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Capítulo X

Arrimándose las capas oscuras al cuerpo por la inminente lluvia, los templarios hicieron una fila detrás del hermano William, que los dirigía de nuevo por la oscuridad de las calles serpenteantes de París. Caminaban con prudencia, lentamente; cada intersección que cruzaban era un riesgo altamente potencial de convertirse en el fin de su huída.

La lluvia golpeaba en sus capas como cuencas lanzadas desde los cielos, produciendo un gran estruendo al caer en la tierra compactada y las casas. El aire estaba impregnado del olor a lluvia, olor a polen y a acre de las capas más altas. El viento era inconstante, racheando sobre los fugitivos, jugueteando con las capas tras las que se escondían.

La rápida marcha de pisadas resonaba en las negras avenidas vacías. William se detuvo y subió de repente el puño.

Los templarios se quedaron quietos.

Luchando contra el viento y el leve golpeteo de las gotas, intentaron escuchar algo, con los ojos fijos en la oscuridad, cautelosos incluso para respirar demasiado fuerte por miedo a perder el más mínimo sonido.

Les llegaron voces débiles, órdenes en la distancia, concisas e ininteligibles. La lluvia retumbaba en sus oídos como tambores, martilleándolos y bloqueando los sonidos y las pistas que no oirían por mucho que se esforzaran.

Los templarios esperaron bajo la lluvia mientras la tormenta se acrecentaba. El agua chorreaba cada vez más de sus capas. Esperaron, observando la oscuridad, escuchando con todas sus fuerzas.

Odo apretó su espada, escurriendo el agua de la funda de cuero donde la había agarrado. No podía oír nada con la condenada lluvia, rezando por que la tormenta amainara lo suficiente como para que pudieran oír o que empeorara tanto que les sirviera de abrigo.

Las voces distantes cada vez se escuchaban más alto pero seguían sin ser claras, las órdenes gritadas al viento, confusas. Etienne respiró hondo y contuvo el aliento. El corazón le latía tan deprisa que temía que los demás pudieran escucharlo. Se ciñó más la capa sobre él, empequeñecido.

Los ojos de Armande iban de un lado a otro con rapidez, buscando en la oscuridad algún indicio, alguna sombra extraña. Nicolas escudriñaba impasiblemente las tinieblas, esperando cualquier cosa que la noche tuviera escondida para él.

Ramón flexionó el brazo herido, el dolor agudo era como si le acuchillaran de nuevo cada vez que se movía. Volvió a doblar el brazo distraídamente. El dolor era algo en lo que podía centrarse. Tenía los músculos del cuello en tensión y el sabor salado a sangre se le filtraba en la boca por el mordisco que se había dado en la mejilla. La lluvia le golpeaba la capucha, rociándole el ojo, fría y molesta. Sacudió la cabeza y se limpió la cara con el guante, parpadeando con fuerza. Dejando los ojos cerrados, Francesco se concentró en la oscuridad y sus sonidos.

Las voces se hicieron más fuertes y cercanas, acompañadas por botas marchando y cascos golpeando la calle. William entrecerró los ojos, las órdenes espetadas que el viento traía eran cada vez más claras, apenas inteligibles, conforme dirigían la búsqueda en las proximidades.

El incesante ruido de la lluvia ocultaba los sonidos. Les mortificaba, las gotitas caían en los momentos más inoportunos. Lo que confundía la dirección de las voces y no dejaba oír los nombres de las calles y cruces cuando los gritaban. Aunque era obvio que se estaban acercando.

André comprobó que aún tenía bajo la capa el paquete que el Gran Maestre le había dado en el Temple. Aliviado de sentir el peso en la mano, cerró los ojos, una súplica silenciosa en sus labios.

Las pisadas de hombres y caballos y las órdenes a gritos en la oscuridad se volvieron más débiles. Francesco abrió los ojos y miró en la penumbra justo cuando a André se le saltaron los ojos de asombro. El joven templario escondió de nuevo el paquete.

Esperaron, quietos y en silencio, hasta que sólo oyeron el suave e inconstante golpeteo de la lluvia.

William levantó la mano y continuó adelante, hizo una señal brusca para que sus hermanos lo siguieran. André se adelantó en la fila que iban formando detrás de William, poniéndose el primero.

—¿Qué pasa si el camino está bloqueado? —preguntó André.

William le echó una mirada por encima del hombro.

—Somos una orden religiosa —insistió André en voz baja—. Esperan que busquemos la ayuda de la Iglesia.

William no aminoró la marcha, como si no hubiera escuchado nada.

—Hay muchas posibilidades de que ya hayan hecho sus arrestos y que se retiren con sus prisioneros —respondió.

—A no ser que estén buscando a alguien que haya huido.

Con la mirada al frente, William asintió.

—Así que recorrerían las calles y callejones circundantes en busca de fugitivos. Que es lo que están haciendo.

A la cola del grupo, Ramón se inclinó acercándose a Etienne.

—Menuda aventura, ¿eh?

—Supongo que sí, hermano. —Aparte del hermano André, al que no había visto antes, el hermano Ramón seguramente era el que más se le acercaba en edad. Se dio cuenta de que le salía una línea de sangre de la comisura de la boca.

Ramón habló con rapidez.

—Ésta es la parte emocionante, Etienne, la parte que hace que merezcan la pena todos los momentos limpiando y barriendo el establo. La oportunidad de probar lo que vales ante...

Sus palabras se detuvieron de improviso al sentir la enorme mano de Odo cogiéndole con firmeza el hombro. Encogiéndose, Etienne desvió la mirada hacia delante. Ramón miró hacia atrás y vio a Odo con su ojo oscuro fijo en él y con un dedo delante de los labios.

William ponía a prueba su paciencia con el novicio.

—No pueden comunicarse más rápido de lo que se mueven, ¿verdad?

—Sí —estuvo de acuerdo André.

—Siempre y cuando nos mantengamos por delante de ellos y de sus mensajeros, no podrán avisar a ninguna tropa con la que podamos llegar a toparnos.

William se detuvo e hizo una señal para que se pararan. Los demás se quedaron quietos. Escuchó en la noche. Había oído algo.

Volvió a oírlo. Un gemido, el gemido de dolor de una mujer. William miró a un lado, luego al otro, con el fin de ubicarlo, cuando volvió a gemir una vez más, no estaba a la vista pero sí cerca.

Esta vez, un grito de dolor, un chillido seguido de un alarido:

—¡No!

Nicolas le pasó el brazo por encima a André para coger a William por el brazo.

—Hermano, no tenemos tiempo.

—Para. —Los gritos de la mujer salían de la oscuridad—. ¡No!

La voz se calló justo cuando William descubrió de qué callejón venía.

William se zafó del agarrón de Nicolas y corrió hacia la entrada del callejón.

—¡Hermano! —le llamó Armande.

—¡William! —rugió Odo, rechinándole los dientes. Nunca había llamado a su hermano «impulsivo», pero en los años en el campo de batalla, descubrió que el juicio regido por su propio código pesaba más que cualquier misión. Armande le asestó un puñetazo a una pared cercana cuando Ramón salió tras William.

El hombre del callejón era gigantesco y corpulento, un herrero, por el tamaño de los brazos. Gruesos y nudosos como ramas de árboles, eran tan duros como un roble gracias al trabajo diario con el yunque y el martillo. Con un brazo y sin dificultad, sostenía contra la pared del sucio callejón a una chica delgada que se retorcía. Con la mano rolliza le aplastó el hombro, el antebrazo y el codo del hombre la clavaban en la mugrienta pared. Con las caderas recostadas sobre las de ella, usó la mano que tenía libre para buscar el cinturón y desabrochárselo.

Apenas capaz de respirar por el peso que ejercía sobre ella, la muchacha se contorsionaba. Tenía la falda desgarrada, al igual que la saya de debajo, el largo desgarrón dejaba al descubierto la pierna muy por encima del muslo. Los lazos que sujetaban la parte de arriba del vestido ceñido al pecho también estaban rotos, dejando fuera un pecho desnudo, blanco y aplastado por el demoledor peso del herrero.

Apartó la cara de él. Tenía el ojo izquierdo hinchado, el cardenal que le acababa de hacer le cubría el ojo alrededor y le llegaba hasta la mejilla. Le sangraba el labio inferior, partido por la mitad, manchándole la barbilla. Volvió a ponerse a gritar, pero el enorme hombre le tapó la boca con la suya, asfixiándola.

Unos pasos más lejos, sus cuatro amigos observaban hambrientos. Uno, que tenía los dientes torcidos y amarillentos con una línea marrón donde se encontraban con las encías, le dio un codazo a otro que tenía una cicatriz que se dibujaba en zigzag desde la mejilla hasta el labio superior, deformándole la boca. Aburridos de beber en la forja, se habían arriesgado a salir después del toque de queda en busca de otro entretenimiento cuando la chica pasó por allí. Al principio se comportó de forma tímida con ellos, pero una vez se dio cuenta de que habían estado bebiendo y el herrero había desvelado sus intenciones, se rió y quiso escabullirse. Como la lluvia había traído el frío, los cinco decidieron que tomarían algo caliente y de olor dulce antes de volver.

Se le clavaron los ladrillos en la espalda y se golpeó la cabeza contra uno mal puesto que sobresalía de la pared. Moviendo con ímpetu la cabeza de lado a lado, consiguió apartar la cara de la de él, su pelo enredado cayéndole delante de los ojos. Jadeando, tragó aire, estremeciéndose con cada inspiración, que le abrasaba el costado.

El herrero maldijo su penosa habilidad con el cinturón cuando éste se enganchó en la hebilla, impidiendo que se quitara el pantalón. Tiró del cinturón cuando se encendieron estrellas ante sus ojos y el dolor estalló con intensidad en la parte de atrás del cráneo. Soltó a la chica. Una mano callosa le cogió por el cuello y le dieron una patada en las piernas, haciéndole caer de espaldas en la calle embarrada.

Se golpeó con fuerza y consiguió ponerse a cuatro patas, sacudiendo la cabeza para despejarse, la ira brotándole del vientre. Una mirada a sus amigos le bastó para ver que no habían sido ellos. Atrás aún en el callejón, estaban muy lejos para interferir o gastarle una broma. Estaban absortos en algo, y siguiendo sus miradas de sorpresa y confusión, sus ojos se posaron en la chica.

Y en el hombre que estaba entre los dos.

—Vete —ordenó el extraño, su cara cubierta bajo la capucha oscura de su manto.

Con las estrellas de su cabeza desvaneciéndose, el herrero se puso en pie y frunció el ceño. William lo miró, su cara impávida. Cubierto por la capa como estaba, en la llovizna y la oscuridad, podría ser cualquiera, incluso un viajero o vendedor ambulante que acababa de llegar a París y se había topado con la escena. Permanecía inmóvil, con las manos a los lados y las gotas de lluvia cayéndole de las mangas.

—Vete al infierno —rugió el herrero, hinchando el pecho—, y vete ya si sabes lo que te conviene.

—He dicho que te vayas —repitió William.

La muchacha olvidó cuánta desnudez mostraba. Con ojos tímidos, miró la espalda del extraño y, sobre su hombro, al imponente herrero. Para ella, parecían un niño insolente mirando desafiante a un hombre maduro.

Los amigos del herrero se miraron entre sí y el de los dientes amarillos y marrones soltó una risilla. Había visto a Obert, el herrero, dando unas cuantas palizas en todos estos años desde que lo conoció. Ya fuera por la expresión de su cara tras ver por primera vez los brazos como troncos de Obert bajando o por el sonido hueco de las cabezas al golpearlas, siempre se hartaban de reír.

Ajustándose el cinturón, el herrero se acercó.

—No reconoces una advertencia cuando la oyes, ¿no? —Contrajo sus enormes antebrazos y cerró con fuerza las manos en puños—. Peor para ti.

La muchacha se pegó a la pared, viéndose cercada por la tensión que sabía que acabaría en pelea. Primero, lanzó una mirada a los dos hombres frente a ella y luego a los cuatro que habían presenciado su agresión esperando su turno. Todos los ojos estaban puestos en el extraño de la capa, se colocó el talle del vestido, ajustando y remetiendo la tela, alisándola por el pequeño abombamiento de la cadera.

Los rasgos de William se ocultaban en las sombras de su capucha, pero sus ojos se encontraron son los del gigantesco herrero, fríos e inflexibles. Tenía que terminar esto rápido. El tiempo era oro y fugaz y, con lo grande que era éste, sabía que no sería cosa de una sola estocada. Tan sólo con un movimiento sutil de la mano por su cintura, William se abrió el manto.

El grandote vio al extraño cambiar la posición de los brazos, contuvo el aliento y se preparó a ver un cuchillo salir de debajo de la capa empapada. Pero el brillo que entrevió no era de una hoja, sino del blanco deslumbrante de una sobrevesta y una cruz roja de ocho puntas cosida sobre el corazón del extraño.

Había hecho algún encargo para varios templarios: herrar a un caballo, remachar un yelmo o reparar la cabeza de una maza que se había desengastado. Los que conoció fueron hombres duros y silenciosos. Nada impresionante, la verdad, volvían de Tierra Santa, desde Chipre, junto con una caravana de comerciantes. Eso fue en su vieja herrería a pie de carretera a las afueras de París. Hasta entonces, nunca había creído las historias sobre la ferocidad de los Caballeros Templarios. No le parecían muy diferentes de los Benedictinos que había conocido.

Hasta que la caravana se puso en marcha.

Estaba anocheciendo. Se habrían alejado quizá unos cientos de pasos carretera abajo cuando aparecieron de repente unos bandidos de la maleza que la bordeaba. Un mercader con cara de estar mareado y con una gorra demasiado grande fue su primera víctima. Le derribaron del caballo y le cortaron la garganta mientras luchaba por ponerse en pie.

Otro bandido intentó desmontar a un templario de barba negra como su compinche había hecho con el mercader. Murió antes de que los dos tocaran el suelo, el templario dio una voltereta para ponerse en pie, espada en mano. El templario a caballo que iba a la cabeza hizo girar a su caballo y bajó su lanza. Yendo a la carga, dejó clavado a un tercer ladrón en un árbol, la lanza que le atravesó el pecho vibraba cuando el caballero la soltó. Eran rápidos, recordó, impíamente rápidos. Y brutales, algo que iba a descubrir mejor después de que hubieran acabado con los bandidos.

En su vieja herrería, había aprendido la importancia de la discreción. Los robos eran parte de los viajes, uno de los riesgos que se asumen cuando se emprende un camino. La experiencia le había enseñado a Obert que lo mejor era volver a su herrería, ponerse a trabajar con las herramientas más grandes y afiladas que tenía y asegurarse de no ver nada y decir menos aún.

Mantenía la cabeza gacha cuando el líder templario irrumpió en su herrería. Agarrándole por la nuca, el caballero le estampó la cabeza contra el yunque, exigiéndole que dijera qué sabía de los asaltantes y qué papel tenía en la emboscada. El grandullón herrero se llevó las manos a la cabeza y lo negó todo. Le llevó casi una hora convencer al templario.

Ver a otro templario frente a él en este callejón le puso la cara blanca. La visión de la cruz roja le aceleró el corazón. Inhaló hondo. El sudor descansaba en forma de gotas sobre su labio superior. Retrocedió, inseguro, mientras el extraño dejaba que su capa se cerrara al caer.

A la muchacha se le desencajaron los ojos. Ver que ese hombre tan grande aumentaba la distancia con respecto al más pequeño la dejó atónita, mirándolos más impresionada que incrédula.

Los amigos del enorme herrero estaban escépticos. Ninguno había visto nunca una pelea que Obert no terminara y ninguno vio qué hizo el extraño para hacerlo retroceder. Intentando intuir algo en la penumbra, el que tenía la cicatriz hasta el labio distinguió la forma de una espada bajo la capa del extraño.

—Necesita algo más que una espada —gritó—, ¡nosotros somos cinco!

El de los dientes torcidos vio el contorno de la espada. Se inclinó y cogió una de las ramas que había cortadas y amontonadas en el rincón del callejón para que le hiciera de garrote improvisado.

—Una espada no cambiará nada estando tú solo. —Blandió el nudoso trozo de leña, retorciendo los labios en una sonrisa cruel que apenas dejaba al descubierto sus dientes manchados y amarillos.

Cayendo en la cuenta de que sus amigos aún seguían estando detrás de él, Obert se sintió de repente menos intimidado. Dio un paso al frente con ímpetu, otra vez decidido, dándoselas de valiente ante sus amigos. El extraño no se movió. Su expresión rayaba el aburrimiento.

El de los dientes sucios iba a lanzar otra amenaza cuando un sonido captó su atención: el roce de una bota en el empedrado. Miró hacia atrás y sintió un escalofrío helado en las tripas.

Detrás de él, tres oscuros extraños bloqueaban el callejón.

Con capuchas oscuras, igual que el que se enfrentaba a Obert, permanecieron inmóviles. Con la lluvia cayendo por sus capas, se asemejaban a gárgolas de una catedral fijas al suelo.

Se volvió hacia su amigo de la cicatriz, tocándole suavemente el hombro y, luego, con ansiedad, para intentar que se girase y lo viese. Su asustado amigo le ignoró. Con los ojos paralizados, miraba a Obert, que le daba la espalda, y al extraño frente a él. Al otro lado del callejón, habían aparecido tres figuras oscuras y encapuchadas más, una más grande que las otras, otra mucho más pequeña, pero todas silenciosas, amenazadoras e inmóviles.

La lluvia caía en gotas frías que salpicaban al chocar. William observaba cómo el enorme herrero y sus amigos miraban de un extremo a otro del callejón cuando vieron que habían perdido la ventaja. Calmadamente, William volvió a mirar al grandullón. Para acabar esto, tenía que tener cuidado de no presionarle ni convertirlo en una cuestión de orgullo o supervivencia.

Sin decir una palabra, el encapuchado más alto se apartó, ofreciéndoles al herrero y sus amigos una vía de escape.

No hacía falta que les dijeran nada. El de los dientes sucios fue el primero en salir corriendo, y el resto salieron en tropel detrás de él hacia el hueco, escabulléndose agitados entre las oscuras figuras. El herrero le echó una mirada ardiente a William, los brazos aún en alto. William estaba preparado, considerando por un momento que el grandullón podía ser demasiado orgulloso para aprovechar la oportunidad que se le había ofrecido. Con un resoplido obstinado, el herrero se dio la vuelta.

William aprovechó el momento para echar un vistazo por encima de su hombro a la muchacha. Con los ojos yendo de un lado a otro con rapidez, estaba pegada a la pared, sin saber a ciencia cierta qué iba a acontecer. Los ojos de William se fijaron en su desnudez. La pálida y desnuda carne de su pecho y su muslo la hacían incluso más vulnerable e indefensa.

Se volvió de nuevo y, con mano firme, detuvo al enorme herrero. Le agarró la camisa y se la rasgó de arriba abajo, arrancándosela y dejando al fornido hombre medio desnudo.

El herrero echó a correr como un toro asustado, pero era tan corpulento que, al intentar pasar entre Ramón y Armande, empujó a Etienne con su rolliza cadera, derribándolo en su apresurada huida. El muchacho cayó al suelo, reprimiendo un grito cuando el brazo se le rompió al dar con el suelo, retorciéndose por su peso. Ramón corrió a su lado.

William se volvió a la muchacha. La miró a los ojos para evitar su desnudez, tendiéndole la camisa.

—Cúbrete.

La chica cogió la prenda hecha jirones, ni cohibida ni avergonzada. Se envolvió el hombro con ella, se cubrió el pecho y se la ató cerca de la cintura toscamente.

—Estoy bien —tartamudeó.

Armande se acercó a William, al igual que los otros, la muchacha se apartó antes de que acabaran de rodearlo.

—De todos los indisciplinados...

—Ahora no —dijo William.

—¿Ahora no?

La lluvia amainó, el goteo esporádico se intensificaba, frío y húmedo, abofeteándolos cuando el viento soplaba.

Arrodillándose en el barrizal cerca de Etienne, Ramón le gritó a William:

—Está bien, hermano. —Miró a Armande—. Sólo se lo ha torcido.

William miró más allá de Armande, al chico sentado en el barro, haciendo muecas de dolor mientras el hermano Ramón le atendía el brazo.

—Cuida de él, hermano —le respondió gritando. Ignorar al hermano Armande no ayudaría a mitigar sus razonamientos. Necesitaba dejar claro cuáles eran sus prioridades.

Quizá las decidirían por él. Se dio la vuelta y vio a la muchacha. Con la enorme camisa del herrero atada como un cabestrillo desde los hombros hasta la cadera, apartaba con osadía a los caballeros, sus ojos fijos en él. La chica empujó a Armande, pero a éste le fallaron las palabras. Un oscuro brillo titilaba en el ojo del hermano Odo.

—Gracias —dijo la muchacha, más enfadada que agradecida. Se paró enfrente de William—. ¿Pero qué voy a hacer cuando vuelvan?

—No volverán. —William se apartó de ella.

—¿Cómo lo sabes?

William volvió a acercarse, bastante.

—Conozco a los de su calaña —dijo suavemente y con firmeza. Puede que llevara demasiado tiempo en el claustro, pero desde las Cruzadas no había conocido a una mujer tan descarada.

—Pues yo sí que los conozco —dijo la muchacha—. Vivo aquí y trabajo aquí. Sólo esperarán a que os hayáis ido.

William le estudió la cara mientras hablaba. Identificó que el cardenal del ojo y la sangre seca del labio eran marcas de puñetazos. Tenía los ojos vivos y brillantes, de un azul claro que contrastaban tanto con las marcas oscuras que las hacía parecer más graves. Tenía el cuello largo y pálido, en contraste con el pelo negro, que caía abundante sobre sus hombros. Entonces se dio cuenta que no llevaba cubierto el cabello. Indecoroso, quizá, pero no impropio de una mujer soltera de su edad. Dedujo que tendría diecinueve, ya que tenía la belleza que sólo las muchachas de esa edad tienen.

—Cuando os vayáis —prosiguió— volverán.

Sus palabras no llegaron a William, que arrugó la frente, recorriendo con los ojos su vestido, los lazos negros atados a los hombros y sus guantes rotos.

—Y entonces —sentenció— lo pagarán conmigo.

Antes de que William pudiera responder, Odo lo agarró por debajo del brazo, apartándolo. Francesco y Armande fueron a toda prisa detrás de él, dándole la espalda a la muchacha, que apretó los dientes y dio un pisotón en el suelo mojado.