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Capítulo XV

—¡Ya basta! —rugió Jacques de Molay, liberando sus brazos de los guardias de un tirón—. He aguantado este insulto demasiado tiempo. —Señaló al inquisidor: una leve sombra en la oscuridad que había ante él—. Os habéis excedido por completo de vuestros límites, Imbert.

—Sentaos —le ordenó Imbert con voz firme y suave.

—Soy el Gran Maestre del Ejército de Dios en la Tierra, y no tenéis autoridad para...

Los dos soldados forcejearon con el Gran Maestre para volver a tenerlo bajo control. Su espeso pelo canoso dando latigazos.

—Sentaos —mandó Imbert.

—Ni hablar. —De Molay se seguía resistiendo en el medio de esa oscura habitación. Los hombres que le custodiaban eran fuertes, pero prácticamente sin entrenar, de la clase que confía en su tamaño y su físico para derrotar a sus oponentes. De Molay atenuó su lucha al sentir las manos de los soldados agarrándole con fuerza. Después de considerarlo una vez más, dejó de resistirse, con lo que consiguió que le agarraran con algo de menos fuerza.

—Respondemos sólo ante el papa —le rugió a Imbert—. No tenéis autoridad sobre mí ni sobre esta orden.

Imbert enseñó los dientes, mostrando algo de emoción en presencia de De Molay por primera vez. Quizá, consideró De Molay, ésta era la oportunidad que buscaba, un error provocado por su lucha y su negación a prestar atención al inquisidor.

En la penumbra, con su hábito y su túnica oscuras, Imbert era un fantasma. De Molay vio cómo abría una bolsa, sus dedos espectrales extrajeron algo de su interior que De Molay no alcanzaba a ver.

Imbert salió de repente de la oscuridad, el objeto, grande, hacía ruido en su mano.

—Esto —dijo, poniendo el pergamino en la luz—. Esto me otorga toda la autoridad.

De Molay no encontraba palabras. Con los ojos entrecerrados en la oscuridad, no paraban de asaltarle pensamientos. Sus ojos recorrían las oraciones en latín del documento, parándose en la bula gris pálida adjunta y el sello papal estampado sobre el disco de plomo.

Imbert lo dejó colgando delante del sitiado Gran Maestre.

—La bula papal Vox in excelso. Un decreto de Su Santidad el papa, expedido en secreto y que pronto se hará público.

Un horror frío recorrió la espalda de De Molay y unos dedos congelados le apretaban el estómago.

Imbert continuó.

—Ordena que por la presente vuestra Orden sea disuelta, suprimida y expuesta a un interrogatorio por la Orden de la Santa Inquisición.

De Molay estaba pálido. Se le entumecieron los miembros, sus rodillas ya no eran capaces de sostenerlo. Se sentía mareado a pesar de que el corazón le martilleaba el pecho. Las palabras le fallaron mientras intentaba apartar la mirada del sello. Lo había entendido y calculado mal todo.

Era el fin de la Orden.

—Y ahora —comenzó Imbert. Su voz era sorprendentemente suave, el silencio del estupefacto De Molay le daba confianza—, responderás mis preguntas.

De Molay rugió. Su brazo, aún preso por el guardia, parecía una serpiente enroscada, girando por el brazo del soldado y retorciéndole la muñeca, lo que produjo, junto con que se le doblaran las rodillas, el grito del guardia.

El segundo guardia titubeó. El chillido de su compañero le sacó de su ensimismamiento y agarró a De Molay del otro brazo, torciéndolo por la espalda del viejo Gran Maestre para forzarle a echarse al suelo, pero De Molay soltó una patada que le dio en la rodilla y cayó aferrándose a su pierna, lo que permitió al monje liberarse. De Molay se giró y, con el brazo que tenía libre, golpeó al primer guardia en la cara, derribándolo también.

Horrorizado, Imbert retrocedió dando un traspié y cayó sobre el brasero. El recipiente de metal se rompió haciendo un gran estruendo y estallaron chispas mientras el fuego se esparcía por el suelo, sumiendo la habitación en profundas tinieblas. El inquisidor buscó refugio en las sombras oscuras, lejos de la llama que había encendido. Costándole respirar, se pegó al rincón, aferrado a su crucifijo de oro; las joyas, frías y suaves bajo sus dedos.

—¡Guardias! —gritó en mitad del caos—. ¡A mí la guardia!

La pesada puerta del despacho se abrió de golpe y entraron dos guardias más, que corrieron hacia el Gran Maestre. Uno le llegó por detrás y le rodeó con sus fornidos brazos para mantener pegados los de De Molay a su cuerpo. El templario se puso derecho y echó la cabeza hacia atrás, destrozándole la nariz, que empezó a rociar sangre. Mientras el guardia aún estaba cayendo, llevándose las manos a la cara, plana y ensangrentada, y a donde una vez estuvo su nariz, el otro guardia que había entrado con él le asestó a De Molay un puñetazo atroz en el riñón. El Gran Maestre arqueó la espalda y soltó un alarido de dolor y rabia mientras otro que entró corriendo acompañó el golpe con un gancho en la oreja del viejo.

De Molay le devolvió el puñetazo, pero falló, aturdido y desequilibrado por el golpe recibido. El guardia de la nariz rota alcanzó a De Molay por detrás, pero el Gran Maestre le esquivó y lo tiró a otro de los guardias, haciéndole perder el equilibrio. Echándose hacia atrás, se mantuvo a la vanguardia del ataque, con la pared detrás de él. Igual que un perro pastoreando ovejas, desviaba y detenía sus ataques por las tangentes, manteniéndolos delante de él. Sabía que no acabaría bien. Le superaban demasiado en número e, incluso si lograba escapar de la habitación, tendría que enfrentarse a los cientos de hombres más que había por los pasillos del Temple. Desterró la distracción que suponían esos pensamientos en cuanto se le pasaron por la cabeza.

Perdió el equilibrio cuando un guardia le embistió por debajo. De Molay cayó al suelo, lo que le dejó sin respiración. El guardia con la nariz rota fue hacia él corriendo para golpearle con fuerza en las costillas. Una vez. Dos.

Otro guardia fue a por él. Forcejearon todos, De Molay resollando para recuperar el aliento mientras más manos venían a agarrarlo, atrapándole los brazos y golpeándole el cuerpo para someterlo, manteniéndolo inmovilizado en el suelo.

Con todo en calma, Imbert salió de las sombras, mirando al atrapado Gran Maestre. Satisfecho de que lo hubieran apresado tan rápido, Imbert puso el brasero derecho, echando un puñado de yesca dentro. Se alisó la toga, se ajustó el cordel de la cintura y se acercó a De Molay.

—Hay mucho mal por el que deberíais responder ante Dios —dijo con tono de reproche—. Mucho mal por el que vuestra orden deberá responder.

A pesar de la mano que le tenía cogido del pelo, De Molay sacudió la cabeza despacio, incrédulo. El error era suyo. Él les llevó a esto.

Imbert continuó, volviendo al lado del brasero y alimentando un poco más el fuego.

—Os hará bien a todos confesaros.