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Capítulo II

Odo se despertó de golpe, llevándose la mano al ojo derecho. Su corazón latía apresurado y su respiración era rápida y pesada, se sentó en su sencillo catre de monje.

«Otra vez ese sueño». Dejó escapar un largo suspiro, sus latidos se ralentizaron. Habían pasado años desde la última vez que había sufrido esa pesadilla, y tenerla nunca había augurado nada bueno. En los diecisiete años desde que Acre cayó, cada vez la tenía menos, así que tenía que pensar por un momento cuándo había ocurrido.

Se apartó la mano del ojo. Recorrió con los dedos la blanca cicatriz irregular que comenzaba sobre la parte derecha de su frente. La siguió hacia abajo, cruzando el suave parche negro del ojo antes de volver a encontrarla entre las curtidas arrugas de su mejilla.

Una mirada a la ventana cerrada y oscura le hizo ver que era de noche. Una lámpara de metal deslustrada que había en la pared junto a la ventana, emitía una luz tenue en la habitación. Era una norma de la Orden que los hermanos templarios debían dormir con una luz de noche, un recuerdo constante de su lucha por mantener la oscuridad apartada del mundo y, lo que es más importante, de sus corazones.

La parpadeante lámpara de superficie cincelada e irregular emitía sombras extrañas y cambiantes, mostrando un barracón. Odo observó cómo la luz bailaba por la habitación, el cálido resplandor avanzando y retrocediendo a través de una docena más de catres, cada uno ocupado por un templario dormido. Vistiendo los mismos hábitos blancos y simples con los que trabajaban durante el día, otra norma de la Orden, algunos yacían inmóviles, mientras que otros se movían inquietos y unos pocos roncaban ligeramente.

Su mirada se posó en la puerta, que estaba entreabierta, algo fuera de lo normal. Al lado, había un catre vacío con las sábanas y ropa de cama estiradas de no haber dormido nadie. Entrecerró los ojos. Se incorporó de la cama, el roce de la tela de su hábito era el único ruido que hizo al levantarse. Se paró un momento, asegurándose de que todos los hermanos de la habitación dormían y se dirigió a la puerta. Allí se detuvo, observando una vez más a sus hermanos para comprobar si le habían visto. Vio, con satisfacción, que todos continuaban en sus lechos y salió.

El pasillo estaba poco iluminado, la pared salpicada de las mismas lamparitas de metal que las de los dormitorios. Caminó, sin hacer ruido, por la penumbra, el suave sonido de sus pies arrastrándose en los suelos de piedra pulida era estruendoso en comparación con el silencio del claustro. Aunque sus sentidos a lo largo del pasillo —el desgaste del suelo, los ecos en las paredes— le decían dónde se encontraba de entre todas las tortuosas salas, miró al frente. Luego a ambos lados, girando la cabeza con amplitud y determinación. Procedió con cautela, no quería que ningún otro hermano se percatara de su salida nocturna por culpa de un encuentro fortuito. Las normas de la Orden dictaban castigos para cualquiera que dejara su habitación después de las últimas oraciones, aunque Odo no creía tener que responder ante nadie por sus acciones.

Los aromas a mirra e incienso daban un ligero toque picante al aire, recordatorios de la misa diaria. Destinado aquí en el Temple de París durante unos dos años, seguía pasmado por la inmensidad del lugar, con sus altas bóvedas y arcos apuntados que daban acceso a largos pasillos serpenteantes. Las líneas de todas las habitaciones y pasillos eran marcadas y verticales, un anhelo por el cielo esculpido en mármol y granito. Muros apuntalados se elevaban en homenaje a Dios y techos abovedados descansaban en enormes dedos esqueléticos de piedra que, para Odo, eran un recordatorio de su mortalidad.

Construido con el reverencial cuidado por los detalles de la Orden, la talla de la piedra era un homenaje a la gloria y bondad de las creaciones de Dios, delicada y viva, rica en imágenes heroicas y discretas, desde escenas bíblicas hasta vidas de santos. Odo se paró al acercarse a una fila de ventanas cerradas que flanqueaban una vidriera de colores. Exquisita incluso de noche, irradiaba oscuridad, suave en contraposición con la rugosa pared de granito.

Se acercó a una escalera, una de las docenas que conectaban los innumerables pisos del Temple. Al no ver nada arriba en la penumbra, subió. Gracias a las noches que había estado de guardia, conocía las rutinas y puestos de los centinelas, así que planeó su ruta para mantener distancia con ellos.

Unos murmullos distantes le hicieron detenerse. Las palabras le llegaban desde delante. Sabía dónde estaría la guardia y que no podía retroceder en este punto, así que prosiguió.

Cerca del final del pasillo, logró distinguir un brillo tenue en el cruce que había más adelante, distinto al de las siempre presentes lámparas de metal. Se dirigió hacia allí y se paró donde se juntaban los pasillos.

Miró a la izquierda y vio una pesada puerta de madera oscura perfilada por una débil luz que venía del otro lado. Una larga sombra al fondo de la puerta pasó de un lado a otro: alguien andando de aquí para allá tras ella. Las voces susurrantes ahora le eran inteligibles.

—No había opción, Gran Maestre.

Odo agudizó el oído. La joven voz no le era familiar. Seguramente se trataba de un novicio.

—El barco zarpó con la marea.

—Deberías haber estado allí cuando zarpó —dijo la segunda voz bruscamente. Las palabras ásperas y mesuradas delataban cansancio. Esta voz Odo la conocía bien y eso le inquietó. Bien pasada ya la medianoche, se preguntaba qué podía ser tan urgente que requiriera una reunión con este hombre mucho después del último toque.

Avergonzado de repente por espiar la conversación, Odo se apresuró a alejarse de la puerta. Una guerra justificaría tal ruptura de las normas de la Orden, se dijo mientras subía otras escaleras oscuras. Pero su Temple estaba en el centro de París, lejos de cualquier frente. Y, sin embargo, sólo en situación de guerra se celebraban consejos aquí y a estas horas.

Pues éste era el despacho del Gran Maestre.

Jacques de Molay, Gran Maestre de los Caballeros Templarios, iba de un lado a otro de su despacho pausadamente. Vestido con el mismo hábito blanco que todos los hermanos de la Orden, sus facciones blancas eran finas y arrugadas, enmarcadas por su barba gris y su pelo al viento, como si de un Cristo plateado se tratase. Parándose con cansancio delante de su escritorio, cerró los ojos con fuerza. Catorce años después de suceder al Gran Maestre Thoebald de Gaudin, llevaba en París menos de un año, trasladado desde el cuartel general de los templarios en la isla de Chipre a petición de su santidad el papa Clemente V. Tras el largo viaje a casa, descubrió que incluso en el corazón de la cristiandad, los caballeros templarios, el ejército de Dios en la Tierra, no eran mucho mejor recibidos ni comprendidos que en Arabia o Persia. Tanto la Iglesia como la corona habían empezado a retirar su apoyo a las cruzadas y a los cruzados, centrándose más en sus fronteras. Cuestionaban abiertamente la utilidad de los templarios y los recursos que requerían. O más bien, De Molay lo había decidido hace ya tiempo, los recursos que los reyes deseaban.

—Otra vez —ordenó el Gran Maestre en voz baja y con la garganta irritada. Los dos días sin dormir habían empezado a enturbiarle la vista y nublarle el pensamiento. Pero los cuarenta años al servicio del Señor le habían enseñado más de un truco para estar lúcido.

Ante él había un joven, con la mirada al frente y el pecho firme. De apenas dieciocho, pelo espeso y barba corta, el hermano André de Saint-Just se puso tenso y apretó la mandíbula, oprimiendo con las manos el yelmo que tenía asido al brazo. Al igual que la loriga y la pernera de malla, estaba aún pulido y liso, nuevo y sin usar. Su manto, sin embargo, estaba polvoriento y su tabardo salpicado y manchado de barro casi por completo, así que se avergonzó cuando tuvo que presentarse al Gran Maestre con ese aspecto.

—Cabalgamos día y noche —repitió el hermano André—. Uno de los caballos cayó muerto de agotamiento por haber galopado desde L’Ormteau hasta La Rochelle.

—No entiendo por qué vuestro preceptor o el comandante de las dependencias no lo envió antes.

De Molay miró el pequeño paquete de cuero que había en su escritorio y en cuyo interior se veía claramente un bulto bien envuelto. Los superiores del joven caballero tendrían que afrontar medidas disciplinarias cuando esto acabara.

—Toda la riqueza que la Orden posee no vale nada en comparación con este tesoro único. —De Molay dio un golpe con la mano a la mesa y se arrepintió al instante de haber perdido el control. El novicio se quedó en silencio, los músculos de sus mejillas y mandíbula se flexionaban cuando apretaba las muelas.

—Y precisamente esta noche —continuó De Molay, controlando la voz— es cuando lo traéis a París.

—Al gran Temple. —El joven templario se olvidó por un momento de las normas de disciplina y miró a los ojos al Gran Maestre—. A nuestro cuartel general, la sede de nuestra Orden en Francia. ¿Dónde estaría más a salvo?

—No teníais forma de saberlo —murmuró De Molay, alejándose indignado. Su mente intentó buscar rápido una solución. Sacudió la cabeza—. No importa. Tienes que llevártelo de Francia inmediatamente.

La mirada de André otra vez al frente.

—Sí, Gran Maestre.

De Molay volvió a ir de un lado para otro. Se dirigió a su escritorio, cogió un despacho en blanco con una mano y mojó la pluma con la otra.

—La última galera de la Orden está anclada en el Sena, río abajo de los límites de la ciudad —dijo mientras garabateaba—. Zarpará al amanecer.

Secó la tinta con arenilla y lo revisó por encima una vez más antes de añadir su sello.

Le dio las órdenes a André.

—O a mi orden.

El joven caballero mantuvo la mirada al frente y asintió.

De Molay tomó el fardo de cuero de su escritorio y se puso enfrente de André. Con la mirada fija en la de él, le puso el paquete en las manos.

—No se lo des a nadie ni lo pierdas.

—No os fallaré, Gran Maestre.

De Molay se quedó en silencio por un momento. Tenía pocas opciones llegados a este punto.

—Claro que no. —Se alejó dándole la espalda al novicio—. Vas a ir a despertar a uno de los hermanos mayores. Le dirás que tengo que hablar con él ahora y me lo traerás.

De Molay continuó trazando su plan. Concluyó que necesitaría a un veterano, un guerrero hábil pero sensato. Devoto, dotado de instinto...

—Puedo...

—Busca al hermano William —le cortó De Molay—. Es inglés... Eso ayudará.

—¿Inglés?

—Ve —dijo en voz baja el Gran Maestre.

André fue hacia la puerta, luego se giró. Le hizo una reverencia a De Molay y luego se puso firme.

—Vive Dios, Gran Maestre.

De Molay le devolvió el gesto inclinando lentamente la cabeza.

—Vive Dios, hermano André. —Observó al joven templario dar media vuelta y adentrarse en el oscuro pasillo, cerrando la puerta tras él.

Solo, Jaques de Molay rezó por que aún hubiera tiempo suficiente.