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Capítulo VI

William volvió a atar los vendajes en la herida de Odo, tirando fuerte para que quedase bien sujeto alrededor del ojo. La Bahía del Furor estaba peor ahora: la gente, desesperada, se peleaba más, había más barcos hundidos bloqueando la huída y más cuerpos cubriendo el mar.

El hermano Odo gruñó cuando William volvió a presionarle la cara. El golpe en la cabeza le había dejado aturdido, la verdad es que era más una bendición dado el estado de su ojo. La sangre había calado a través de la primera capa de vendaje, pero William sabía que eso era lo normal con las heridas en la cabeza. Incluso el corte más simple chorreaba lo que parecía ser una cantidad descomunal de sangre. Era afortunado, hasta lo que William alcanzaba a ver, de que el hueso que rodeaba el ojo no se hubiera fracturado. Al vendar la herida, hubiera sido como encajar fragmentos rotos de un cuenco de arcilla, con los bordes dentados debajo de la piel raspándose entre ellos y los nervios inflamados. Aunque el ojo en sí no tenía cura. Se le había abierto por el tajo de la espada recurvada del mameluco, tenía el mismo aspecto que la carne estropeada, sin la intensidad que brillaba aún en el otro ojo oscuro.

William consiguió poner a Odo en pie. Sujetando a su hermano aturdido, iba dando tumbos a través de las masas despavoridas hacia el torreón templario. Cruzando el barrio pisano, vio que estaba más atestado de gente y que ésta estaba más despavorida. Supuso que se estaban propagando noticias alarmantes sobre la situación de la ciudad por todos los barrios de Acre, puede que por parte de los evacuados que llegaban a los distritos comerciales y al puerto de más abajo. Miró hacia arriba para saber dónde se encontraba y se mantuvo a la izquierda mientras se abría paso entre la muchedumbre invadida por el pánico en dirección a la fortaleza templaria, que estaba en el rincón suroeste de la ciudad.

En la brecha, la batalla en las calles era encarnizada y desigual. A pesar de la escena que se daba en el puerto, civiles sanos y con buena condición física —nobles y sirvientes, artesanos y hombres de negocio— se armaban con cualquier cosa para luchar contra los mamelucos.

Éstos estaban ensanchando la brecha y proporcionando cobertura a los ingenieros de sus poderosos mangoneles, que lanzaban enormes piedras directamente a la fisura, agrandándola. Cada vez más grande con cada hora que pasaba, más atacantes la cruzaban en masa, aumentando sus fuerzas. Protegidos detrás de sus escudos, los defensores eran forzados a retroceder con cada oleada de nuevos atacantes; sus pies, deslizándose por la sangre resbaladiza y arenosa de las calles. La línea frontal caía centímetro a centímetro y los templarios se vieron forzados a planear la retirada a su torreón antes de que los flanquearan, pues las líneas caían a cada lado.

Con el gran peso del hermano Odo en sus hombros, William se abrió camino a través del concurrido patio del torreón templario. Los Caballeros Hospitalarios, en sus túnicas negras, atendían allí a los heridos, los mamelucos habían invadido su fortaleza y la controlaban ahora. Los gemidos se disolvían en los terribles coros de mujeres sollozando y niños llorando que imploraban santuario a los templarios después de no encontrar pasaje en los muelles. Los tambores mamelucos resonaban en la distancia bajo el estruendo de las trompetas y el discordante ruido metálico de los cimbales. Si hubiera tenido las manos libres, William se habría tapado los oídos con ellas.

Dos hermanos hospitalarios aligeraron los hombros del joven templario del peso que suponía el corpulento hermano Odo. Masajeándose los nudos que se le habían formado en el cuello, William vio cómo conducían a Odo al patio que rodeaba los barracones, donde sólo se alojaban los caballeros templarios. Incluso en esta carnicería, observó con reparo, los templarios eran solitarios.

Buscó a un comandante, un mariscal o un hermano superior al que pudiera informar. Excepto entre los heridos, no vio tabardos blancos ni cruces escarlatas. Sólo las negras túnicas de los hospitalarios, que caminaban entre los refugiados, los heridos y los muertos.

Cerró los ojos, rezando en silencio. El hermano Odo tenía razón. Pronto la batalla llegaría aquí, antes de lo que pensaba. William sabía, aun con toda la certeza de su corazón, que las cosas no se desarrollarían como le habían enseñado. Las calles eran estrechas y serpenteantes, los edificios altos y pegados unos a otros. Igual que la brecha estaba evitando que el ejército mameluco descendiera sobre ellos con todo su poder, así mismo lo haría la mismísima ciudad. Con la estrategia adecuada.

Al fin vio una figura de blanco entre los heridos y los refugiados. Con la armadura templaria al completo y el yelmo bajo un brazo, era un hombre grande y fornido con la barba blanca y tiesa y las cejas negras y expresivas. Tenía la cabeza cubierta al estilo local, con una kafiyya larga y de cuadros que le llegaba hasta los hombros, protegiéndole su lisa calva de las quemaduras y ampollas que producía el implacable sol mediterráneo. Veteado con la sangre derramada por la batalla de aquel día, se dirigía hacia los templarios heridos, haciéndose el silencio por donde pasaba.

William se detuvo delante de él, con los ojos al frente y firme.

—Vive Dios.

—Vive Dios, hermano —respondió el Gran Maestre Guillaume de Beaujeu.