Capítulo 9

 

 

 

 

 

No se durmió. Y dudaba que Michael esperara que lo hiciera. Se sentó y pensó en lo que debía hacer, pero repasar mil veces lo ocurrido en su mente no le sugirió ninguna respuesta.

Enfrente de la cama había una cómoda pequeña y miró su reflejo en el espejo. Pensó que, en la superficie no se veía nada que indicara locura: sólo una chica normal de cabello color caoba y ojos verde dorados. Pero sabía que estaba loca, debía estarlo para desear todavía a Michael Hamilton a pesar de todo.

Hubo una breve llamada en la puerta y ésta se abrió. El corazón de Amber dio un salto y luego se asentó al ver al camarero de chaqueta blanca que le informó de que aterrizarían pronto.

Salió un momento después, tras haber decidido no intentar hacer nada por arreglar su aspecto.

Michael seguía en su asiento, con una bebida en una mano y una carpeta sobre el regazo. Probablemente ni siquiera había notado su ausencia. Cuando se sentó frente a él, no levantó la vista del papel que leía, así que ella se abrochó el cinturón y fingió que no le importaba.

El aterrizaje fue algo azaroso. Amber apretó los brazos del asiento y deseó que aquel condenado viaje hubiera terminado ya y estuviera metida en su cama.

Michael no le habló. Ni cuando salieron del avión ni mientras la limusina los conducía por las calles húmedas de las afueras de Londres. Sólo cuando se paró el coche y salió el chófer para abrirle la puerta, se dignó preguntar:

—¿Nos veremos el lunes?

La joven bajó la vista. Ella se había hecho la misma pregunta desde que aterrizaron y seguía sin saber la respuesta.

El chófer esperaba con paciencia. Permanecería allí sujetando la puerta el tiempo que fuera necesario. El cabello gris y las arrugas de su rostro indicaban que era lo bastante mayor para ser su padre. Si supiera la verdad, probablemente le diría que escapara mientras todavía estaba a tiempo, antes de que perdiera el juicio. Porque eso es lo que estaba en juego: su mente. El cuerpo ya había sido derrotado; Michael podía hacer con él lo que quisiera. Lo único que le quedaba por proteger era su mente.

Sintió una depresión súbita. ¿De qué servía todo aquello? ¿Qué sentido tenía fingir que podía hacer algo?

Venganza. ¡Qué idea tan estúpida!

—Me gustaría oír una respuesta. Quiero saber dónde nos encontramos.

¿Le importaba lo que hiciera ella? ¿Le importaría de verdad no volver a verla? La joven cerró los ojos un instante en una especie de plegaria silenciosa y luego volvió la vista hacia él.

—Sí —repuso con calma—. Allí estaré.

 

 

El lunes por la mañana la llamó una hora después de que llegara al despacho. Amber golpeó con los nudillos la puerta y esperó a oír su voz. Se sentía muy nerviosa y tan poco profesional como era posible. Sin embargo, estaba muy elegante, ataviada con otro de los trajes de Carol, ése azul marino con una falda larga cortada al bies que le caía hasta la mitad de la pantorrilla. Su blusa blanca quedaba bien con la chaqueta ceñida y los zapatos de ante a juego.

Una vez más había tenido efecto una transformación. Por dentro era todavía la profesora en paro a la que le gustaba llevar vaqueros y camisetas y que tenía el vicio secreto de comer el helado directamente del recipiente, pero por fuera era una mujer profesional que tenía que mostrarse serena y capaz de lidiar con cualquier situación que pudiera presentársele.

Tendría que dimitir. No podía seguir con aquella terrible farsa. Antes o después tendría que tomar la decisión de no volver a ver a Michael Hamilton.

Éste estaba tan increíble como siempre. Amber había descubierto ya, por las conversaciones de la oficina, que casi todas las empleadas, con la posible excepción de la madura y agria señorita Jones, estaban locas por él. Impecablemente vestido con un traje oscuro, el cabello negro echado hacia atrás, era la personificación de la riqueza, el poder y un estilo propio e inconsciente.

¿Era eso lo que la atraía de él? ¿Era igual que las demás chicas? ¿Se trataba sólo de imagen, poder y belleza?

—Buenos días.

La miró y ella le devolvió la mirada impasible, incapaz de dejar de pensar en lo que sería su vida cuando ese hombre, al que apenas conocía, ya no formara parte de ella.

—Fingiremos por el momento, ¿no? —preguntó él—. Fingiremos que tú sólo eres mi ayudante personal y yo sólo tu jefe. ¿Es eso lo que quieres?

La joven asintió aliviada.

—Sí —murmuró—. Sí, por favor.

—¿Algún mensaje importante?

Su voz sonó brusca y competente. Mientras hablaba, bajó la cabeza hacia sus papeles.

—Ah… —Amber registró su memoria sin saber todavía cómo distinguir las llamadas importantes de las otras—. No —dijo con firmeza—. Pero he anotado algunas citas para los últimos días de la semana.

Michael la miró un instante.

—¿Qué tenemos para hoy?

Amber mostró la agenda de cuero negro, réplica exacta de la que había en la mesa de Michael y le dio una lista de las distintas reuniones anotadas en ella. Era una lista larga, que lo ocuparía hasta por la tarde, con apenas tiempo libre para pensar.

—¿Algo más?

La joven se preguntó si no le parecía suficiente.

—No, no lo creo.

—Necesito unos archivos —dictó una lista a toda velocidad y la observó anotar los nombres todo lo rápido que podía—. También quiero que hagas algunas llamadas —le tendió un papel—. Quiero hablar con estas personas. Oh, y tendrás que llamar a alguien para que arregle mi cafetera; está estropeada.

La joven miró al otro lado del cuarto y vio la mesa con la cafetera encima.

—¿Qué le pasa?

—No calienta

No se molestó en levantar la cabeza de su trabajo. Estaba enfrascado en él. Amber esperó un momento y, cuando resultó evidente que no iba a darle más órdenes, salió de la estancia.

Se sentó en su mesa y miró al frente con rabia. No sabía muy bien por qué. ¿Acaso no había rezado en las últimas veinticuatro horas para que dejara de presionarla? Pero que le hablara de aquel modo, ignorando el hecho de que habían estado a punto de convertirse en amantes… bueno, no le resultaba tan fácil como había imaginado.

El interfono de su mesa sonó con impaciencia.

—¿Tienes ya esas llamadas listas?

La joven miró el trozo de papel que tenía en la mano y se apresuró a alisarlo.

—Estoy en ello —repuso.

Por la tarde, estaba al borde de un ataque de nervios. Había sido un día capaz de poner a prueba a una santa y Amber, que no era eso precisamente, se hallaba de muy mal humor.

Nada había ido bien; la señorita Jones no se esforzó nada por ayudarla y Michael apenas le dejó tiempo de respirar entre tarea y tarea.

A las seis y media, la mayoría de los empleados se habían marchado a casa. Amber seguía luchando por terminar un informe más, tratando de reunir toda la información dispersa y dudando de poder llegar al refugio de su apartamento antes de que cayera la noche.

Una hora más tarde, las páginas quedaron por fin en orden. Las miraba con cierta satisfacción cuando sonó el interfono de su mesa. Sobresaltada, tendió la mano para apretar el botón y volcó una taza de café sobre los papeles. Observó cómo caían las hojas al suelo una a una y en una especie de cámara lenta.

Dio un grito, sin importarle que Michael la oyera, y miró con desmayo la alfombra, pensando en todas las horas de trabajo que había invertido en aquello.

—¿Se puede saber qué ocurre?

Su voz sonaba irritada a través del interfono, pero la joven no respondió. Siguió mirando el suelo como en trance. No se movió tampoco cuando él apareció en la puerta. Las lágrimas rodaban en silencio por sus mejillas.

—¿Amber?

El tono de su voz indicaba que apenas podía creer lo que veía.

La joven levantó la vista desde el suelo hasta la mesa. La mancha marrón lo explicaba todo. Era la secretaria más incompetente de la compañía Hamilton.

—¿Es el informe que estaba esperando? —preguntó él; se agachó a levantar dos hojas con incredulidad—. Supongo que sabes lo importante que es esta información.

Amber asintió con la cabeza.

—Creo que sí —murmuró—. He trabajado en ella toda la tarde.

—Y yo la he esperado toda la tarde —suspiró—. ¡Por el amor de Dios, deja de llorar! No es el fin del mundo.

Era una orden, no una muestra de simpatía.

Amber bajó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Para mí sí —sollozó—. Soy una inútil.

—Mírame.

Eso era algo que no quería hacer. En su rostro leería la humillación por no poder hacer su trabajo y el hecho de que lo había echado de menos todo el día.

Unos dedos fuertes levantaron su barbilla hasta que no le quedó más remedio que mirarlo a los ojos.

—Un mal día, ¿eh?

—¿Tú qué crees? —luchó por reprimir un sollozo—. Horrible.

—Y ha sido culpa mía, ¿verdad? Déjame llevarte a casa.

—¿Pero y el informe?

Hablaba como una niña. Sintió un deseo repentino de echarse en sus brazos y sollozar de modo incontrolable; necesitaba su fuerza; quería con desesperación sentir sus brazos en torno a su cuerpo.

—Puede esperar a mañana.

—Pero tú has dicho…

—Ya sé lo que he dicho, pero no siempre podemos tener lo que queremos, ¿verdad? Creo que ya he descubierto eso.

Amber lo miró a los ojos.

—¿No vas a despedirme?

—¿Crees que debería hacerlo?

Estaba agotada, pero todavía lo deseaba. El tono de su voz y el modo en que la miraba la hacían sentirse mareada de deseo.

—Quiero seguir con el informe —anunció con desafío. Echó la cabeza atrás—. Ha sido una torpeza; es culpa mía —apartó la silla y se agachó para retirar los papeles—. Volveré a imprimirlo, no tardaré mucho.

Una mano larga cubrió la suya, impidiéndole recogerlos.

—No tienes por qué hacerlo —musitó él.

Pero, por supuesto, los dos sabían ya que sí tenía.

 

 

—Ya está, he terminado.

Amber colocó el grueso volumen sobre la mesa de Michael. Había trabajado como un demonio y esa vez, a pesar de su cansancio y frustración, todo había ido bien.

—Veo que trabajas mejor sin distracciones —comentó él.

Tomó las páginas sin mirarlas y las metió en su maletín.

—¿Pero no vas a echarles un vistazo? —preguntó ella, decepcionada por su falta de interés.

—Lo haré más tarde.

Lo observó ponerse la chaqueta y apagar la lámpara de su mesa. La habitación adquirió una atmósfera más suave y espesa. A través de la ventana se veían las luces de la ciudad.

—¿Te vas a casa? —preguntó ella.

—Así es —cerró el maletín y se acercó a ella—. ¿Vienes?

Olvidó al instante el desastroso día y el lío que había organizado. Estaba cerca de ella y la penumbra parecía intensificar su presencia, acentuando la línea fuerte de su mandíbula y oscureciendo su pelo y su traje de modo que resaltaban más la blancura de su camisa y el tono bronceado de su piel.

—¿Amber? —preguntó con aire interrogante—. He dicho que te llevaría a casa.

—No es necesario; puedo tomar el metro.

—Ya lo sé, pero no lo permitiré. Te he dicho que te llevaría.

—Y yo te he dicho que puedo ir sola.

¿Por qué se mostraba tan difícil? Tal vez porque se había sentido todo el día ignorada y eso le dolía. Sabía muy bien que era ridículo, pero su amor propio estaba herido. Para él era fácil. Más de doce horas con sólo una puerta entre los dos y él había seguido trabajando como si su presencia no tuviera ninguna importancia.

Abrió la puerta. En la oficina exterior, la vida continuaba. La joven miró por el pasillo y vio al equipo de la limpieza que avanzaba hacia ellos.

—No voy a aceptar un no —comentó él—. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que digas sí.

—No te atreverías.

Michael sonrió y se acercó un poco más a ella.

—¿Quieres ponerme a prueba? —murmuró—. Estoy seguro de que daría qué hablar a los de la limpieza.

—Iré contigo —repuso ella con rapidez. Retrocedió un paso—. Si insistes.

 

 

Estaban en el Mercedes personal de Michael y conducía él, ya que había enviado al chófer a casa horas atrás. El interior olía a cuero y a madera, con un rastro de colonia, y la opulencia general era parte de su estilo de vida.

Amber llevaba unos minutos perdida en sus pensamientos. Miró por la ventanilla y la vista del barrio que cruzaban, con sus casas altas y bien proporcionadas, le produjo una sensación de pánico.

—Has dicho que me llevarías a casa.

—Y lo haré, pero más tarde.

La joven trató de mantener la calma, sin conseguirlo.

—Lo único que quiero es darme un baño, cambiarme de ropa y comer algo.

—¿Y quién dice que no puedas hacer todo eso en mi casa?

Amber lo miró sorprendida, incapaz de creer en su presunción.

—Crees… —empezó a decir—. Crees que eso…

—Creo que estás cansada y necesitas que te mimen un poco —la miró—. ¿Cuál es el problema? Me miras como si estuviera loco —sonrió—. ¿De verdad imaginabas que iba a llevarte a tu casa y soltarte allí sin más?

—Sí.

—No me comprendes en absoluto, ¿verdad? ¿Crees que he olvidado lo de Amsterdam?

—Tal vez sea yo la que ha decidido olvidarlo —repuso ella—. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

—Esa idea se me pasó por la cabeza, pero sólo por un instante —replicó él con calma—. Un vistazo a ti esta mañana me ha dicho que has pensado en ello tanto como yo.

—Michael… —la joven movió la cabeza—. No puedes hacerme esto. No lo permitiré.

—¿Y qué es exactamente lo que voy a hacer? —preguntó él con voz ronca y retadora.

Había detenido el coche. Se miraron largo rato, sin hablar. Su pregunta resonaba en el interior de la cabeza de ella. ¿Qué iba a hacer?

El hombre abrió la puerta y salió.

—¿Vienes?

Amber negó con la cabeza. Quería que Beatrice estuviera orgullosa de ella.

—No.

—No es necesario que me mires así —gruñó él—. No voy a abalanzarme sobre ti en cuanto crucemos la puerta. Si es necesario, puedo controlarme muy bien y tú lo sabes.

La joven apretó los labios con furia. Se quedó donde estaba y él echó a andar. Lo vio subir las escaleras de piedra y meter una llave en la cerradura. Esperó, pero él no volvió la vista atrás.

La casa, situada en el barrio de Knightsbridge, estaba ya abierta. Vio un papel pintado color pálido y un cuadro de arte moderno y luego él entró, dejándola sola en el coche, en la calle oscura.

Permaneció allí cinco minutos, vacilante. Su amor propio tenía algo que ver, sí, pero resultaba insignificante al lado de los demás temas en juego.

Lo deseaba. Pero acostarse con él tendría un precio. Su virginidad para empezar; y quizá también su cordura. Había habido otros hombres en su vida, pero ninguno lo bastante importante para entregarse a él; en realidad, habían sido todos muchachos. Divertidos, ingenuos, fáciles de tratar. Pensó en Michael.

Él no era ninguna de esas cosas. ¿Era eso lo que la atraía de él: el peligro?

Suspiró. Si ya se sentía confusa, ¿cómo se sentiría después? ¿Realizada? ¿Pero y más tarde, cuando hubiera pasado el placer del momento? ¿Engañada? ¿Herida? ¿Utilizada?

—No lo conozco —susurró.

Pero deseaba hacerlo. Lo deseaba mucho.

Cuando abrió la puerta del coche, le temblaban los dedos. Subió los escalones de piedra con piernas vacilantes. Una vez que cruzara el umbral, sería difícil volver atrás. Curiosamente, no era Michael lo que la asustaba, sino ella misma. Creía en su afirmación de que podía controlarse si ella se negaba, de que respetaría su decisión.

Cruzó la puerta y miró a su alrededor con cautela mientras su mente registraba de algún modo las obras de arte que colgaban de las paredes: manchas de color en un fondo monocromático.

Todo estaba en silencio. Sus zapatos hacían demasiado ruido sobre los azulejos negros y blancos.

Michael servía una copa en la sala de estar. Amber notó que había dos vasos. Estaba seguro de que ella aparecería. Se volvió cuando entró y ella contuvo el aliento. El efecto que tenía sobre ella seguía sorprendiéndola.

—Para ti —dijo con voz profunda. Tendió un vaso y se acercó a ella sin dejar de mirarla a los ojos—. Creo que necesitas una copa.

—¿Tú siempre consigues lo que quieres?

—No siempre.

Sus ojos seguían quemándole la cara. Pensó con desgana que tenía demasiado poder. ¿Cómo podía luchar contra aquello?

Aceptó el vaso de vino que le ofreció y lo apretó con ambas manos.

—Tienes una casa muy bonita —murmuró. Tomó un sorbo y miró la enorme habitación y sus escasos muebles—. Tiene personalidad. Y es sencilla.

—Eso es algo que procuro lograr siempre que es posible. La vida es así más sencilla.

Amber pensó en Beatrice. ¿Consideraba él que su intento de seducirla había sido una opción fácil? Esperó, confiando en que esa idea produjera algún efecto, le hiciera salir de allí, pero no fue así.

—Te has quedado muy pensativa de repente. ¿Qué te pasa? A veces me pregunto en qué piensas. Sé que hay algo más en ti de lo que se ve a simple vista.

—¿Cómo lo sabes?

—Ya te dije cuando nos conocimos que soy un experto en leer el lenguaje del cuerpo. ¿Por qué no me cuentas lo que te preocupa?

No la había besado. Ni siquiera la había tocado. Amber se preguntó si sería una decisión consciente o si no había sentido el deseo.

Estaba confusa, insegura. Deseaba que él la tomara en sus brazos.

¿Y qué pensaría Beatrice de ella, que quería acostarse con el hombre que le había arruinado la vida?

—No puedo.

Michael frunció el ceño ante la angustia que expresaba su voz.

—¿Por qué no vas arriba? Ponte cómoda y date un baño.

La joven achicó los ojos. ¿Así sin más? ¿De verdad esperaba que subiera, se desnudara y se metiera en una bañera llena de burbujas aromáticas? ¿Era eso lo que hacían todas sus mujeres?

—¿Por qué yo? —preguntó.

No la insultó fingiendo no comprender.

—Porque eres hermosa, encantadora, vulnerable.

—Estoy segura de que has usado antes esas palabras —enarcó las cejas. Temblaba por dentro, pero estaba decidida a mantener una imagen serena—. ¿Eso es todo?

—No. Pero el resto no puedo explicarlo.

—¿No puedes o no quieres?

El hombre sonrió.

—Ambas cosas.

Amber endureció su corazón. ¿De qué serviría engañarse a sí misma?

—Soy una novedad. Soy testaruda y me atrevo a discutir —repuso—. Y eso te intriga.

—Y eres una experta en el modo de pensar de los hombres, ¿verdad? Lo sabes todo.

—Dime que no es cierto. Vamos, dilo. Miente. No soy una tonta. No podrás convencerme.

—Quiero que seamos amantes. Tú quieres lo mismo.

La joven sonrió con tristeza.

—Demasiado sencillo —murmuró.

—¿Crees que tiene que ser complicado? —movió la cabeza y la miró con dureza—. He tenido muchas mujeres, demasiadas quizá —prosiguió con el mismo tono—. Y cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que la mayoría de ellas se han fundido en una sola, una masa indistinta de cabezas rubias o morenas con bocas sonrientes que siempre, siempre —repitió con énfasis—, decían que sí.

—¿Buscas algo con esa confesión? —preguntó ella—. ¿Se supone que debo disfrutar con ella?

Michael apretó los labios.

—Intento explicarte…

—No es necesario.

—Yo creo que sí.

—Lo siento —dejó su vaso sobre una mesita negra—. No puedo escuchar esto. Tengo que irme. No espero que me lleves a casa. Es culpa mía. ha sido un error venir aquí. Llamaré a un taxi.

Se volvió y cruzó la estancia corriendo, volcando una mesita lateral en el proceso. Sus zapatos resbalaron en el pasillo. El corazón le latía con fuerza. Oyó a Michael gritar su nombre y apretó el paso en dirección a la puerta.

—¡Amber! —la alcanzó justo cuando acababa de abrir la puerta. La cerró de golpe y volvió a la joven hacia él—. ¿Qué te ocurre?

—¿Y tienes que preguntarlo? —lo miró con odio—. ¡Yo no soy esa clase de chica! No puedo…

Movió la cabeza, enfadada por no poder encontrar las palabras adecuadas.

—Para ti no significa nada, ¿verdad? Sólo sexo, sólo placer. Muy bien, pero para mí no es eso. ¡Para mí no! —luchó por soltarse, pero las manos de él eran demasiado fuertes—. No puedo cambiar mis sentimientos para adecuarlos a la ocasión.

—¿Y qué es lo que sientes? —la miró con frialdad—. Vamos, dímelo. Te escucho.

—Asco. Deseo.

Frunció el ceño y trató de analizar sus emociones. Nunca había imaginado que pudiera sentir tantas cosas contradictorias sobre otro ser humano. En sus veintidós años de vida jamás había experimentado algo parecido. A su padre lo había querido mucho, pero de un modo confiado, infantil y muy consolador. Aquel hombre no le inspiraba nada de eso.

—Te odio —dijo—. Y sin embargo…

—¿Y sin embargo? —repitió él con voz suave—. Lo siento. Hoy te he hecho pasar un infierno, ¿verdad? Una prueba detrás de otra.

Bajó la boca y la besó con suavidad en los labios.

—¿Pruebas? ¿Quieres decir…? —movió la cabeza—. ¿Las llamadas de teléfono urgentes, el trabajo, el informe? ¿Y si hubiera subido directamente arriba?

—Pero no lo has hecho.

—¿Pero y si lo hubiera hecho? —repitió ella con dureza—. ¿Entonces qué? ¿Me habrías pedido que me marchara? ¿Cómo te atreves? —gritó—. ¿Cómo te atreves a utilizarme de este modo?

—No era consciente de haber hecho semejante cosa. ¿Cuándo? ¿Cuándo te he utilizado? ¿En el ascensor? ¿En la habitación del hotel? ¿Esta tarde? Tienes mala memoria, Amber. Yo recuerdo todo eso de un modo distinto.

—¿Por qué juegas conmigo de este modo? ¿Por qué?

Michael la miró a los ojos.

—Porque todo ha ocurrido muy deprisa —repuso con fiereza— . Porque has aparecido en mi vida de repente. Porque eres distinta a las demás mujeres…

—¿Y las demás mujeres siempre han subido directamente al dormitorio?

—Muy pocas han cruzado alguna vez esta puerta —contestó él.

—¿Y debería considerarme afortunada porque me hayas permitido entrar en este prestigioso santuario? ¡Qué honor!

Hubo un silencio. Amber sentía la presión del cuerpo de él contra el suyo. Miró sus ojos azules y se preguntó si era la locura o el valor lo que le había impulsado a decir aquello.

—¿Quién está jugando ahora? —gruñó él, mirándola con disgusto.

Aquella vez bajó la boca con una intención muy clara. La joven no tenía ninguna posibilidad contra él. Se besaron como si sus vidas dependieran de ello. Su abrazo fue como una batalla, muy fiero. Un castigo por todo lo ocurrido antes. Las manos de él la acariciaron con rudeza antes de subir hasta sus pechos.

Amber respondió con respingos de placer y él volvió a besarla, apretándola contra su cuerpo.

Su pasión la dejó sin aliento. Se estremeció en una reacción de anticipación y placer y él le besó la garganta, la mandíbula, el rostro. Su deseo adquiría cada vez más fuerza. Olvidó su discusión. No importaba nada excepto la tortura exquisita de las caricias de Michael Hamilton.

Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos sobresaltada al darse cuenta de que el deseo se apoderaba de su voluntad.

—Michael…

Buscó una muestra de seguridad en su rostro y él se la dio besándola en los labios.

—Confía en mí —susurró con gentileza—. Por favor, confía siempre en mí.

La tomó en brazos y la llevó por el pasillo y escaleras arriba hasta que llegaron a un dormitorio.

La tocó con urgencia y ella dio un respingo y apretó el rostro contra su pecho, pasándole los dedos por el pelo.

—Ya no hay vuelta atrás —murmuró él con voz ronca.

Amber no contestó. No podía. Estaba perdida en una corriente de sensaciones sensuales y emociones. El cuerpo le dolía de deseo. Tenía la sensación de haber esperado aquello una eternidad y cuando por fin había llegado el momento, sabía que lo deseaba más de lo que desearía nunca nada en su vida.

—Mírame.

Lo hizo; lo observó levantarse para sentarse a horcajadas sobre ella. Se quitó la corbata y la camisa y dejó al descubierto su magnífico torso.

La miró a los ojos y ella tendió las manos y tocó el vello oscuro que cubría su piel. Michael le cubrió las manos y tiró de ella hacia adelante de modo que quedara sentada frente a él y él pudiera bajarle la blusa de los hombros y apartar su sujetador de encaje.

Se miraron semidesnudos y se besaron apasionadamente, regodeándose en la anticipación de los momentos que seguirían.

Cuando se hubieron desnudado por completo, yacieron juntos en la cama, acariciándose.

Amber jamás había imaginado que su primera experiencia sexual pudiera ser tan… tan mágica, tan sensual, tan deliberada.

El primer empujón de la posesión fue poderoso, tal y como ella había imaginado que sería. Cuando él repitió el movimiento, sintió placer y dolor, pero no tanto como había sospechado.

Se abandonó a sus sensaciones. Y a la gloria que le producían. A la maravilla de compartir, de experimentar la unión definitiva. Se movieron al unísono, abrazados, acariciándose mutuamente, besándose con fuerza y lanzando gemidos de placer…

Después la boca de él se posó sobre su cuello. Le apartó un mechón de pelo de la frente y la miró a los ojos.

—Ha sido algo especial —dijo con voz ronca.

—Sí.

Él tenía mucha razón. Ella deseaba llorar y, sin embargo, no estaba triste.

Michael le acarició el rostro con gentileza y la besó en los labios con suavidad.

—No es sólo sexo —murmuró—. Tienes que creerlo.

Deseaba hacerlo. ¿Pero se refería a hacer el amor en general o a lo que acababa de ocurrir entre ellos?

Michael se apartó con gentileza.

—Voy a preparar el baño —murmuró—. No salgas corriendo ahora, ¿vale?

Amber sonrió.

—No se me ha pasado por la cabeza —susurró con sinceridad—. Estaré aquí hasta que tú quieras.

Se bañaron juntos, y él enjabonó todo el cuerpo de ella.

Después yacieron juntos entre sábanas limpias, abrazándose, besándose un poco, escuchando la música suave procedente de un estéreo colocado en el estante de un rincón.

—¿Cómo es que eras virgen? —preguntó él con suavidad—. No comprendo cómo ha podido ocurrir un fenómeno así.

—¿Yo un fenómeno? —repuso ella con ligereza—. No lo creo.

—¿En estos tiempos? —hizo una pausa—. ¿Cuántos años tienes?

—Veintidós.

—Eres una mujer hermosa y no te avergüenza tu cuerpo. Y sin embargo, has guardado mucho esa parte de ti —murmuró—. ¿No ha habido nadie serio en tu vida?

La joven negó con la cabeza.

—No.

—Me siento honrado.

Amber se volvió a mirarlo.

—¿Te estás riendo de mí? —preguntó vacilante.

—No. Hablo en serio. No tienes ni idea de lo que he sentido al descubrir que era el primero.

La joven dejó caer la cabeza sobre los brazos musculosos de él.

—Ha sido maravilloso.

—¿Sabes?, se te da muy bien halagar mi ego —murmuró él. La besó en la boca con lentitud—. Tendremos que repetirlo.

—¿Me lo prometes? —sonrió ella.

—Desde luego —rodó en la cama y tiró de ella hasta colocarla bajo su cuerpo—. ¿Qué te parece ahora?

Hicieron el amor con tanta pasión como la primera vez. A cada momento que pasaba, ella se sentía menos inhibida, más atrevida. Tocar a Michael con la misma intimidad con que la tocaba él era una delicia. Notar su respuesta, un placer.

Cuando terminaron, la abrazó y la besó con ternura.

—Hacía mucho tiempo que no sentía esto. Tú me haces muy feliz.

—¿Hablas en serio? —susurró ella—. ¿No soy simplemente otra aventura de una noche?

—¿Otra? —sonrió él con sorna—. ¿Quién ha dicho que haya habido alguna?

La besó y, cuando volvió a hablar, su voz era mucho más seria.

—Los dos tenemos que comprender que lo que ha ocurrido entre nosotros significa algo. Tenemos que poder confiar en el otro. Conocernos el uno al otro. Sentir que no hay barreras entre nosotros. Así es como se desarrollan las relaciones felices.

Amber sintió un picor en los ojos.

—¿Y tú quieres que tengamos una relación así? —preguntó con suavidad, sin atreverse apenas a escuchar su respuesta.

Michael la observó con gravedad.

—¿Tú qué crees?

Amber sintió una oleada de culpabilidad. Un nudo se formó en su garganta y, por un instante, creyó que iba a echarse a llorar.

—Sabes, tengo verdadera necesidad de hacer alguna locura —dijo él, que no pareció notar nada.

—¿No es bastante locura lo que acabamos de hacer? —preguntó ella con suavidad.

—Hablo en serio —anunció él—. Está a punto de suceder algo que no ocurre todos los días.

—¿Te refieres a la aparición de un cometa? ¿Ese tipo de cosas? —preguntó ella, decidida a olvidar el miedo y los remordimientos y disfrutar del espectáculo de Michael Hamilton, constructor de imperios, relajado y con aspecto feliz.

—Exacto, pero este acontecimiento no es tan raro —la besó con ligereza en la nariz—. Mañana me tomaré el día libre. Los dos lo haremos.

Amber frunció el ceño y sonrió con incredulidad.

—¿Así sin más? ¿Pero y tus reuniones?

—Pueden esperar —la miró con ferocidad y ella sintió de nuevo la punzada del deseo—. Todo puede esperar. Además, sólo me estoy mostrando pragmático. No creo que ninguno de los dos pudiéramos concentrarnos mucho. Entre los dos cometeríamos demasiados errores.

—Este no es uno, ¿verdad? —musitó ella—. Apenas nos conocemos y…

Michael calmó su ansiedad con un beso.

—Si es un error, es uno que me va a gustar cometer —le aseguró—. ¿Y a ti?