—Están tardando demasiado —se quejó el rey Felipe IV de Francia a su canciller. Observando desde su caballo en la rue des Fountaines cómo las tropas reales iban en tropel por la rue du Temple y alrededor de la fortaleza templaria, el rey se hundió en su silla con los ojos entornados. Delgado y de hombros anchos, con una mirada fría de ojos azules y pelo dorado, era un hombre apuesto y lo sabía, sus facciones finas le ganaron pronto el nombre de «Felipe el Hermoso». Vestido para la batalla, el acero de su cota de malla estaba tan pulido que brillaba lustroso, adornado con oro y piedras preciosas. Su sobrevesta era de seda fina, suave y azul, salpicada de flores de lis al igual que el manto que le envolvía los hombros. El enfado que sentía por la lenta operación que veía desplegándose por las calles aumentaba.
—Es de noche, mi rey —se excusó el canciller, Guillaume de Nogaret—. Las nubes tapan la luna, con lo que la noche es aún más oscura.
Era de estatura más baja que su rey, pero sus ambiciones eran igual de grandes. Retorcido y calculador, prefería las intrigas de la corte a los confusos combates que se desarrollaban en las calles. Él también se hundió en su silla: una pieza elegante y tan cara que pagaría las soldadas de todo un año de una compañía.
—Moverse más rápido arruinaría el factor sorpresa.
—Un poco más lento y los templarios tendrían tiempo de responder.
De Nogaret negó con la cabeza.
—Los preparativos de vuestro plan se pusieron en marcha hace seis semanas. —Discrepar o corregir al monarca sin insultarlo era todo un arte y De Nogaret era todo un artista—. Los hombres están listos. Conocen las órdenes y las llevarán a cabo.
El rey le lanzó una mirada fulminante.
—Deberían, por su propio bien.
—Se financiarán las batallas al norte —le animó De Nogaret—. Calculo que, por la mañana, doscientos años de tesoros templarios nos darán para pagar muchas cosas.
El rey Felipe se incorporó, girando la cabeza con amenazante lentitud.
—¿Te burlas de mí, Nogaret?
De Nogaret no dijo nada. La atención del rey Felipe era perturbadora.
—Continúas sin creerte la fortuna que han amasado —bufó el rey—. He visto las riquezas que ahí guardan.
Durante la sublevación del año anterior, cuando la recolección y la devaluación de la moneda francesa provocaron disturbios y revueltas incluso en París, los templarios lo acogieron. A pesar de la oferta de asilo, y de protección si se daba el caso, a Felipe le irritaba su estancia en el Temple. Al ser un lugar para ermitaños que habían jurado votos de pobreza, el lugar carecía de los elementos esenciales para un monarca y soberano. Tras unos pocos días, descubrió que los monjes caballeros solían ser solitarios, lo que le ofrecía la extraordinaria oportunidad de explorar su laberíntico torreón sin compañía.
Las tallas de los muros le embelesaban especialmente y, en una de sus excursiones en la que seguía una serie de grabados, uno de ellos representando las hazañas de su abuelo, el gran rey Luis IX, se cruzó con un grupo de templarios que estaban guardando dos cajas de oro y una más pequeña de joyas para preparar un intercambio de fondos para una de sus remotas encomiendas.
Como todos los templarios que había conocido, le prestaban poca consideración, un hábito que achacaba a la insistencia de la Orden de responder sólo ante el papa. Pero conforme pasaba por delante de los laboriosos templarios, echó un vistazo a la cámara.
—No te haces idea —le dijo a De Nogaret, sin encontrar las palabras—. Ningún rey tiene ese tipo de riqueza al alcance. Y ninguna orden de monjes debería —. Tiró inconscientemente de las puntas de sus guantes—. No cuando mi querida Francia lo necesita.
—Lo corregiremos en breve, alteza.
Viniendo del Temple, un par de caballos trotaban hacia ellos, montados por un oficial y su sargento. Esperando para dirigirse a ellos cuando estuvieran lo suficientemente cerca como para distinguirlos, el rey maldecía en silencio la oscuridad que hacía parecer más débiles sus desgastados ojos.
Ambos se detuvieron a unos pasos, inclinando la cabeza a modo de reverencia sumisa. El oficial, un joven apenas mayor que el rey, lucía una melena espesa de cabellos plateados.
—Su majestad —entonó el capitán Renier de Ronsoi.
—Comte —saludó el rey. Lo conocía, era un asiduo de su corte y lo fue de la de su padre.
De Ronsoi alzó la mirada. Su plebeyo sargento mantuvo apartada la suya.
—Espero complacer a su majestad al informarle que todo está preparado.
El rey Felipe miró fríamente al canciller.
—Excelente —le dijo a De Ronsoi—. ¿Dirigiréis, pues, vos el ataque?
—Si a su majestad le complace, será mi sobrino, el capitán Érard de Valery, que se ha ganado su graduación de oficial en el ejército de su alteza real.
De Nogaret se fijó en cómo este De Ronsoi conseguía corregir al rey sin decir «no» y pedirle permiso luego sin suplicarle un favor, aprovechando la oportunidad de asegurar más cargos para él y su familia.
—¿Es capaz? —inquirió el rey Felipe.
—Nuestra familia ha servido a la corona de Francia durante generaciones. Está en nuestra sangre, majestad. Mi sobrino está en primera línea de vuestras tropas esperando vuestras órdenes.
Todo se estaba alargando y a Felipe se le estaba acabando la paciencia.
—Que comience —ordenó el rey.
De Nogaret se tragó una objeción. El rey y él lo habían estado planeando todo durante los largos días y noches de varias semanas. Despachos furtivos enviados a las provincias más alejadas de Francia. Movimientos de tropas sólo durante la noche y bajo pretextos, mientras que sus órdenes clandestinas se mantuvieron selladas hasta hoy al ocaso. Hubiera preferido más informes, con confirmaciones de los otros capitanes, pero el rey estaba distraído y, a pesar de su experiencia militar, estaba determinado e iba a realizar el primer movimiento.
De Ronsoi hizo una reverencia desde la silla, bastante satisfecho, y se marchó con su sargento detrás.
El rey Felipe se volvió a De Nogaret.
—Ya verás —dijo.
William atravesó con cautela los pasillos del Temple. No había duda de que pasaba algo: al igual que fuera, los guardas no estaban en sus puestos ni patrullando.
Al girar en la esquina cerca del despacho del Gran Maestre, se detuvo, jadeando hacia la puerta. Conforme se acercaba, encontró la puerta entreabierta, lo que le preocupó más. En el tiempo que había llamado al Temple de París hogar, el Gran Maestre De Molay nunca había dejado la puerta abierta.
William abrió más la puerta cautelosamente con la punta de los dedos, girando la cabeza lo justo para ver el interior.
La habitación estaba oscura y vacía. Más extraño era que las estanterías que guardaban los volúmenes con las normas y registros de la Orden estaban vacías. Un tufillo a humo amargo le quemó las fosas nasales y, en el suelo, percibió el ligero brillo rojo de brasas, tenues y casi apagadas, y restos de hojas quemadas. O papeles.
Entrecerró los ojos y salió del despacho, dejando la puerta como la había encontrado. Desapareció en la oscuridad de los corredores.
No había duda de que los estaban rodeando. Lo que inquietaba a Odo era el propósito de ello.
Mientras bajaba de nuevo la escalera, pensó en todas las batallas en las que había luchado, en todos los combates que le habían servido de lección. Desde lo alto de la muralla, había observado las oscurecidas calles, contando los hombres, quedándose con las posiciones de las compañías y de los grupos más pequeños y dónde se ponían a cubierto. Estaban fuertemente concentrados en la parte frontal del Temple y no había visto que portasen ni una sola escalera, así que sabía que no tenían intención de atacarlo. Un asedio era más probable. Divisó arqueros ocultándose, seguramente para cubrir a los soldados a pie de las flechas de los arqueros del Temple. Pero sus tropas eran muy escasas y se ofrecían poco apoyo entre ellas. Si el Temple lanzara un ataque concentrado, podrían atravesar sin problemas casi cualquier punto.
Las estrategias del ejército francés eran mucho mejores que eso.
Quizá, consideró, tenía un problema de perspectiva. Con la mentalidad de un guerrero, examinaba el objetivo de la guerra: el control. Tomar una posición, asegurarla y usarla como base para lanzar el próximo ataque. Esta ciudad, sin embargo, estaba bajo el dominio del rey de Francia aunque el Temple se consideraba territorio soberano. Sí, lo que veía fuera de las murallas era una demostración de fuerza, seguida, con certeza, de exigencias.
¿Pero cuáles? ¿Un enemigo de la corona? Hasta donde sabía Odo, no habían ofrecido santuario a nadie desde que el rey se quedó allí haría un año atrás. ¿Un tributo? Los caballeros templarios sólo respondían ante el papa. Lo que sí poseía el Temple era una considerable parte del tesoro de la Orden.
En el establo, Odo miró a la casilla de la yegua gris. Enfrente, vio a Etienne con la espalda apoyada en la puerta de otra casilla. Su respiración era rápida e irregular. Tenía los ojos abiertos de par en par y casi se puso a llorar cuando se encontró con la mirada de Odo. Parecía acorralado o sobrecogido.
Odo frunció el ceño.
—Etienne, ¿dónde están mis...?
Como una flecha, los ojos de Etienne se fijaron con nerviosismo en algo detrás de Odo. El veterano se paró y, con su ojo bueno, siguió la mirada de Etienne y se quedó helado con la boca abierta, sin palabras.
La entrada al recibidor del Temple de París era un espacio vasto, diseñado para intimidar e impresionar a aquellos que entraban. Como el de una catedral, su bóveda de arcos era alta y rodeada por una galería que recalcaba su magnitud y la hacía defendible con arco.
En medio del vestíbulo, una inmensa escalera de mármol pulido y madera se alzaba flanqueada por pasillos oscurecidos. Adornada con espléndidas tallas, la escalera subía y se dividía, y cada bifurcación se rizaba hacia fuera antes de unirse a las sombras.
A unos cuantos pasos del pie de las escaleras había un par de puertas enormes esculpidas en roble, con adornos de hierro negro y aseguradas con una tranca pesada. Dos jóvenes templarios guardaban las puertas, bien firmes y con las armas preparadas. La ronda de noche era una misión seria y muchos hermanos se alegraban de tener el privilegio de salvaguardar el Temple y hacer el sacrificio personal de quedarse una noche sin dormir para servir mejor a Dios.
Unos golpes sordos interrumpieron el silencio del Temple: un puño fuerte en las anchas tablas de la puerta.
—Abrid —ordenó una voz, acallada por las rústicas puertas—. Abrid en nombre del rey.
Los guardias de la puerta se miraron entre sí. Ninguno había estado en la Orden más de un año, pero en las guardias nunca ocurría nada. Uno desenvainó la espada, el acero silbando fuera de su funda.
Continuaron los golpes, haciendo eco. El segundo guardia sacó su arma. En sus hábitos blancos, más hermanos de la Orden entraron en el recibidor desde los pasillos y la majestuosa escalera; hombres de todas las edades y nacionalidades, todos llevando la misma cruz escarlata y muchos con las armas en mano.
—Informad —exigió uno de los hermanos superiores con una poblada barba roja y la cabeza rapada. Los confundidos guardias mostraron su perplejidad. Antes de que pudieran responder, el hermano Robert preguntó—: ¿Se ha puesto sobre aviso al Gran Maestre?
—Aún no, hermano —respondió uno de los guardias—. Acaban de llamar.
De nuevo, surgieron los golpes en la puerta y vociferaron:
—Abrid la puerta en nombre del rey.
El hombre de barba poblada se volvió al hermano que tenía más cerca.
—Ve a ver al Gran Maestre. Infórmale y pídele instrucciones.
Su voz se fue apagando al subir la mirada a la escalera y ver la delgada figura del Gran Maestre Jacques de Molay bajando firme y con la cabeza alta.
—Abrid las puertas —ordenó el Gran Maestre. Los guardas de la puerta se quedaron mirando fijamente hacia atrás. El silencio claustral del Temple magnificaba la espera de las próximas palabras del Gran Maestre. Con todos los ojos puestos en él, Jacques de Molay descendió las escaleras sin vacilación.
—Abrid las puertas —repitió.
Juntos, los dos guardas levantaron la enorme tranca de la puerta. De Molay parecía estar preparándose.
—¿Gran Maestre? —empezó a decir uno de los hermanos mayores con preocupación. De Molay movió la mano para que se callara.
En la galería de arriba, el hermano William se quedó rezagado, fuera de la vista. Apoyando todo el cuerpo en la pared, se escondió entre las sombras de una tracería de piedra ornamentada que limitaba los pasajes abovedados. Agudizó la vista para ver mejor la escena de abajo.
Tras quitar la tranca, los guardias descorrieron los cerrojos con un ruido sordo y hueco y tiraron juntos de una de las pesadas puertas.
Se abrió de par en par empujada desde fuera por docenas de manos. Imperioso y arrogante, el capitán Érard de Valery traspasó a los guardias templarios de un empujón, con toda su compañía detrás. Era un hombre joven, apenas mayor que los templarios iniciados, con un rostro de gran belleza y un largo pelo rubio que caía sobre sus hombros y la costosa tela azul de su capa. Arrugó la nariz cuando sus ojos oscuros recayeron sobre los templarios reunidos.
El taconeo de las botas y el tintineo de las armas retumbaban en el gran recibidor. Al ver las espadas, hachas y lanzas de los invasores, los templarios alzaron las suyas. De Valery avistó inmediatamente a De Molay al pie de la escalera, su pelo y barba plateados eran inconfundibles. Caminó con contundencia directamente hacia él, sus tropas se quedaron atrás en el perímetro de la sala.
Los ojos del Gran Maestre De Molay se encontraron con los del joven oficial cuando se acercaba.
—¿Qué queréis de estos humildes soldados de Dios? —preguntó.
Sin perder un momento, el capitán De Valery golpeó a De Molay con el revés de la mano.