algo sobre el clima; luego, con la mayor volubilidad, volvió a su soliloquio–: Puedo asegurarle que durante una temporada mi vida fue una pesadilla. Este edificio se convirtió en, si me perdona usted el pleonasmo, el más infernal círculo del infierno. Interrogatorios disimulados, pesquisas, celadas. Una lluvia de anónimos groseros que ahora, por cierto, ha vuelto a repetirse. Treinta años después y el lenguaje es el mismo. Un día encontré mi departamento, no éste sino el otro, el de aquí al lado, donde entonces vivía, deshecho. Mis libros por el suelo, los muebles despedazados. Habían rasgado el colchón, como en las malas películas. Y de mis papeles, nada, ni huellas. Me había sido arrebatada la historia del ruiseñor mexicano, aquel espantoso castrado de San Luis, y también la tesis que estaba a punto de terminar, y mis cuadernos de notas. Se salvaron las cuarenta páginas que poseo por, como le dije, haberlas temporalmente puesto en manos meretrices. Se lo llevaron todo. Había papeles de valor incalculable, apuntes sobre las misiones jesuitas de la sierra Tarahumara, por ejemplo. Nunca me recibí. Durante un tiempo lograron desalentarme. Luego me repuse, decidido a demostrar que mi vida era alegría, constancia en la alegría. ¡Vals de valses! Creyeron quebrarme, y, ya lo ve, se equivocaron. Volver a escribir la tesis hubiera sido darles la razón. Mostré una grandeza de ánimo que ni yo mismo sospechaba. Les restregué en la jeta que no solo no me perjudicaban sino que me habían favorecido. He sido desde entonces un eterno estudiante. ¡Permanentemente joven! ¡Sigo siéndolo! En el primer momento no me fue fácil reaccionar como es debido. Vivía con miedo. No se conformaron con secuestrar mi trabajo; poco después quisieron matarme. Me dispararon. No llegaron a aniquilarme, pero, mire, me dejaron cojo, me dejaron manco. ¡Cabrones!
–¿Ocurrió hace mucho?
–Le puedo decir la fecha exacta. El 14 de noviembre de 1942. Ese día marca un hito en mi vida. Hay para mí un antes y un después del mencionado día. Hasta en sueños se me aparece un calendario y una fecha encerrada en un círculo de pequeñas llamas: 14 de noviembre de 1942.
Repitió varias veces a gritos aquella fecha con cara de endemoniado, mientras golpeaba el suelo con su bastón.
–1942 es el título del libro que proyecto. Estuve con la hija del licenciado Uribe, Delfina; tal vez la conozca. Delfina Uribe, la de la galería de arte. Le hablé del libro que me propongo escribir. Trata de las tensiones internas en México durante nuestro primer año de guerra con el Eje. ¡No se ría! Delfina me dijo que una fiesta suya terminó con una balacera monumental donde hirieron a su hijo, y que esa fecha significaba un hito en su vida, marcaba un antes y un después. Es curioso, pero me parece que empleó las mismas palabras que usted.
Balmorán estaba para esas horas muy borracho. Miró a su interlocutor con ojos desorbitados. Colocó su bastón en posición vertical, y fue levantándose con aparatosos y complicados actos de equilibrio. Todo el cuerpo se sacudía como si lo traspasara una corriente eléctrica. Del Solar temió que lo fuera a agredir. Los locos, recordó, suelen poseer una fuerza descomunal.
–¿Así que es amigo de Delfina Uribe? –chilló Balmorán.
–La conozco. Más bien soy amigo de una sobrina suya –respondió con tranquilidad–. Dicen que en sus tiempos fue una mujer muy atractiva. Algo le queda. Me dijo que su hijo fue herido de muerte al terminar esa fiesta. Según ella, mi obra debería basarse en aquella reunión. Ahí se manifestaron, al parecer, en toda su crueldad, las contradicciones que me interesa estudiar. Esa noche coincidieron una serie de tendencias que al extremarse ya no lograron coexistir. Ese radicalismo hizo estallar el marco que las constreñía.
Algo pareció tranquilizar y enfurecer a la vez a Balmorán. Lo molestaba al parecer hablar del tema, pero, a la vez, le significaba una tentación irresistible. Volvió a desplomarse sobre el sillón del que con tantas dificultades había logrado levantarse.
–Me la puedo imaginar a la perfección. ¡Protagonista total de la Revolución mexicana! ¡Diva absoluta! ¡La historia como crónica familiar! ¡Su padre, el sol redondo y colorado de la época! Le voy a decir a usted solo una cosa: si Delfina representa algo es solo a sí misma, a sus innumerables mezquindades, su ansia de poder, su rapacidad sin límites. Se quedaría usted estupefacto si le contara hasta qué grado fuimos amigos. Me equivoqué del todo con ella. Una de las prerrogativas de la juventud, en su sana actitud ante la vida, es creer en la buena fe de los demás. La juventud es generosa, está dispuesta a descubrir virtudes en donde no las hay. ¡Hasta en la Werfel, que ya es decir! Hace tres o cuatro años me invitó a cenar Delfina. ¡La última vez que la vi! ¿Conoce su casa en San Ángel? Una especie de mausoleo. Espacios gélidos, a tono con el fiambre en que se ha convertido. Había allí cuatro o cinco personas que olían igual que ella, a cadaverina. Un sirviente de guante blanco nos sirvió la copa. Se mascullaba un lenguaje incomprensible para simular comunicación. La verdad, hablaban solo por cumplir un ritual, con un propósito único, no decir nada. Me quedé un rato. Delfina me preguntó por mis ediciones. Lo único que le interesaba, estoy seguro, era saber cuánto ganaba y qué tipo de cuadro podía encajarme. O tal vez cerciorarse si había hecho bien en invitarme o cometido un desliz social. El tufo a alta finanza era irrespirable. Si hablaban de un pintor era para señalar que tal cuadro se había vendido en tantos millones de pesos; que un Rivera había costado tantos cientos de miles de dólares y un Tamayo tantos otros en una subasta en Nueva York. Cuando pasamos a la mesa, yo temía que el camarero nos anunciara el precio del plato de camarones y del filete a la pimienta. Tomé solo la sopa, no pude más. Un tipo a quien apenas conocía de vista, un publicista, me comenzó sin más a tutear: «Mira, Pedrito, si aspiras a comer diariamente arroz con pollo tienes que ser dialéctico, y hacer esto y aquello en la vida. Me cae, Pedrito, que me comprometo a incorporarte a la síntesis. Uno debe tener mucho cuidado. Exigir siempre que pida uno arroz, que se lo sirvan con pollo», y siguió: «Pedrito por aquí» «Pedrito por allá», como si fuéramos amigos. Me levanté y dije que me sentía mal, que algo se me había indigestado, tal vez la conversación; que varias veces me habían ofrecido arroz con pollo, pero lo que me querían servir era arroz con culo. Una flaca apergaminada, igualita a un torero con su corbatín de luces, que me habían asestado al lado, me miró como si fuera yo basura. Los demás simularon no advertir mis palabras. Le pregunté a la flaca por el excusado; le dije que necesitaba ir de urgencia, pues estaba a punto de estallar. Delfina, por mera fórmula, se levantó, me llevó del brazo a la sala, me preguntó si necesitaba algo, si quería que su coche me llevara a casa. Por primera vez se permitió llamarme también Pedrito. La paré en seco: «Soy un joven, no un bebé, Delfina. Así que haz el favor de no llamarme con diminutivos.» Añadí que nos habían unido muchas cosas, tal vez las más trágicas que pueda uno imaginarse, pero el pasado era solo eso, pasado, que comprendiera lo imposible que me resultaba seguir sentado allí, en esa hermosa villa al lado de sus invitados, que sentía como si comiera carroña. Salí disparado, y no he vuelto a verla. Y, en una época, ya le digo, era difícil hallar dos amigos mejor avenidos que nosotros. ¿Sabía que también ella vivió en este edificio?
Del Solar se le quedó mirando con ojos vacíos. No respondió. El otro pareció interpretar ese silencio y su mirada neutra como una demostración de asombro. El efecto pareció gustarle. Desorbitó los ojos, hizo un sinfín de muecas, dispuesto, al parecer, a producir una declaración definitiva, lanzó la mano izquierda hacia adelante, y comenzó a agitarla enloquecidamente para impedir cualquier comentario intempestivo de su huésped.
–Sí, señor mío –continuó–, las cosas son así. En este edificio vivió su Alteza Real el año de 1942. No se lo dijo, claro. Debe de considerar deshonrosa la experiencia de vivir al lado de otra gente. Éste no es su palacete de San Ángel, ni tampoco el feudo que me dicen posee en Cuernavaca, «La tierra es de quien la trabaja», me imagino que se llama, o tal vez «Tierra y libertad». Usted sabe, la agrarista nata no puede vivir sin su lenguaje. En el primer piso de este edificio, óigalo bien, tuvo lugar la fiesta a la que ella y yo nos hemos referido. Porque ambos hablamos, aunque a usted le parezca inverosímil, del mismo acontecimiento. El 14 de noviembre de 1942 fue una fecha que a ambos nos cambió la vida, a mí para bien, a ella para muy mal. Una reunión colmada de incidentes bochornosos. No todos, hay que decirlo, imputables a ella. Al final, cuando estábamos en la calle, se produjo la balancera en la que murió un extranjero, y donde el hijo de Delfina y el suscrito que canta y baila hasta el himno nacional a estas alturas resultamos heridos. Yo, de la mayor gravedad. Un balazo me hirió la columna; parálisis parcial, casi la muerte.
Balmorán saboreaba el interés creado. Se había convertido en un héroe, en el protagonista absoluto. Comenzó por hablar del clima de desconfianza que imperó en el edificio los meses anteriores. Una familia ligada a intereses alemanes había gestado esa atmósfera. Gente que solo sabía vivir rodeada de matones. Había cometido el error de ponerse en contacto con ellos. En concreto, con una mujer demente e ignorante, sobrina a todo eso de un tal Gonzalo de la Caña, poetastro decadente de ínfima ralea, de quien no había encontrado sino uno que otro dato disperso y contradictorio.
–Un simbolista primario. Poseía una auténtica perversidad, pero carcomida, claro, por el medio en que se movía ¡Baudelaire ahogado en su jícara de chocolate espeso! Me dieron con la puerta en las narices. Una chusma ajena por completo a la literatura, nacida y criada en el oscurantismo y la intolerancia. A partir de esa visita me sentí observado, perseguido. Se repetía la historia del escritor como enemigo, ente abominable a quien era necesario ahuyentar del castillo. Una mañana se me presentó un abogadillo chicanera, un coyote, un tipejo ramplón con tufo a picardía, al cual, según me enteré después, el edificio entero conocía con el mote de «el orate». No sabía cómo iniciar la conversación. Me preguntó, como para tantear el terreno, por mis relaciones con los vecinos, sobre todo con la maestra Werfel, ese genio de la impostura. El pretexto para acercárseme fue banal y, sin embargo, creíble. Llegó a consultarme sobre alguien que pudiera ayudar a la hija de un amigo suyo a redactar una tesis universitaria. Se interesó por mi situación económica. Dijo que me quemaba las pestañas estudiando para ganar una miseria; era cierto. Se refirió a la injusticia que aquello implicaba; otros, sin hacer nada, revolcaban sus panzas y las de sus barraganas en polvo de oro. El sujeto tenía modos repulsivos. Me comenzaron a incomodar su presencia, su tono paternalista. Siempre he sido muy susceptible al desaseo, y aquellos dientes verduzcos me repugnaron. Cada vez que se me acercaba el hedor de la boca me producía mareos. Le respondí que me era impensable ayudar a los demás cuando yo mismo estaba por recibirme. «Sí, lo sé», me dijo con una sonrisa furtiva que pretendía ser de complicidad. «Me han llegado rumores de que tiene ciertos papeles sobre la vida de un invertido famoso y que se dispone a publicarlos.» No comprendí; comencé a explicarle en qué consistía el romanticismo, el tema de mi tesis, y cuáles fueron sus secuelas en México. «¡Ay, sí, qué romántico debe de ser eso de revelar la vida de un cabrón degenerado que tuvo que huir de su país para continuar en otro una vida de puterías!» Le repito, no comprendía yo de qué me hablaba. Había un equívoco, pero no lograba detectar en dónde. Al fin, comencé a comprender; hablaba del castrado, de mi proyecto de elaborar y publicar el misterio de su vida prodigiosa, pero mezclaba su historia con otras. Le pregunté de plano si se refería al castrado. «¿Pues a quién si no, sabio de mi alma?» Sus confiancitas se me atragantaban. Me salió con que conocía a alguien que podía pagar una cantidad más que respetable por esos papeles, que la operación se podía llevar a cabo siempre y cuando accediera a pasarle la mitad por sus servicios. Le respondí que su proposición era absurda, que por ningún dinero vendería esos papeles. Aún no advertía que existe una perpetua confabulación para que el milagro no se realice, para que la materia destruya a ciegas el misterio de la redención. ¡No se me intranquilice, por favor! ¡Distienda esa cara! Cuando publique mi versión va usted a comprenderlo todo. Al fin se marchó el tinterillo de mierda, pero a partir de entonces me molestaron noche y día, sin tregua, por teléfono, con anónimos, por cuanto medio es posible. Una tarde, dos tipos con aire de boxeadores se me echaron encima en pleno parque España, fingiéndose borrachos. Escapé por casualidad. La persecución desembocó en el robo de mis papeles. Me citaron en Cuernavaca con un señuelo muy atractivo del que por el momento no vale la pena hablar. Todo era una trampa. Volví furioso, para encontrar mi casa saqueada y secuestrados mis papeles. No volví a ver al orate sino hasta el día de la fiesta de Delfina. Me rehuyó durante un rato, amparándose en la protección de las Werfel. Un loco de remate. De pronto, mientras hablaba yo con un amigo, se me acercó y me espetó que había sido un imbécil, que de haberle hecho caso a esas horas estaríamos forrados en pesos. Me quedé petrificado. Todo podía esperar menos que me saliera con eso. Se me escabulló. Luego lo vi golpear el cuerpo espacioso de Ida Werfel. Entre Bernardo, otro de los Uribe y yo, logramos detenerlo. Había mucha gente, seguía entrando más. Sin que supiéramos cómo, se nos volvió a zafar de las manos. Salí al pasillo, a la escalera, pero ya no estaba. Bajé al patio, no vi ni su sombra. Pudo meterse en algún departamento, o esconderse en uno de tantos recovecos como tiene este edificio. Ya bien entrada la noche volví a verlo. Le hacía señas por una ventana al muchacho alemán para que saliera al corredor. Había llegado el momento de ajustar cuentas con él. No me importaba lo que pudiera ocurrir. Yo era entonces fuerte y él un enclenque. Lo haré hablar, me dije. Hoy averiguaré dónde fueron a dar mis papeles y, si no lo logro, al menos le acomodaré la madriza de su vida. Junto a la puerta tropecé con Ricardo, el hijo recién llegado de Delfina, y le pedí que me acompañara; me era necesario un testigo. Salimos a toda prisa. El orate estaba ya en la glorieta frente al edificio. El muchacho alemán corría hacia un coche cuando comenzó la refriega. Tengo la impresión de que nos dispararon desde varias direcciones. Nos dieron por muertos. Me operaron tres veces. Uno de los balazos, ya lo sabe, me tocó la columna, otro me dejó la pelvis hecha trizas. Vivo de milagro. Tardé mucho en volver a caminar, en recuperarme. He dado tumbos en la vida, pero sin venderme a nadie. No me he amargado, usted puede verlo. Un día saldrá a la luz el relato sobre lo spaventoso castrato messicano. No contendrá todos los datos del original pero quedará lo esencial, acabaré por reconstruirlo. En su infortunada presentación en Roma, sus malquerientes corrieron la voz de que escucharlo hacía daño al oído. Pobre alma, fracasó hasta como faquir. No había llegado su momento de luz, su aparición fue prematura. Su aspecto al final era tan espantoso que no se le acercaban sino las alimañas, y las ratas que, como le he dicho, poco a poco se lo fueron merendando.
Eran cerca de las cuatro de la mañana. Balmorán se levantó para abrir otra botella, pero Del Solar se lo impidió. Hablaba como caminaba, en círculos. Había vuelto a repetir con exactitud, utilizando las mismas precisas palabras, algunos pasajes de su relato. Lo acompañó zopicando hasta la puerta, le prometió buscarle la bibliografía que le interesaba. Tenía que volver, ver los libros que había editado, conversar. Había un ruego tácito en la voz, en sus gestos, en su mirada derrotada de borracho. Le podía decir mucho sobre al año 1942, lo juraba. Podría decirle cosas que a nadie le había confiado. ¡Haría con él una excepción! Debía volver lo más pronto posible. ¡Mañana!