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Capítulo IX

William se unió a Armande y Nicolas en la entrada del callejón.

—No hay indicios de que hayan enviado a más —dijo Armande.

William así lo esperaba.

—Están muy ocupados vigilando que no haya más fugas. Por ahora, de todos modos.

El hermano Nicolas mantenía la vista en la oscuridad.

—Tenemos que irnos.

—Sí —coincidió Odo mientras se acercaba a ellos—, y ya.

Armande dejó su vigilancia para mirar a William.

—Pero primero debemos discutir reducir nuestro número.

Siguiendo la mirada de Armande, William vio a Etienne al final del callejón. Éste cogía por la muñeca al soldado que William había intentado disuadir, el muchacho ayudó a André a arrastrar los cuerpos aún calientes a las sombras del rincón del callejón. Lo pusieron entre la basura, esparciendo más por encima para camuflarlo.

Se volvió a Armande.

—No pienso abandonarlo.

—No es más que un lastre —explicó Armande de soldado a soldado—. Es pequeño e inexperto... y no puede protegerse en una batalla.

—Más razón para que deba quedarse con nosotros.

Armande ya había tomado la decisión.

—Es una distracción —dijo—. Una debilidad. Algo más que proteger aparte de nuestras espaldas.

—Es un niño.

Nicolas apartó la mirada de las tenebrosas callejuelas. Miró fijamente a los dos con gran serenidad.

Armande sacudió la cabeza con brusquedad.

—Es un peso muerto que nos ralentiza. —Su arrebato hizo que alzara la voz más allá del susurro—. Hemos conseguido salir del Temple. Está a salvo de ser arrestado.

William bajó la voz a propósito, hablando entre dientes.

—Hasta que un golfillo encuentre a un alguacil y lo entregue por un nabo o por un mendrugo de pan. Estará solo.

—Ni siquiera es uno de los nuestros.

—No ha tomado los votos, pero ha servido a la Orden y se ha ganado su protección.

—¿Y yo no? —Era más una acusación que una pregunta.

—Luchamos como uno solo hombre, hermano Armande —le recordó William—. Codo con codo y espalda con espalda.

Nicolas volvió a su vigilancia. La discusión no cambiaría en modo alguno sus opciones.

—No se puede ser más fuerte que el miembro más débil —insistió Armande—. Odo, cuando combatimos en Trípoli...

—En Trípoli combatimos juntos —dijo Odo con calma—, no entre nosotros.

Siguiendo con la vigilancia, Nicolas dejó los siseos y susurros de la pelea en un segundo plano. El viento había cambiado de dirección, soplando ahora un aire frío y de olor húmedo del oeste, junto con las oscuras nubes que cubrían la luna y les ayudaban en su huída: era un signo claro de tormenta. Abstraído, comprobó las dagas de su cinto, pero encontró las fundas de cuero vacías. Afrontar una batalla sin un juego de acero al completo en su cintura le dejó intranquilo. Antes de que se fueran, miraría entre los cadáveres.

—Por ahora, evitar que nos capturen es nuestra mejor opción para proteger a la Orden. —Armande miró a William y a Odo—. Eso requiere habilidad para luchar y sigilo. El chico carece de ellas.

William sacudió la cabeza.

—Toda batalla requiere tomar decisiones difíciles.

—No.

Armande alzó la voz.

—Lo comprenderá. Si se lo explicáramos, lo haría gustoso.

William bajó la voz.

—Razón por la cual no le dirás nada. —Su mirada era dura.

—Piensa como un soldado, William, no...

—¿Como un caballero de Dios?

Armande apretó los dientes, cerró las manos en puño.

—Sigue con nosotros.

Armande se tragó sus palabras al ver al hermano Francesco dirigirse a ellos. El hermano Ramón andando agotado a su lado. Excepto por la sangre que manchaba la manga de su cota de malla y que salpicaba su manto, Ramón no mostraba más indicios de daño. Sólo hizo una mueca de dolor al flexionar el brazo vendado con fuerza.

—¿Algún problema, hermanos?

William hizo un gesto de negación y bajó la comisura de los labios. Miró a Armande.

—Estamos eliminando la línea de acción menos factible.

Armande apretó la mandíbula, girándose bruscamente a la entrada del callejón.

—¿Y el brazo? —le preguntó William a Ramón.

—Lo suficientemente fuerte como para seguir luchando. —Ramón sonrió.

—La flecha perforó el músculo —explicó Francesco, poniéndose sus guantes blancos. Tenía rasgada la parte de debajo de su tabardo, hilos sueltos colgando—. Dios le sonríe.

Ramón sonrió, resplandeciente.

—Siempre lo ha hecho. —Sus palabras salían despacio y forzó una sonrisa. Estaba aguantando el dolor, William estaba seguro de que ocultaba ese dolor agudo que, por experiencia, sabía que le causaría la herida durante días.

—Aun así —bromeó William—; yo digo que te amarremos las abrazaderas y te atemos el escudo al brazo para que no tenga que andar recogiéndotelo cada vez que se te caiga.

—He luchado en peores condiciones —dijo Odo.

—Seguro que era con el brazo con el que empuñas la espada —dijo Ramón— colgando de unos tendones.

—¿Ya te he contado esa historia? —preguntó Odo inocentemente.

Ramón le dio unas palmaditas en el hombro. El veterano tuerto mostró una sonrisa rápida bajo su barba negra.

Francesco se volvió a William, con cara más seria y le preguntó:

—Ya que habéis... —Se paró para echar una mirada a Armande, que estaba de espaldas— eliminado las opciones menos factibles, ¿cuál es el plan?

Un trueno retumbó a lo lejos. Los templarios miraron de soslayo al cielo antes de que Nicolas hablara.

—Será mejor que pongamos el plan en práctica rápido. Pronto se darán cuenta de que sus hombres no han vuelto a informar.

—Tiene razón —dijo Odo—. Nos hemos entretenido aquí demasiado.

André y Etienne se acercaron al grupo con los brazos cargados de capas. Tras ellos, el callejón no mostraba indicios del breve y terrible enfrentamiento, entre los dos habían apartado los cuerpos de la vista, escondiéndolos entre la basura, y en la oscuridad, la sangre del suelo no eran más que manchas negras en una calle sucia.

Odo se volvió a Etienne y tiró de un ropón marrón grisáceo. Al muchacho se le resbalaron y casi se le caen todos al suelo cuando el templario sacó la capa de un tirón. Odo se lo ató a los hombros y se cubrió la cabeza con la capucha. William cogió una que era casi negra y la colocó encima de su tabardo templario. El resto del grupo se cubrieron igual con las capas oscuras y anodinas, ajustando los pliegues para cubrir las armas y armaduras. Las capuchas les cubrían la cara y la barba, distintivas en una ciudad en la que pocos las tenían. Los soldados de Dios con toga blanca desaparecieron del callejón transformados en seis oscuros viajeros anónimos.

William se giró hacia Nicolas.

—¿Sigue despejado?

—De momento.

Demasiado pequeño para los ropones de los soldados, Etienne se quedó con su hábito marrón de iniciado. Se metió la mano por debajo de la túnica, sacó una daga pequeña y se puso a quitar las puntadas que mantenían cosida la cruz templaria sobre su corazón.

—Bien pensado, Etienne —dijo William. Miró a los otros—. Yo iré delante. Armande cubrirá la retaguardia.

Odo se dirigió hacia William, era obvio que tenía algo que objetar. Tenía más experiencia patrullando que los demás...

—Estando tuerto, ciego de un lado, no te hace buen observador, hermano.

Odo asintió, reacio a estar del todo de acuerdo.

Etienne cortó el último hilo que sujetaba el aplique de su pecho. Lo dobló y se lo metió en el hábito mientras el hermano Francesco hablaba.

—Entonces, ¿nos vamos de París?

—Si seguimos el Sena hacia el oeste —sugirió Ramón—, podemos reunirnos en Ruan. No está lejos.

—Sí —dijo rápidamente André—. El Sena sería...

—Demasiado obvio —le cortó William—. Sea lo que sea lo que está ocurriendo, ha sido planeado al detalle. Nuestros puertos en Ruan y El Havre son bien conocidos. Posiblemente, esperen que vayamos allí. Incluso aunque no los hayan tomado, las rutas estarán bloqueadas o, como mínimo, vigiladas.

Todos miraban a William. Todos menos André, que buscaba por el suelo como un loco.

—Debemos abandonar Francia juntos —continuó William. Señaló con la cabeza en dirección al Temple—. Ésos eran los mismísimos soldados del rey.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Francesco aunque el viento frío se había detenido.

—Lo que significa que todo el país está en nuestra contra.

—Nos dirigiremos al norte —dijo William—, a través de Champaña y cruzando a Luxemburgo.

Odo hizo un gesto de aprobación. El camino sería largo y lleno de peligros si no conseguían poner suficiente tierra de por medio entre ellos y las tropas reales, pero los situaría fuera de los dominios del rey Felipe y dentro de los suyos.

—Podemos reunirnos con nuestros hermanos en el Temple de Echternach —añadió Odo.

William volvió a dirigirse fuera del callejón. El tiempo era su único aliado en este momento y sólo los ayudaría si seguían avanzando.

—No hace falta que dejemos París para evitar que nos arresten —propuso lentamente Francesco, reflexionando.

—Con la ciudad infestada de tropas del rey, sería un buen truco —dijo Odo.

Los truenos caían cada vez con mayor estruendo y más cerca. Etienne miró el cielo entintado, temiendo lo empapado que iba a quedar si los cielos cumplían sus amenazas.

—La catedral de Notre Dame no está muy lejos de aquí —dijo Francesco al fin.

William se le acercó

—¿Acogernos a sagrado?

Francesco asintió.

—Es el derecho de todo cristiano —les recordó—. La Iglesia nos acoge y evitamos el arresto a la vez que le solicitamos a Su Santidad el papa intervenir en nuestro nombre y detener el ataque a nuestra orden.

—Entonces tendremos que ir por el Sena —intervino André, listo para irse.

William le bloqueó el paso.

—Ahí es donde está la catedral —dijo con la vista puesta en él.

—No está lejos —continuó Francesco—. Asumiendo que tenemos que ir a paso de tortuga para evadir a los soldados, incluso así, podríamos llegar a la catedral al abrigo de la noche y mucho antes del alba.

—También estás asumiendo que Su Santidad escuchará nuestra súplica y actuará —dijo William.

—Somos los soldados de la Iglesia —comenzó Francesco—. ¿Por qué no lo haría?

Un suave golpeteo distante lo interrumpió. William sintió gotas en la cabeza. Una gota más grande cayó en el hombro de Odo.

—Acogernos a sagrado no es una opción —dijo William.

—Porque... —preguntó Francesco.

—Con todo lo que ha ocurrido esta noche —dudó William—, no me siento a gusto poniendo nuestros destinos en manos de otra persona. Llámalo epifanía. Llámalo instinto.

Dos grandes gotas de lluvia cayeron en el cuello de Etienne, frías como la llovizna en un funeral. Sacudió los hombros por el escalofrío que le recorrió la espalda y luego movió la cabeza de lado a lado para quitarse la sensación. Cogió una capa marrón de la pila, echándose sobre los hombros la tela que arrastraba como si se tratara del echarpe de una vieja. Se lo echó por encima de la cabeza a modo de capucha improvisada.

—Acogernos a sagrado es ponernos en manos de Dios —insistió Francesco—. Además, ir a la catedral nos da opciones. Si acogernos a sagrado parece mala opción, podemos seguir el río al este e ir aún hacia Luxemburgo.

—O al oeste —añadió André—. A Bretaña.

William miró al grupo mientras las grandes gotas caían frías sobre ellos. Tenía poca confianza, pero eran hombres de fe.

William acabó cediendo.

—Vamos a la catedral.