La sala estaba repleta de jóvenes como él, aspirantes a convertirse en trabajadores indefinidos de la empresa, llenos de aparente seguridad y probablemente sin ningún escrúpulo a la hora de conseguir su objetivo. Miró a su alrededor e intentó hacer un breve análisis de la situación. Por un lado estaban los ejecutivos, la mayoría hombres, a su pesar, con sus barbas afeitadas esa misma mañana y sus trajes recién sacados de la tintorería. Percibió en el ambiente un concentrado tufo a after shave y desodorante masculino. Sin duda, aquel grupo era su más directa competencia. Observó sus rostros intentando descubrir lo que estaban pensando en esos momentos, esperando así obtener algún tipo de ventaja con la que jugar en su contra en el momento oportuno. Obviamente, la capacidad de leer las mentes de extraños no estaba entre sus facultades innatas, pero sí que sacó más de una conclusión por el modo en que aquellos rostros ávidos de información miraban lo que tenían delante. No detectó ningún rival directo con el que tuviera que estar especialmente alerta, pero decidió no bajar la guardia.
De otro lado estaban los ingenieros técnicos. Sintió una breve sensación de repulsa al observar los atuendos con los que se habían atrevido a acudir a una cita tan importante como aquélla. ¿Por qué aquellos cerebritos se empeñaban en su gran mayoría en ir vestidos con horribles camisas de cuadros pasadas de moda? ¿Acaso no les daban unas mínimas lecciones de saber estar y de protocolo en la facultad? Encontró un asiento libre junto a una joven de las suyas, ejecutiva sin duda alguna, a la vista del impecable vestido que llevaba y que le hacía resaltar sus pechos de una manera descaradamente sexy para tratarse de un traje de oficina.
“Bienvenidos a Artechnia Inc. Bienvenidos al mañana hecho hoy”. Todos los presentes levantaron la vista hacia la enorme pantalla de la que emanaba aquella voz, que como por arte de magia pareció materializarse delante de ellos surgiendo de la nada. Hasta David Vanner se sorprendió con aquel truco tecnológico. Si aquella compañía era capaz de crear una ilusión como la que acaba de producirse ante los ojos de cincuenta personas, definitivamente había elegido bien el lugar donde desarrollar su carrera profesional. La imagen de un afable anciano apareció ante ellos. “Mi nombre es Hans Bechs, y soy el fundador de ésta ahora su casa. Lamentablemente ya no me encuentro entre ustedes. Abandoné este mundo hace tiempo. Discúlpenme por no poder estrecharles la mano. Lo primero que me gustaría decirles, señoras y señores, es que no se dejen engañar por las apariencias. Como todos ustedes sabrán, somos una de las empresas de desarrollo de software más punteras a nivel internacional. De hecho, somos líderes del sector en cinco países europeos, y aspiramos a serlo también aquí en un plazo no mayor de tres años. Llegamos hace siete y ya hemos logrado una cuota de mercado de aproximadamente el quince por ciento. Sin embargo, como les decía, no se dejen engañar. Artechnia es ante todo una empresa familiar y queremos que todos ustedes formen parte de esta gran familia. Creemos en su creatividad, creemos en su talento y creemos en su capacidad de trabajo. Lamentablemente, no todos ustedes seguirán con nosotros dentro de dos meses. Sin embargo, confiamos en que todos y cada uno de ustedes sepan entender qué gran oportunidad se les ha brindado y sepan aprovecharla al máximo. Hay quienes a nuestro trabajo lo llaman el Internet de las cosas. No estamos de acuerdo con tan abominable denominación. Nosotros preferimos llamarlo el Internet de las personas. Nuestro triunfo es consecuencia de nuestra apuesta por transformar la tecnología en servicio a las personas, a nuestros clientes, de modo que la tecnología pase a formar parte intrínseca de sus vidas, sin que lleguen a apreciarla como algo extraño y ajeno a ellos, sino como algo imprescindible, algo que definitivamente les ayude a ser más felices en el día a día. Y queremos que ustedes formen parte de nuestro éxito. Queremos seguir formando parte de la vida de millones de personas en el planeta, y para ello contamos con su inestimable ayuda. Confíen en sus capacidades y déjennos conocerles”. Esta vez la pantalla no desapareció, sino que comenzó a ascender lentamente hacia el techo de la estancia, hasta detenerse a una distancia de unos tres metros sobre las cabezas de los aspirantes. En ese momento el plasma se inclinó en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia los asientos, y volvió a mostrar la cara del anciano, que pareció escrutar a los asistentes. “Les observo”, dijo, y un silencio casi absoluto inundó la sala.
A continuación, las lámparas del techo adquirieron un brillo más intenso, y por los altavoces una grabación anunció la entrada de la Presidenta del Consejo de Administración, la señora Suzanne Bechs. El aplauso de los presentes dejó paso a la tenue voz de la mujer, que se dirigió a ellos adoptando un tono maternal que encandiló y amedrentó a partes iguales a la audiencia allí congregada. David Vanner pertenecía al grupo de los primeros. Desde que había visto surgir la figura de la Presidenta, el mundo parecía haberse detenido a su alrededor. Suzanne Bechs era una mujer de mediana edad, probablemente le superaba en más de una década, y sin embargo la encontró absolutamente arrebatadora. Quizás eran sus suaves gestos, su voz melosa que acariciaba sus oídos como una suave brisa en un soleado día de primavera. Tal vez fueran sus manos, que acompañaban a sus comentarios con gestos concisos y armoniosos. Un vestido largo de terciopelo negro ceñía su silueta delgada, resaltando de una manera casi sobrenatural su melena rubia, de corte perfecto, que le llegaba más abajo de los hombros y que parecía permanecer estática a pesar de los gráciles movimientos de su portadora. El aspirante Vanner oía su voz, pero no podía escucharla. Un hechizo se había adueñado de él y apenas acertaba a respirar de vez en cuando, extasiado con aquella belleza sacada de otro mundo, de otra era. De repente, un sonido estridente rompió el embrujo devolviéndolo a la realidad. Su móvil. Sí, aquel sonido que había interrumpido el discurso de la Presidenta provenía de su teléfono. Duró apenas unos segundos, pero fueron los suficientes como para captar la atención de la mujer, la cual no dudó en dirigirse a él.
—Discúlpeme, señor....
—David Vanner, señora, le ruego me perdone. Es sólo un mensaje. Me he dejado el sonido del teléfono activado. No volverá a ocurrir —intentó zanjar, silenciando el aparato.
—Por supuesto que no volverá a ocurrir, señor Vanner—. Sonrió de un modo un tanto condescendiente, como una maestra de primaria dirigiéndose a su alumno. —Pero por favor, no se detenga, háganos partícipes de lo que le ha comunicado su interlocutor. Sin duda debe de tratarse de algo urgente, habida cuenta que usted ha preferido hacer caso omiso a las instrucciones para acudir a esta reunión sin ningún tipo de dispositivo capaz de grabar imágenes o sonido. Díganos si es tan amable a qué se debe la interrupción. No quisiera que dejara de atender un asunto de tal importancia para usted.
Todos y cada uno de los allí presenten le observaban divertidos, alegrándose de que uno de sus rivales hiciera méritos propios para no obtener el tan deseado puesto de trabajo. David intentó idear una excusa para salir rápidamente de aquel entuerto, pero no fue capaz y se rindió. Extrajo el teléfono del bolsillo derecho de su pantalón y tras introducir el patrón de desbloqueo, abrió la barra de notificaciones. Era un correo electrónico. Se dirigió a la bandeja de entrada y un escalofrío recorrió su cuerpo. Se trataba de un mensaje de Contact U, la web de contactos a la que había estado accediendo últimamente. Comenzó a leerlo para sí, lo cual no fue una buena idea. Enseguida empezó a notar los primeros síntomas que precedían a sus ya habituales ataques de pánico.
—Adelante, David, ilústrenos —le inquirió ella.
—Es... un mensaje de... mi novia, señora —mintió—. Su vuelo se ha retrasado por el temporal del norte de Europa y me pide que cuando llegue esta tarde vaya a recogerla al aeropuerto.
—Está bien, señor Vanner, por esta vez pase. Pero por favor, le ruego a usted y a todos ustedes que es absolutamente imprescindible que respeten todas y cada una de las órdenes que imparta la compañía, o cualquiera de sus superiores.
David sonrió para sus adentros, y al instante la incipiente sensación de angustia desapareció por completo. Había conseguido salir del paso, como siempre hacía. Estaba acostumbrado a sobrevivir en las situaciones más comprometidas, y aquello había constituido una buena prueba de ello. Definitivamente Suzanne Bechs había creído todas y cada una de sus palabras y él había quedado ante los ojos de los demás como un atento novio que cumple con sus obligaciones. Anne tardaría aún unos días en llegar a Bilbao. Un sudor frío recorrió la parte posterior de su cráneo. Se recostó en su asiento, ya más tranquilo, y, sin querer, dirigió sus ojos hacia la pantalla que minutos antes había ascendido y se había detenido a pocos centímetros del techo. En ella, el rostro del anciano Hans Bechs continuaba congelado, con aquella mirada penetrante que había conseguido infundirle cierto temor. Sobre la imagen, una frase aparecía sobreimpresionada: “Les observo”.