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Capítulo XI

— No podemos quedarnos aquí — le dijo Odo a William al oído, en voz baja y apagada.

Nicolas se abrió paso entre ellos y se apostó a la entrada del callejón, lo más cerca posible de la calle. Se quedó de pie mirando fijamente en la oscuridad.

Con la ayuda de André, Ramón le vendó el brazo a Etienne valiéndose de la enorme capa del muchacho para hacerle un cabestrillo. Ramón dobló su brazo vendado al lado de el del chico.

—Oye —le dijo con una sonrisita —. Vamos a juego. Un recuerdo de nuestra aventura.

El chico asintió, apartando la mirada de Ramón, completamente indiferente.

Odo seguía insistiéndole a William, su aliento cálido en el aire de la noche lluviosa.

—Si esos hombres que has ahuyentado se tropiezan con una de las patrullas...

—Lo sé —estuvo de acuerdo William—, tenemos que seguir avanzando.

Armande agarró a William por el hombro.

—¿A qué estabas jugando ahí? —le preguntó.

William sacudió los hombros para quitarse la mano de Armande y lo miró enfadado.

—Necesitaba ayuda.

La chica aguzó el oído. Escuchaba los susurros de su discusión a escondidas, encubriéndolo al fingir que estaba arreglando el rasgón de la falda. Tiró de sus guantes finos y rotos y se puso a examinar la rasgadura. Apartó cada lado, descubriendo el muslo casi a la altura de la cadera. Ramón, que estaba ayudando con la herida de Etienne, miró a la muchacha y no pudo apartar la vista de su carne clara y desnuda. Se quedó mirando hasta que sus diestros dedos tiraron de la prenda y juntaron cada lado de la rasgadura con un nudito. Volvió a hacerlo, dejando un hueco entre los nudos de aproximadamente el tamaño de su pulgar. Ramón se fijó en el modo en que su piel llamaba la atención entre los nudos mientras repetía la acción y escuchaba a escondidas a los otros.

—Fuiste imprudente —le llamó la atención Armande—, impulsivo. Nos pones a todos en peligro yéndote de cacería tú solo de esa manera. ¿Qué pensabas que estabas haciendo? Hay mucho más en juego que una...

—Mujer que requería nuestra ayuda —acabó William la frase.

La muchacha con el pelo de color azabache dejó de anudarse la falda.

—Una prostituta —le corrigió Armande—. Ninguna mujer honorable estaría fuera a estas horas sin escolta. Mírala... Los lazos negros, los guantes. Se les exige llevarlos por ley.

William le echo una mirada a la chica, que fingía desinterés, supuestamente concentrada en mantener la vista en el arreglo de su vestido.

—Tiene razón, hermano. Puede que seamos la única esperanza de la Orden —añadió Francesco—. Cuando actuamos, tenemos más cosas a tener en cuenta.

—¿Más a tener en cuenta que qué? —preguntó William—. ¿Que nuestras responsabilidades como cristianos?

Odo habló con calma, sin el reproche de los otros.

—Tenemos que ser cautos, hermano.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Armande.

—No podemos quedarnos y cuidar de ella —señaló Odo.

—Puede viajar con nosotros —dijo William.

La muchacha sintió un escalofrío desconocido para ella por la espalda y el vientre cuando el extraño encapuchado pronunció esas palabras. Estuvo a punto de mirarlo, pero siguió con los nudos, que casi llegaban ya al dobladillo.

Armande apretó los dientes.

—Eres blando. El muchacho era una cosa, pero no voy a ir con una ramera.

Poniéndose detrás de William y Armande, Odo les puso en la espalda a cada uno una de sus grandes manos y anduvo hacia delante, guiándolos hacia la entrada del callejón mientras discutían.

—¿No escogió nuestro Señor Jesucristo a una mujer deshonrosa como uno de sus discípulos más allegados? —preguntó William. Detrás de ellos, Francesco echó un vistazo al suelo mientras Odo se los llevaba.

—No puedes estar comparando llevarla con nosotros a...

Francesco le interrumpió, la cabeza gacha.

—«Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» —citó casi de mala gana, avergonzado por la arrogancia de no haberlo visto antes—. No estamos aquí para juzgarla.

Cuando Odo rebasó a la chica llevándose a los otros, ésta alzó la vista y los siguió.

—Oye. No podéis dejarme aquí.

Sus palabras y el movimiento súbito que hizo sacó a Ramón de su ensimismamiento y apartó la vista de ella. Al ver a sus hermanos mayores ir a la entrada del callejón, donde estaba el hermano Nicolas, ayudó a Etienne a ponerse en pie. Junto al hermano André, se unieron a los otros en la entrada a la calle. Absorto en su vigilancia, Nicolas no les prestó ninguna atención cuando se pusieron todos detrás de él.

Armande se giró hacia la chica.

—Baja la voz. Eso no lo decides tú.

—Mi decisión no cambiaría aunque fuera una mujer noble. —recalcó William.

Odo se dirigió a la muchacha. Sus ojos claros miraron su único ojo oscuro, pero en él no vio el desprecio que había visto en tantos otros.

—Si lo que dices es cierto —dijo— sólo estás retrasando lo inevitable. Si no te encuentran esta noche, lo harán otra.

Negó con la cabeza, segura de sí misma.

—Habían bebido mucho y no querían pagar.

Odo conocía esa bravuconería natural. La había visto en las ciudades más grandes y asediadas, la escandalosa bravata de los jóvenes —o incluso niños— que conseguían sobrevivir a la vida cruel de las calles tras quedar huérfanos o que los echaran de casa.

—En un día o dos, perderán el interés —prosiguió la muchacha— pero si vuelven esta noche... —Pasó por alto a Odo centrándose sólo en William—. Tú me has metido en este embrollo.

—Te salvamos —dijo William.

—De unos borrachos que no querían pagar —respondió—. Hay muchos hombres así.

Al mirarle la mejilla, William se encontró con su mirada acusadora.

—Parece que hicieron algo más que no pagar.

—Hubiera sido capaz de manejarlos —alardeó. Un pequeño puñal se le escurrió de la manga a la mano; punzante y de hoja cuadrada, lo zarandeó en el aire entre los dos. Odo se puso tenso, e incluso Armande se llevó la mano a la empuñadura.

William la miró con serenidad.

—¿Y por qué no lo hiciste?

El cielo se descargó en ese momento. La lluvia, con su repiqueteo, caía a raudales desde los cielos en densas cortinas de agua que se convirtieron en un aguacero. El torrente creció, enfangando las calles, empapando a los caballeros y a la muchacha. Guardó el cuchillo, corriendo deprisa para unirse a los caballeros, que se pusieron a los bordes del callejón. Con la espalda pegada a la pared, buscaron resguardarse en cualquier cubierta o saliente por pequeños que fueran.

—No podemos quedarnos aquí fuera con la que está cayendo —le gritó Odo a William para que le oyera con la lluvia—. Ninguno tenemos ropa adecuada.

—Debemos continuar —contestó Nicolas—. El tiempo nos mantendrá ocultos. Las tropas del rey no nos buscarán con esta tromba de agua.

Ramón le dio la razón:

—Ni tampoco es probable que reanuden la búsqueda cuando la tormenta amaine.

—Necesitamos refugiarnos —dijo William.

Odo estudió a los hombres mientras se cubrían con las capas, ajustándose las capuchas y los pliegues y buscando en la pared algún punto donde estuvieran un poco más resguardados.

—Necesitamos refugiarnos aunque sea durante un rato —dijo—. Sigamos caminando más de la cuenta bajo la lluvia, metámonos en campo abierto y cogeremos una pulmonía que nos matará a todos.

—Conozco un sitio al que podéis ir y resguardaros de la lluvia —dijo la muchacha.

Pestañeó, luchando contra el chaparrón por mantener los ojos, húmedos y pesados, abiertos. Su pelo largo y negro se le pegaba al cráneo y al cuello, las gotas de lluvia se recostaban, gruesas, sobre sus mejillas y labios. Estaba calada hasta los huesos, las mangas de su saya y la parte superior que había improvisado, casi transparentes, dejaban entrever su piel.

—Silencio, muchacha —ordenó Armande.

—No —dijo André mirando a William.

William se volvió a la chica, estudiándole la cara de nuevo. El agua le salpicaba en la boca, de donde dejaba salir el vaho mientras miraba para atrás con sus ojos color azul claro.

—No podemos permitir que nos vean —advirtió Armande.

—Es un lugar donde nadie se fija en nada y dicen menos aún —instó la muchacha, que se encontró con la mirada calmada de William—. Especialmente si os llevo yo.

William echó un vistazo a sus hombres. Estaban empapados. Había sido testigo de más muertes por dolencias y enfermedades en las Cruzadas que por la batalla; y si tuviera que decidir la muerte de alguien, no sería una lenta y consumiente.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —preguntó

—Me llaman Solange —respondió—, Solange Parisien.

William sacudió la cabeza.

—No te he preguntado cómo te llaman en las calles. Te he preguntado tu nombre.

La chica se quedó mirándolo, con la boca abierta, preguntándose qué decir mientras la lluvia seguía cayendo con fuerza sobre ellos.

—Lisette —dijo al fin.

William le hizo un gesto para que avanzara.

—Guíanos entonces, Lisette.

La muchacha se abrió paso entre los otros caballeros hasta la entrada del callejón. Armande los miró con furia bajo su capucha cuando la chica guió a William hacia la oscuridad de la avenida. Los demás hermanos los siguieron. Echó un vistazo por encima del hombro y se unió a ellos en la retaguardia.

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El agua de la tormenta caía a raudales sobre el Temple de París, dejando las paredes resbaladizas y con un aspecto siniestro. Arrimados a los muros, los soldados del Real Ejército de Su Majestad hacían guardia. Se removían incómodos en sus ropas mojadas, con los pies fríos y empapados en las botas, hundiéndose lentamente en el barro cenagoso de la calle. Los soldados que ocupaban los puestos dentro de los pasillos del Temple estaban agradecidos de que les tocara esa tarea, el repiqueteo de la lluvia en las ventanas y puertas les recordaba constantemente la desgracia de los que hacían guardia ahí fuera.

No se veía ni un solo hábito blanco. Desde que arrestaron y trasladaron a los prisioneros, sólo hombres de uniformes negros rondaban las salas del Temple. Los oficiales mandaban hombres aquí y allí, escaleras arriba y abajo, en busca de cualquier templario rezagado o, quizá, escondido. Era un lugar amedrentador, e incluso aterrador, para un soldado, lleno de amplios espacios oscuros demasiado silenciosos y muchos recovecos más pequeños y rincones sombríos en los que podía ocultarse un fugitivo armado desesperado por salir. Había estatuas y tallas esparcidas por todas partes, las titilantes lámparas y antorchas engañaban al ojo, creando intrusos merodeando en casi cada esquina.

La puerta maciza del despacho del Gran Maestre se abrió de una patada bien fuerte, rompiendo el silencio del claustro. Un par de soldados fornidos empujaban a Jacques de Molay, que dio un traspié al entrar en la habitación. Aunque había cooperado con los soldados y sus oficiales, le trataban de forma hostil: nunca perdían la oportunidad de golpearle, hacerle la zancadilla, empujarle o maltratarlo como a un felón común. Liberado de sus zarpas, se apartó un mechón de pelo canoso de la cara, alisándoselo. Consideró si darse la vuelta y enseñarles a los dos cómo se comporta de verdad un prisionero hostil cuando una voz seca y suave le ordenó:

—Siéntese.

Conocía esa voz. Se giró insolentemente, escudriñando la oscuridad en busca de la garganta dando órdenes en su despacho. En el fondo de la habitación, con una sola lámpara resplandeciendo, pudo intuir una forma cerca de ésta. Vio también que habían movido sus muebles, su escritorio estaba a un lado y un taburete bajo de madera estaba en medio del espacio vacío. Los soldados le apresaron con dureza, forzándole a sentarse.

Resistió el impulso de levantarse y lidiar con los hombres, recordando su plan. En lugar de eso, se quedó relajado en el taburete, dejándose llevar. La figura en el fondo de la habitación estaba lo suficientemente cerca de la lámpara para ser visible con la pálida luz. Con dedos delgados y pálidos cogió delicadamente una vela y la acercó a la llama, usándola luego para encender un pequeño brasero.

Las zonas en penumbra de la habitación se iluminaron, poniendo al descubierto a un hombre delgado y enjuto. Con la cabeza rapada, los rasgos pronunciados, una nariz grande que sobresalía de una frente ancha y los labios finos sobre una barbilla huesuda. Llevaba una túnica negra y, sobre ella, la luz del brasero bailaba reflejada en el crucifijo de oro enjoyado. Con un suave soplo, apagó la vela y la dejó caer al suelo.

—Imbert —pronunció el Gran Maestre De Molay en voz baja.

Así que la Inquisición estaba involucrada...

Guillaume Imbert, el inquisidor general de Francia, ignoró a Jacques de Molay y metió la mano en el interior de su manga larga y suelta para sacar un pergamino que desenrolló lentamente.

—Jacques de Molay —entonó sin levantar la vista del papel—, Gran Maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, también llamada Orden del Temple.

De Molay no había previsto que la Inquisición estuviera involucrada. Más que una orden era una administración que salió de las filas de los Dominicanos y los Franciscanos. Se reunían cuando era necesario enfrentarse al mal en el mundo. Pero donde los Caballeros Templarios luchaban para defender la fe en tierras lejanas con lanza y espada, la Inquisición combatía a sus demonios en casa, confiriéndoseles el poder de actuar como jueces y erradicar la herejía a través de investigaciones e interrogatorios. Los pensamientos inundaban la mente de De Molay para estimar lo que podía implicar la presencia de Imbert. La llegada del inquisidor general de Francia ni le sorprendía ni le preocupaba.

—Ni vos ni la Inquisición tenéis autoridad sobre mí, Imbert —le interrumpió el Gran Maestre—. Nuestra orden sólo responde ante el mismísimo papa.

Imbert ignoró sus palabras y continuó leyendo los cargos.

—Se os acusa de las más viles y obscenas herejías...

Uno de los soldados aún tenía agarrado al Gran Maestre del hombro, pero éste se liberó de la mano.

—¿Qué es lo que queréis? —exigió.

Imbert dejó de leer, pero mantuvo la mirada en el pergamino.

De Molay le insistió.

—¿Qué poder anheláis obtener con esto?

Imbert apretó la mandíbula, negándose a alzar la vista. Prosiguió con la retahíla, sin prestar atención a las acusaciones del templario e imponiendo las suyas.

—... crímenes absolutamente abominables, incluyendo el rechazo a nuestro Señor, la profanación de su presencia, la adoración a falsos ídolos, sodomía...

—¿Se trata de algún ardid tramado por vuestro rey? —presionó De Molay. Dejó escapar una sonrisa pícara—. ¿Vuelve a tiraros de los hilos? Sois su confesor. ¿Continúa enfadado por habernos negado a nombrarle Rex Bellator?

Felipe había presentado la propuesta a Roma de que todas las órdenes militares se unificaran en una sola más grande y aconsejaba que él, y los futuros reyes de Francia, instantáneamente ostentara potestad sobre la orden como rey guerrero. Jacques de Molay estuvo personalmente en contra.

El Gran Maestre templario se levantó, una acción desafiante e irrespetuosa hacia el inquisidor y su posición. Quizás esto le hacía insolente y arrogante, pero tenía que provocar a Imbert. Si pudiera sonsacarle algo, incitarle a error... le ayudaría a encontrar las pistas para resolver el acertijo.

Con la misma rapidez que De Molay se incorporó, los soldados lo volvieron a apresar, cogiéndole de los hombros y los brazos. Forcejeando con el viejo templario, intentaron obligarlo a que volviera a sentarse, pero tenía una fuerza sorprendente y su resistencia les dificultaba mantenerlo sujeto. Les chocaba que un viejo enjuto y canoso pudiera defenderse de ellos.

Imbert alzó la vista del pergamino, indiferente. Observó a los dos guardias lidiando con el fuerte Gran Maestre para que volviera a su asiento. Esto, Imbert lo sabía, era necesario. Se había dejado a los templarios demasiado tiempo a sus anchas. Le bastaba con mirar a Jacques de Molay para verlo. Las normas de su orden eran cistercienses y los templarios debían adherirse a sus estrictas leyes respecto a la apariencia y los modelos de conducta, que se atenían a los patrones más humildes y sagrados. Y aun así, frente a él había un hombre con el pelo suelto de un noble y la barba de un infiel, su fuerza evidenciaba una dieta completa y tiempo dedicado al entrenamiento en lugar de al rezo. No mostraba ni obediencia ni humildad luchando tan vigorosamente. Su desprecio declarado irritaba a Imbert, la falsedad e hipocresía eran insufribles.

Estos eran los momentos que hacían su trabajo más gratificante.

El inquisidor fijó su fría mirada en la de De Molay mientras obligaban al templario a sentarse de nuevo en el taburete.

—Confesad vuestros pecados —ordenó con gravedad Imbert, su voz llena de ansiedad—. Y aceptad vuestro castigo para que podáis ser perdonado. Y salvado de la muerte.