–Vivimos en un período de transición; que esto quede entre nosotros, pero que quede claro. Si mi tía Eduviges toma la ofensiva, lleva las de perder. El momento puede ser abominable, no voy a negarlo, no del todo. Pero tampoco es necesario exagerar. Antonio, y tú me vas a perdonar, Chatita –dijo, guiñándole un ojo a Amparo–, no es santo. Hay que procurar actuar con la mente al desnudo, sin ilusiones innecesarias; de otro modo está uno perdido.
Miguel del Solar conocía a Derny desde la niñez. Era el sobrino preferido de todos sus tíos. Entre ambos no había ningún parentesco. Un hombre próximo a la cincuentena. Una loción amarga que olía muy bien. Una chaqueta a pequeños cuadro grises y verdes de lana jaspeada, y pantalones de un verde opaco muy desvaído. Viéndolo bien, entre ellos la diferencia de edades no era mayor de diez años. Del Solar tenía nueve cuando llegó a vivir a casa de sus tíos, y Derny había comenzado, o estaba por comenzar sus estudios universitarios en la Libre de Derecho; lo que en aquel período creaba una diferencia de edad abismal. Hacía tiempo que no se veían. Alguna vez lo vio muy de paso, de visita en casa de familiares comunes. Otras, en reuniones de amigos escritores, políticos, profesores de filosofía, en cuyas casas su presencia le resultaba siempre inexplicable.
Del Solar se había estado tratando de comunicar con su tía Eduviges sin lograrlo. Era casi imposible hacerla tomar el teléfono, y cuando lo hacía no hablaba de nada que no fueran sus tribulaciones. Antonio había desaparecido, se había convertido en un prófugo de la ley hasta que su situación no se aclarase. Las autoridades la molestaban con avalúos, presentaciones de cuentas y documentos incomprensibles. El desprestigio. La vanidad herida. No salía de casa. Temía encontrar amigas, antiguas y recientes, y verse en la necesidad de ofrecer explicaciones, o bien de soportar esa especie de pésame gozoso con que algunas la recibían. Quedarse en casa la intranquilizaba. Lo hacía porque no le quedaba otro remedio. Pero en los últimos años se había acostumbrado a salir, a estar en todas partes. Cuando semanas atrás la visitó y tuvo una conversación sobre los acontecimientos ocurridos en 1942 en el Minerva, Del Solar se hallaba por completo perdido. Caminaba a tientas por una tierra desconocida. Después de entrevistarse con varios de los principales personajes de aquel drama, el diálogo, cuando se produjera, tendría que ser diferente. Pero ella posponía siempre el encuentro. A veces, al hablar con su prima Amparo, volvía a sentir la calidad de otras épocas. Del Solar llegó a olvidar la aspereza con que le respondió al teléfono poco antes. Amparo había sido su primer amor. El amor de los nueve años. Amparo le hacía por teléfono relaciones muy detalladas de sus asuntos domésticos, del estado de ánimo y la condición nerviosa de su madre, lo que en verdad no le interesaba. Aparte de su prima no sentía cariño por nadie en aquella casa.
Amparo había sido para su madre una especie de excrecencia no siempre tolerable. Era un par de años mayor que Antonio. Tenía una mano ligeramente deforme, más pequeña que la otra, lo que no le impedía tocar el piano con cierta gracia. Solo varios días después de vivir en casa de sus tíos descubrió él esa peculiaridad de la niña, y eso debido a su tía. Ya de niña tenía un arte especial para ocultar aquel defecto, enredar el brazo en una bufanda, por ejemplo; tener la mano en actitud casual en el bolsillo. Por las tardes la oía durante un buen rato ejecutar sus lecciones de piano, allí donde parecería imposible ocultar su deformación física, pero ella creaba una especie de penumbra en la sala y lo hacía sentarse en un lugar desde el cual no pudiera ver bien el teclado. Recuerda el día que al fin vio la manita de Amparo. Su tía Eduviges, en una racha de malhumor, aludió a ese defecto, y no satisfecha le arrancó el pañuelo con que se envolvía la mano. Del Solar sintió casi vértigo, como si la deformación de la mano de su prima hubiera ocurrido en ese mismo instante ante sus ojos.
Al regresar a México, para hacer sus estudios universitarios, nueve o diez años después, se volvieron a frecuentar. Iban juntos a fiestas, se movían entre amigos comunes, los domingos oían conciertos. En aquella época la animó a estudiar historia, y estuvo a punto de lograr que se inscribiera con él en la Universidad. No lo permitió su tía.
Al casarse, los encuentros con esa parte de su familia se redujeron de manera radical. Trataban grupos diferentes. Cecilia, por ejemplo, no pudo tolerar nunca a Eduviges ni a sus hijos. Las pocas veces que él vio entonces a Amparo, siempre casuales, la encontró desagradable, llena de pretensiones, de absurdos amaneramientos verbales, de una nostalgia por grandezas perdidas. Ramplona, tiesa, ridícula, ñoña. Cecilia había tenido razón al no querer tratarla. Pero parecía que algo había madurado en ella en los últimos tiempos. Quizás el golpe familiar, el enjuiciamiento público de su hermano, la hacía más dúctil y natural. Cecilia sostenía en un tiempo que tanto Amparo como su tía se habían hecho a la idea de un matrimonio entre primos, y que su boda había dado fin a esas expectativas en las que Del Solar no había reparado. Tal vez a eso se debía el tono desagradable que había revestido, en cierto momento, su trato.
Normalizadas las relaciones, ella comenzó a llamarlo. Le dijo que su madre había salido de México para reponerse, para comenzar a acostumbrarse a la nueva situación y poder hacerle frente. Se había sentido durante varios años ama del mundo y el golpe la había casi desquiciado. Una amiga de otros tiempos, Lola Palacios, con quien se había peleado porque Antonio no le había arreglado, como ella esperaba, un pleito perdido desde hacía muchos años, la llamaba por teléfono a todas horas, día y noche, a veces, con su auténtica voz, otras fingiéndola, para insultarla, hacerle bromas groseras, estallar en ofensivas carcajadas, y referirse con adjetivos soeces a las acusaciones que pesaban sobre Antonio. Estaba en una finca en los alrededores de Puebla. Con toda seguridad pasaría los días leyendo y comiendo. Haría algunos paseos en coche, pues, con su peso, caminar le resultaba fatigoso. Lo importante por el momento era tranquilizarla. Al volver se encontraría con un nuevo número de teléfono que disminuiría las fantasmales llamadas que tanto la angustiaban.
Su madre le dijo un día que había pasado Amparo a visitarlos. Quería conocer a los niños y le habían encantado. También ellos habían estado muy simpáticos. Le había pedido comunicarse con ella. Al hablarle esa noche, le transmitió la invitación para comer el domingo siguiente en casa de Derny Goenaga, ¿Se acordaba de él? Iba mucho a su casa cuando ellos eran chicos. Era dueño de una empresa de publicidad que él mismo dirigía. Los domingos, él y su mujer se quedaban en casa y recibían amigos a comer.
Y por eso estaba allí ese día, oyendo a Derny, quien les obsequiaba cápsulas de sabiduría política. Recordó que en una ocasión, hacía varios años, al hablar con su madre de una escala que había hecho en Chicago al regresar de Inglaterra con el propósito de dar unas conferencias en Notre Dame, una universidad relativamente cercana, su madre le comentó que en ese mismo lugar había hecho sus estudios Derny Goenaga, y no escatimó elogios a la carrera brillante que había emprendido, a la fortuna que había redondeado en unos cuantos años, a la manera inteligente de administrarla, a su don de gentes, etc. Ese tipo de comentarios que le hacían siempre sentir que para ella la publicación de sus libros, sus conferencias, su doctorado, la conquista de un prestigio académico no valían demasiado la pena. Al no hacer fortuna seguía teniendo un pie clavado en los umbrales del fracaso.
La casa de Derny correspondía a su fortuna. Todo combinaba bien, muebles coloniales, pintura antigua y contemporánea. El acento puesto sutilmente, sin pompa, en la antigüedad, como para indicar que uno no podía permitirse desconocer lo nuevo, que los moradores de esa casa sabían apreciarlo y hacerle justicia, pero que allí, de cualquier modo, su función era de mero acompañamiento, accesoria a las viejas tallas virreinales que coincidían con la instalación de la familia en el país.
Derny lo recibió con un abrazo fraternal y una sonrisa muy amplia que le sorprendieron un poco, pues no recordaba que hubieran sido especialmente amigos nunca. Y Eloísa, su mujer, le dio un beso en la mejilla. Se trataba de una reunión de familia. El matrimonio, Arturo, un hijo de veintitantos años; su novia; un primo de Eloísa, y una mujer joven, viuda también de algún otro familiar, y ello dos, Amparo y Miguel. Una conversación amable desde el primer momento, distendida, a pesar de la evidente tendencia de Derny a hacerse oír por sus invitados y sobre todo de oírse a sí mismo. A momentos el tono tendía a lo pontifical.
Del Solar comentó que hacía mucho no se veían. Desde antes de que Derny se marchara a Notre Dame. Derny lo miró de un modo especial, y Miguel pensó que le sorprendía lo bien que recordaba sus circunstancias biográficas.
–Miento –se corrigió–, nos volvimos a ver a tu regreso, el día en que se recibió el chato Herrera Robles. Sí, ¿recuerdas?; acababas de llegar. Si no recuerdo mal, la fiesta tuvo lugar en un caserón inmenso en las calles de Durango.
–Exactamente. En casa de su abuelo, don Pablo Robles. ¿Quién te dijo que venía yo de regreso de Estados Unidos?
–Me imagino que tú; sería lo lógico. O Amparo; o mi tía Eduviges. En fin, alguien de la familia. Debes de haber sido tú, esa misma noche.
Derny le puso una copa en la mano, y lo tomó del brazo. Lo condujo hasta un extremo del salón donde sobre una mesa de cristal se elevaba una bella escultura de bronce.
–La compré el año pasado. Es mi última adquisición –dijo con voz más bien casual–. He adquirido después otras cosillas, pero ninguna como ésta. La vi y me quedé maravillado. Había salido de la galería, y caminado ya más de una cuadra cuando me di cuenta de que tenía que volver, que no podía concebir la vida sin esta pieza. Estos bronces de Benín no tienen límite en lo que se refiere a expresividad. ¿Te gusta éste?
–¡Muchísimo! Vi unos cuantos en Londres, y otros en Viena.
Hace dos años fui a...
–Mira –lo interrumpió Derny casi con grosería–, yo tengo que viajar a menudo a Nueva York por razones de trabajo. Aprovecho la oportunidad para ver galerías y a veces me traigo alguna cosita. Cuando joven pasaba horas enteras, días, metido en el Art Center de Chicago. No había lugar mejor para pasar los domingos de invierno. Chicago me quedaba a una hora del colegio. No estudié en Notre Dame; no sé dónde generó esa confusión. Tal vez un error de Amparo al informarte. A las mujeres, como decía mi padre, una cosa y otra cosa suele parecerles siempre la misma cosa. Estuve en un college, también de jesuitas, no lejos de Chicago. De ahí el error. Éramos varios mexicanos. Para hablar en plata, el nivel académico era el mismo, Los jesuitas, donde los pongas, son los jesuitas. Ahora que un college, tú lo sabes, no tiene nunca el prestigio social que una universidad. Si me permites que te diga algo, lo que realmente se paga en Notre Dame es el prestigio. El hecho, por ejemplo, de que tenga un equipo deportivo famoso.
Y cambió la conversación para hablar de los bronces de Benín, que había visto en México, cuatro años atrás, en 1968, durante la Olimpíada. Se volvieron a reunir con los demás, y durante un buen rato la conversación giró en torno a exposiciones y conciertos, películas. A Del Solar le impresionó el grado de información que todos manejaban en materia de exposiciones y espectáculos. Le preguntaron por espectáculos y exposiciones que habían tenido lugar en Londres, que él no había podido ver durante su estancia en Inglaterra y ellos sí, en Londres, o en algún itinerario que podía incluir Nueva York, París, el mismo México. Todos eran muy viajados, muy cultivados, muy elegantes. Estaban viviendo, corroboró Derny, un período no irreversible, es decir, meramente transitorio.
–... lo mal que debe de pasarlo Antonio –comentó Amparo.
Derny no era pesimista. Vivían un período, ya lo había dicho, que no era eterno. Antonio regresaría pronto. Le harían pagar algo, lo que era natural. Si había errores en las cuentas tendría que hacerles frente, aunque los hubieran cometido sus subordinados.
–Vivimos las consecuencias desastrosas del sexenio anterior –continuó Derny–. Te extrañará que me refiera a él de esta manera, pero creo que es necesario que comencemos a pensar en términos modernos, es una obligación saber prever las consecuencias. No me he vuelto un radical, te lo advierto. Los resultados de la administración pasada son los que ves. Esta nefasta retórica es su antídoto. ¡Qué bueno que vives en Inglaterra, donde no han de llegarte los coletazos! Tenemos que adaptamos, pertrecharnos para, en el momento oportuno, fijar nuestras condiciones. Si estoy convencido de algo es de que somos necesarios. Ni siquiera ahora, en este año de gracia de 1973, en pleno auge de la maleza verbal, se atreven a prescindir de nosotros. Han tenido que admitir que una cultura no se improvisa, que el buen gusto no es conciliable, por razones de muy distinto orden, con las mayorías; al menos no de una manera mecánica. ¡Quizás algún día! ¡Ojalá! ¿Por qué no? Tal vez en el futuro las cosas sean de otra manera. Pero para eso, Miguel, todavía le cuelga. Mira, los del Norte comienzan a despertar. Les ha dado por cultivarse. Antes iban de compras a San Antonio, o a los lugares próximos a la frontera. Ahora toman sus aviones y se van hasta Nueva York a oír a la Nielsen cantar Electra, o a ver un buen musical. Cenan. Una canita al aire, si es posible. Y al día siguiente muy de mañana los tienes en casa. A las diez están en sus despachos como si nada hubiera pasado. Son todavía muy nuevos, me dirás. Sí, lo son, pero si se empeñan pueden llegar. Antonio es un muchacho sabio. Lo caracteriza la tranquilidad; ésa ha sido siempre su mejor virtud. Sabe que en su situación lo único que le resta es asimilar el golpe. Lo hará. Estoy seguro de que aprovechará su tiempo en cultivarse, poner al día sus lecturas, y preparar el regreso. Con el tiempo sus amigos limarán las discrepancias para que vuelva sin tropiezo. Pero es necesario, eso sí, que tu madre, Amparo, se quede en paz, por favor, que no hable.
Del Solar comentó que el día que visitó a su tía, le habló de la persecución existente contra los Briones desde el estallido de la revolución. Según ella a esa campaña correspondía el asesinato del joven Pistauer, el hijastro de Arnulfo Briones, y el deseo de eliminar a Antonio de la vida política.
–Perdóname, Amparito, perdónenme todos –dijo Derny teatralmente–, pero el fuerte de mi tía nunca ha sido la lógica. No hay la menor relación entre el asesinato de ese joven y el acta de prisión dictada contra Antonio. ¡Ninguna!
–De acuerdo. Mamá no es un modelo de lucidez, lo sé. Pero piénsalo, Derny, pueden ser coincidencias, lo que tú quieras, pero de algún modo lo que dice es verdad. Cada determinado número de años la familia recibe un golpe que la deja tambaleante. Y esto no es invención, yo lo viví de niña. Sí, estoy de acuerdo, las causas de la muerte de aquel muchacho, quizás hasta las de la de mi tío Arnulfo son diferentes al problema que ha tenido Antonio. Y sin embargo...
–La dialéctica, Amparo, es el producto más alto de la filosofía idealista alemana –dijo sorpresivamente Derny con tono académico–. Hegel fue su verdadero artífice, no Marx, como piensa el vulgo. Debe uno recalcarlo siempre. Hay quienes se ponen nerviosos cuando uno pronuncia la palabra «dialéctica», en parte por ignorancia, pero sobre todo por miedo a malentendidos políticos. En el fondo es lo mismo. Jamás hay que temerle a los conceptos. Tal es mi teoría, tal mi práctica. La dialéctica es un concepto hegeliano. Tesis. Antítesis. Síntesis. Tan fácil como eso. ¿Tesis?, el Porfiriato. ¿Antítesis?, la Revolución. ¿Y la síntesis? La síntesis somos todos. Bueno, todos, todos no; aún no es posible. La síntesis somos nosotros, digamos, quienes sobrevivimos al desastre y quienes se nos han incorporado. Formamos, lo queramos o no, una materialización nueva del concepto de unidad nacional. La síntesis somos precisamente los que estamos sentados en torno de esta mesa.
Se oyó un ruido extraño. Un zumbido incómodo, cercano. La novia de Arturo, una chica rubia de cabello corto extremadamente rizado, se cubría la boca con un vaso. De ahí parecía salir el zumbido. De pronto comenzó a derramarse el contenido del vaso. ¿Hacía acaso gárgaras?, ¿mordía el vaso? Una carcajada desbocada de Arturo estalló de repente. El líquido de la copa de su novia saltó sobre el mantel. La chica reía como si fuera víctima de un ataque. Todos comenzaron de inmediato a hablar en voz muy alta. Amparo impuso su voz grave y contó una anécdota breve y bastante simple sobre un viaje que había hecho a Xochimilco en compañía de unos americanos, uno de los cuales se había emborrachado, y todos los comensales soltaron una risa incontenible. Derny miró con furia a la pareja de jóvenes; especialmente a su hijo.
–Un día de éstos, Derny, deberías hablar con mi mamá –dijo Amparo, ya en tono serio–. Eres una de las pocas personas a quienes escucha. Tal vez la tranquilizaría saber que la persecución de que es objeto Antonio forma parte de un proceso dialéctico.
–Hay fenómenos a primera vista muy abstractos; se les desmenuza y empiezan a entregar su verdad, su nitidez cotidiana. No voy a insistir en lo referente a la dialéctica. Pero piensa en nuestro tío Arnulfo, al que ustedes han citado, y en igual caso pondría yo a mi padre, a ellos nuestra vida les parecería casi un crimen. No hicieron ningún esfuerzo por abarcar el fenómeno en su conjunto, en su proceso... éste, le guste o no a algunos... es un proceso dialéctico. Mira, todos, de una u otra manera, colaboramos con el Gobierno. En sus tiempos hubiera sido imposible. Eran la oposición frontal. Concepciones ya insostenibles. Aunque me temo que los ánimos se estén caldeando demasiado y haya gente que vuelva a cometer errores gravísimos. Ahora más que nunca es necesario mantener la tranquilidad, esperar que caiga el chaparrón, que vuelvan los días soleados. Nosotros le proporcionamos al Gobierno la imagen culta, mundana, que le es tan necesaria, y él nos corresponde con otros servicios. Un pacto tácito que nos beneficia a todos.
A Miguel del Solar no le interesaba oír a Derny filosofar, sino remitirlo al año 1942, cuando lo veía llegar a menudo al departamento de sus tíos, y a veces encerrarse (uno de los pocos autorizados para hacerlo) con Arnulfo Briones en su despacho. Opinó que había advertido que se estaba llegando a una especie de compromiso histórico, a diferencia del pasado. Contó que en varias ocasiones había oído a Arnulfo Briones reprocharle a su hermana el hecho de que su marido diera clases en la Universidad, lo que para él equivalía casi a una traición. La personalidad de aquel hombre tan poco comunicativo, para quien la conversación era el equivalente a un interrogatorio, constituyó para él siempre un enigma.
–Sus lentes negros –concluyó– parecían separarlo de la realidad. Me parecía entonces un viejecito tan desprotegido, tan inseguro al caminar, tan frágil. ¡Lo que son las cosas! Después supe que era un hombre con grandes poderes, muy temido. Cuesta trabajo creerlo.
–Los tiempos son otros. Cuando lo conociste estaba perdiendo la vista. Eso le angustiaba. Arnulfo Briones. Sí. Él y mi padre eran primos, pero se trataban como hermanos. Mi padre debía de llevarle una docena de años. Cuando nací, él ya era viejo. Después de seis hermanos, ninguno de los cuales superó el año de vida. Y jamás he sabido lo que es una enfermedad. Fui el último y el único. Le dernier... Los domingos nos impartían instrucción militar en un rancho cerca de Teotihuacán. Debíamos estar preparados para cuando la causa lo requiriera. Era más que nada instrucción física y doctrina moral. Ahora serían una pareja obsoleta, verdaderas reliquias, un anacronismo intolerable. ¡Tesis pura!
–Mi tío Arnulfo te tenía especial simpatía –comentó Amparo con un dejo de burla–. Te consideraba su continuador. Estaba decidido a convertirte en un verdadero Cruzado de la fe.
–Una prolongación de la tesis, ¿no? Debo confesar que sus teorías habían llegado a emocionarme. Veía el mundo amenazado por todas partes. La verdadera fe a punto de sucumbir. La familia en llamas. Los principios mancillados. ¡Dar la vida por ellos! era nuestro lema. ¡Morir por Dantzig! ¡Qué tiempos, Dios mío! El honor nacional, las responsabilidades de clase, de raza. Aun en esa época aquello tenía algo de bárbaro y de rancio. Pero a muchos nos sonaba a bronce, No tienen idea qué muchedumbre de seguidores teníamos. ¡Feroces! A pesar de ser uno de los jerarcas, Arnulfo Briones no era lo que se podía llamar un hombre popular. No tenía madera de dirigente. Por eso permanecía buena parte del tiempo a la sombra. Quizá la ceguera lo afectaba. Para disimularla se comportaba con excesiva altivez, y eso le restaba simpatías. Tengo la impresión de que al final, en el mundo de sus ideales e intereses, tenía más enemigos que partidarios. Sí, había quienes lo odiaban. Al final dejó de ir al campo de entrenamiento.
–Me imagino que aquél debió de ser el sector más radical de la derecha.
–Llamémosle así. Era un grupo convencido por entero de que solo la mano dura y la visión conservadora podían salvar al país. Gente muy cercana al falangismo. Desconfiaban de los americanos por considerarlos judaizantes. No, Arnulfo no tenía pasta de dirigente. La voz, sobre todo, le quitaba apoyos; era hueca y áspera. Un día nos echó un discurso en el campo de entrenamiento; a mí me dio vergüenza oírlo frente a los compañeros. Apenas se le entendía. No tenía facilidad de palabra; repetía las frases una y otra vez, se embrollaba, volvía a empezar. ¡Un desastre! Sus virtudes debían de ser otras; la capacidad de negociación, me imagino. Vivía de la fama de haber sido un notable polemista en tiempos anteriores. De cualquier manera, ya entonces era una figura de otra época. ¡Imagínense si habría comprendido nuestra posición actual!
Comenzó a atardecer. Salieron a hacer un paseo por el bosque. Los jóvenes aprovecharon la oportunidad para despedirse. La otra pareja lo hizo poco después. Derny lo llevó a su estudio.
–Me da gusto verte –recomenzó–. Sé que tus libros han tenido éxito. A veces he pensado escribir; profundizar sobre estos puntos de vista que te expuse. Por desdicha, no ha llegado el momento. Dijera lo que dijera, me tildarían de reaccionario, se meterían con la memoria de mi padre, lo resentirían mis negocios. Yo no trabajo solo. Tengo socios a quienes no voy a exponer solo por darme el gusto de manifestar mis opiniones –hizo una pausa; luego añadió–: en el college aprendí que quizá la mayor virtud sea la prudencia. ¿Lo ves? Mi colegio no habrá sido Notre Dame, ni tenido un equipo de fútbol de categoría nacional, pero allí aprendí todo lo que me ha sido necesario para sortear los escollos de esta vida. ¿Para qué quiero más, puedes decirme?
Miguel asintió. Dijo dos o tres frases vagamente convencionales sobre la educación y sus efectos prácticos, y preguntó si le sería posible tomar aún una taza de café antes de marcharse.
Su petición fue recibida con calor, se podría decir que hasta con entusiasmo.
Del Solar comenzó a exponerle a Derny la investigación que se proponía llevar a cabo sobre 1942. Una mera búsqueda dentro de la microhistoria. Comentó, con toda la discreción y suavidad posible, que del crimen ocurrido en el edificio Minerva, es decir, el del hijastro de Arnulfo Briones, un organismo gubernamental había deducido ciertos movimientos de agentes alemanes. Comentó que aquello le parecía estrafalario, pues las simpatías de Arnulfo debieron estar, dados sus antecedentes, su modo de pensar, enteramente del lado alemán.
–... aunque me acabo de enterar –concluyó– que aquel joven por parte paterna podía ser judío, y que Arnulfo Briones hizo todo lo posible por poner a salvo al padre del muchacho. Raro, ¿no te parece?
–Mira, Miguel, yo era muy joven –comentó Derny. Su voz se había transformado en una voz normal, como si con la ausencia de los demás comensales hubiera desaparecido su necesidad oratoria–. Tenía entonces dieciséis o diecisiete años. Y te aseguro que muchacho más bobo no había otro en México. Haz de cuenta que me hubiesen criado en el interior de un frasco, envuelto en algodón esterilizado. Un niño de diez años es hoy más despabilado de lo que yo era cuando me casé. Había cosas muy extrañas en la atmósfera. Esa época se ha vuelto para mí agobiante e incomprensible. Tú no te has de acordar, eras muy chico, quizá ni habías nacido, de la persecución religiosa. En la casa se vivió aquello con demasiada intensidad. Éramos, haz de cuenta, un trozo de la carne de Cristo martirizado, una gota de sangre del corazón agonizante. Con la guerra mundial se pusieron en juego muchos otros intereses. Si me preguntas en qué andaba metido mi tío, no te lo podría decir, no lo sé. Tenía un despacho formal en la avenida Juárez, el de la empresa exportadora de minerales a Alemania. Le dejaba mucho dinero. El personal de ese despacho se ocupaba de todo, exportaciones, embarques, transporte marítimo, permisos aduanales. Allí pasaba las mañanas. Después de la declaración de guerra cerró la empresa, pero él siguió yendo al despacho. Por las tardes iba a casa de mis tíos, sí, al Minerva, donde le tenían reservada una habitación. Yo le llevaba muy a menudo notas de mi padre. Allí recibía alguna vez gente, despachaba correspondencia, tramitaba asuntos. Una noche tuve que llevarle un documento urgente. Mi padre estaba desesperado; había tratado casi todo el día de comunicarse con él sin conseguirlo. De pronto me pidió que lo buscara en una dirección del centro. Tenía que pasar primero al Monte de Piedad; comprobar allí si alguien me seguía o no. Solo en el caso de que tuviera la plena seguridad de no ser vigilado debía continuar hasta la dirección que me indicaba mi padre: el segundo piso de un edificio más que lamentable en las calles de Brasil. ¡Ya te imaginarás! El número correspondía a una joyería y relojería de mala muerte. Estaba por marcharme, muy desconcertado, cuando un anciano se quitó de un ojo el lente de relojero; me preguntó qué quería, a quién buscaba. Di el apellido de mi tío. El viejo no hizo ningún gesto; me dijo que vería si en las oficinas de al lado, con las que compartía el número del local, se hallaba esa persona, y me preguntó a la vez mi nombre. Al rato volvió para pedirme que lo acompañara. Entramos por un pasillo al que daban varias puertas. El lugar tenía algo de pesadilla, de irrealidad. Entramos por una de las puertas y subimos una escalera. Allí estaba mi tío, sentado en un escritorio, frente a una serie de papeles. Era un cuarto idéntico al que ocupaba en el edificio Minerva; el mismo tipo de muebles oscuros y pesados. Libreros negros con puertas de vidrio cubiertas con visillos blancos; un espejo con cagaduras de mosca, y un foco medio cubierto por una pequeña pantalla de gasa verduzca. Todo muy desabrido, muy ralo, muy feo. Pienso en ese lugar del que, ¡te lo juro!, no había vuelto a acordarme hasta hoy, y siento escalofríos. Le di el sobre, lo abrió, leyó el contenido, luego lo rompió. Me preguntó si estaba seguro de que nadie me había seguido; asentí. Me pidió decirle a mi padre que no se preocupara, que todo estaba en orden, que no diera crédito a ningún rumor; no era necesario llevar una respuesta escrita, bastaba con repetirle lo que me había dicho, y que estaba tranquilo. Llamó al relojero, quien me hizo salir por otra puerta, a otra calle. Volé a casa y le di el recado a mi padre. Pareció quitársele un gran peso de encima. Me hizo jurar que no comentaría con nadie la existencia de ese despacho. Me explicó que me había hecho correr un gran riesgo dada la extrema gravedad del asunto. Jamás me volvería a enviar; al fin ya no habría necesidad. Había pasado las dos horas más atroces de su vida esperándome, pero un día iba yo a comprender. Y hasta ahora, Miguel, te juro que nada he comprendido.
–¿Fue después de la muerte de Pistauer?
–Después, sí. Estoy casi seguro de que fue solo unos días antes de que mataran a mi tío Arnulfo. Fueron días que mi padre dedicó a quemar cartas y papeles.
–Por lo visto todo el mundo está enterado de que Arnulfo murió asesinado... Para mí, ¿sabes?, eso ha sido una absoluta novedad.
–En casa siempre lo dimos por un hecho. Mi padre y mi tío tuvieron un distanciamiento después del entierro del muchacho. De alguna manera la carta que llevé los había reconciliado. Sí, estoy seguro que le hice esa visita poco antes de su muerte.
–¿Tienes idea de qué pudo haber ocurrido?
–Algo tuvo que haber influido su matrimonio; pero aquí habla solo mi intuición sin basarme en ningún hecho real. Adele era muy hermosa; demasiado mujer para él. No concibo que pudiera estar enamorada de aquel viejo carcamal. Ponte a pensar, un viejo casi ciego, con una peluca de un color que tiraba a zanahoria. No, eso no pega. Aquella mujer se casó por dinero o para salir de Alemania. ¿No te parece raro que poco después de llegar ellos a México apareciera aquí el marido anterior?
–¿Con quién vivía?
–Con ellos, desde luego no. Los tiempos no estaban para extravagancias. Ni siquiera sé qué pasó con él. Era médico. En caso de vivir, tendría ahora cerca de ochenta años.
–¿Y ella?
–Me parecía muy hermosa. Un domingo fuimos al deportivo, y la vi jugar con su hijo. ¡Una diosa! No más de cuarenta años.
–¿Qué fue de ella? ¿Se quedó a vivir en México?
–No, pero no sé adonde fue. Mi tía Eduviges debe de saberlo. Después de la muerte de su hijo se quiso ir de inmediato, pero no le permitieron pasar la frontera americana por algún problema de pasaporte o de visado. Se quedó esperando en Ensenada. Tuvo finalmente que volver a México. Fue entonces cuando mataron a mi tío. Creo que después logró marcharse. Se me ocurre que a Brasil.
–En el edificio Minerva vive una vieja alemana que no se ha movido desde que llegó a México. No habla con nadie. ¿Podría ser Adele?
–Adele nunca vivió en el Minerva. Tenían una casa muy buena en Polanco. Que se fue de aquí, de eso estoy casi seguro.
Una sirvienta les llevó el café. Los efectos oratorios habían desaparecido del lenguaje de Derny. En esos momentos le pareció un amigo grato, claro, honesto en su intento de ayudarlo a iluminar el pasado. Del Solar se sirvió una segunda taza de café.
–¿Conociste al primer marido?
–¿De Adele? Lo vi en el cementerio. No nos dirigió la palabra. ¿Piensas que se entendían a espaldas de mi tío?
–Podría ser...
–Por otra parte, mi tío Arnulfo no le prestaba a aquella belleza la menor atención. De otra manera se habría quedado más tiempo en casa en vez de recorrer su cadena de despachos clandestinos.
–¿Fuiste a la fiesta de Delfina?
–¡Qué esperanzas! Con decirte que no tuve llave de mi casa sino hasta que acabé la facultad. Me trataban como a un niño; era yo un niño. Piensa que mi hijo invita a su cuarto a esa muchachita tan sosa con la que anda. Si oyen música, conversan o se dedican a cosas menos inocentes, que es lo más probable, ni a mi mujer ni a mí nos interesa saberlo. Arturo ha creado su espacio, y nosotros se lo respetamos. En mi casa eso habría sido imposible. Mi padre hubiera enloquecido de haberle dicho que una amiga iba a pasar un rato conmigo en mi recámara.
–¿La tratas? ¿A Delfina?
–Sí. Mira, esa alacena de María Izquierdo se la compré a ella hace unos años. Algunos de los cuadros que ves en esta casa proceden de su galería. Delfina, de una manera diferente a la nuestra, también corresponde a la síntesis.
–¿Cómo? –preguntó Del Solar, desconcertado.
–La síntesis dialéctica a la que me refería. Delfina procede de una capa social distinta. Sin embargo, puedes verlo, se nos ha incorporado. Sería imposible no tratarla como a una igual. Al saltar las etapas ha realizado la síntesis. Me gusta verla, hablar con ella, comer con ella. Somos lo mismo. Nuestra importancia, y esto es lo que mi hijo y sobre todo su niña no comprenden, es haber creado un modelo para que gente como ella pueda expander su personalidad. No creo en las clases de la manera como se obcecan en hacerlo algunos amigos nuestros. La publicidad enseña mucho. Te hace desprenderte de kilos de polilla. Envejeces un momento y estás perdido.
–Yo vivía en aquella época, no sé si te acuerdas, en el edificio Minerva.
–No fui a la fiesta –dijo Derny, atropellándole la palabra–, pero por supuesto me enteré de todo. ¿Quién no? No hubo periódico que no publicara la noticia. Y en la casa, ya te imaginarás, el escándalo fue mayúsculo. El entierro se llevó a cabo de la manera más privada posible. La madre no asistió. Pero sí el alemán, su padre. Nadie le habló. Se presentó acompañado de otro tipo. Me parece verlos llegar a la tumba, envueltos en unos abrigos de cuero negro muy gastados que aquí en México no usaba nadie. De la familia estuvieron los dos Briones: Arnulfo y Eduviges, mi padre y yo. ¡Párate de contar! ¡Ah, y una especie de guardaespaldas que acompañaba siempre a mi tío. Fue un acto muy breve, celebrado sin afecto, de puro compromiso.
–¿Qué se decía en tu casa?
–¿De la muerte? Mi padre me dijo que el muchacho había bebido mucho en casa de Delfina, con el hijo de ésta y con un rufián, alguien del bajo mundo, que se las daba de escritor. Posiblemente ese tipo los invitó a salir de putas. Detuvieron un coche, quisieron subirse a la fuerza y desde el auto, casi en legítima defensa, les dispararon. Mi tío sufrió una depresión nerviosa. Su mujer ya no quería vivir en México. El pobre no tuvo ya paz sino hasta su muerte. Algún distanciamiento se produjo en esos días, te digo. La reconciliación no se logró sino hasta el final. Precisamente el día de su muerte lo pasaron juntos. Fueron a cenar a Manolo, el restaurante de la calle de López. ¿O era en Luis Moya? ¿Te acuerdas? Habían arreglado todos los papeles para que Adele pudiera salir. Yo estuve a punto de ir a cenar con ellos, pero a última hora mi padre quiso que me quedara en casa, para atender no sé qué asunto. También para él ése fue el fin. Esa noche se dio cuenta de que sus cartas estaban cargadas a pérdida. No volvió a meterse en política. En nada. Se refugió en la casa, en sus lecturas devotas, en sus oraciones. La muerte de su primo anticipó, sin duda, la suya.
–Es posible que ambas muertes, la de Briones y la de su hijastro, estén ligadas. Casi seguro. Escobedo piensa que la serie de conflictos y peleas que se produjeron en casa de Delfina tuvieron el propósito de crear un clima de confusión que distrajera a los presentes mientras abajo asesinaban al muchacho.
–Cada quien, como en los dramas de Pirandello o en Rashomon, tiene su propia versión de los hechos –dijo Derny, aprovechando la oportunidad para lucir sus lecturas–. A mi juicio, las peleas que tuvieron lugar en esa fiesta pudieron ser perfectamente casuales. Mi tía Eduviges estuvo allí. ¿Sabes tú que la primera pelea la provocó esa especie de pistolero que no se separaba nunca de Arnulfo Briones?
–¿Martínez?
–¡En efecto! ¡El gran Martínez! ¿Lo recuerdas?
–No, pero en estos días he oído hablar de él a menudo.
–Gozaba de pocas simpatías. La gente lo consideraba muy chafa. Delfina, por ejemplo, no le perdona que se hubiera colado en su casa sin invitación. Y bueno, a nadie le hace gracia que alguien llegue y comience a golpear a una señora. A mí Martínez me parecía genial por eso, por chabacano. Creo que era yo su único partidario. Lo conocí bastante. Acompañaba a Arnulfo a las llamadas prácticas de instrucción militar. Nos veíamos también con frecuencia en el Minerva. Delfina tiene razón en una cosa: Martínez era el rey de la vulgaridad. ¡Nadie como él! Se decía abogado, pero era evidente que a duras penas había concluido la primaria. Su idioma era un acierto: brotes del lenguaje pomposo de los Briones, con cierto sabor a hampa. «Mi asesor», le decía mi tío con actitud paternal o, a veces, «mi consejero». No me imagino en qué podría asesorarlo, ni qué podría aconsejarle; a todas vistas era un reverendísimo pendejo. Pero a mí me hacía gracia. Se las daba de galán. Según decía, había nacido para galán y diplomático. «¡Galán y diplomático! Te lo juro, mi buen Goenis, ¡el mero mero bastonero de oro!», le gustaba repetir. «Aquí la gente no me da todavía el golpe», me confió un día con cierto pesar. «Ni modo, no soy de los que nacieron con genio para hacerse propaganda. Los únicos que pierden son ellos.» Estábamos frente a la puerta del departamento de mis tíos, sí, en el Minerva. Martínez me oprimió un brazo, y con la otra mano hizo un amplio movimiento que parecía abarcar el edificio. «Nací para dar alegría, para llevar paz al mundo. Mira a los que viven aquí. Tanto secreto como guardan los ha hecho desgraciados. Se aborrecen; se tienen miedo; desconfían los unos de los otros; se hieren, se lastiman. Yo podría hacerlos felices. Ellos me pasarían una lanita, según sus medios, según sus posibilidades. Ellas me pagarían de otra manera, menos impersonal, más tierna; y yo, te lo juro, mi buen chamacón, introduciría en sus vidas la armonía. Para algo nació uno con dotes de diplomático. Les resolvería sus problemas sin que siquiera tuvieran que enterarse. De vez en cuando, algún domingo, traeríamos un trombón y una tambora, y todos los inquilinos, todos sin excepción, desfilarían tras la música por estos corredores. Sería el desfile del amor, la marcha de la concordia, y yo, su bastonero de oro. Pero este mundo no tiene redención: los hombres, con tal de no desprenderse de un centavo, prefieren vivir como fieras. ¡Lobos del hombre! No quieren ser otra cosa. Óyelo bien, mi buen niño bien. ¿Ves?, hasta me sale en verso.»
–He oído sobre él versiones nada favorables...
–Creía tener un dominio total sobre las mujeres –continuó Derny sin siquiera oírlo–. Y la verdad, por estrambótico que te pueda parecer, eso era cierto, al menos en buena parte. Eduviges debe de saber cuál era su función, en qué consistía su trabajo, pues era evidente que su hermano lo consideraba indispensable. Hasta en una o dos ocasiones se lo llevó a Alemania. ¡El célebre bastonero de oro! Uno de sus placeres favoritos, un hábito casi, consistía en narrarme sus aventuras galantes en Hamburgo y Berlín. No tienes idea lo que me divertía oírlo. Yo era casto y persignado. Oír a Martínez significaba asomar la cabeza al abismo, aspirar el azufre, recibir un venero de sensaciones ultraprohibidas. Igual que para otros, me imagino, la lectura de libros pornográficos. Me contaba sus experiencias interminables en Alemania. Las mujeres debían ser maduritas y sobradas de carnes. Nada de muchachitas ni de flacas. «¡Gallina vieja hace buen caldo!», exclamaba; o bien: «¡No existe placer comparable al de nadar en grasa!», y se relamía golosamente los labios. Una tragedia oscurecía sus días: padecía hemorroides. «Ése es el cruel estigma de mi organismo», me dijo un día. Era tal la disminución que el mal le producía, que no se atrevía a entrar en una farmacia y pedir los específicos necesarios para su tratamiento. Una vez me pidió que se los comprara. Estaba cargado de muecas, de pretensiones, de complejos. Mi padre no lo soportaba. Le repugnaba, decía, por igualado. Ya tú te acordarás de cómo se las gastaba papá. Por eso precisamente, por ser como era, aún no me acabo de explicar por qué me mandó a estudiar a un simple college y no a la universidad que quedaba al lado. ¡Los misterios del corazón humano! Nuestro sino es ser hijos del eslavo salvaje, el oscuro Fedor. Dime, ¿por qué no a Notre Dame? Bueno, te decía, a mi padre le molestaba la intimidad entre Martínez y Arnulfo. Yo, por supuesto, le ocultaba nuestras conversaciones. Fue precisamente Martínez quien llegó al restaurante a decirle a mi tío que Adele acababa de salir de Bellas Artes, y que al bajar las escaleras se le había roto un tacón. Martínez la llevaría en coche a casa, pero, según dijo, ella quería hablar un momento con mi tío. Lo estaba esperando en el estacionamiento de coches, al lado del Palacio, a cien metros cuando mucho del restaurante. Mi padre se quedó esperando. Después de un rato largo se hartó y volvió a casa. Allí le dieron la noticia. Llamó mi tío Dionisio. Arnulfo Briones había sido atropellado por un coche al cruzar la avenida Juárez a las ocho y media de la noche. Ésa fue la primera versión. Era un domingo; al terminar la función de ópera... –Hizo una pausa; se le quedó mirando con intensidad. No era ya el mismo Derny del principio, el entusiasta de las leyes de la dialéctica, el proclamador de la síntesis social que redimiría en el futuro los males del país. Algo le había emocionado. De pronto, al verse observado, soltó una carcajada hueca y añadió–: ¡El gran bastonero de oro! ¡Poca gente tan regocijante como él! Un Valentino nato. Deberías oír los consejos que me daba para seducir a una mujer. ¡Y él lo lograba, a pesar de sus dientes de caballo! Por lo menos hacía que se interesaran en él, que lo oyeran, que le sonrieran. Me consta. Lo vi requebrar a empleadas, meseras, sirvientas. Les encantaba la manera en que las abordaba, yo creo. Lo que nunca pudo concebir fue que una mujer a quien creía tener a sus pies lo vejara públicamente, burlándose de su tragedia, del estigma de su organismo: las malditas almorranas. Esa mujer fue Ida Werfel. Por eso enloqueció de ira y desesperación en la fiesta de Delfina. Se sentía traicionado, como si lo quisieran desnudar en público y exhibir ante el público lo que más lo abochornaba. Se vio como un mandril que mostrara las bubas de salva sea la parte. Días antes de la fiesta trágica me llamó mi tía Eduviges. La encontré muy nerviosa, muy sobresaltada, casi al borde del colapso. Estaba segura de que iba a ocurrir algo muy grave. Temía en concreto una traición. Arnulfo, decía, caminaba a ciegas por la vida. Y aquel hombre, Martínez, que le había hecho creer que era su lazarillo, se disponía a arrojarlo en el primer barranco que encontrara. Me había visto conversar varias veces con él. Me preguntó si había observado algo poco natural. Le conté nuestras conversaciones, omitiendo el tema de las mujeres, es decir, la casi totalidad de su discurso. Para restarle gravedad al asunto, y hacerla relajarse un poco, le conté el drama de Martínez, el cruel estigma de su organismo. La compra de medicinas que había yo hecho porque él no se arriesgaba a que los empleados en la farmacia lo asociaran con sus padecimientos. Volví a ver a mi tía a los pocos días, después de la muerte de Pistauer, me dio su versión de la fiesta. Me dijo entre otras cosas que Ida Werfel estaba enterada del secreto de Martínez, que delante de todo el mundo había comenzado a hacer bromas inequívocas, refiriéndose al picante y a sus perniciosos efectos en la zona de desastre.
Ambos se echaron a reír. Eloísa los llamó desde el piso superior para que subieran, pues estaba a punto de empezar el noticiero, y luego cenaron y más tarde oyeron la Sinfonía de César Franck, en una versión magnífica de Barbirolli, que Del Solar no conocía. Después llevó a Coyoacán a su prima, quien se declaró encantada por haberlo visto tan feliz en casa de Derny, y regresó muerto de fatiga a la suya.
Pensó que solo en México eran posibles aquellas visitas maratónicas, que Derny era mucho más agradable de lo que se había imaginado, y que tal vez la historia de aquellos crímenes fuera más sencilla de lo que parecía. Necesitaba conversar con su tía. ¿Cuál era la relación del «bastonero de oro» con la familia Briones? ¿De dónde había salido? ¿Dónde estaba? ¿Qué papel concreto desempeñaba en las actividades de Arnulfo Briones? Aparecía en los relatos de todos sus entrevistados. Un chantajista, un patán, un galán de quinta. Vagamente le pareció recomponer en la memoria la imagen de un hombre flaco, dientón, enfundado en un traje oscuro a rayas, con un sombrero cuya ala le cubría parte de la cara, ¡Martínez, galán y diplomático! ¡El gran bastonero de oro en el desfile del amor!