Capítulo 8

 

 

 

 

 

De repente ya no le importó que no funcionara el ascensor o que se hubiera prometido a sí misma que se mostraría fuerte y resistiría la atracción que le producía Michael.

Su boca la besaba con avidez. Sus caricias la dejaban sin aliento. Se aferró a su chaqueta mientras él apretaba su cuerpo contra el de ella, sujetándola contra la pared.

Sus manos eran sabias y excitantes; al principio recorrieron su cuerpo rozando los lugares más sensibles, las áreas donde se concentraba el deseo de Amber; luego repitieron el mismo recorrido con más fuerza, mientras ella se apretaba contra sus dedos y rogaba en silencio que apartara las restricciones de la ropa.

Estaba tan excitado como ella. Sintió la dureza de él contra su cuerpo y se permitió explorar sus muslos y nalgas, apretándolo contra sí con una necesidad que era fuerte y al mismo tiempo muy vulnerable.

Eso lo volvió más rudo, pero no importaba, porque era lo que ella quería.

La besó de nuevo en la boca, aplastándole los labios, jugando con su lengua en una imitación del acto sexual. Amber lo aceptó todo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. Su necesidad lo era todo. Sentía como si se hubiera negado demasiado tiempo el placer erótico del cuerpo de Michael. Lo deseaba tanto que le dolía.

Sus bocas volvieron a encontrarse y ella se regodeó en la fuerza de la pasión que surgía entre ambos. Nunca en su vida la habían besado de aquel modo, pero le parecía maravilloso.

—¡Michael, por favor!

Su voz no sonaba como de costumbre, pero no le importó. Era una esclava que debía obediencia absoluta y él era el amo que la controlaba y le mostraba el camino.

La besó una vez más y la oleada de deseo fue como un dolor glorioso en su interior. Metió las manos en el interior de la chaqueta de él, tocó su caja torácica, se maravilló ante la fuerza de su cuerpo, jugueteó con los botones de su camisa para poder sentir por primera vez la suavidad de su piel, la dureza del vello oscuro que cubría su pecho, los contornos firmes de cada uno de sus músculos.

—Michael… —susurró de nuevo, aferrándose a él—. Oh, Michael. Nunca había sentido esto.

Echó la cabeza hacia atrás y la boca de él rozó la base de su cuello. Todos los nervios de su cuerpo respondían a la caricia. Sólo podía pensar en lo maravilloso que era aquello.

—¡Por favor, Michael, por favor!

Se apretó contra su cuerpo y levantó el rostro hacia él; sintió de nuevo la boca de él sobre la suya.

—Aquí no.

Notó la mejilla de él sobre la suya. Michael susurró luego algo ininteligible y ella sintió los labios de él, más gentiles ya, rozar su cabello y de repente sus manos no eran ya un instrumento de placer sino de tortura a medida que se alejaban de su cuerpo demostrando una capacidad de control con la que ella no podría ni haber soñado.

Cuando él volvió a hablar, su voz era ronca. Le tomó el rostro entre las manos y la miró a los ojos.

—Así no.

—¿Qué?

El susurro incrédulo de ella resonó en el espacio cerrado. Se puso tensa, mortificada por su rechazo; sintió de repente el cuerpo frío y vacío. Trató de hablar.

—Te deseo —musitó él con claridad—, pero no podemos hacer el amor aquí.

—¿Pero por qué…? —movió la cabeza, humillada por haber permitido que ocurrieran tantas cosas en tan poco tiempo—. ¿Qué sentido tiene esto entonces? —preguntó con fiereza, luchando por controlar las lágrimas.

—No tiene sentido —la miró y se dio cuenta de que no se había expresado bien—. Quiero decir que no ha sido premeditado. Supongo que lo sabes. No hables como si fuera una especie de prueba.

Movió la cabeza sorprendido, como si él tampoco pudiera creer lo deprisa que había avanzado todo.

—Eres tan… tan…

—¿Tan qué? —Amber lo miró de hito en hito—. ¿Patética? ¿Ingenua? ¡Y tú has decidido aprovecharte de ello!

—No es eso lo que ha ocurrido y tú lo sabes —dijo él con dureza—. ¡Por el amor de Dios, escúchame!

Amber guardó silencio y en silencio oyó un sonido débil, el ruido de cables y poleas que se movían sobre ellos.

—Están arreglando el ascensor —le informó él—. ¿Lo comprendes ahora? Esas puertas podrían abrirse en cualquier momento, ¿y cómo te hubieras sentido entonces?

—Sé cómo me siento ahora —susurró ella.

Decepcionada, engañada y muy, muy frustrada.

—¿Y crees que yo no siento lo mismo? —miró el cuerpo de ella y la joven se ruborizó—. Será mejor que te cubras ya —añadió.

Era una orden que había que obedecer. La joven se alisó la falda con manos temblorosas. Michael le ayudó sin que se lo pidiera, le abrochó la blusa y le apartó el pelo de la cara. Luego bajó la cabeza y la besó con lentitud, logrando de nuevo que lo deseara, torturándola porque sabía que no podía ocurrir, al menos allí.

—Será mejor que te pongas esto —levantó la chaqueta del suelo—. Todavía tienes la ropa revuelta.

La joven bajó la cabeza y se ruborizó; tomó la chaqueta con manos temblorosas y se la puso con rapidez.

—¡Mírame! —ordenó él. Le levantó la barbilla con un dedo—. Esto no es el fin —le informó—. Acabaremos lo que hemos empezado.

Hablaba en serio y Amber se alegró. No podía seguir engañándose; lo deseaba. No podía dejar de pensar en él. Si la hubiera desnudado allí y tocado su cuerpo y besado su boca, hubiera sido incapaz de detenerlo y de detenerse.

Pero no lo había hecho y no tuvo más tiempo para pensar en ello, porque el ascensor se puso en marcha y pocos segundos después se abrían las puertas y ante ellos estaba un grupo de empleados y el director del hotel.

No salieron muy mal parados. Amber sabía que, en otro momento, Michael les habría acusado de incompetentes. No obstante, aceptó las disculpas del director con frialdad y le informó de que no esperaba recibir una factura y de que abandonarían el hotel en menos de una hora.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

Michael la miró con el ceño fruncido; se hallaban en la puerta de la habitación de Amber.

—Le has dicho al director que nos marcharíamos de inmediato. ¿Iba en serio?

—Desde luego.

—¡Oh!

Trató de no mostrarse herida, pero no le resultó fácil. ¿Que esperaba? ¿Que él la tomara en brazos en cuanto volvieran a quedarse a solas?

—Michael…

—Iré a mi habitación. ¿Puedes estar lista en una hora?

No podía creer que le estuviera haciendo eso después de lo que acababa de ocurrir entre ellos. Parecía tan… normal. Mientras ella revivía todavía cada momento de pasión en el ascensor, él estaba ya pensando en sus planes en Londres.

—Diez minutos si es lo que usted ordena, señor —repuso con dureza.

—No me mires así —respiró hondo y le lanzó una mirada de advertencia—. No lo hago para herirte.

—¿No? —lo miró con ojos fulgurantes—. Puede que no lo intentes, pero, desde luego, lo estás consiguiendo.

Michael avanzó un paso hacia ella, pero la joven retrocedió y lo miró con aire retador.

El hombre hizo una mueca.

—¿Crees que para mí es fácil? —preguntó—. ¿Crees que yo esperaba que ocurriera esto?

—Francamente, sí, lo creo —repuso ella—. ¿Amsterdam no era la ciudad en la que pensabas mezclar los negocios con el placer?

—Eso fue un simple comentario y tú lo sabes.

La miró con rabia, pero Amber se obligó a continuar, a arruinarlo todo.

—¿Lo sé? —gritó—. Me besaste en la pista de baile, delante de Harry Vincent y su novia y eso fue absolutamente premeditado y tú lo sabes.

—Aquello era distinto. Muy distinto —apretó la mandíbula y movió la cabeza—. No confías en mí para nada, ¿verdad? ¿Verdad? —insistió.

Amber vaciló. No sabía qué decir. Su mente, donde quedaba todavía un vestigio de sentido común, le recordó a Beatrice, la razón principal por la que se había metido en todo aquello. Mientras que su corazón… bueno, ¿qué le había pasado ahí? ¿Qué?

—¿Nada que decir? —Michael la observó un momento en silencio—. Por eso creo que lo mejor sería abandonar este hotel, esta ciudad. Si hiciéramos el amor ahora, ya no sería lo mismo, ¿verdad?

—¿Quién ha dicho que te lo permitiría? —se apretó la chaqueta contra el cuerpo, vio la mirada acerada de él y reconoció la verdad de sus palabras—. No; no lo sería —terminó con suavidad.

—Haz las maletas, toma un baño y vámonos de aquí.

—¡No me digas lo que tengo que hacer! No me hables como si fuera sólo una empleada después de lo que acaba de ocurrir entre nosotros.

¿Alguien más se habría atrevido a hablarle así? No lo sabía ni le importaba. Lo único que sabía era que tenía que hacerlo si quería mantener un mínimo de autoestima.

—Soy muy capaz de organizar mi propia vida —gritó con rabia—. No te necesito a ti ni tus dudosos encantos.

Su voz estaba cargada de tensión. Ya no eran jefe y empleada; eran amantes… o casi.

Un silencio peligroso se extendió entre ellos. Cuando Michael habló, su voz era tan dura como el granito.

—Mis encantos sí parecían importantes hace un momento —repuso con frialdad—. Es curioso, pero yo tenía la impresión de que nos comprendíamos.

—¡Tú jamás me comprenderás a mí! —exclamó ella—. ¡Jamás!

—Estoy empezando a creer que eso puede ser cierto.

La joven se volvió para que no viera las lágrimas de sus ojos, pero él la obligó a darse la vuelta.

—Pelearte conmigo no cambiará nada —le aseguró—. Me seguirás deseando.

—¡Qué arrogante eres! —movió la cabeza—. ¿Cómo puedes decir una cosa así?

—Porque es cierto —apretó los labios—. ¿O vas a fingir que no lo es?

—Ni siquiera me gustas —comentó ella con nerviosismo.

—Pero me deseas —hizo una pausa—. Y yo te deseo a ti. Pero aquí no. Así no.

Amber no supo si sentirse aliviada o desesperada. Michael Hamilton la deseaba todavía. Su aspecto era sensacional: fuerte y atractivo. Decidido. Se inclinó hacia ella.

—Lo solucionaremos —murmuró con voz ronca, besándola en la boca—. Te lo prometo.

 

 

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

No era cierto. Estaba muy nerviosa, pero consiguió de algún modo adoptar una posición relajada y se reclinó en el asiento cuando el avión despegaba del suelo.

Michael se sentaba enfrente de ella. La mesa baja que había entre los dos se hallaba cubierta de papeles. ¿Estaría tan enfrascado en el trabajo como pretendía? Al parecer, sí. Amber, con disimulo, lo observó leer, tomar notas de vez en cuando y pasar papeles de un montón a otro.

A él le resultaba muy fácil. Razón de más por la que ella debía resistirse. Eso estaba claro. Por Beatrice y por su propio bien. La locura de Amsterdam no podía continuar. ¿Cómo podría mirar a la cara a su hermana si se dejaba seducir por el hombre que había destruido su felicidad?

Cerró los ojos. Sus imágenes eran muy vívidas y la escandalizaron, pero se obligó a pensar en ellas. Le haría el amor una vez, tal vez dos si tenía suerte. No era tan ingenua como para suponer que Michael Hamilton querría proseguir la aventura durante un periodo largo de tiempo. Su deseo, su lujuria, quedaría satisfecha con poco; le haría el amor y la dejaría, probablemente la despediría también y ella quedaría humillada y odiándose a sí misma.

No, no eran compañeros de trabajo, no eran amigos y nunca podrían ser amantes en el verdadero sentido de la palabra.

—¿Dormida o sólo perdida en tus pensamientos?

Abrió los ojos al oír su voz.

—Ninguna de las dos cosas —repuso—. Estaba descansando.

La observó con atención.

—Pareces cansada —confirmó—. Iba a revisar un par de cosas contigo —le mostró un par de papeles—, pero quizá sea mejor dejarlo para el lunes.

—No, ahora está bien —respiró hondo—. En serio —añadió—. Preferiría concentrarme en el trabajo.

—¿Lo preferirías a qué?

—Me pregunto cómo estará Harry Vincent —repuso ella, decidida a cambiar de tema—. Deberíamos haber llamado antes de salir de Amsterdam.

—Lo he hecho.

—¿En serio? —Amber no trató de ocultar su sorpresa—. ¿Cuándo?

—He llamado mientras preparabas tu maleta.

Otro incidente que indicaba lo poco que había significado para él lo ocurrido en el ascensor. Mientras ella se esforzaba por pensar con claridad, Michael llamaba al hospital.

—¿Y? ¿Se encuentra bien?

—Ha salido bien de la operación que le han hecho. Han dicho que estaba fuera de peligro.

—¡Oh, gracias a Dios!

No pudo evitar sentir cierta culpabilidad. Apenas había pensado en Harry Vincent desde aquella mañana.

—Le he enviado flores y fruta, aunque no estoy seguro de que esté en condiciones de apreciarlas.

—Soy tu ayudante personal; debería haberlo hecho yo —bajó la vista y luego levantó los ojos hasta el rostro de él—. ¿Por qué no me lo has pedido?

—Porque no me ha parecido apropiado en ese momento —repuso el hombre—. No pensabas con mucha coherencia, ¿verdad?

—No puedo creer… me refiero… a lo que ocurrió en el ascensor —tartamudeó ella—. No debería haber ocurrido.

—¿Te importaría decirme por qué no?

Su tono de voz era casual. Era como si preguntara por alguna cosa sin importancia en lugar de referirse al encuentro más apasionado que Amber había experimentado en su vida.

Pero, por supuesto, ahí estaba la diferencia. Para ella había sido un momento muy importante y para él probablemente sólo un entretenimiento agradable.

—¡Amber! ¿Quieres hacer el favor de hablar conmigo?

—No creo que tenga nada más que decir —murmuró—. ¿Me despedirás cuando lleguemos a Inglaterra?

—¿Te preocupa tu empleo? No tienes por qué. Siempre cumplo mis promesas. Te dije un mes de prueba y eso es lo que tendrás.

—Eres muy amable —repuso ella. ¿De verdad creía que el importaba eso?—. ¿O sea que serás justo conmigo me acueste contigo o no? —preguntó con ligereza—. ¡Qué galante eres!

Hubo un silencio.

—No te caigo bien, ¿verdad?

Parecía intrigado. No herido ni avergonzado, sólo sorprendido.

—No, a decir verdad… —luchó por buscar la palabra apropiada—. No —susurró—. No, creo que no.

—¿Y puedo preguntar por qué no?

Amber respiró hondo.

—Es cuestión de caracteres —repuso al fin.

—¿Del tuyo o del mío?

Sabía que cada vez se metía más y más en aquel lío. ¿No había dicho alguien en alguna ocasión que, cuando te encuentras en un agujero, lo mejor que puedes hacer es dejar de cavar? Amber decidió que era un consejo muy bueno y cerró la boca.

—¿Diplomacia a estas alturas? —Michael la miró burlón—. ¿Crees que vale la pena?

—Soy una profesional —repuso ella al fin—. O al menos creí que lo era. Tú no me lo estás poniendo fácil.

—¿No? —le lanzó una mirada de impaciencia—. ¿Te importaría decirme cuál es el verdadero problema? ¿Y bien? —insistió al ver que ella no respondía—. ¡Dímelo! ¿Por qué actúas de este modo? Oh, vamos.

Su voz era fría y dura como el acero. Arrojó sobre la mesa los papeles que sostenía y éstos se esparcieron por todas partes.

Amber pensó que al fin había conseguido una reacción por su parte. ¿Suponía eso algún progreso?

—¡Háblame! —la miró de hito en hito—. ¡Tú crees que soy un bastardo completo! ¡Que tomo lo que quiero cuando lo quiero sin respetar los sentimientos de nadie! ¿Es eso?

Amber quería llorar. La furia de él resultaba muy repentina. Las lágrimas hacían que le escocieran los ojos y amenazaban con rodar por sus mejillas por segunda… no, por tercera vez en un día. Y todo por causa de aquel hombre. Ella que no lloraba nunca. Nunca.

Era inútil. No podía defenderse. Se levantó del asiento.

—¿Adónde vas? —preguntó él con dureza.

—No lo sé. A cualquier parte. Lejos de ti.

—Ahí está la cabina y no creo que el piloto agradezca la distracción —comentó él—. Ahí está despensa, pero hay poco espacio, no sé si cabréis el camarero y tú.

—Tal vez deba tirarme por la ventana.

—Para ser una profesional fría y controlada, tienes mucha propensión al dramatismo, ¿no crees? —repuso Michael con rabia. Se levantó a su vez y se acercó a ella—. Si buscas una salida, sólo hay un lugar en el que puedas esconderte.

Estaba muy cerca. La joven miró su rostro decidido sin saber qué pensar.

—¿Dónde?

—Hay un camarote en el que descanso en los viajes largos —murmuró él—. Es muy cómodo.

—¡No!

Michael la tomó en brazos y la levantó en vilo.

—¡Bájame! —gritó ella—. ¿Qué te crees que estás haciendo?

—¿A ti qué te parece? —gruñó él, sin dejarse afectar por su rabia—. Voy a llevarte a mi camarote.

—Pero no puedes hacer eso.

—Puedo y lo haré.

—¿Crees que puedes obrar así por lo que ha pasado en el ascensor? Pues no es cierto. No te lo permitiré.

—Ya estás dramatizando otra vez —le informó él—. ¿De verdad crees que sería capaz de seducirte ahora? —la miró y movió la cabeza—. En ese caso, tendrías todo el derecho del mundo a considerarme un bastardo. Estás demasiado tensa —le informó al tiempo que empujaba una puerta discreta semioculta en un extremo de la sala principal.

La depositó sobre el colchón.

—Descansa un poco.

Amber lo miró desde la posición fetal en que había caído. Su figura, alta y fuerte, resultaba muy impresionante en los confines del pequeño camarote.

—¿Esperas que te dé las gracias porque has decidido no seducirme? —preguntó con desafío.

Sabía que había cometido un error. Apenas podía creer que hubiera sido ella la que pronunciara aquellas palabras retadoras. Miró asustada el rostro de Michael y vio la rabia que cubría sus ojos.

—Siempre puedo cambiar de idea —replicó él—. ¿Es eso lo que quieres, Amber? —se acuclilló al lado de la cama y le tomó la barbilla con firmeza—. Vamos a verlo.

La besó con firmeza, moviéndose con lentitud y aniquilando cualquier idea de resistencia en la mente de ella. Podría haberse debatido y protestado, pero no lo hizo. En cuanto la boca de él cubrió la suya supo que estaba perdida. Derrotada por completo, porque lo deseaba.

Pero el no la deseaba a ella. O al menos, no en ese momento. Tal vez nunca más. Michael retiró la boca en cuanto los labios de ella se abrieron en un gesto de súplica, en cuanto ella cerró los ojos y cubrió con su mano la mano que él posaba aún en su rostro.

—Demasiado fácil —movió la cabeza—. Duerme un poco —le ordenó—. Le pediré al camarero que te despierte cuando lleguemos a Londres.