Donde la amistad, ya en sí reacia, entre Dante de la Estrella y Marietta Karapetiz se ve sometida a una dura prueba, lo que permitirá al lector decidir si la relación ha terminado o contempla el inicio de una fase más intensa de la misma, capaz de superar la lejanía que a partir de entonces se interpondrá entre ellos.
A estas alturas del relato, el narrador se hallaba perceptiblemente exhausto. Por el aire de martirio, las muecas de sufrimiento, los tics desordenados e impetuosos, la mirada alucinada y temerosa, parecía encarnar ante sus oyentes la miseria final de Gógol, tal como aparecía en el discurso de la señora Karapetiz, glosado por él minutos antes. En dos o tres ocasiones intentó hablar, sin lograrlo. Abría la boca, respiraba con ansiedad, jadeante, la cerraba con aire apesadumbrado, la abría de nuevo, hasta que por fin logró despegar, y no interrumpió su soliloquio hasta terminar el relato. Comenzó con voz modesta, poco segura, lo que desconcertó a los oyentes, tan diferente era ese tono del de la etapa inmediatamente anterior.
–Recuerdo apenas lo que vi en Estambul. Lo recuerda porque fue muy poco, dirán ustedes; lo recuerda, ¡claro!, porque no vio nada. Muy poco, vale, pero en mi retina quedó plasmado ese poco con toda su riqueza de detalles, registrado y sellado en mi cerebro. Desde el momento de llegar a la estación del ferrocarril hasta la noche del día siguiente en que volví a ella, ya entonces de escapada, no permití que nada se diluyera. Almacené caras y gestos, innecesarios tal vez, de meseros, empleados de comercio, chóferes, simples transeúntes. Sin embargo, si vuelvo al episodio que tuvo lugar en el departamento de Marietta Karapetiz, mi memoria pierde su rigor, titubea, se embrolla, acaba por cerrarse. Me lo explico como una reacción desesperada del espíritu para protegerse del horror. Todo lo comprenderán dentro de un momento. Tal vez hubiese sido mejor sufrir un ataque fulminante de amnesia. Perder por entero la consciencia durante un par de meses. Y luego comenzar a recordar gradualmente cada paso, dejando, eso sí, sepultado en el subconsciente el episodio que me produjo el trauma.
–¿Qué trauma?
Era posible que, a esas alturas, De la Estrella ni siquiera oyera otra voz que no fuera la suya.
–Esa deseada falta de memoria no llegó a producirse sino en parte. Hay visiones que me resultan muy oscuras. Por ejemplo, del edificio en que vivían Marietta y Sacha no recuerdo sino su ramplonería. Una fachada insignificante a más no poder. También es cierto que en aquella época apenas me interesaba la arquitectura. No podía imaginarme que fuera a desempeñar un papel tan esencial en mi vida, y que iba yo a consumir tantas horas, todas amargas, en el fraccionamiento de mi mujer en Cuernavaca, el pilar de su fortuna; un trabajo terrible. Millares, usted lo sabe mejor que nadie; usted, una de las primeras víctimas de sus caprichos, de su rapiña, de su codicia. Por aquel entonces yo era ciego a la forma arquitectónica. Me equivocaba a veces, no temo ocultarlo. Confundía estilos, hacía el ridículo, sobre todo en Roma, donde la gente se fija tanto en esos detalles. Declaraba que un edificio me parecía un espanto y me respondían que era una joya del funcionalismo, cosas por el estilo. Poseía una sensibilidad rica, eso no entra en discusión, solo que atrofiada. Me movía en un mundo romo y era natural que repitiera las perogrulladas que oía a mi alrededor. A la ceguera de aquel tiempo atribuyo que cuando trato de recordar aquel edificio en las afueras de Estambul lo primero que me ofrece la mente sea un blanco lechoso. Bueno, podía equivocar los estilos, pero sabía diferenciar lo limpio de lo sucio, y aquella fachada descascarada y renegrida era, por dondequiera que se la mirase, en extremo desagradable. Hasta allí, hasta la llegada, me queda todo más o menos claro, lo que ya no lo está, no sé si me comprendan, ni siquiera si me están siguiendo, es la nebulosidad de mi memoria al intentar describir el piso que entonces visité. Veo un espacio muy amplio con uno o dos balcones, todo muy deslavado, muy gris. Me duele ser tan parco, porque si alguien se precia de la exactitud de sus observaciones soy yo. No tendría ningún mérito para mí describir lo que hay en esta casa y enumerar detalles que, estoy seguro, los dejarían sorprendidos, pues a ustedes la familiaridad les impide reparar en ellos. ¡Lo de siempre, Dios mío, lo de siempre! ¡Las estorbosas ramas que impiden ver el bosque! Ningún mérito, repito, porque hace muchos años estuve varias veces en esta misma sala, cuando usted, Millares, solo pasaba aquí fines de semana, y la visita de hoy me permite advertir los cambios efectuados; la lámpara del vestíbulo, por ejemplo, tiene dos focos fundidos, a menos que estén flojos para economizar electricidad; una araña ha tejido su tela en el tramo superior del librero, a la derecha, desde hace con toda seguridad ya varios meses, pues la telaraña se ha espesado hasta formar una costra negruzca y aceitosa. No se trata de un reproche, nada tan ajeno a mi disposición de ánimo, sé lo que es hoy día el servicio. Pero ustedes se quedarían atónitos, podría asegurarlo, si hiciéramos una visita a alguno de sus vecinos. ¿Quiénes viven en la casa de la derecha?
–Unos alemanes, pero vienen poco. No sé si prestan la casa o la alquilan; siempre hay allí gente distinta –contestó Amelia Millares.
–Esto no importa. Imaginen que entrásemos a esa casa, donde jamás he puesto un pie, y nos sentáramos a tomar un café con los propietarios, o con sus inquilinos. No más de media hora; lo necesario para cerrar algún negocio. Entonces sí que dejaría estupefacto al más pintado. Podría describir hasta el más insignificante detalle del salón, la combinación de colores de las cortinas, qué tipo de collar lleva el perro, el número de objetos de cristal colocados en la habitación, su tamaño, el sitio que ocupan, ese tipo de cosas, sin que nadie sea capaz de advertir que estoy sometiendo el recinto a tan riguroso escudriñamiento. Podría casi afirmar que poseo esa gracia desde que nací. Y a decir verdad, es una virtud que nunca me ha producido nada.
–A quien le debe hacer maldita la gracia es al ama de casa –comentó Amelia de mal humor–, saber que tiene al lado un fisgón sin otro oficio que descubrir la mugre.
–Pregúnteme en cambio –continuó el licenciado– por la casa de la Divina Garza y se quedarán con el mismo pasmo que experimento yo cada vez que trato de evocar aquel pestífero cubil.
–¿Nada? ¿No logra recordar nada?
–Bueno, señora, nada, en mi caso, resultaría imposible –dijo De la Estrella con petulancia excelsa–. Evoco un amplio espacio, dos balcones que daban a una calle, y en una pared, tras una mesa colmada de libros y papeles, la estampa de un Santo Niño Mexicano. ¡Solo faltaría que eso fuera a olvidármelo! Pero, por favor, lo único que pido es que me permitan seguir un orden. No soy Marietta Karapetiz para desarrollar tres tramas a la vez y embrollarlas todas. Si antes desdeñaba la incoherencia, a partir de esa fecha le cobré un odio cerval. Cuando el automóvil se detuvo y oí a la interfecta decir que estábamos frente a su casa, antes aún de que intentara abrir mi portezuela, la fregada Ramoncita, de quien ya estaba, con el debido respeto, hasta los cojones, me espetó: «No se moleste, Ciriaco, voy por unos libros y regreso al instante.» ¿Ciriaco? ¡Sí, señores! ¡Ciriaco a secas! Aquella cursilona se había decidido a intensificar la ofensiva, pero no me dejé provocar. Todo lo contrario, me comporté a la mayor altura. Aún hoy me sorprende la sangre fría de que podía echar mano en aquellos tiempos de impetuosa juventud. Me había propuesto ser charming and civilized y lo logré. «No es ninguna molestia, Mamona, no te preocupes. Por el contrario, es un placer», y eché a andar hacia la puerta del edificio. Ahí intervino la anfitriona: «Tal vez la charla de féminas que nos proponemos celebrar va a resultarle un aburrimiento. Cuando las hembritas nos ponemos a hablar de nuestros propios asuntos somos intolerables, se lo aseguro. Omar puede llevarlo a donde usted guste y pasar dentro de dos horas a recoger a Ramona.» Lo dijo con tal sequedad que me dejó desconcertado. Pero ahí estaba de nuevo el intríngulis que me azoraba, volví a descubrir el mismo guiño, la misma tierna languidez de la mirada, la misma imploración muda: «¡Alma generosa, no me abandones! ¡Compadécete de esta tu fiel admiradora! ¡No se te ocurra dejarme a solas con esta chicuela tonta y petulante!» Así que eché a andar hacia el portón, entré en el edificio y me dirigí directamente hacia el ascensor. Me siguieron como dos corderitas. Llegamos al piso. Nos abrió la puerta una turca que no era ni carne ni pescado.
–¿Qué era entonces? ¿Un pájaro?
–Me refiero, señor, a que no vestía a lo árabe, pero tampoco se habría podido decir que sus prendas fueran occidentales. Un personaje a primera vista trivial, anodino como la fachada del edificio en que vivían, o como el celebérrimo Chíchikov; no era ni alta ni chaparra, ni gorda ni flaca, ni joven ni vieja, Pero bastaba detener un instante la mirada en su rostro para discernir que algo sí poseía perfectamente definido. ¡Jamás he visto tanta maldad reconcentrada en unos ojos! ¡Ni siquiera en la mueca animal que pretendía hacer pasar por sonrisa! La primera en entrar fue, desde luego, la propietaria. Le entregó a la sirvienta unos paquetes y se detuvo en el corredor para darnos la bienvenida. Me le adelanté con habilidad a Ramona, por temor de que entrase antes y me diera con la puerta en las narices. Ya para entonces la creía capaz de todo. Marietta Karapetiz le dio algunas órdenes en turco a la poco agraciada fámula que nos salió a recibir y a quien llamaré Zuleima, pues me fue imposible conservar en la memoria el áspero nombre que le daban. Zuleima nos pidió los impermeables; ¿he dicho ya que esa tarde lloviznaba? Antes de colgarlos en la percha, tuve la impresión de que escupía en el mío.
–Usted nos oculta algo, licenciado. ¿Por qué razón se habían conjurado esas mujeres para que no permaneciera en la casa? Hay un misterio que desde hace buen rato nos oculta usted.
–¡Pero claro que sí querían! –chilló el licenciado–. Lo único que deseaban era que me quedase allí. Habían organizado mi festejo hasta el menor detalle. ¡Una fiesta sorpresa! La misma noche anterior debían de haber iniciado los preparativos. Por eso las miraditas que me animaban, y tantos gemiditos, y esos besitos mudos que me enviaba desde lejos la anfitriona. Sentí algo raro, que me era difícil definir, pero no me imaginé que se tratara de una comedia preparada con tal perfección. ¡Comedia del Arte, le llaman los italianos a ese género! Sin darme cuenta, al seguir la pauta que me marcaban, yo mismo representaba ya un papel. –Hizo una pausa–. ¡Mire, Miralles, me estoy hartando de tanta interrupción! ¿Me van a dejar alguna vez contar mi historia?
–Usted tiene la palabra –dijo el arquitecto, sonriente.
–¿Se convirtió la turca en una gata rabiosa en esa fiesta?
El narrador miró tanto al arquitecto como a su hijo con supremo desprecio. Como venía ocurriendo en la última parte del relato, cada vez que volvía a recomenzarlo, De la Estrella arrullaba la voz, la reblandecía, como si contara un cuento a un grupo de niños para ayudarles a conciliar el sueño. Igual fue en esa ocasión; con el tono más tierno volvió a situarse en la casa de Marietta Karapetiz.
–Cuando nos dimos cuenta ya estábamos en la sala, de la que solo, ya lo he lamentado, recuerdo tres o cuatro cosas esenciales. La decoración no se apoyaba en objetos folklóricos ni en trastecitos exóticos como ocurre a menudo en casa de los antropólogos. No había abuso de turquestanerías, ni arabescos de ninguna especie. Había más bien, pero no me hagan demasiado caso, algunos muebles, pocos, de madera oscura, con tejidos de mimbre en los costados y grandes almohadones de terciopelo verde, un tanto luido, muy confortables. Al fondo del salón, una amplia mesa, también de madera oscura, ante una pared de la que colgaban estampas antiguas, quizás algunas máscaras, uno que otro objeto africano, y unos trozos enmarcados de tejidos raídos con grecas verdes y ocres. Bueno, ¿lo ven?, tengo que desdecirme. Comienzo a hablar, mi cerebro se esfuerza y van apareciendo aquí y allá elementos que no creía retener. Y sí que había exotismo, pero avalado por la antigüedad, lo que ya es otra cosa. Es posible que no recuerde más porque no haya habido más. Tampoco es mi intención meditar sobre los enigmas que pueda suscitar el mobiliario y los objetos decorativos de un piso. La Divina nos paseó por el saloncito, emitiendo doctos comentarios sobre sus reliquias. Con la voz, los ademanes, el movimiento entero de su cuerpo, una pierna que avanzaba y retrocedía llena de incertidumbre, mientras la otra saltaba hacia adelante, segura, cargada de una súbita audacia, de convicción en la marcha, con gestos faciales que en décimas de segundo lograban evolucionar del misterio a la sorpresa, de la sorpresa a la revelación, de la revelación al éxtasis, Marietta Karapetiz fue creando una especie de suspensión mágica, que llegó a su clímax cuando nos colocó ante un marco modesto, justo detrás de su mesa de trabajo. Era una estampa popular, impresa en un viejo papel amarillento. La descolgó, la puso sobre la mesa y encendió una lámpara para que la luz la bañara. «¡Helo aquí!», exclamó con pasión. «¡Listo para dar servicio a todo el que lo requiera! ¡Les presento a mi niño y patroncito! ¡Bendito, querido Santo Niño! ¡Mano amiga y laboriosa! ¿Quién si no tú me deshollina el triperío? ¡Gracias a tu bondad, Santo Niño del Agro, todas las mañanas libero mente y corazón de una porción regular de maciza e innecesaria mierda!» Acostumbrado a sus excéntricos retozos verbales, con el recuerdo aún fresco de sus reacciones en el restaurante, creyendo aproximarme a su línea, exclamé con dúctil emulación un «¡Olé, torero!» tan sonoro como los suyos de la noche anterior. Esperaba al menos una sonrisa por respuesta. No se produjo. «¡Míralo desde aquí, rica, a esta luz podrás observarlo mejor!», le recomendaba la propietaria a Ramona. ¿Me habría dominado algún demonio? ¿Buscaba, acaso, perderme? Aquel «Ciriaco» lanzado con tanta gratuidad por mi compatriota al llegar al edificio y recibido con tanta calma por mi parte, comenzó a escocerme la sangre. Retardado el efecto, lo sé, pero seguro. Empecé a gesticular ante Ramona, en una tesitura de espíritu, debo confesarlo, un tanto circense. Con voz infantiloide, que imitaba la suya, la interpelé: «¡Ven a ver la estampita, muñeca! Sí, Ratona, ricura, ven a verla, que te va a encantar. Sin temores, sin precipitación, Rabona, ven y adora a este Niño Santo de tu tierra, mira que cuando sea necesario con una cucharita de plata te va a sacar la mermelada del culito.» ¿Me estaba echando una soga al cuello? ¡Ustedes me lo dirán! Tomé la imagen y la puse bajo las narices de Ramona. Era, en efecto, un santito de rasgos indígenas. Un niño de mirada angelical, con corona y báculo florido. Un aire de perfecta devoción e inocencia. Parecía incapaz de matar una mosca, inconsciente hasta de su propia existencia. Reposaba en un trono que algo tenía de bacinica. A sus pies unos versos. Marietta Karapetíz, con voz y tono de comandante, me ordenó leer el texto; eran las mismas letanías que años después encontré en un ensayo absurdo de Rodrigo Vives publicado en una revista mexicana:
¡Sal mojón
del oscuro rincón!
¡Hazme el milagro,
Santo Niño del Agro!
¡Cáguelo yo duro
o lo haga blandito,
a la luz y en lo oscuro
sé mi dulce Santito!
¡Ampara a tu gente.
Santo Niño Incontinente!
¡Lo mismo! Ni una sonrisa, ni la más mínima muestra de acogida. ¿De qué se trataba? ¿Íbamos de nuevo a volver a las andadas? ¿Qué diablos pretendían con esa severidad mortuoria? Las mujeres se sentaron, y yo tras ellas. Marietta Karapetiz volvió a hablar en aquel idioma, que yo daba por hecho era turco, pero que igual podía haber sido kurdo, farsi o azerbaiyano. ¿Qué sabía yo? ¿Estábamos, acaso, entre gente normal? El pequeño gordinflón le respondió a su ama con un tartamudeo nervioso, mientras hacía repetidos signos de afirmación con la cabeza. Ella no le permitió continuar. Comenzó a gritar como una descosida, hagan de cuenta que se hallaba en pleno campo o en el mercado. «¡Sacha! ¡Sacha! ¡Preséntate aquí en este mismo momento! ¿Me has oído? ¿Acabarás por enterarte de que ya estamos sirviendo el té?» Y luego, con voz melosa, casi en susurros implorantes, añadió: «¡Sáchenka! ¡No te hagas de rogar! ¡Mira que tu demora me está matando de angustia!» Se abrió una puerta, y el hombre elegantísimo que había conocido la noche anterior, el del traje impecable de seda blanca, apareció de golpe. ¡Pero qué diferencia! ¿En qué aguas chapoteaba yo?, comencé a preguntarme. Ya los gritos lanzados desde la mesa me habían parecido el sumo de la vulgaridad. A nuestro lado había dos sirvientes, una mujer y un chiquillo. ¿No habría podido cualquiera de ellos avisarle a Sacha que la mesa estaba puesta? Pero tal falta de urbanidad era nada, era Versalles, era Buckingham Palace, si se la cotejaba con el espectáculo que se desarrolló en ese momento ante nosotros. Sacha, ya lo he dicho, penetró a la carrera en la sala. Tenía la cabellera húmeda y alborotada, una toalla alrededor de los hombros, la pierna tullida cubierta solo con una pantalonera blanca de tela acolchada, ceñida a la altura de la ingle y en el tobillo. ¡Un espectáculo espeluznante! Pocas cosas creo yo que puedan superar en procacidad al cuerpo desnudo de un anciano. Y el de Sacha, cubierto por una espesa pelambre blanca, que le daba aires de fauno en primavera, superaba todo límite. Las partes pudendas se columpiaban alegremente a los ojos del mundo. Al vernos, detuvo la carrera, utilizando uno de sus talones como freno. Sus ojos infantiles nos miraron con picardía y consternación, luego se pasearon golosamente por encima de la mesa. Su inmensa dentadura creció en una radiante sonrisa de alegría. En ese mismo instante recordé las revelaciones de Rodrigo. ¡Masajistas! Sacha amplió la sonrisa hasta lo inverosímil. Pidió disculpas y agregó que se reuniría con nosotros en cuestión de un instante. Miré a Ramona y le guiñé un ojo con cordialidad. Una manera de dar zanjadas las viejas diferencias, una invitación a cerrar filas contra la anarquía. Le ofrecía la pipa de la amistad. Ya veríamos cuáles iban a ser los resultados. Marietta reía complacida, encantada en el fondo con las travesuras de su niño.
–¿Eran nudistas? –preguntó Juan Ramón, interesado de nuevo en el relato.
–Eran algo mucho peor. ¡Eran escoria! ¡Ratas de albañal que pretendían pasar por animales de otro pelaje! Se creían, me imagino, martas cibelinas, zorros plateados. ¡Broza pura! ¡Masajistas de los pies a la cabeza! Eso es lo que eran. Temí que tuviésemos que esperar un buen rato mientras Sacha se vestía y el té se nos enfriaba y las exquisiteces que colmaban la mesa se llenaban de moscas, pero el aludido no tardó siquiera un par de minutos en volver a la sala. Se había medio alisado el pelo, seguramente con la mano, y enfundado una vieja bata de baño a rayas que le llegaba casi a los pies. Continuaba descalzo, eso sí. Se iniciaron las formalidades. La señora de la casa se puso en pie y comenzó a hacerle de tal manera al protocolo que me dejó sorprendido: «Mi hermano y yo nos sentimos altamente honrados por la presencia en nuestra casa de dos amigos mexicanos, Ramona y Ciriaco. ¡Ramona y Ciriaco, sean ustedes bienvenidos a este modesto convite!» Me levanté como de rayo. «Ciriaquete del verde bonete, avecindado en la calle del Rebuzno número noventa y cinco, departamento siete», grité con estridente voz de pito, «se honra en considerarse un servidor del niño Sacha y de su adorable y fina hermana, pero más que de nadie del santo y milagroso Niño del Agro. Sí, amigos, Ciriaquete el del ano incontinente y Mamoneta, la mona que caga más allá de la meta, agradecen este honor y se postran ante esta mesa noble y fraterna.» Me quedé mirando a la matrona impúdica con una sonrisa burlona que quería decir: «¡Vuelve por otra, canalla!»
Los Millares habían dejado de reír, incluidos los gemelos. Veían más bien con aprensión a aquel hombre que se contorsionaba, se contraía, gesticulaba, se reducía físicamente. Un espectáculo cada vez más repulsivo.
–¿Otro coñac, lic.? –lo interrumpió don Antonio.
–Tomaría mejor otro whisky. Muy ligero, casi simbólico, pero por favor deje de llamarme «lic». Detesto las abreviaturas. –Sorbió un largo trago y volvió a su historia–: Los dejé espantados. Nos sirvieron con gran nerviosismo mil cositas, casi todas dulces. No pude con ellas, perdí la gana de comer. Dije que me sirvieran una copa de anís. Se sentían acorralados, me daba muy bien cuenta. Marietta Karapetiz comenzó a abordar con voz sumisa, casi suplicante, temas mexicanos, las comidas regionales, las fiestas tribales y sus platillos específicos; se refirió a unos tamales de fríjol envueltos en unas hojas aromáticas que algunos llaman hierba santa y otros hojas de tlanepa, que había probado un día de muertos en un cementerio cerca de Xochimilco. «¡Qué duro era recorrer su país en aquellos tiempos! Lo hicimos en carretas, a lomo de mula, a pie, de sol a sol, a lo largo y a lo ancho, ¡Viva México!» Debo admitir que he tenido en la vida muy malos consejeros: mi hermana, el alcohol y el despecho. A estos dos últimos responsabilizo de lo que me ocurrió esa tarde. Las pequeñas victorias iniciales me volvieron soberbio. Perdí el sentido de la realidad. No quería que se me escaparan, que me cambiaran los temas como les viniera en gana, que me llevaran a la hoja de tlanepa o a cualquier terreno que no hubiera yo elegido, A México llegaríamos después, cuando hubiésemos hecho un ajuste de cuentas, firmado las paces y establecido las condiciones de nuestra futura amistad. Tal vez en la forma me extralimitaba; en el fondo, la verdad es que mis exigencias eran minúsculas, ridículas. Solo pedía que esa mujer me permitiera ser su amigo, su admirador, su discípulo, que dejara de aplicarme nombres grotescos, de hablarme con cordialidad un momento para el siguiente ignorarme o escarnecerme, que cesara, sobre todo, de establecer la distancia para mí tan humillante que marcaba entre el trato con Ramona Vives y su relación conmigo, ¡Eso era todo! Si bien se mira, no era mucho. ¡Nada! Para lograr que comprendiera algo tan sencillo como eso, era necesario obligarla primero a morder el polvo; después vendría la hora del dulcísimo armisticio. Con ese aire mundano y despreocupado que tan bien me iba saliendo, le pregunté a Sacha: «¿Y qué tal la vida?, ¿buena época para el masaje?» «¡Ay, el masaje!», me respondió con su eterno aire de niño: «¡Solo va así así!»; sonrió, levantó los hombros y continuó: «Yo ya no tengo edad para darlos, mis manos no son las mismas, no tienen la fuerza necesaria. Ahora, que viera, el trabajo me sigue gustando. Lo considero un arte más que una técnica. Lo adoro.» Volvió a sonreír, como disculpándose, y añadió: «Sigo tirando solo por amor al arte.» «¡Pero qué dice!», intervino su hermana, «las cosas que hay que oír! ¡Oigan nada más cómo se queja! Sacha ha sido toda su vida un roble. Lo es todavía, mírelo bien. ¡Recio como el acero! En otra época, cuando vivíamos en Portugal, era conocido con el nombre de Tenazas de Acero. Solo con mover un dedo podía colocar en su lugar un hueso dislocado.» «¡Qué cosas tan interesantes oye uno en esta casa!», añadí con sarcasmo. «A su lado uno tiene la oportunidad de aprender siempre algo nuevo.» Hablaba yo como sonámbulo, sin saber adónde iba. En el fondo bastaron unos segundos para abatirme por completo la moral. Había imaginado que ocultaban el período de masajes como un secreto infamante, un episodio clandestino, vergonzoso, cuya sola mención los desmoronaría, y la verdad era que lo ostentaban como una condecoración del más alto grado. «¿También los dedos de su hermana eran tan fuertes?», pregunté, ya sin convicción. Tenía la certeza de que ella tampoco se avergonzaba de esa parte de su pasado. «¡Claro que sí!», me respondió Sacha, henchido de orgullo familiar. «No sabe lo fuertes que eran los dedos de Marietta; tal vez demasiado. Eran dedos muy poderosos, pero no perdían nunca la delicadeza; sus yemas estaban llenas de imaginación.» «Mis clientes me llamaban Manitas de Seda», gritó feliz la interpelada. «Éramos una pareja sensacional: Manitas de Seda y Tenazas de Acero.» «A veces trocábamos los papeles», le arrebató Sacha la palabra, «de acuerdo, eso sí, con la voluntad del cliente. Toda ella se convertía entonces en unas tenacitas de acero y mis manos se volvían de seda. La gente moría de felicidad con nosotros. Y no crea que tratábamos con aficionados a los que se puede satisfacer con una o dos palmadas en la espalda. No, señor, procedían de las capas más altas, de la nobleza, de las grandes fortunas, de la pantalla. Por la mañana veíamos en el periódico sus fotografías y la noticia de su llegada a Portugal y ya al mediodía, o cuando mucho por la tarde, los teníamos en nuestras manos. Nos divertíamos sin cesar.» La Divina Garza, la mirada perdida en el infinito, añadió, no sin cierto retintín de cursilería: «Un período frívolo en la vida, por breve que sea, se agradece siempre. Para nosotros aquélla fue una verdadera Edad de Oro.» «Nos buscaban, nos rogaban, nos ofrecían lo que quisiéramos», continuó su hermano, rebosante de entusiasmo, «y ahí se volvían a trocar de nuevo los papeles. Éramos nosotros los verdaderos reyes y ellos nuestros sumisos siervos.» «Dos o tres veces al año se dejaba descolgar por Estoril un príncipe de sangre real», Marietta Karapetiz bajó tanto la voz al mencionarlo que el nombre del heredero a un trono resultó inaudible. «Aparecía con tres o cuatro amigos, siempre los mismos, inseparables, según parece, desde los tiempos escolares. Unos muchachotes muy hermosos, muy elegantes, siempre alegres, dorados por el sol, con mucha figura, deportistas natos. Durante unos días todo se volvía gritos, chanzas pesadas, risas, fados, foxtrots y balalaikas. Regresaba a casa extenuada, pero radiante de alegría. Karapetiz, que era un hombre en extremo perspicaz, nada más verme me decía: “Me doy cuenta, me doy cuenta, lo puedo imaginar perfectamente, han vuelto a los baños los cuatro frondosos mosqueteros.” Parece que hasta en sueños cantaba yo esos días. Me temo que a estas alturas ninguno de aquellos jacarandosos mancebos quede con vida. Tenían mucha imaginación, mucha gracia, y una energía que no logro explicarme de dónde la sacaban, pues cargaban más enfermedades de las que cabrían en el pellejo de una rata. ¡Dios santo! ¡Había que desinfectarse las manos con formol después de darles una buena cepillada!» Quería morir. Apenas podía dar crédito a lo que ocurría. ¿Era aquélla la misma mujer a quien había oído hablar de mis virtudes y del camino luminoso que se extendía ante mí? Imaginé que abajaría su jactancia, que cortaría las alas de su soberbia, y he ahí con qué gozo hablaba de aquella profesión innoble. Ramona se sumó de inmediato a la inicua farsa: «¡Qué maravilla, Marietta, qué prodigio, qué intenso flujo lúdico genera cada momento de tu vida! ¡Te envidio! ¡Te juro que te envidio!» «¿También a ti te gustaría meterte a masajear en unos baños de vapor, Rabona?», le solté, pero ni siquiera me respondió. Solo faltó que sacara de su bolso la libretita y anotara: «En pocos años Manitas de Seda y Tenazas de Acero hicieron polvo a la juventud dorada de varios países europeos.» En eso, la mirada de la anfitriona cayó sobre las medias de la Vives y ambas comenzaron a comparar el diseño, las rayas, los materiales, con lo que al fin se logró un poco de calma en la mesa. Sacha acercó su silla a la mía, bajó la voz y me pidió que lo acompañara al balcón a ver el paisaje marítimo. No se veía el mar por ningún lado, pero allí fue donde me suplicó que tuviera paciencia con su hermana, que dejara de mortificarla, que me pusiera a pensar en todo lo que había sufrido, y me reveló que hubiera podido ser una gran bailarina de vientre de no tener el suyo desfigurado por una cicatriz semejante a una boca a la que solo le faltaba decir papá y mamá. Me faltaba el aire. Comencé a ponerme nervioso. Regresé a mi asiento, decidido a volver a los temas mexicanos, a los tamales envueltos en hojas de tlanega si fuera necesario. Levanté la voz, rompí el idilio entre las mujeres y sus medias, y dije, determinado a sacar la conversación de los vapores en que nos habíamos perdido: «Sus viajes deben de haber constituido una auténtica Odisea. Admiro la valentía y el arrojo de que dieron prueba.» La Manitas de Seda abandonó la conversación sobre las medias y me lanzó un brusco: «¿De qué diablos está usted hablando, Casiano?» No me inmuté por el apelativo, a pesar de la forma grosera en que lo había pronunciado «Casi ano». Como un ángel, respondí: «Aventurarse por los caminos de México durante la Revolución, señora, debió de haber significado grandes riesgos.» «Los tres éramos osados, infatigables, tres intrépidos muchachos sedientos de aventuras, si es que al cacalache de mi marido podía uno llamarle muchacho, no por nada la gente le daba en decir Karkamaliz ya desde entonces. La verdad, éramos cuatro. Con nosotros viajaba un hombre encantador, al cual todo el mundo, incluidos su mujer e hijos, llamábamos afectuosamente la Garrapata. No era nuestro guía, sino un amigo. Era de los Altos de Jalisco, y en sus momentos perdidos le daba por medio enamorarme. Los cuatro comíamos de la misma mesa, nunca hicimos diferencias. La Garrapata había asistido ya dos veces a las celebraciones del Santo Niño del Agro y participado en la fiesta. Por él se enteró Karapetiz de aquellas originales ceremonias, y se ofreció a guiarnos. Infatigables y osados, ya lo he dicho, eso éramos. Sacha el que más: era él quien nos daba el ejemplo. No le arredraban selvas, desiertos ni montañas.» «Como tampoco saunas, gimnasios ni baños privados», la interrumpió el hermano, cuyo espíritu no acababa de salir de la excitación de los vapores; «donde», añadió, «no sé si usted lo sepa pero los peligros suelen ser peores que en la jungla. Me acuerdo de un excéntrico siciliano, el conde de Z... La historia es larga, y un tanto enredada, pero yo se la voy a contar en tres palabras», y de nuevo se desbarrancó, y con él su hermana, en el circuito perdido Funchal, Estoril, Cascais, deteniéndose en detalles baladíes de sus sesiones de trabajo, descripciones de cuellos torcidos y enderezados a la fuerza, de bíceps frondosos y fláccidos glúteos a los que un golpecito aquí y una palmadita allá dejaban como nuevos, a la presión arterial tan baja de aquel conde que varias veces temieron que se les convirtiera en fiambre en sus manos. Tan difícil era sacarlos del masaje, que me resigné a coexistir con el tema hasta que llegara la hora de despedirme. Pero un golpe de intuición me llevó a preguntarle si consideraba más atractiva la mundana atmósfera del masaje que la sagrada ceremonia del Santo Niño del Agro. A mi pregunta, los hermanos reaccionaron con cierta reticencia, debido, me imagino, a lo sorprendente que les resultó la comparación; luego se inició un amplio florecer de sonrisas en aquellas bocazas suyas tan dentadas que llegaban a meter miedo. Comenzaron a comer desaforadamente, con apetito pantagruélico. La miel les escurría de las manos, las comisuras de la boca, la nariz, el mentón. «Bueno», dijo al fin Marietta Karapetiz, con un cierto tono dubitativo, «la verdad es que en una primera instancia las dos atmósferas parecerían ser muy diferentes, como que requerirían del practicante cualidades de espíritu que en apariencia no se compaginan; luego, si uno comienza a hilar fino, va descubriendo que hay una trabazón secreta que las hermana. Una fiesta en el trópico evoca siempre el aspecto frutal, collares de flores, pieles color canela, cierta música, el permanente despertar de los sentidos, la noción del mundo como una apetitosa golosina. En el masaje, también el cuerpo lo es todo, los músculos hacen el papel de frutos, el vapor que los envuelve equivale a la humedad del trópico. Permítame contarle algunas cosas, las conclusiones será usted mismo quien las saque. El festín al que usted se refiere era célebre por su riqueza de signos y mediaciones. Me pregunto si hoy día podría darse algo semejante. Desde luego, tendría otras características. Vivimos en otra época. De celebrarse hoy, habría perdido por fuerza su carácter solar. Sería un rito clandestino y eso le restaría plenitud. Y en el caso de que fuera público, ¡no quiero ni imaginarlo!, su grosería sería abrumadora. Se trataba entonces de un culto pagano, de una orgía, si permite usted esta palabra de alto riesgo, cuyo fin era celebrar la fertilidad. En esa ceremonia, los hombres recogían vida de la Naturaleza y le entregaban vida a la Naturaleza.» «Porque, dígame usted», intervino Sacha con su habitual exuberancia, «¿puede haber algo más hermoso que obrar bajo un cielo azul, entre aromas floridos y la contemplación de frutos exquisitos? ¿No le parece más noble hacer regir el cuerpo allí que entre columnas de falso mármol? O, si me permite citar un ejemplo más sencillo, ¿cómo no va a ser mejor para el alma cagar junto a un río de aguas cristalinas entre garzas de blancos plumajes y nubes de mariposas azules y amarillas, en vez de hacerlo en un sótano oscuro y putrefacto?» «Si se me permite opinar, yo, la verdad sea dicha, prefiero hacerlo en un lugar cerrado con una instalación sanitaria adecuada y lo mismo me da que el cuarto sea de mármol o de adobe», respondí con cierta sequedad. «El dilema no es tan simple», intervino la inefable Ramona con rubores de monja y la voz más infantil del mundo, «porque algo en nosotros sucumbe ante la fastuosidad del mármol y algo del mismo modo poderoso repudia ese boato artificioso y anhela un encuentro más estrecho con la Naturaleza.» «Es el triunfo del gran ramalazo pagano que por suerte corre aún en nuestras venas», declaró sacerdotalmente Marietta Karapetiz. Los ojos de Sacha brillaban con pueril inocencia. Con voz parsimoniosa rezó complacido: «El hombre es un junco pensante, sí, pero no hay que olvidar que es también un junco que caga.» Las intervenciones se encadenaban una a otra sin tregua. Yo no podía más con toda esa verbosa refistolería. Sentía una ola excrementicia a punto de explotar sobre mi cabeza. Hice un esfuerzo sobrehumano para vencer mi repugnancia y, con voz cuyo temblor traté de disimular con un ataque de tos, volví a encauzar la conversación hacia su aspecto turístico-etnográfico. Me referí al viaje por el Sureste hecho bajo la guía de la famosa Garrapata. Me interesé en las características de la región, su flora, su fauna, su orografía. ¿Cuáles eran los principales cultivos? Pedí que me explicaran por qué no se sembraba lenteja ni garbanzo en esas tierras. ¿Se había intentado alguna vez cultivar el lúpulo y la malta? ¿Eran los pobladores indígenas puros o mestizos? Y el régimen de propiedad de la tierra, ¿cuál era? ¿A qué obedecía la celebración a la que habían asistido? ¿Tenía un carácter leve o primordialmente religioso? «Llegamos al fin a un claro inmenso en la selva, al lado de un río de maravilla», dijo la Divina Garza con entonación resignada, como de misionera. «¡Un lugar de prodigios! Cuando recuerdo aquellos fastos naturales puedo decir que se me ha permitido conocer el Paraíso, pero también sufrí en carne propia el drama de la expulsión», tendió una mano, se asió del brazo de Sacha con gesto patético, y le preguntó: «¿Qué pecado pudimos haber cometido, palomito, para merecer un castigo tan severo? ¡Dios mío!», gimió, «¿será posible que no volvamos nunca a aquel valle de leche y miel?» «Tendíamos una mano», se oyó decir a Sacha con voz trémula, «y cortábamos un fruto desconocido y maravilloso: un chicozapote, un mamey, un mango, una guanábana de tamaño portentoso; tendíamos la otra y le tocábamos el culo a un mono de aspecto y pelaje nunca vistos. ¡Vámonos de aquí, madrecita! ¿Qué esperamos para volver a esas tierras donde todo es amor?»
–¡Dejó al fin de llover! –exclamó don Antonio Millares, levantándose a abrir una ventana. Tal vez la visible perturbación del licenciado y la paulatina congestión de su rostro lo tenían muy inquieto. De la Estrella se había deshecho el nudo de la corbata y abierto el cuello. Ese simple detalle añadía a su aspecto una carga de animalidad y de desorden bastante intranquilizadora–. Sí –repitió el viejo–, ha dejado de llover. El campo estaba necesitando agua.
También Salvador Millares se asomó a la ventana. Se volvió hacia el licenciado y le dijo:
–Llegó ya su coche. Lo está esperando.
–Los dos hermanos –continuó el huésped, sin querer desprenderse del departamento de Estambul– empezaron por describirme el lugar: una amplia llanura en las márgenes de un río interrumpida por uno que otro islote de vegetación exuberante. Mangos, tamarindos, palmas de distintas especies, plantas de yuca, que allá llaman de izote, lianas, monos, garzas, guacamayos, tapires, helechos gigantescos, tan grandes como el mamut que un día debió de alimentarse con sus retoños. «Habíamos vuelto al mundo primigenio», aseveró, bucólica, nuestra anfitriona. «En el centro de la llanura se erguían tres montículos; limpios de yerbajos, pintados de un color marrón con una escalera excavada en una de sus caras para ascender con facilidad a la cima. Eran montes de aspecto vistoso y espigado, como conos de chocolate surgidos en medio del verde de la selva. Según Karapetiz podían ser pirámides prehispánicas recubiertas por los antiguos moradores para proteger sus misterios. El tiempo había hecho el resto. Y en la cumbre de cada una de ellas se hallaba un adolescente. Uno, con los hábitos, la corona y el báculo florido del Santo Niño, los otros dos, cubiertos con una especie de túnicas griegas.» «¿También de color chocolate?», quiso saber Ramona, quien había comenzado a tomar sus notas. «No, querida, hubiera sido precioso, pero lo que tenían eran unas túnicas amarillas que, ¿vieras?, no les iban nada mal. De los hombros de cada mancebo colgaba un tamborcito; no dejaron de tocarlo durante todo el día, ora con ritmo lento, ora con redoblar frenético. Y así pasó la mañana. El primer adolescente, el que representaba al Santo Niño, era el joven premiado en la celebración del año anterior. No era tanto la cantidad lo que allí se evaluaba como la forma, que, usted bien lo sabe, tan fundamental es para cualquier obra de arte. Habíamos llegado muy temprano, al alba, Karapetiz, Sacha, yo y la simpática Garrapata, el amigo mexicano que nos había descubierto aquel mundo. Una hora después, a nuestro derredor se agitaba una multitud de celebrantes de todas las edades; vestidas con largas túnicas blancas, ellas, y con calzones largos, también de manta blanca, los varones. A un lado del río se instalaron los retretes para las damas principales. Bajo techos de palma y entre paredes de troncos forradas con telas vistosas, pasaría buena parte del día la mujer del Cacique, el padre protector de la región, dueño del río, Señor de la luz, acompañado por su vistoso séquito. Nos tocó presenciar la llegada de aquel elegante gineceo en una barca que ya en sí era un sueño. Una gran plataforma blanca con velas de color mostaza recorridas por estrías brillantes que tiraban al rojo de Borgoña. El desembarco fue la mar de gracioso. Las señoras principales vestían túnicas griegas; las cabezas adornadas de guirnaldas de flores artificiales y en las manos unas cestitas preciosas, llenas de manzanas, racimos de uvas, cerezas y melocotones de cera coloreada. La caciquesa arrastraba a un corderito, de lana teñida color de rosa, el cuello atado con un cordón de oro. Una señora mayor, que jamás se apartó de su lado, tal vez su madre, una tía, o una empleada de la mayor confianza, acunaba en los brazos a una iguana con la boca cosida también con cordones dorados. Todo en ellas evocaba de un modo insistente el mundo de Watteau. El trópico, es bien sabido, lo vuelve todo exquisito, todo lo refina y lo suaviza, sostenía a menudo el sabio Karapetiz. Una vez enclaustrada en su retiro la mujer del mando, se precipitó el inicio de la ceremonia.» «Quemaban copal, mirra, vainilla, incienso, canela», añadió Sacha, muy exaltado. «Arrojaban por todas partes pétalos de rosas. Los más bellos perfumes de la tierra comenzaron a esparcirse por nuestra llanura.» A esas alturas del relato ya habíamos terminado de comer. De tarde en tarde alguno de los hermanos avanzaba la mano para coger un terroncito de pistacho amasado con miel o un bollito de harina de castaña mezclado con coco azucarado. Después de deglutir cada bocado, ella metía las manos en una pequeña vasija de agua caliente y le ofrecía las puntas de los dedos a Zuleima o el paje de hinchado vientre para que se los secaran con unas toallitas muy finas. Sacha no hacía uso de aquellos refinados servicios; las más de las veces se restregaba las manos en la bata. Los sirvientes cambiaron tazas. Se llevaron la tetera y a partir de entonces nos ofrecieron café. Cosa rara, ¿no?, pero así eran allí las cosas. Después de servir, se sentaron a poca distancia de la mesa a disfrutar la actuación de sus señores. Era evidente que no comprendían una palabra de español, y, sin embargo, sonreían sin cesar. Cuando los interlocutores hacían una pausa, ellos hacían movimientos de aquiescencia con la cabeza. ¡Público más domesticado que ése, imposible encontrarlo! Los hermanos parecían haber vuelto al mundo de la infancia, tan intenso y espontáneo era su regocijo. Les brillaban los ojos, la piel, sobre todo, su dentadura gigantesca. «A una señal, los jóvenes colocados en lo alto de los montículos comenzaron a batir de un modo enloquecido los tambores», dijo Sacha. «Y una respuesta se hizo sentir de inmediato», continuó su hermana. «Tres, cuatro docenas de ancianos dispersos entre la multitud y confundidos con ella respondieron con un largo toque de trompetas. El mundo se puso en movimiento. La gente comenzó a buscar su sitio en aquel hormiguero. Alrededor de cada montículo se acomodaron los feligreses, formando anillos, a manera de círculos concéntricos. Un mundo de blandura, salpicado solo por la negrura del cabello y las flores que lo adornaban, rodeaba los tres promontorios. El estruendo comenzó a ceder. El redoble de tambores se hizo más tranquilo, delicado, casi sedante. Los grupos fueron paulatinamente acatando el silencio. Y de pronto, cuando el hombre se hallaba en una especie de intenso diálogo silencioso consigo mismo, volvió a producirse un sobresalto. Apareció de nuevo el estruendo furioso de los tambores, la respuesta impetuosa de las trompetas y el repique de una campana colgada de las ramas de un mango que dobló con tal dramatismo que parecía anunciar el fin del mundo. ¡Prepara tu alma, oh pecador! ¡Limpia tu cuerpo, oh pecador! ¡Arroja lo superfluo, oh pecador! Se abrieron los recintos de la primera dama, tan suntuosos que no creo que ni la reina de Saba hubiese conocido algo comparable. La vimos salir, seguida de sus damas de confianza, y mostrar, levantando las manos, un precioso recipiente de plata, que transportó, subiendo a paso lento la larga escalinata, hasta la cima de la pirámida mayor. Con cortesía refinada y natural, fruto seguro de una antigua cultura, la dama poderosa asistió al joven indígena que hacía las veces de santito y lo ayudó a sentarse sobre la bacinica de plata que había transportado. Con voz lenta y cadenciosa, vocalizando con esmero cada sílaba, ambos fueron recitando la plegaria:
¡Sal mojón
del oscuro rincón!
¡Hazme el milagro,
Santo Niño del Agro!
¡Cagúelo yo duro
o lo haga blandito,
a la luz o en lo oscuro
sé mi dulce Santito!
¡Ampara a tu gente
Santo Niño Incontinente!
Aquella multitud de dolientes, acomodada sobre una inmensa variedad de recipientes: bacinicas, latas de manteca o de petróleo, braceros, soperas, cubetas, palanganas, platos, cajas de zapatos, o aun modestos trozos de hoja de plátano, repetía con unción, con fe, con esperanza, la inspirada plegaria. En un momento descendió la señora y se dirigió a sus aposentos. Según decían, disponía allí de un cajón de cedro perfumado, con un hoyo que le permitía desovar directamente sobre el río. Caso de que el Niño la favoreciera, sus frutos alimentarían a peces y lagartos. Tan pronto como el retrete del poder cerró sus puertas, se inició la verdadera comunión entre Hombre y Naturaleza, el festín ecológico, el diálogo entre la cáscara humana y su contenido. Durante varias horas la imploración fue repetida una y otra vez, hipnótica, machaconamente. Los suplicantes seguían el ritmo con movimientos de los hombros, golpeándose los muslos con los puños al compás de la plegaria y batiendo con la planta de los pies la tierra agradecida. Se levantaban olas de suspiros delicados, de mugidos bestiales, de temblorosos embelecos. Multiplique usted eso por miles y miles de esfuerzos y tendrá el más perfecto, el más patético y a la vez el más esperanzado poema polifónico.» De repente algo, no sé qué, tal vez el claxon lejano de un vehículo, me liberó del estado letárgico en que la abundancia de postres aceitosos, de licores dulzones, de cantos magnéticos, me tenían sumergido. ¡Qué era aquello! ¿En qué repugnante aquelarre me habían introducido las manitas de seda cuya acción uno apenas advertía? Todos los presentes, incluidos Zuleima y el joven barrigón, nos dábamos rítmicamente golpecitos en los muslos, pateábamos el suelo siguiendo la cantinela que entonaba aquella mujer diabólica. Uno sabe cómo entra en esos fenómenos de subyugación, pero nunca en qué forma va a salir. Como impulsado por un resorte me puse de pie. Les dije a los anfitriones que había pasado un rato de lo más interesante, creo que hasta empleé el adjetivo «fascinante» para no dejarles sospechar mi descontento. Añadí, para darle un carácter normal a mi salida, que había convenido con Rodrigo pasar todavía un rato más con él esa tarde. «No sé, Ramona, si deseas quedarte o ir a atender a nuestro enfermo», le dije, más que nada para asegurar el coche de regreso. Di unos cuantos pasos en dirección a la puerta. Me acerqué al perchero a recoger mi impermeable. Me llené de valor al ver que estaba a un paso de la puerta. Pregunté si no sería excesivo pedir, debido a mi desconocimiento de la ciudad y la posible dificultad de conseguir un taxi, que me llevase Omar al hotel. Nadie me respondió. Ramona se echó a reír como una loca. Tal vez eso me animó a gritarles que no estaba acostumbrado a oír conversaciones como las suyas, menos durante las comidas. Había crecido en la pobreza, pero ahí, ante ese distinguido círculo de cerdos, descubría por primera vez que mi educación había sido exquisita. Quise añadir que solo un milagro me había impedido vomitar al escuchar aquellos relatos, pero me contuve, y más me valió, pues en ese momento sentí la mano de Sacha «ayudándome» a sacar un brazo del impermeable. Cómo logró llegar de su asiento a la puerta es algo que no acabo de entender. Su ademán en apariencia afectuoso y servicial casi me hizo saltar las lágrimas. Con un aspecto de perro juguetón que no comprende por qué le infligen un castigo, exclamó; «¡Pero no se marche, amigo! Diga, ¿qué le ha enojado? ¿Por que no le somos gratos?» «Le sorprenden estas historias, ¿no es verdad?», preguntó, a su vez, la hermana con voz dulzona, reflejó de su falsedad integral. «Hay que ver su contenido con ojos limpios, con los ojos de un niño. Actualizan ritos antiquísimos relacionados con la consagración de la primavera. Son ceremonias que, por extraño que parezca, celebran la fertilidad, la plenitud, la roturación de la tierra y la recolección de los frutos. La magia, en estos casos, el encanto folklórico, el candor popular, son solo recubrimiento. Su poesía profunda se enraíza en la praxis.» Para estas horas la presión de Tenazas de Acero en mi brazo me había devuelto el asiento. Su hermana, preocupada, puede ser, por mis reacciones, dio uno de esos inauditos bandazos que ya le había conocido durante nuestro breve trato: «Por muy útiles que resulten esas prácticas, le doy a usted toda la razón. Hay algo ahí que agrede nuestro sentido estético, los fundamentos más profundos de nuestra moral. ¡El asco que sentí en esa ocasión! ¡Puaff! ¡Solo recordarlo me hace sentir náuseas! Consiento en que aquellas ceremonias puedan tener cierto encanto rudo, un perfumillo a establo, a boñiga, que podría resultar estimulante a las personas que gustan de los placeres fuertes. Nostalgie de la boue, llaman a eso los franceses. Pero no todos somos pájaros del mismo plumaje. Hay grajos y urracas, pero también hay ruiseñores. La tarde de ese día se convirtió en un desborde grandioso de inmundicia: fetidez, mierda por todas partes, moscas del tamaño de un huevo. ¿Me quiere usted hacer creer que algunos de los allí presentes, los del sector iluminado, digamos, intuían esa conexión mística del alma con la tierra que tanto pregonan los demagogos, del lazo existente entre el acto de vaciar el cuerpo y la aproximación a lo divino, de que hablaba nada menos que el sereno Ulpiano? ¡A otro perro con ese hueso! Yo no veía sino a una masa fanática y aturdida, ebria de sol y de malos olores, colocada en posiciones grotescas, víctima de cólicos atroces, mientras a su lado pasaban jugueteando los monos, también ellos asqueados, tapándose las narices, chillando como demonios, tratando de exorcizar, ¡los pobres!, el espectáculo lamentable de aquella humanidad envilecida. Nos hallábamos en medio del aquelarre más repugnante que alguien pueda imaginarse. Sí, Casidoro, lo que allí se celebraba era el puro festín del bajo vientre. En un determinado momento, con otro absurdo estruendo de tambores, trompetas y chirimías, salió la caciquesa de sus ostentosos aposentos, lo que iniciaba, hélas!, la ceremonia final. Unos habían recibido el auxilio misericordioso del santito, otros se quedaron con el cargamento adentro. No puedo contarle más. La vuelta del elemento germinal al polvo yerto había llegado a su fin. Lo que siguió podía en sí no estar mal, pero la forma en que se realizó fue una burla vil a todos los participantes. Nos enfrentábamos a la Corte, a su cauda de abyecciones, de cohechos y complicidades. Había que designar al vencedor, hacerle saber que tendría que prepararse durante un año, porque en la siguiente fiesta sería él quien encarnara al Santo Niño. Una responsabilidad muy pesada. Me he cansado de hablar..., ay, el mundo de repente se convirtió, ya lo he dicho, no dejen que me repita, en algo ofensivo y repelente, donde participaban todos, la élite y la plebe. A Sacha, ¡este grandísimo pendejo!, le birlaron el premio en sus propias narices.» «Bajo mi propio culo, querrás decir», la corrigió, contrito, el aludido. Ya he dicho que desde hacía un buen rato deseaba marcharme. Sentía náuseas. El calor era intolerable. Los sirvientes habían vuelto a reaprovisionar la mesa. Los hermanos volvieron a servirse nuevas golosinas y a chorrear miel. No solo Sacha se limpiaba ahora las manos en su bata; Marietta hacía lo mismo. Metía los dedos en la palanganita de agua y se los secaba en la bata del hermano. Tomé un trozo de pastel; un tufo a cloaca me inundó el paladar. Quise levantarme, buscar el baño, volver el estómago, pero de nuevo la garra de Sacha me obligó con fuerza descomunal a permanecer sentado. Reinaba una excitación innatural. Omar, el chófer de aspecto respetable, se había sumado al jolgorio, y también él se llenaba los dedos de miel y se los limpiaba donde podía, en un pañuelo, en las piernas de Marietta Karapetiz, en mis pantalones. Patrones y sirvientes comenzaron a guiñarse los ojos, a reírse, primero de un modo oblicuo, furtivo, después a soltar carcajadas desbocadas, a hablar en su lengua misteriosa, a hacerme muecas horribles. Hubo un momento inaudito, en que Ramona Vives, sin que nada lo hiciera prever, dejó su asiento, se puso en cuclillas y comenzó a dar vueltas en un círculo, acercándoseme cada vez más. Contoneaba el cuerpo, las caderas sobre todo, y movía la cabeza de un lado al otro en una chusca, aunque fallida, imitación del andar de un ganso. «¡Cuac, cuac, cuac! ¡A ti te busco, Cuasimodo! ¡Cuac, cuac, cuac, cuac!» Todos la aplaudían y comenzaron a graznar igual que ella; el joven sirviente de vientre inmenso y el otrora respetable Omar hacían ruidos con los labios mucho menos inocentes. Me fueron rodeando. Por contemporizar, también yo comencé a corear: «¡Cuac, cuac, cuac! ¡Cuasimodo, cuac, cuac, cuac!»
–¿Y a santo de qué le llamaban con esos nombres tan estrafalarios, licenciado?
–No lo sé. Nunca lo he sabido. ¡Ese día fui Ciriaco, Cirilo, Casiano, Casidoro, Cuasimodo! ¿Por qué? Por pura gana de joder, me imagino, de humillarme. Cómo seria la cosa, que, para librarme de las mofas que me hacían, me vi obligado a proponer, ¡yo mismo!, ¡sí, yo, por increíble que parezca, fui quien propuso la vuelta a aquel tema que tanto me repugnaba! Con lo que me quedaba de aplomo alcancé a decir: «Amigos, os exhorto a no interrumpir más el relato de nuestra ilustre anfitriona. Démosle tiempo de terminar la docta exposición de carácter etnográfico que ha iniciado. ¡Cuéntenos, estimada profesora, lo que ocurrió después!» «Como ocurrir, ocurrieron muchas cosas», respondió ya un poco más serena. «El jurado se reunió para deliberar la designación de los premios. No recuerdo qué criterio se siguió; tampoco importa mucho, porque todo fue un fraude, necesitaría releer la crónica de Karapetiz», me contestó, y de repente con gesto y voz que eran ponzoña concentrada, añadió: «¡Pero usted es implacable! ¡Sí, señor! Quiere saberlo todo, me viene con exigencias y presiones. Si pudiera, y nosotros se lo permitiéramos, me aplastaría para hacerme decir ciertas cosas que considero una obligación, por lealtad, mantener en el más absoluto secreto. El pobre Sacha, este inocentito mío, un niño entonces, un pequeño badulaque que aún desconocía la maldad del mundo, sufrió lo que no tiene usted idea. Fue la primera de la larga cadena de derrotas que ha conocido en la vida. No voy a echar a nadie de cabeza solo para satisfacer la morbosidad de un patán cualquiera. Esos armarios, sépalo bien, están llenos de papeles. A Karapetiz le llevó años interpretar algunos fenómenos, y usted todo lo quiere conocer de inmediato. ¿Por qué debo darle gusto? ¿Por su bonita cara? ¡Para que el holgazanazo no tenga ya que hacer ni el menor esfuerzo! ¿Quiere que en este mismo instante me ponga a buscarle el papel que necesita? ¿Que le traduzca las páginas fundamentales? ¿De qué idioma a qué idioma?» Me defendí como pude. Le aclaré que yo no exigía nada, no tenía el menor deseo de ver esos papeles. Mi único atrevimiento fue preguntar cómo había terminado la fiesta, y, pueden creerme, había tocado esa cuestión con la mayor inocencia. «¿La fiesta?», exclamó con estupefacción. «¿Tiene usted la cachaza de considerar aquella desvergüenza como una fiesta? ¿Fiesta? ¿Fiesta aquel cúmulo de inmundicia? ¡Ya me voy dando cuenta, mi amigo, de que su moral es bastante relajadita! Aquella sesión, si tanto le interesa saberlo, terminó cuando todos los presentes se casaron con todas las presentes, les hicieron muchos hijos y los domingos los llevaron a asolear a la playa. ¿No me cree? Bueno, le diré la verdad, terminó cuando los feligreses rezaron sus últimas oraciones, prendieron una vela en memoria de su Santo Niño y se marcharon tranquilamente a dormir una siesta. Esta servidora, el sabio Karapetiz, su hermano, el papanatas aquí presente, un bueno para nada, un cero a la izquierda, ¡y eso que hoy me encuentra en plena benevolencia!, y su dizque amigo la Garrapata, al que a saber de dónde pepenó este niño, guía de turistas y aventurero profesional, un padrote de pacotilla, un estuprador, un desalmado, tuvimos que dormir después muchas siestas para recuperarnos de aquella experiencia atroz, en la casa de usted, avecindada en la céntrica calle de la Palma, número noventa y cinco, departamento siete, casa humilde pero honorable. Allí sí que se podía dormir y no en aquel campo de mierda que ni los cerdos se atrevían a hollar. Pero ¡vamos a ver! ¿Por qué quiere usted saber estas cosas? ¿Mero interés científico? ¡Está loco si cree que me va a hacer tragar ese hueso!» Me miró con ojo torvo. Un tic en el párpado derecho comenzó a deformarle la cara de pajarraco. «Ya le dije que lo que siguió fue espantoso. ¿No le basta mi palabra? Me pregunta demasiado. ¿Se le ha olvidado que está tratando usted con una señora? ¡Con una dama! ¿También me va a exigir que me ponga a cagar frente a usted?» La situación, como podrán advertirlo, se había vuelto inadmisible. Marietta Karapetiz se levantó el vestido negro por encima de las rodillas e hizo un ademán de ponerse en cuclillas, igual que lo había hecho minutos antes Ramona. Su rostro estaba descompuesto por la ira, por el desprecio, por el asco. «¡Excuse!», le dije con toda la dignidad de que me fue posible echar mano. «No tengo, ni he tenido nunca, el menor interés por conocer esa historia aborrecible.» Omar y el sirviente gordo la ayudaron a levantarse del suelo y la sentaron en un sillón. «Fue usted quien se empeñó en contarla.» Y luego, con la expresión más casual que me fue posible adoptar, miré el reloj y añadí: «¡Pero qué es esto! ¡Señores míos, les he hecho perder un tiempo precioso! No tenía la menor idea de que fuese tan tarde. ¡Buenas noches!» Estaba decidido a todo, aun a riesgo de que Sacha me rompiera las costillas. Tenía que escapar.
Sonó un timbre.
Amelia Millares se levantó y abrió la puerta. Un hombre uniformado se presentó como el chófer del licenciado De la Estrella. Dijo que desde la mañana había estado seguro de que ese día le iba a llegar la mala racha. Con un tono de mando, le indicó a su patrón que era hora de ponerse en camino, que dejara ya de hacer payasadas, que era la última vez, lo juraba, que lo conducía a su casa en ese estado.
–¡Un momento, Arnulfo, solo un momento y me pongo a su disposición! He llegado ya casi al fin. Juro que esta vez no me va a pasar, Arnulfo, se lo juro, no va a ser necesario lavarme. ¡Miralles, dígale que me deje quedar unos cuantos minutos! Cuéntele lo bien que me he portado. No puedo levantarme ahora. –Y sin ninguna transición continuó–: Aquel grupo, sorprendido por mi seguridad, no logró reaccionar de momento. Me vieron avanzar hacia la puerta en silencio. Tenazas de Acero ni siquiera me molestó. Cuando había ya abierto la puerta, y tenía un pie en el exterior, me volví hacia el grupo y pregunté provocadoramente: «¿Así que cómo terminó ese aquelarre inmundo? ¡Me lo puedo imaginar muy bien, pero prefiero saberlo de sus propios labios!» Los hermanos quedaron apabullados, toda la seguridad perdida. Marietta Karapetiz comenzó a balbucear con voz sumisa: «Mire, una frágil viejecita me mostró su producto en un plato precioso de porcelana blanca. Me asusté al ver todo lo que aquel cuerpecito diminuto había logrado albergar. Se acercó al Santo Niño... Nos hicieron arrodillar... ¡Por favor, caballero, se lo suplico, no me obligue a seguir! Soy una mujer muy vieja, he sufrido mucho, perdí a mis padres en la más tierna infancia. Mi pobre corazón no es ya lo que era. Lamento haberlo conocido.» Aspiró profundamente. Como por un milagro pareció recobrar en ese instante todas las fuerzas perdidas. Con un vozarrón que envidiaría un sargento, gritó: «¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí, ahora mismo! ¡Sacha, por Dios, acomídete y sácalo de aquí, como tú sabes hacerlo!» No aguardé más. Cerré la puerta y me eché a correr escaleras abajo. No quise tomar el ascensor por temor a sorpresas desagradables. Al salir a la calle oí vocear mi nombre y levanté la cabeza. La vieja rufiana y su caterva de maleantes habían salido al balcón. Sus gritos llegaban como graznidos. Sacha me mostraba mi impermeable y mi sombrero y hacía señas con una mano para que subiera a recogerlos. ¿Subir? ¡Ni madres! Les grité que me arrojaran mis prendas. Buscaba una palabra, la más hiriente, para lanzarla tan pronto como tuviera mis cosas en la mano. Me pareció ver en el balcón cierto brillo metálico. Algo rozó mis sienes, algo me golpeó en un hombro. Levanté la mirada y vi que Marietta Karapetiz y Sacha sacudían sobre mí unas bacinicas. En ese momento ocurrió lo peor. Zuleima, Omar y el joven adiposo vaciaron sobre mí una gran palangana colmada de inmundicias. Traté de huir y no pude. Resbalé; la mayor parte del contenido me cayó encima. Oí sus carcajadas, sus gritos indecentes, sus chillidos. Había quedado en cuatro patas como un puerco, enfangado en una materia resbaladiza y repugnante. Había perdido los lentes. Me lenvanté como pude, caí otro par de veces y me golpeé de mala manera. No sé por dónde anduve ni durante cuánto tiempo. Buscaba el mar, sin encontrarlo. Varias horas pasaron de las que no guardo noticia. Llegué al hotel en la noche en un carro de la policía. Un empleado me identificó como cliente, y me echó una manta encima, porque vestía solo ropa interior. Seguramente en la comisaría me habían quitado la ropa sucia y metido en una ducha. Me hicieron entrar por una puerta de servicio. El policía que me acompañó me devolvió mi pasaporte. Subí a mi cuarto. Alguien me informó que dos horas antes habían internado a Rodrigo Vives en una clínica. Hice mi equipaje, pero en la recepción me advirtieron que solo me permitirían sacarlo si pagaba la cuenta. Por fortuna, en el cuarto había sacado unos cuantos dólares, muy pocos, que llevaba escondidos en el forro de la maleta. Les expliqué que era yo invitado de Vives, que si por mí fuera, en la puta vida hubiera puesto un pie no solo en su hotel sino en su país entero. Mi billetera había desaparecido junto con mi traje sucio. Llamaron a la delegación de policía; allí explicaron que me habían recogido en la calle solo con la ropa interior puesta. No podía ser cierto, ¿de dónde entonces había salido mi pasaporte? Total, dejé la maleta, le vendí el reloj y mi pluma fuente a precio de hambre a un empleado, me encaminé a la estación y de allí no me moví hasta que salió mi tren. Viajé en un estado de semiconsciencia, lo único que registraba era el hedor, tal vez imaginario, que desprendía mi cuerpo. Rodrigo Vives no me envió nunca la maleta. Pensé presentar una demanda. No solo me habían despojado de mis pertenencias sino que había sufrido un grave daño emocional. Pero meterse en tribunales en un país ajeno es llevar todas las de perder. Tuve que esperar hasta llegar a México. Obtuve una bicoca. Ah, pero antes había ya conocido a la famosa María Inmaculada de la Concepción; probé suerte, y allí también salí perdiendo.
El narrador volvió a quedarse sin aire. Boqueaba como un pez a punto de ahogarse. Arqueó el cuerpo y quedó en un estado de rigidez poco natural. Empezó a desprender un hedor repelente. Los Millares se alejaron en silencio de aquel objeto putrefacto. El chófer se hizo cargo de transportarlo a su automóvil. Don Antonio Millares salió con sus nietos al jardín.
–¿Te has dado cuenta...? –le preguntó a Juan Ramón, sin atinar el modo de cerrar la pregunta.
–¡Sí! –fue la lacónica respuesta del nieto. Después de caminar otro rato, Juan Ramón preguntó a su vez–: ¿Qué debe hacer un hombre cuando le pasa eso?
–¿Cuando le pasa qué?
En ese momento un rayo iluminó la montaña. Se oyó un trueno a lo lejos. El abuelo no logró oír la respuesta de su nieto. Siguieron caminando en silencio.
Funchal, abril de 1987 - Praga, marzo de 1988