El Gran Maestre, desprevenido, dio un paso atrás tambaleándose. Los hermanos avanzaron con las espadas en alto.
De Molay les hizo un gesto tajante para que retrocedieran. Con los ojos en llamas y los brazos en jarra, se enfrentó al joven capitán, ignorando el golpe.
Con todo el desdén que fue capaz mostrar, De Valery gritó:
—Por herejía e inmoralidad, tú y todos tus hombres quedáis detenidos en el nombre de su real alteza, el rey Felipe IV de Francia.
Los caballeros templarios intercambiaron miradas y apretaron las empuñaduras de las espadas aún envainadas.
De Molay no apartó los ojos de De Valery.
—Recordad vuestros juramentos —ladró el Gran Maestre templario a sus hombres—. Si alguno de vosotros derrama una sola gota de sangre cristiana, responderéis ante mí antes de darle explicaciones a Dios.
Nadie se movió.
Arriba en la galería, William decidió que había oído suficiente. Se giró y salió a hurtadillas a través de los pasillos en penumbra, los pensamientos invadiéndole la mente. Visto lo visto, los detalles no encajaban. El Temple estaba sin vigilancia cuando los centinelas siempre estaban apostados en las murallas. La Orden estaba siendo asediada, pero como la corona francesa no tenía jurisdicción sobre ellos, el sitio era ilegal. El Gran Maestre había permitido que las tropas entraran en el Temple, cuando, como mucho, sólo debería haber accedido a parlamentar con el comandante. Dejar que ese crío le golpeara... El Gran Maestre De Molay tenía mucha experiencia y era muy hábil como para cometer tales errores. Es más, el Gran Maestre había llegado a la entrada antes de que los guardias tuvieran oportunidad de avisarle de la presencia de tropas hostiles, lo que significaba que ya estaba de camino en mitad de la noche.
William se percató de un movimiento en las sombras por delante de él. Agachó la cabeza y lo sobrepasó corriendo, luego se giró y agarró a la figura sacándola de las sombras, retorciéndole los brazos para someterla cuando la sujetó contra la pared.
—¿Quién eres? —masculló William. Mientras escupía las palabras, se dio cuenta del atuendo que llevaba, el tabardo blanco lleno de barro y una oxidada malla de hierro. Otro templario. Con la armadura.
William lo liberó.
—Hermano André de Saint-Just —dijo el joven caballero—. Acabo de llegar de La Rochelle.
William miró a ambos extremos del pasillo. Su voz era un susurro áspero:
—Debemos irnos.
Frotándose la muñeca para que le volviera la circulación, el hermano André negó con la cabeza.
—He oído que los hombres del rey están en la puerta —susurró—. Tenemos que hacer algo.
William asintió.
—Excepto porque tenemos que irnos.
Por un momento, tuvo en cuenta la dirección que tomaba su superior. Se detuvo, miró atrás y luego adelante, se giró. Determinado, susurró:
—Los caballeros templarios nunca se retiran.
—Sí nos retiramos —le corrigió William—, cuando las circunstancias lo dictan. Pero hay que entablar combate con un oponente antes de poder llamarlo retirada. Piensa en esto como una maniobra para ocupar una posición más ventajosa antes de la batalla.
Miró por donde había venido, buscando en el oscuro pasillo indicios de perseguidores, buscando escuchar pisadas de botas en la escalera.
—No puedo ir —empezó a susurrar André—, el Gran Maestre De Molay me dio órdenes de encontrar al hermano William.
—Y eso has hecho.
André se le quedó mirando, parpadeando, sin comprender al principio. William meditó por qué el Gran Maestre le haría llamar. Otro detalle que descifrar... luego.
—Vamos —ordenó William.
Cogiendo a André por el hombro, lo llevó a la fuerza a la oscuridad, al laberinto de pasillos y habitaciones del Temple. Mientras avanzaban sigilosamente por las tinieblas, William puso a André al corriente de lo que Odo y él habían descubierto y añadió.
—No te he visto antes.
El joven caballero vaciló.
—Llegué esta misma noche —dijo titubeando—, me enviaron como mensajero.
—Pues sí que eligieron la noche equivocada —dijo William, estudiando el siguiente cruce. André comprobó que la pequeña bolsa que el Gran Maestre De Molay le había dado seguía en su espalda bajo el manto. Encontrarla le tranquilizó.
Cada vez con más certeza de que podían proseguir sin ser descubiertos, William aumentó el ritmo, dirigiendo a André a un tramo de escaleras. Al final de ellas, había una puerta baja que daba paso al recinto fuera del Temple.
Oscuras nubes de tormenta habían aparecido inesperadamente, cubriendo el cielo y distorsionando la luna y las estrellas. Las profundas y puntiagudas sombras por las que poder escabullirse habían desaparecido. Todo estaba profundamente oscuro por igual. William corrió directamente a través del patio, con el hermano André pegado a él. Se paró bajo los aleros de un almacén e inspeccionó la oscuridad antes de dirigirse a los establos.
—El hermano Odo está allí —le explicó a André—. Tres tendremos más oportunidades de resolver esto que dos.
Consiguieron seguir sin incidentes, lo que confirmaba los cálculos que había hecho William sobre la estrategia de las tropas reales de hacerse con la entrada del Temple y salir luego por el recinto para arrestar a todos los templarios que encontrasen. Las fuerzas de las calles circundantes estaban posicionadas para capturar a cualquiera que intentara escapar.
—¿Por qué motivo nos podrían arrestar? —preguntó André interrumpiendo las meditaciones de William.
Una respuesta conseguiría callarle mejor que una orden, pensó William.
—Escuché al oficial hablar de herejía.
El establo estaba delante.
—¿Herejía? Pero si somos una orden santa —susurró André mientras William lo guiaba dentro del establo—. Sólo respondemos ante el papa. El rey no tiene autoridad sobre nosotros.
William se detuvo, los ojos fijos en el interior del establo. La yegua y el potro estaban solos. Y no había visto a Odo en la muralla cuando se acercaban.
William escuchó un crujido a su espalda. Puso a André tras él y se giró con los brazos extendidos hacia delante como espadas, preparado. Se quedó sorprendido, igual que André.
Al otro extremo del establo estaba el hermano Odo, flanqueado por cinco caballeros. Todos con la armadura completa, las cruces sobre sus corazones de un rojo intenso sobre los blancos tabardos. Sus lorigas de cota de malla y la cofia oscuras, curtidas por las batallas. Yelmo en mano, espadas y escudos a los lados, de pie, con la mirada firme pero sin crueldad y los cuerpos tensos como acero enrollado. Constituían una visión terrorífica en el campo de batalla, pero en ese momento, a William le alentaba. Eran sus hermanos.
Eran caballeros templarios.
André retrocedió un paso y William bajó la guardia, con cara de confusión.
—¿Hermanos? —comenzó, pero se dirigió a su viejo amigo —. ¿Odo?
—Por una vez —empezó Odo arqueando la ceja —, alégrate de los traspiés de Etienne.
Al lado de Odo, el muchacho tenía un fardo de cuero y ropa blanca doblada contra su pecho. Bajó la cabeza, avergonzado. Odo despeinó toscamente al chico con su enorme mano enguantada para terminar dándole un empujoncito afectuoso.
—Le envié a nuestros dormitorios a por nuestras armaduras —continuó Odo—. Parecía que íbamos a necesitarlas. Con las prisas, no reparé en que a un muchacho le resultarían tan pesado de llevar todo eso.
—Nos despertó cuando, al llevarse las armas del cuarto, se le cayó la cota de malla del hermano Odo y se tropezó con ella —explicó el hermano Francesco di Orsini. Más joven y delgado que William, tenía los ojos tan oscuros como su barba y su pelo. Tenía los guanteletes metidos en el cinto de la espada, sus manos escondidas bajo suaves guantes blancos, que indicaban su rango de capellán.
William sonrió ligeramente y con cariño a Etienne.
—Es sorprendente que no despertaras al Temple entero.
—Le pregunté qué estaba haciendo —añadió otro. Los ojos oscuros del hermano Ramón de los Dos Ríos brillaban con un humor que algunos en la Orden encontrarían inapropiado en un monje—. Dijo que el hermano Odo y el hermano William necesitaban sus cosas.
—Supimos que eso significaba «problemas» —terminó otro, sorprendiendo a William con sus palabras, ya que el hermano Nicolas de Gauthier era un joven taciturno cuyos ojos, William siempre lo había sentido así, eran más propios de los de un veterano con el doble de su edad.
—Hermano, ¿hubo enfrentamientos dentro? —interrumpió el hermano Armande de Vichiers al ver las sangrientas manchas que tiznaban el tabardo de William. Un viejo camarada de Odo desde las batallas en Palestina y Latakia antes de que cayera Acre; se abrió paso entre los otros. Con la mano en la empuñadura, las llamas de su, por lo general, ardiente ira se avivaban más con los indicios de un ataque.
—No —aseguró William, señalando a la casilla de la yegua—. Esto es del potro.
—Prepárate, hermano —dijo el hermano Bernard de Montbard. William asintió. Aunque fueron iniciados al mismo tiempo en el Temple de Inglaterra, ninguno de los dos habían servido juntos antes de París. William lo estudió un momento, preguntándose, como hacía a veces, con qué pena cargaba siempre el hermano Bernard.
William los examinó y eso le alivió en parte su preocupación. Se desató el cordón de la cintura, se deshizo de su hábito manchado y extendió la mano. Etienne le entregó el fardo que tenía en brazos al hermano Odo. A William le pasó el saco de cuero que contenía su cota de malla y su tabardo blanco bien doblado en forma cuadrangular con la cruz templaria escarlata en la parte de arriba.
El capitán De Valery avanzó, ocupando el espacio que Jacques de Molay cedió cuando se tambaleó hacia atrás por el golpe. De Molay se incorporó en toda su magnitud e hizo frente al joven oficial. Con el picor aún en la cara y las mejillas hinchadas y palpitantes, el Gran Maestre fulminó con la mirada al capitán de la guardia real.
La insolencia del criminal, su arrogancia, su descarada falta de respeto por la corona y su autoridad enojaban al capitán De Valery. Se atrevía demasiado, y De Valery no podía soportarlo. Alzó la mano para golpear de nuevo a De Molay.
Esta vez, De Molay le cogió la mano en el aire. Al joven oficial se le saltaron sus preciosos ojos por la sorpresa antes de que De Molay le retorciera la muñeca, la presión hizo que se le doblaran las rodillas y se le escapara un grito ahogado.
De Molay se acercó inclinándose.
—Me has dado una vez, mocoso —dijo en voz baja—. No más.
Le liberó empujándole la mano. De Valery retrocedió y se tropezó con sus propios tacones, perdiendo el equilibrio. Consiguió parar de tambalearse, ultrajado por la humillación.
De Molay recobró la compostura; sus hombres preparados tras él. Miró fijamente al joven oficial y a sus soldados. Detrás del Gran Maestre, los caballeros allí reunidos permanecieron atrás pero preparados para atacar. Le dolían los músculos del cuello, y se dio cuenta de que era por lo fuerte que apretaba la mandíbula. Ojalá hubiera otra forma. Había demasiado en juego. Después de meses rezando y haciendo planes, sabía que ésta era su mejor y única opción.
—Bajad las armas —le ordenó a sus caballeros templarios con voz fuerte—. Cooperad con los hombres del rey.
Los templarios no podían creer lo que habían oído, seguramente habían entendido mal las órdenes del Gran Maestre. De forma instintiva, algunos alzaron sus espadas, dispuestos a arremeter contra los intrusos.
—Bajad las armas —volvió a ordenar su Gran Maestre.
De Valery ordenó a sus tropas que detuvieran a los estupefactos templarios.
—Apilad sus armas ahí.
Apuntó al pie de las grandiosas escaleras. Algunos templarios forcejearon al principio con los soldados que se apiñaban sobre ellos, rindiéndose cuando las órdenes pesaron más que la determinación de sus almas.
Las espadas y hachas entregadas, junto con las mazas y puñales armaban detrás de De Molay un gran estruendo al golpear. Miró con frialdad a De Valery.
—Nos rendimos, estamos bajo tu custodia —dijo, casi le fallaba la voz mientras hundía la cabeza.
De Valery envió a más hombres a través de la ancha puerta frontal y arriba de la gran escalera.
—Arrestad a todo el que encontréis —ordenó.
Con el hermano Francesco liderándolos, William, Odo y la compañía de caballeros se arrodillaron en el establo, con las cabezas bajadas para rezar. Todos agarraban su espada por la hoja, con la punta hacia abajo y el mango y la guarda formando una cruz delante de ellos.
— Non nobis Domine non nobis —entonó Francesco en voz baja—. Sed nomine tuo da gloriam.
Los caballeros permanecieron callados, meditando sobre la tarea que debían desempeñar.
—Procedamus in pace —dijo Francesco—. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
—Amén —entonaron los otros.
Los caballeros se incorporaron. William se puso la espada a la cintura y se echó hacia atrás, por encima del hombro, su manto blanco, dejando a la vista la empuñadura del arma. Con la armadura ya puesta y sus hermanos a su espalda, si no se sentía más seguro, al menos estaba preparado para enfrentarse a lo que les esperaba.
—Sigo sin entender qué está ocurriendo —dijo dirigiéndose a todos—, pero no podremos hacer nada para ayudar a nuestros hermanos si nos detienen.
—¿Qué haremos? —preguntó Ramón. Sus ojos ardían como ascuas oscuras, la preocupación reemplazaba su brillo peculiar.
—Evitar que nos capturen. Aparte de eso —William se encogió de hombros—, no hay tiempo para más planes. Sin lugar a dudas, los alguaciles del rey estarán recorriendo todos los barracones y dependencias arrestando a todos los hermanos que están en los edificios principales. Debemos escapar del Temple.
—Entonces, ¿dejamos Francia? —dijo André.
William examinó al iniciado.
—París, al menos. Podemos decidir las mejores medidas a tomar una vez estemos fuera de peligro.
—No entiendo por qué los dejaron entrar —interrumpió Armande. De rasgos huesudos y con las mejillas hundidas y arrugadas, la franja gris del centro de su barba oscura se movía cuando hablaba—. Podríamos haber defendido el Temple durante semanas.
—Sé lo que vi —respondió William. André apartó la mirada con demasiada rapidez y William se dio cuenta.
—Y ahora huimos —el rechazo de Armande era evidente.
—Estamos rodeados —replicó Odo—. No has visto las fuerzas que han reunido ahí fuera.
—No procedemos así... —empezó a decir Armande.
—Pues quédate y lucha. —Odo se dio la vuelta.
Armande prefirió no dejar ahí el tema.
—Nunca he dicho que debamos oponer resistencia, es sólo que dado que...
—Ya basta —les cortó William. Se puso entre los hermanos mayores, dirigiéndose tanto a ellos como a los demás—. No les haremos ningún bien a nuestros hermanos si nos capturan también y nos meten en la mazmorra con ellos, eso seguro.
El establo se quedó en silencio. Todos los ojos puestos en William. Sabía que sus próximas palabras decidirían cómo se desarrollaría la noche para los demás. Podía pelear con ellos o desafiarlos.
—No es una retirada en absoluto —empezó a decir, mirándoles uno a uno con seriamente—. Me voy. Quedaos o idos.
Se echó un fardo poco pesado al hombro y se dirigió a la puerta del establo.
Odo miró de reojo a los demás con dureza y lo siguió. Francesco hizo lo mismo, junto con Ramón, Bernard y Nicolas.
En su marcha del establo, se dio cuenta de que Etienne, pequeño y encogido, estaba en las sombras cerca de la puerta del establo. La mirada apartada, poniéndose en cuclillas y mordiéndose el labio de miedo.
—Etienne —dijo William sin detenerse—. Te vienes con nosotros.
Dejó de morderse el labio. Alzó la vista, incrédulo.
—¿El chico también, hermano William? —dijo Nicolas.
William se detuvo pero no se giró.
—No le dejaré en manos de los hombres del rey.
Prosiguió su camino hacia la puerta.
Etienne se apresuró a unirse a los caballeros. Nicolas no dijo nada más, pero Armande se paró, observando a los otros salir; el chico justo tras ellos. No estaban comportándose como templarios, pensó. Las circunstancias actuales no ofrecían mucho lugar a error. Romper las disciplinas de la Orden e ir contra sus principios y directivas podría traer consecuencias.
Sus ojos se posaron en la casilla donde la yegua gris yacía y el potro recién nacido succionaba leche escandalosamente. El animal estaba exhausto, le costaba respirar y lo hacía de forma irregular. Cuando el potro se movió, la yegua luchaba por permanecer cerca de él, buscando las fuerzas para estar a su lado.
Estaba a punto de salir el último del grupo. El hermano Armande miró por encima del hombro, como solía hacer, y siguió la cola de la formación.
Distinta de sus fortalezas en Tierra Santa, los arquitectos templarios hicieron concesiones en sus diseños ya que el baluarte iba a erigirse en el corazón de la ciudad más próspera de Europa. Las murallas del Temple no eran tan altas y gruesas como las diseñadas para una fortaleza de verdad. Muchas de las estructuras eran de yeso y madera en lugar de ser de la fuerte piedra sólida que se usaba para las torres del homenaje que estaban cerca de tierras hostiles. De todas formas, algunos elementos se aprovechaban de la localización de la ciudad. Túneles bajo tierra unían las catacumbas bajo París para facilitar que las entradas y salidas pasaran inadvertidas. Había otras salidas ocultas.
Con las fuerzas reales centradas en la muralla frontal del Temple, William concluyó que debían dirigirse a la muralla posterior, que daba a la rue de Baujolais en su cruce con la callejuela rue de Foren, que terminaba ahí.
—El ángulo que forman esas calles suponen un punto de ataque estratégico perfecto —advirtió Odo. William le dio la razón.
—También está muy alejado de su punto de ataque y es el lugar más alejado de los edificios principales. —Vio una escalera apoyada en el borde de la muralla y corrió a por ella—. Habrán tenido que extenderse más para cubrir la parte trasera, así que sus líneas serán más finas.
Subió la muralla; Odo, Bernard y Nicolas subieron tras él.
En la rue de Baujolais, los soldados reales no paraban de moverse bajo las anchas y lisas murallas. A pesar de las órdenes de su capitán de mantener la vigilancia, sólo miraban al Temple de vez en cuando, intimidados tanto por sus muros oscuros como por sus habitantes.
Su aversión permitió a los hermanos observarles.
Ocultos tras los parapetos de lo alto de la muralla, Ramón echó una ojeada a la calle de abajo. Se volvió a esconder, agachándose junto a Bernard y Nicolas, fuera de la vista de las fuerzas circundantes. Ramón sacudió la cabeza.
—Deben de tener un gran número de hombres por todo el Temple.
—El hermano William cuenta con que piensen que tienen el número suficiente de hombres —susurró Odo.
—Pues como no sean más de tres a uno, no les valdrá —apuntó Bernard con sobriedad y con su mirada triste endureciéndose. Se exigía que todos los caballeros del Temple fueran capaces de luchar en esas condiciones.
Ramón volvió a inclinarse por encima del parapeto echando un segundo vistazo a lo que se enfrentaban abajo en el bulevar.
—La disposición de las calles no les ofrece muchas opciones para esconder arqueros.
—Eso no significa que no haya ninguno —dijo Odo.
—Significa que son pocos, si los hay —afirmó rotundamente Nicolas—. No estarán bien cubiertos.
Dejó un par de hachuelas delante de él recostadas en la muralla y sacó dos dagas largas de su cinto. Las sopesó para hacerse con su peso y el punto de equilibrio. Asintió, satisfecho y seguro de sí mismo.
Debajo de ellos, William y el resto de los hermanos estaban reunidos cerca de una puerta ancha de la muralla. Les costó unos minutos conseguir quitar con sus dagas los tornillos y pernos que la aseguraban, luego esperaron. William salió de debajo del adarve, mirando al destacamento que observaba y esperaba arriba.
Ramón miró a Nicolas, que levantó el par de dagas que tenía en las manos, y luego a Bernard, que le devolvió la mirada. Odo examinó de nuevo a los tres y, tras darles una señal de aprobación con la cabeza, se inclinó sobre el adarve. Con un brazo y los dedos estirados, cerró la mano en un puño e hizo dos señas con el brazo.
William le devolvió el gesto y se reunió con su grupo, preparándose detrás de la puerta.
—Están listos —dijo.