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Capítulo XIX

El Gran Maestre Guillaume de Beaujeu llamó a los caballeros que aún podían tenerse en pie. Su mensaje era desalentador.

—Los mamelucos han alcanzado la Puerta de San Antonio.

La lucha no se alcanzaba a ver desde el torreón de los templarios, que estaba junto al mar. El fragor del combate había quedado reducido a un leve rumor que William sentía más que oía. El Gran Maestre De Beaujeu entornó los ojos para observar el patio atestado de gente, las arrugas profundas alrededor de sus ojos se marcaban aún más.

—Con la puerta abierta, los atacantes entran a raudales en la ciudad.

Los que le oyeron dejaron escapar un grito ahogado. Carreras apresuradas y susurros le siguieron conforme la noticia se extendía entre los refugiados y los heridos por todo el fuerte como si de un fuego avivado por el viento se tratara. Masas llevadas por el pánico se agolpaban cerca del Gran Maestre para oír sus noticias. Los templarios recibieron el informe en silencio, mirando a su Gran Maestre sólo en espera de su siguiente orden.

William se dio cuenta de que el Gran Maestre tenía una mancha roja en el borde de su kafiyya, con motas, como si hubiera penetrado desde el reverso de la tela. Miró más de cerca y vio que la larga tela que le cubría la cabeza ocultaba una cuchillada sangrante en el cuello del Gran Maestre. El tajo se extendía desde la tráquea, por el lado que él estaba, hasta debajo de la oreja derecha; fue algún canalla que le hirió muy de cerca y que fácilmente podría haberle cortado la artería y la vena.

—Sólo tenemos una opción —continuó el Gran Maestre De Beaujeu—. Debemos capturar de nuevo la torre y retomar el control de la puerta.

—Eso sería una temeridad —se oyó decir a una voz en la multitud—. Una temeridad y un suicidio.

William reconoció la voz de Tomasso di Anselmo y miró hacia atrás para verlo abrirse paso a empujones entre los refugiados allí apiñados, flanqueado por dos de sus principales compinches, Corrado y Fazio. Vistiendo su armadura oscura, con sus sobrevestas desgarradas y ensangrentadas, atravesaron la multitud con los yelmos en la mano. Eran hombres fornidos, mayores que William, con el pelo al rape y un lustre grasiento y sudoroso en la piel que no parecía apagarse nunca. No eran caballeros, y apenas unos soldados; a Tomasso y el resto de su tripulación los había contratado y traído desde el norte de Italia alguna baronía de clase media, un detalle para incrementar las fuerzas de combate que protegían la ciudad. Cada vez más a menudo, la ciudad necesitaba protegerse de ellos, pensó William. Tomasso y sus mercenarios eran unos villanos indisciplinados. Sólo les preocupaba el dinero, sus filas se componían de asesinos, violadores, egoístas y excomulgados. Creando más problemas de los que se suponía que tenían que resolver, durante meses habían atentado contra la frágil paz de la ciudad.

El Gran Maestre De Beaujeu los fulminó con la mirada. El saqueador prosiguió.

—Deberíamos irnos. Cargar los barcos del puerto con todo el que sea capaz y dejarle la ciudad a los sarracenos.

—Si nos rendimos ahora, perderemos nuestra última posesión en el este —afirmó De Beaujeu.

—Ni que hubiera alguna posibilidad de conservarla.

—El puerto tiene cabida para demasiados pocos navíos para que escape todo el mundo —interpuso William—. Además, la gente que hay aquí necesita protección.

El Gran Maestre le echó una mirada curiosa al joven templario, no ofendido en absoluto por su falta de decoro.

—Intenta retomar la torre y sólo conseguirás que te maten —dijo el mercenario.

—Retomar la torre hará que avancen más despacio.

—¿Que avancen más despacio? ¡Entran a raudales por la brecha!

—Obligarles a permanecer en la brecha reduce su número. La puerta les da acceso a la carretera, y con ella tienen la libertad de entrar y traer cualquier arma de asedio que quieran dentro de las murallas de la ciudad. Si retomamos la puerta, limitamos su número y su ventaja.

El mercenario sonreía sin júbilo alguno, mostrando los dientes y negando con la cabeza.

—¿Y en cuántos asedios has luchado, muchacho?

—¿De cuántos has huido tú?

La triste sonrisa de Tomasso desapareció. Se llevó la mano a la empuñadura, pero se detuvo al percibir la fría mirada de los templarios que flanqueaban a William y al Gran Maestre detrás de él. Soltó la espada y señaló al joven caballero amenazadoramente antes de dar la vuelta y marcharse, sus hombres desaparecieron con él entre las masas que se abarrotaban tras los muros templarios.

William se dio la vuelta y encontró al Gran Maestre De Beaujeu mirándole con furia.

—Ya nos enfrentamos a suficientes enemigos en la Puerta de San Antonio, hermano William. No creemos más.

William bajó la cabeza.

—Gran Maestre, incluso con un enemigo común a las puertas, esos hombres no son nuestros aliados.

El Gran Maestre asintió, sus ojos destellearon de la única forma que se permitía sonreír delante de sus hombres. Ordenó a William y a los otros templarios que se acercaran.

—¿Estabas en el puerto? —le preguntó a William.

—Sí, Gran Maestre. —William le describió la escena de barcos hundiéndose y cuerpos flotando que obstruían el camino a mar abierto. Les relató la lucha con los jinetes. La expresión del Gran Maestre se tornó sombría—. Poco podíamos hacer por el caos del puerto. Así que volví, trayendo al hermano Odo aquí para que le atendieran.

—¿Cómo está? —preguntó De Beaujeu sin que se le cambiase la mirada.

—Descansando al cuidado de los Hospitalarios.

—Entonces está en las mejores manos aparte de las de Dios —vino una voz detrás de ellos.

William y el Gran Maestre De Beaujeu se giraron para encontrarse con otro caballero. El hombre era alto y de aspecto demacrado, tenía el atuendo ensangrentado y grisáceo como el de los templarios, pero llevaba una sobrevesta negra en vez de blanca, engalanada con una cruz blanca que le marcaba como un miembro de la Orden de San Juan: un caballero hospitalario.

—Le mantendremos en las nuestras —terminó el Hospitalario, ofreciéndole la mano al Gran Maestre. William identificó al hombre frente a él como Jean de Villiers, Gran Maestre de los Caballeros Hospitalarios.

La expresión de De Villiers se tornó seria.

—Tenemos mucho que planear, hermano.

De Beaujeu le cogió la mano.

—Y casi no hay tiempo —contestó, y dirigieron a ambos grupos de caballeros al interior de los barracones templarios.

William se detuvo, buscando entre la multitud del recinto azotado por el sol a los Hospitalarios y al hermano Odo. Vio a mercaderes y ciudadanos, mujeres y niños y peregrinos. Algunos se apiñaban, como pajarillos asustados. Otros andaban de un lado a otro con ansiedad. Y otros estaban sentados, quietos y tensos, mientras unos pocos rezaban en fervientes murmullos o en lamentos de desesperación. Estaban aquí bajo la protección de su orden, recordó William con pesar. Le preocupaba cómo podía aún cumplir con sus obligaciones.

Siguió a sus hermanos. Mirando arriba por casualidad, atisbó el estandarte templario, el Baussant, ondeando en lo alto de los muros de la fortaleza. Dividido en dos mitades, una blanca y otra negra, y con una cruz roja en el centro, se había desgarrado y ahora quedaba suelto de una esquina. Tendría que poner sobre aviso al Mariscal Templario, que querría saber que la bandera estaba colgando, muriendo con el suave viento.