7. EN EL HUERTO DE JUAN FERNÁNDEZ

–Mi abuelo tenía una tienda de abarrotes en Paraje, Veracruz. ¡Imagínese! Abarrotes debe de ser un mero eufemismo. Un changarro de mala muerte en un pueblo rabón del trópico es lo que habría que decir. Allí nació y se crió mi padre. De joven fui dos o tres veces en visita familiar. Un lugar muy triste, se lo aseguro; me temo que siga siendo igual. El año próximo volveré con Bernardo y Malú a festejar el centenario de su nacimiento. Paraje de Uriba va a llamarse –decía Delfina un domingo a media mañana en su jardín de Cuernavaca–. Había cerca un ojo de agua precioso; abundaban las nutrias. En la casa teníamos dos o tres cubrecamas hechos con pieles que nos regalaron los rancheros. También algunas piezas arqueológicas. A lo mejor decidieron la vocación de mi hermano Bernardo. Si yo se las hubiera pedido a mi padre, téngalo por seguro que me las habría dado, pero de joven, a diferencia de mi hermano, no me interesaba en el mundo prehispánico, ni en las artes visuales. Vivía pegada a la literatura. Es posible que las piezas hayan sido totonacas, aunque la distancia entre Paraje y el Tajín debe ser considerable; no podría afirmarlo. Cada vez que le pregunto a Bernardo me da una respuesta diferente. Usted no puede imaginarse la intensidad de las crisis de esnobismo que me acometían en la juventud –se echó a reír con una risa seca–. Fue mi galería, el trabajo, el trato con los pintores, lo que me devolvió a la realidad. La pasión por mi padre fue total y, en reciprocidad, él me adoraba. Lo que le pedía era poco frente a lo que insistía en darme. Fui hija única, después de cuatro varones; solo vivimos Bernardo y yo. Pasé una niñez y una adolescencia privilegiadas, sin embargo me sentía, y le juro que es cierto, decididamente revolucionaria. Me emocionaba, me sigue emocionando, la vida de mi padre. Sus esfuerzos por estudiar; su decisión de escapar de un medio tan reductor como debía ser el de Paraje a principios de siglo; hacer, primero la carrera de maestro en Jalapa, luego aquí la de abogado. Pero eso usted, historiador, lo sabe casi mejor que yo. Cuando lo oía hablar del momento en que decidió tomar las armas, de sus travesías a caballo por el país, de las convenciones revolucionarias, de la prisión, me emocionaba a un punto que me parecía compartir con él todas esas experiencias. Me sentía en la Sierra Madre a lomo de caballo o a su lado en la cárcel. En el exilio era aún más radical. Asistía a actos públicos, a mítines universitarios y sindicales. Pero el poder, ¡imagínese una casa donde comían ministros y generales y a veces el Presidente de la República!, tuvo por fuerza que marearme. En el fondo deseaba también ser la mujer mejor vestida de México, la más vistosa, la más deslumbrante. Que los porfirianos me dijeran que habían estado muertos de ganas por bailar conmigo mientras yo les comentaba la cena que papá le había ofrecido a Rubinstein o la exposición de Picasso que había visto en París. Que sus hermanas me preguntaran dónde me habían cortado tal vestido y yo pudiera responderles que era un auténtico Schiaparelli. Estudié literatura en Inglaterra y en Francia, conocía bien mis idiomas, viajé mucho y, después de mi divorcio, viví en Nueva York. Era natural que me sintiera la mujer mejor preparada de México; sin embargo, en secreto, me moría de admiración por algunas mujeres del mundo derrotado. Eduviges, por ejemplo. Sin recursos, adaptando viejos vestidos que habían pertenecido a su madre o a alguna tía podía ser a su manera tan elegante como la mujer mejor vestida de París o de Roma. ¡Clase!, ¿no es cierto? ¡Las cosas como son! Nuestra relación no fue larga, pero sí muy intensa. Trataré de explicársela. Vivíamos en los dos mejores departamentos del Minerva, una al lado de la otra. Por las mañanas me llamaba por teléfono a la galería; por la tarde pasaba a recogerme y tomábamos café, dábamos unas vueltas por la ciudad en mi coche y luego volvíamos a mi casa y hablábamos sin darnos tregua hasta la hora de cenar, en que ella regresaba a su departamento y yo me vestía para salir a algún lado. En un momento pensé en hacerla mi socia. Sus relaciones podrían serme muy útiles, pensaba. Yo llevaría el trato con los pintores y con un sector de nuestros clientes, los políticos y los extranjeros; ella, con los banqueros y la gente de las viejas familias. Pero su ignorancia era descomunal, no se diga ya su imprudencia. Nuestra asociación hubiera concluido en un fracaso rotundo e inmediato. Lo supe ver a tiempo. No era amistad, a pesar de la intensidad de que le hablo, lo que nos unía; era una relación muy dispareja, con exigencias desmesuradas, una especie de enfermedad. De arte moderno Eduviges no sabía nada, no lo registraba. En cambio, entraba en casa de un anticuario, tomaba una jarra, la aislaba de los cachivaches que la rodeaban y la convertía en un objeto prodigioso. Pasaba dificultades económicas, a pesar de que su hermano Arnulfo había hecho millones. Uno entraba en su casa y lo primero que advertía era el gusto con que, casi sin nada, estaba puesta. Claro que hubo dificultades; un buen día sus caprichos y rabietas comenzaron a presentarse. Habíamos planeado ir a Guadalajara a ver unos muebles que unas tías suyas pensaban poner a la venta. En el último momento, con los boletos del tren comprados, las maletas hechas, decidió no viajar, dándome una excusa banal. Me ofendí con una desproporción que aún no logro explicarme. A partir de ese día las relaciones fueron volviéndose cada vez más tirantes. Yo detestaba a su hermano, pero trataba de ser prudente, de no tocar nunca ese tema. Ella, en cambio, comenzó a partir de cierto momento a provocarme. Primero fueron piquetitos de mosco, a la altura de su cerebro; luego de avispa; si me dejo hubieran sido de víbora. Me imagino que le molestaba la holgura con que me desenvolvía, que pudiera irme unos días a Nueva York a comparar un abrigo o un par de sombreros, por ejemplo. Un día comenté delante de ella mi alegría por haber comenzado mi padre a publicar una serie de artículos donde se retractaba de algunas posiciones críticas a la expropiación del petróleo. Me respondió de muy mal modo, con franca grosería. Comenzó a recitar puntos de vista que debían ser de su hermano, a quien meses atrás, en el breve verano de nuestra amistad, consideraba como una rémora del pasado. No sé si lo sepa, en esa época se creó la comisión para intervenir los bienes del enemigo; fue presidida por don Luis Cabrera. Mi padre fue invitado a participar en ella. No aceptó porque su enfermedad, que todo el mundo conocía, se lo vedaba. Pero Eduviges me comentó esa abstención con una frase maligna que seguramente le pareció muy ingeniosa y que no hacía sino denotar la magnitud de su imbecilidad. Otra vez, me colgó el teléfono. Para entonces ya no nos llamábamos sino muy de vez en cuando y habíamos dejado de visitarnos. Se preguntará usted por qué entonces la invité a mi fiesta. La verdad, por poco grata, por ruin que resulte, es que la invité para ofenderla. Mostrarle mi mundo. Señalarle que me codeaba con los intelectuales y artistas del momento, con la gente que había vuelto del exilio y también con los nobles europeos, falsos o auténticos, que comenzaron a pulular por la ciudad a medida que se fue extendiendo la guerra en Europa. Los títulos la deslumbraban; le producían vértigo. Una fiesta que tenía como propósito arruinarle la noche a alguien debía por fuerza acabar mal. La violencia incita a la violencia, dicen. –Volvió a hacer intento de reír, pero se contuvo–. Pensaba yo exponer su incultura ante todo el mundo, convertirla en la chusca del Minerva, la tonta de México, el hazmerreír del momento; hacerle sentir, sobre todo, con quién pretendía medir sus fuerzas. El desastre no se hizo esperar y la única castigada resulté yo. Acababa de inaugurar unas semanas antes la galería con una recepción que nos salió muy lucida. No tenía por qué repetir el número en mi casa. Ya la idea de hacer algo para celebrar a la vez la exposición de Julio Escobedo y el regreso de mi hijo no era un acierto. ¿Qué podía importarle a Ricardo que en la fiesta que le ofrecía por volver a casa estuviera presente el ministro de Educación o el director del Museo Nacional? Debía haber sido otra fiesta, o ninguna. Total, ya las habría cuando de nuevo se ambientara en el país. Tampoco para Julio tenía sentido esa reunión, me imagino. Aquellos personajes ya habían estado en la galería. A la reunión de mi casa deberían llegar solo sus amigos más íntimos; así lo habíamos convenido, pero todo salió de otra manera. En el primer momento se habría podido pensar que aquello era una alegoría de la reconciliación del país. En esos días, con motivo de la guerra, se hablaba mucho de unidad nacional; la noche de marras, mi casa parecía la sede de su realización. Eso, a primera vista. ¡Meras apariencias! No ha habido fiesta más desastrosa. Para abrir boca, Ida Werfel fue golpeada por un enajenado. Luego el general Torner, convertido en protector de Matilde Arenal, quiso golpear a Julio porque creyó que agraviaba a la actriz en un cuadro... ¿La alcanzó usted a ver en alguna de sus últimas temporadas? No, por supuesto, no estaba usted en edad. No era nada mala, a pesar de ser poco inteligente. Cuando Torner se casó con ella no le permitió volver al teatro, ni siquiera en calidad de espectadora... Bueno, el general, que tenía fama de tranquilo, que afirmaba quererme como un padre, armó esa noche un escándalo de poca..., como dicen mis sobrinas. Quiso golpear a Julio. ¡Un horror!, y luego, la verdadera desgracia, los disparos, el muerto, mi hijo herido, gravísimo.

–Balmorán me dijo que lo acompañó a hacer una reclamación –pudo al fin intercalar Del Solar.

–¿Pedrito Balmorán? ¿Ya lo conoció? ¿Se dio cuenta, me imagino, que está loco? Hace mucho que vive en la irrealidad.

Miguel del Solar relató a grandes rasgos su visita. Hizo hincapié en la tesis de Balmorán de que la persecución había comenzado desde que se supo que tenía unos papeles sobre un cantante mexicano del siglo XIX, un castrado para más señas.

–¿No se le quita eso de la cabeza? ¿No se da cuenta el estúpido de que lo único que hace es seguir el juego de Eduviges? ¿A quién diablos podían importarle esos papeles? Es posible que se trate de una venganza, y se obstine en ocultar las causas. Que hubiese, por ejemplo, obtenido esos documentos de modo indebido y el auténtico propietario se presentara a recuperarlos y de paso decidido a llevarse otras cosas. Muy jalado de los pelos, de cualquier manera. ¿Por qué lo iba a acompañar Ricardo, si no lo conocía? ¿Y a qué bajó él esa noche? ¿Se lo dijo?

–Sí, algo dijo. Al parecer, Martínez, el agresor de Ida Werfel, le había transmitido algún tiempo atrás el interés de una tercera persona en comprarle los documentos sobre la vida del castrado. ¿Ve, usted? Cierto valor debían tener para alguien. Esa noche, Martínez le insinuó que sabía quién había asaltado su departamento, y se había llevado los papeles. Después de golpear a Ida Werfel, fue echado de su casa. Ahora bien, Balmorán dice que volvió a aparecer un rato después en el corredor para llamar a Pistauer. Entonces, posiblemente en copas, se animó a reclamarle. Quería saber quién había asaltado su estudio. Entre otras cosas se habían llevado la tesis con que estaba a punto de recibirse. Al salir tropezó con su hijo y le pidió que lo acompañara. Quería tener un testigo de su conversación con Martínez.

–No crea usted jamás ni la cuarta, ni la décima parte de lo que cuente Balmorán. Se lo advierto, es un mitómano irremediable. Nadie lo supera. Lo ha sido toda su vida. Con el tiempo seguramente ha construido esa versión y debe creerla a pie juntillas. En el hospital, Ricardo me dijo que Pistauer le pidió acompañarlo. Apenas hablaba español y quería que mí hijo le explicara al taxista cómo llegar a su casa. Se habían conocido esa noche, debían tener más o menos la misma edad. Cuando salieron a la calle, un coche apostado frente al edificio los recibió a balazos. Ricardo ni siquiera advirtió que Balmorán los había seguido. También él resultó herido, ¿se lo dijo? De ahí provienen sus deformidades y con toda seguridad su desequilibrio mental.

–¿No sería posible que el atentado fuera obra de la gente afectada por esa comisión recién formada, quienes temían la intervención de sus bienes? Tal vez querían hacerle a su padre una advertencia; de allí el ataque a su nieto.

–Miguel, no se deje seducir por melodramas. ¡No!, repito, ¡no!, si de algo estoy segura es que el atentado nada tuvo que ver con mi padre.

–¿Cómo puede estar tan segura?

–Por una sencilla razón: soy partidaria de los hechos. Para nadie era un misterio que mi padre estaba muy enfermo; pocas semanas antes se había visto a las puertas de la muerte. Se recuperó, por suerte, pero en esos días no se podía prever. Los diarios publicaron que por esa razón no había aceptado formar parte de la Junta de Intervención de los Bienes del Enemigo, como se llamó esa comisión. El licenciado Cabrera la presidió, ya se lo he dicho, y que yo sepa, nunca le balacearon a sus hijos ni a sus nietos... Mire, siempre es bueno hablar claro; los matones estaban a la espera de Pistauer, el hijastro de Arnulfo Briones. Uno de ellos bajó del coche a rematarlo. A Balmorán y a mi hijo les tocaron balas casuales, pues no era a ellos a quienes buscaban. Si lo que se proponían era poner nervioso a mi padre, ¿por qué entonces matar al hijastro de Briones, un hombre ligado de mucho tiempo atrás a los alemanes? Tenía, o había tenido negocios importantes con ellos. ¡Qué raro!, nunca me habló Balmorán de esa reaparición de Martínez para sacar a Pistauer del edificio.

–Posiblemente también ha fabricado esa versión y ahora la repite de manera mecánica –dijo Del Solar, fatigado por la intensidad que emanaba de Delfina desde el comienzo de la conversación.

–De su mitomanía no necesita hablarme, soy la primera en haberla sufrido; pero alguna vez podría decir la verdad –respondió con incoherencia, y luego preguntó–: ¿Qué le dijo exactamente?

–Repitió la descripción del episodio. La aparición de Martínez, la inmediata salida del austríaco. La petición de Balmorán al hijo de Delfina a que lo acompañara como testigo a la calle.

–¡Venga! ¡Vamos al jardín a cortar unas flores! –exclamó de pronto la anfitriona, como si estuviera harta de oír sandeces.

Caminaron hasta la hondonada al fondo del jardín. Bajaron al cauce de un arroyo. Ella llevaba unas tijeras de podar. No era posible afirmar que estaba nerviosa, pero sí distraída. Junto al arroyo se dejó caer en una banca, y le hizo señas de que hiciera lo mismo. Luego llamó a un muchacho que colocaba una piedras en una especie de dique casero, de represa primitiva, le entregó las tijeras, le dijo que cortara unas aves del paraíso, pero que antes fuera a la cocina y pidiera un par de whiskys.

–Yo tal vez prefiero un café –aventuró Del Solar.

–No creo que sea la hora estricta para empezar con la copa, pero con este calor uno se puede permitir alguna flexibilidad, ¿no le parece? –contestó Delfina. Luego, con el mismo aire adusto, reconcentrado, con una voz cuya sequedad le recordaba el final de su primer encuentro, continuó–: Tal vez el incidente nunca llegue a aclararse. A mi hijo le perforaron un pulmón, ya se lo he dicho; murió cuando apenas acababa de cumplir veintidós años. Nunca pudo restablecerse; ese par de años lo vivió como inválido. Por lo tanto se supone que debía ser yo la primera interesada en que los hechos se aclarasen, y que en caso de que el culpable o los culpables viviesen aún, se les castigara con todo el peso de la ley. Sin embargo no es así. ¿Para qué hurgar más en esto? Mi padre era de opinión que en política cuando se perdía una batalla lo mejor era echar tierra al pasado y emprender de inmediato nuevas cosas. ¡Ha corrido tanto tiempo! ¿Para qué remover estas historias, cuando de antemano se sabe que nada va a resultar?

–¿Lo juzga usted imposible?

–Usted también.

–No lo crea; mejor dicho no lo sé. Estoy tratando sencillamente de investigar una época. Como le dije en un principio, leí una serie de documentos que fueron el punto de partida de este nuevo trabajo; en aquel expediente sobre las actividades de agentes alemanes en México se aludía a crímenes que tuvieron lugar en el edificio donde usted vivía entonces. Me doy muy bien cuenta del elemento grotesco de esta parodia de investigación policíaca que realizo. Le ruego me disculpe. Cuando leí aquel legajo no encontré su nombre; tenía totalmente olvidado que su hijo era una de las víctimas. Pero si he de decirle la verdad, de haberlo sabido, también la habría importunado.

–Le agradezco que me lo diga. Pero ya se lo he dicho: en el caso de mi hijo se trató de un error –insistió de mal humor, como si le hablara a un niño empeñado en no emprender algo muy simple–. Los crímenes a que con toda seguridad se refiere ese expediente fueron el de Pistauer y el de Arnulfo, el hermano de Eduviges.

–¿También usted cree que lo asesinaron?

–Por supuesto. Y mire, estoy segura de que el caso debió quedar resuelto. Mi padre me dijo que no moviera un dedo. Las autoridades tenían todos los hilos en la mano. Si hubo culpables con seguridad fueron castigados.

–Culpables tuvo que haber por fuerza. Me acaba de decir que Pistauer y Arnulfo Briones fueron asesinados.

–Uno habla a veces por hablar... Pero bien, tiene razón. Hubo crímenes, hubo criminales; estos últimos fueron seguramente castigados en el momento debido. ¿Para qué tratar de investigar el caso treinta años después? No pretendo encubrir a nadie. ¡Nada más eso me faltaba! Solo quiero decirle que la situación era muy compleja. Se movían intereses muy intrincados. El mundo en que Briones se movía era decididamente tenebroso, esa gente andaba como loca; en la desesperación eran capaces de cualquier cosa. Me considero una persona capaz de actuar con sangre fría. Pocas cosas me sacan de quicio, quiero decir, me alteran. –Respiró profundamente, le brillaron los ojos. Parecía buscar las palabras para hacerle una confidencia, pero se detuvo a tiempo–: Sí, sí, se movían varias corrientes, algunas muy turbias. Ese tal Martínez, al que aludió usted, trabajaba al servicio de su tío.

–¿De quién?

–Trabajaba con Arnulfo Briones.

–Briones no era tío mío. Eduviges sí, aunque el parentesco es solo político. Su marido era primo de mi madre.

Delfina soltó otra de sus habituales carcajadas; un graznido breve y seco.

–Celebro que le irrite ese parentesco. Y mire que yo soy de manga muy ancha. Pero hablábamos de Martínez, ¿no es cierto? También yo lo conocí. Le dio por llegar a la galería, con la encomienda, según decía, de alguien muy importante que por el momento prefería permanecer a la sombra, de elegir un cuadro para regalárselo a otro personajazo a quien tampoco podía mencionar. No estaba autorizado para hacerlo, afirmaba. No tuve el menor interés en preguntarle nada, lo que al parecer lo desconcertó. Es posible que pensara que con tantas ínfulas y tanto misterio iba a darle un trato preferencial, a bailar la música que me tocara; en fin, no sé qué esperaba de mí. Pude darme cuenta a los pocos minutos de que no tenía idea de lo que era pintura; lo que menos le interesaba era ver los cuadros que había comenzado a mostrarle. Me hizo una que otra pregunta personal bastante absurda. Por un momento llegué a sospechar que aquel hombrecillo espeluznante pretendía enamorarme. Agitaba los brazos de un modo incoherente al hablar. Era una porquería. Durante unos minutos parecía incapaz de sostener la mirada; en otros, la fijaba en los ojos del interlocutor, como si deseara hipnotizarlo. Mire, Miguel, me tocó en suerte tener un padre que un día era ministro y al día siguiente debía hacer las maletas y salir al exilio, y viceversa. No olvide que me crié en épocas muy agitadas. Convivir desde niña con aquel medio me agudizó, lo quisiera yo o no, un sexto sentido. A los cinco minutos de tratar con aquel mamarracho estaba segura de que me encontraba frente a un tipo peligroso, con toda seguridad al servicio de alguien. Hay un cierto tipo de hombres que son incapaces de actuar por cuenta propia. Él era de ésos. Le dije a una empleada que atendiera al cliente, me despedí con la mayor naturalidad y me encerré en mi despacho. Le ordené a mi secretaria que no me interrumpiera esa mañana por ningún motivo. Pero Martínez era una sanguijuela. Volvió dos o tres veces, tal vez más. Se hizo amigo de las muchachas que trabajaban conmigo. Comencé a tropezar con él también en el edificio donde vivía, el Minerva, ya lo sabe usted. Siempre era lo mismo, quería hacerme conversación y yo lo esquivaba, tal vez con un poco más de altanería de lo normal, para hacerle sentir que no éramos del mismo medio, y demostrarle que no le tenía ningún temor. Le pedí a mi chófer, un hombre de toda la confianza de mi hermano Andrés, que lo observara. Supe que trabajaba con Briones, que visitaba a las Werfel, a Balmorán, a la portera, que pasaba parte de su tiempo en el apartamento de Eduviges, donde Arnulfo tenía su despacho. Traté de prevenir a Ida, quien se negó a entenderme, empeñada en considerarlo como un latino de fuego enloquecido por sus blancas pechugas. Ya usted conoce el resultado. Hubo que sacarlo de la fiesta cuando la emprendió a golpes con ella. Imagínese mi sorpresa al verlo sentado campechanamente en mi sala. Nadie lo había invitado. ¡Jamás se me hubiera ocurrido! Se presentó cuando ya había gente en la casa. No podía permitirme una escena, de otro modo lo habría mandado echar desde un comienzo. Ya usted advertirá la atmósfera que reinaba en el edificio hacia noviembre del 42, con ese tipo de gentuza mezclada siempre con nosotros.

Les habían llevado el whisky. Delfina ordenó unos antojitos y café. Nunca preguntaba, por lo visto, lo que deseaban los demás. Se había quedado en silencio, como perdida en sus recuerdos. Sacó de su bolso una revista de arte y se la tendió abierta en una página que reproducía fotos de pintura reciente. Mientras Del Solar leía distraídamente, la anfitriona con su copa en la mano fue a conversar con el jardinero. Los vio caminar por un sendero al borde del arroyo, gesticular, señalar unas trepadoras de mínimas flores amarillas, desaparecer, y después de un rato volver sola a la banca, sin que se le moviera ni un cabello, ni arrugado la falda, ni alterado el maquillaje. Conocía el secreto de ser impecable. Caminó hacia él con aire muy serio. Una severidad tribunalicia contrastante con la rica coloración del jardín. Pareció sorprenderse por la rapidez con que habían colocado frente a él un plato con taquitos, unas tazas y la cafetera. Mientras le servía, volvió a tomar la palabra:

–Usted es historiador, no novelista, por eso puedo hablar de temas que no suelo airear. Sé con quién puedo hablar. Como verá –dijo con su sonrisa más pulcra– no he perdido mi sexto sentido. Detesto hablar de mis tragedias personales, pero debo decirle que la muerte de Ricardo, mi hijo, fue el golpe más duro que he sufrido en la vida; poco después, sobrevino la de mi padre. De ambas me siento culpable; por supuesto, no de haberlas causado. Son las dos personas a quienes más he querido, las únicas si a eso vamos. Fueron en realidad los hombres de mi vida, y a ambos les fallé.

Del Solar escuchó el relato de Delfina enunciado con una voz neutra, como si la emoción, en caso de existir, se mantuviera siempre en el fondo, rezagada, a pesar de ciertos énfasis producidos más bien por la adjetivación.

Había sido la única mujer entre cinco hermanos. La menor. Sus padres y hermanos la quisieron con locura. Eso la hizo sentir siempre muy poderosa, pero a la vez ceñida por un marco de hierro. Nunca podía salir sola; le supervisaban los amigos, los lugares, los horarios. A la salida del cine, del teatro, de una fiesta, había un coche y un chófer esperándola. Por eso, antes de cumplir veinte años ya estaba casada. Y a la semana ya se había arrepentido. Cristóbal Rubio, el varón elegido, resultó un auténtico patán. La tenía más encerrada que de soltera, la trataba mal, hasta los libros le racionaba; leyó sus diarios, y se los comentó entre carcajadas y bromas procaces. La embarazó casi de inmediato. La veía como un negocio, una buena inversión, y no lo disimulaba. Era tal vez lo que más la ofendía; que su cuerpo constituyera para aquel hombre una especie de labor redituable. A los tres meses no pudo más y habló con sus padres. Quería volver a casa. Cristóbal insistió en vivir con ella. Le dieron un cuarto al fondo, donde en otro tiempo quedaban las cocheras, un cuarto casi de servicio que aceptó sin la menor dignidad. No volvieron a tener relaciones. Al nacer el niño lo registraron y se separaron. Su padre y sus hermanos se encargaron del divorcio, y ella entretanto se fue a vivir a Nueva York, donde el marido de su prima Rosa había instalado sus negocios. Pasó con ellos casi dos años. Rosa tenía en aquel entonces un hijo de nueve o diez años, Gabriel. Ella volvió a interesarse de nuevo en el estudio; hacía una vida muy intensa, teatro, música, galerías, fiestas de muy diversos tipos, lo que había esperado cuando decidió casarse, la conquista de un espacio donde ampliar su personalidad, no el descenso a la tumba. Regresó a México en 1926. Poco después, su padre rompió con Calles y ella lo acompañó al exilio. Pasó siete años en Europa. Al volver se instaló en una casa propiedad de su madre en la colonia San Rafael. En 1934 una divorciada que viviera sola tenía siempre a su derredor una aureola de escándalo. Se arriesgó. Fue amiga de todo el mundo que de verdad valiera la pena. No tuvo que esforzarse demasiado para ser una de las mujeres con más estilo en la ciudad. Decirlo le producía una evidente voluptuosidad. Poco tiempo después murió su madre y su padre comenzó a decaer. Se le presentó un padecimiento de riñones muy doloroso. Hizo luego un viaje de trabajo a Chiapas y a Guatemala del que volvió con una micosis muy rebelde, los médicos detectaron unos hongos microscópicos bajo el cuero cabelludo. En principio aquello parecía muy fácil de curar y no daba sino leves molestias, pero acabó por transformarse en un mal pernicioso, logrando filtrarse en todo su organismo. Cuando la enfermedad comenzaba, el doctor Muñoz, su médico, le recomendó una clínica inglesa especializada en enfermedades tropicales. Volvieron a embarcarse; los dos solos por primera vez, lo que había sido el sueño de su niñez y adolescencia, y comenzó a llamarlo «licenciado», igual que su madre. En Londres se internó de inmediato en la clínica, donde ella lo visitaba a diario. En una cena de la embajada volvió a tropezar con Cristóbal Rubio, el padre de su hijo, a quien apenas recordaba. Nunca acabaría de comprender, dijo, qué locura se apoderó de ella. De soltera, cuando con entera frialdad lo eligió por marido, había sentido por él una atracción más bien epidérmica. Era bien parecido, vestía bien, sabía hablar; eso era todo. Pero la noche del encuentro en Londres llegó trastornada a su hotel. Una vez fueron al teatro y otra más a bailar; no había pasado una semana cuando le propuso hacer un viaje rápido a Venecia. Ella se había enamorado; fue incapaz de decir que no. Inventó mil mentiras para separarse unos días de su padre. Le dijo que unas antiguas compañeras de colegio se reunirían en Italia. El licenciado no dijo nada, jamás le hizo el menor reproche, ni aludió a esos días en que Delfina lo dejó solo en un hospital. Lo único que le pidió es que no lo llamara «licenciado», igual que su madre, porque lo entristecía. Volvió de ese viaje hecha trizas. En París, Cristóbal se vengó de lo que llamaba las vejaciones que una docena de años atrás ella y sus familiares le habían infligido. No escatimó ninguna humillación. No llegó a ver Venecia; decidió interrumpir el viaje y volvió de inmediato, más perturbada aún, al lado de su padre. Le dijo que había abreviado el paseo porque no podía resistir la idea de dejarlo en manos mercenarias. Él no comentó nada, pero la relación no volvió a ser la misma. Murió poco después que su hijo Ricardo. Al regresar a México se veían a menudo. Ella comía en casa de su padre una o dos veces por semana; él, en cambio, dejó de visitarla y solo lo hizo después del atentado contra Ricardo; se disculpaba siempre, hacía alusión a sus males; frecuentaba, en cambio, casa de sus hermanos. Le prometió ir a la inauguración de la galería, aunque fuera por unos minutos. Pero a última hora la llamó para excusarse. Su salud se lo impedía.

Delfina escanciaba las palabras con corrección, sin prisa ni alteraciones. Parecía leer una historia ajena. Sin embargo, Del Solar creyó percibir una corriente real de emoción. Una corriente que no intentaba desembocar en ninguna parte, no deseaba establecer comunicación, y prefería, como todo en ella, almacenarse, macerarse.

–¿Se enteró con quién y dónde pasó usted ese par de días? –preguntó Del Solar, como si saliera de un trance hipnótico.

–¡La mayor estupidez que he cometido en la vida! –comentó Delfina, sin responder a su pregunta–. Mi fuga a París. ¡Un par de días con consecuencias fatales! Aún ahora siento que no he acabado de pagarlo. Cuando regresamos a México, Ricardo tenía ya cerca de catorce años. Estaba en plena adolescencia. Conocí entonces a un colombiano y comencé a jugar con la idea de casarme con él. Había vivido mucho tiempo sola, comenzaba a aburrirme. Pero Ricardo estaba en la peor edad para comprender ciertas cosas. Lo habíamos mimado en exceso, yo desde luego, pero también mis padres, mis hermanos, su nana. Vivía demasiado pegado a mis faldas, me parecía que no desarrollaba su individualidad como era debido, empezó a encelarse, a hacerme escenas de violencia. Hacía poco habíamos vivido una tragedia familiar que aún hoy recuerdo con espanto. Rosa, la sobrina de mi madre, con quién viví en Nueva York después de divorciarme, acababa de morir. La manera en que Gabriel y Rosa se devoraron uno a otra, me produce aún escalofríos. Desde que enviudó, la pobre no logró hacer sino tonterías. Le había quedado mucho dinero y decidió instalarse en México. A los tres o cuatro años de estar aquí le salió un pretendiente. Gabrielito, el muchacho, se puso como loco. La espiaba, le hacía toda clase de chantajes, le decía cosas horribles y luego, cuando Rosa rompía a llorar, se tiraba a sus pies en plena histeria. Llegó a intentar un suicidio. El pretendiente se hartó, peleó con mi prima y al fin deshicieron el compromiso. Rosa fue a contarme la noticia con un aire radiante. Comprendía que el matrimonio hubiera resultado imposible. Ella no quería casarse, me dijo, había dejado que las cosas marcharan solo por inercia, un poco por darle a Gabrielito un padre, lo que él había demostrado no necesitar. La eliminación de la boda, afirmaba casi a gritos, la hacía sentir libre, feliz. Yo no me quedé tan convencida. Había una fiebre excesiva en sus palabras; los ojos le brillaban demasiado; gesticulaba con una desmesura próxima al circo. Al rato pasó a recogerla Gabriel. Él sí mostraba una felicidad auténtica. Soberbio y modesto al mismo tiempo, sin enorgullecerse demasiado de su triunfo, pero tampoco sin ocultar la dicha que le proporcionaba. Habían decidido cambiar de aires, hacer un viaje a Europa. Se embarcarían dentro de unos cuantos días en Veracruz, rumbo a Cherburgo. Se merecían ese viaje, decía Rosa; ambos tenían los nervios muy gastados. Luego, en los años siguientes, los vio realmente poco. Volvieron dos o tres veces, trasformados en una pareja aterradora. Rosa era un esqueleto; decían que se inyectaba morfina. Unas inmensas ojeras verduzcas la convertían casi en una caricatura; una muñeca trágica, movida por un mecanismo de cuerda, tan maquinales y sonambúlicos eran sus ademanes. No hacía sino hablar de su hijo, de lo feliz que había sido con él, del futuro maravilloso que les esperaba, de su inteligencia y sensibilidad, de lo feliz, volvía a repetir una y otra vez, que había sido en los años pasados en el extranjero. Se oyó un tango en la radio; Rosa se levantó, subió el volumen y comenzó a bailar sola; se doblaba de espaldas, parecía estar a punto de desgajarse, luego se erguía, daba unos pasos muy largos y era un puro espejo de la demencia. Al final del tango me dirigí a la radio y la apagué. Volvió a sentarse a mi lado y siguió hablándome de su hijo. Gabriel la había hecho disfrutar en Venecia, donde por lo general residían. Gracias a Gabrielito sabía apreciar los Giorgione, los Crivelli y los Tiziano. Gracias a Gabrielito había aprendido a amar por encima de todas las cosas la música barroca de los venecianos y también la de Stravinksy, a quien a menudo encontraban en sus paseos. Gabriel se comportaba con su habitual modestia. Oía a su madre con una especie de veneración, aunque a cada momento le pedía que hablara de ella y no de él. Pero cuando el hijo no estaba presente, Rosa solo podía hablar de sus amantes. Tal vez ficticios, inexistentes, ¡quién podía saberlo! Gigolós italianos con quienes decía pasar días enteros bailando tangos, muchachos alemanes que le habían hecho conocer los placeres más ásperos; negros del Sudán que lamían, como panteras, su cuerpo antes de devorarlo. Con el tiempo sus monólogos se volvieron cada vez más procaces, sorprendentes, intolerables, Hacía de pronto una pausa, se levantaba, ponía en el tocadiscos un fox-trot y comenzaba a bailarlo, siempre sola, la mano izquierda tendida hacia arriba y la derecha contraída sobre el vientre. Volvía a sentarse, continuaba hablando de líquidos viscosos derramados sobre sus muslos, describía sus verdaderos descubrimientos en México, como los llamaba, o sea sus encuentros con chóferes, soldados, porteros, albañiles, con una descompostura verbal cada vez más alarmante. Una mañana mi sobrino me llamó por teléfono para avisarme que su madre se había puesto muy mal, que el médico opinaba que era el final. Volé a su casa. El chico estaba demudado. A pesar de ser el culpable de todas las manías de Rosa, yo le tenía cariño. Parecía la imagen de la inocencia, del desamparo, y hasta de la salud frente al derrumbe de mi prima. Apenas podía hablar. Rosa, en efecto, estaba en las últimas. Había despertado sin reconocer a nadie; el doctor me repitió que no había nada que hacer. Cuando entré al dormitorio, ella medio se incorporó en la cama: una vieja macilenta y descarnada de mirada terrible. Buscó a su hijo y cuando sus ojos lo encontraron comenzó a insultarlo, a maldecirlo. Fue un momento horroroso. Gabriel la oía sin moverse, sin hablar, cegado por la revelación de aquel odio feroz, animal, por su inconcebible magnitud. Le decía las frases más soeces, las más repugnantes, cosas que jamás podré repetir. Murió con la maldición en la boca. Ha sido la peor escena que me ha tocado presenciar. Llevé a Gabriel a casa de mi hermano Bernardo, el arqueólogo. Allí pasó unos cuantos días en estado casi de inconsciencia. Luego regresó a Italia. Supimos poco de él, y casi siempre cosas feas. Se había propuesto morir, me imagino, aunque tardó varios años en lograrlo. Por eso cuando comencé a salir con mi galán colombiano y advertí las rabietas en que se entretenía Ricardo decidí cortar por lo sano. Me aterraba que volviera a repetirse la historia. Yo no era Rosa, por supuesto, pero de cualquier modo quise tomar mis providencias. Lo mandé a estudiar a California. Nos veíamos una y hasta dos veces por año. Me casé y el matrimonio no duró, pero por causas distintas a la relación con mi hijo. Ricardo fue un niño y luego un muchacho magnífico. Mi padre lo adoraba. Yo viajaba a verlo, y él venía en sus vacaciones a visitarnos. En 1942, cuando volvió definitivamente, estaba por cumplir veinte años. ¡Definitivamente! Quería ser arquitecto. Tendría ahora cincuenta años. ¡Qué horror! No logro imaginármelo a esa edad, me produce vértigo. ¡Pensar que aquel joven radiante habría comenzado a envejecer! La sola idea me parece monstruosa. Aún no me he repuesto, a veces me parece que ya no voy a lograrlo –dijo de pronto con violencia–. ¿Qué ganaría con saber quién le disparó un balazo? El porqué, eso lo sé, ya se lo he dicho: fue un accidente. Las estupideces del azar. Un castigo, me digo, a veces, por haberle fallado a mi padre cuando estaba enfermo, por abandonarlo en un hospital en tierra extraña. Un castigo por mandar a mi hijo al extranjero y separarlo de mí cuando más debía necesitarme, todo para que pudiera amar a mis anchas a un colombiano de ojos de esmeralda, que a fin de cuentas ni siquiera resultó ser mi tipo. Ya le digo, lo hice por su bien; no quería repetir, aunque fuese en otro nivel, el caso de mi prima y de Gabriel. Ricardo era muy sensible, podía apegarse demasiado a mí. Mi seguridad podía haber acabado con la suya.

Se presentó un mozo a avisarles que habían comenzado a llegar los invitados. Delfina salió de su trance. Se levantaron, subieron la cuesta y se dirigieron hacia la casa. La terraza comenzó a poblarse. Allí estaban ya Malú, la inevitable cuñada de Delfina, sus dos sobrinas, los Vélez, Julio y Ruth Escobedo, y más, mucha más gente. La anfitriona comenzó a circular, a dar a besar sus mejillas escuetas, a conversar con las visitas, a mostrarles las nuevas plantas.

Llegó la comida y pasó. Miguel del Solar hubiera querido hablar con Escobedo y con su mujer, pero estuvieron sentados en mesas distantes y se retiraron antes de que los demás terminaran de comer. Al cabo de un rato se retiró a su habitación. Leyó durante varias horas, un libro de Dickens, Nuestro amigo común, que tomó de una estantería de la sala. Pensó en Ida Werfel, en los comentarios que le oyó repetir a Emma, su hija, sobre La huerta de Juan Fernández, una obra de Tirso de Molina, donde nadie era quien decía ser, donde los personajes se desdoblaban sin cesar y adoptaban las máscaras más absurdas como si fuera el único modo de convivir con los demás. Lo mismo ocurría en la novela de Dickens. La misma suplantación de personalidades, los nombres falsos, las biografías ficticias. Recuerda la primera vez que comió en casa de Delfina; habló ella de su libro en torno a la escisión de personalidad en la novela victoriana. Es decir, el ocultamiento, la máscara, la confusión de la verdadera identidad. ¿Por qué surgía siempre esa nota? ¿Hacia dónde apuntaba? ¿Quién simulaba ser quien no era? Tocaron a la puerta para decirle que estaban por servir la cena. En la cocina no encontró sino a Malú Uribe y a Rosario, la sobrina de Delfina; el resto de los invitados se había marchado. Delfina, le dijeron, se había acostado, estaba cansada y con jaqueca. El apenas habló; también estaba cansado y las dos mujeres discutían sobre un asunto de impuestos que nunca llegó a entender, ni se interesó en hacerlo.

Volvió a su cuarto. Siguió leyendo a Dickens y luego durmió unas cuantas horas. Le había dicho a Delfina que regresaría a México por la mañana. Quería comer y pasar la tarde de ese domingo con sus hijos. Quería también hacerle aún varias preguntas a Delfina. En realidad, todas. El administrador del Minerva había aludido a una anciana alemana que subsistía en forma vegetativa en un departamento del último piso. Alguien tal vez del grupo de alemanes refugiados en México. Quizás testigo de las luchas subterráneas que tuvieron como escenario el edificio. Cuando esa mañana, antes de despedirse, del Solar quiso hablar con Delfina, ésta le pareció de acero. Se hizo repetir dos veces la primera pregunta con aire de no comprenderla; luego le respondió con una sonrisa desabrida.

–¿Cómo puedo saber quién vive en un edificio donde no he puesto los pies desde hace cerca de treinta años? Ya se lo he dicho, yo sé muy poco, nada, de lo que pasaba allí. Lo único que puedo decirle es que algunas personas se dedicaron a hacer irrespirable el aire. Usted, Miguel, y debe perdonarme que se lo diga, se ha equivocado de interlocutor. Soy, si le parece, una mujer excesivamente limitada, me ocupo de muy pocas cosas, de mi galería, de mis pintores, de la salud y felicidad de un grupo reducido de amigos y familiares. Todo lo demás me tiene sin cuidado. Hable usted con Eduviges; ella siempre ha estado en todo, le dirá quién es quién, quién vive en qué casa, quién trabaja en qué oficina. Yo me ocupo de otros asuntos.

Miguel del Solar regresó a la ciudad de México. Mientras conducía su automóvil recordó el aire de retraimiento de Delfina, esa especie de egoísmo físico, de rechazo a la entrega, que emanaba de su cuerpo, y se preguntó por qué lo habría invitado a pasar el fin de semana en Cuernavaca. Fuera de las dos mujeres de su familia, solo él había gozado de tal privilegio. ¿Para hablarle exclusivamente de su vida personal? ¿Para demostrar que detrás de ese exterior adusto y ascético había latido una vez la sangre y se habían albergado y enconado las pasiones? El padre, un par de maridos insignificantes que parecían fichas intercambiables en su biografía, los amigos, un hijo. ¿Por qué parecía saberlo todo y negarse a decir cualquier cosa que pudiera arrojar luz sobre lo ocurrido en su casa una noche de treinta años atrás? ¿Por qué le gustaría que abandonara las averiguaciones?

Esa hermosa mañana de primavera le resultaba más que evidente la pérdida de tiempo y aún de rumbo en su obstinación por aclarar el asunto del Minerva. Lo atrapaban las ramas, le escamoteaban el bosque.

Solo de algo estaba seguro. Ese día, al llegar a México escribiría a Inglaterra, le comunicaría a la Universidad su decisión de no volver. Rescindiría el contrato, pues había decidido quedarse a trabajar en su país, y dos horas más tarde, ya frente a la fachada de su casa, se le ocurrió que Delfina había actuado de un modo más que maquiavélico, que era falso que tratara de hacerle perder el interés en el asunto del Minerva; con su manera elusiva y los varios coscorrones que le había propinado solo había conseguido avivar su curiosidad. Sus palabras estaban dirigidas a orientarlo hacia ciertas pistas, devolverlo, sobre todo, al cauce familiar, obligarlo a interrogar a Eduviges.