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Capítulo XXV

Hasta ahora no habían encontrado nada.

El toque de queda, junto con las tormentas nocturnas, dejaba las calles desiertas. El capitán De Valery se arrellanó en la silla mientras su caballo caminaba pesadamente. La infantería siempre es más lenta que la caballería, pero dispersándose por las calles, sus soldados de a pie buscaban en cada cruce y en cada callejuela. Avanzaban más lentos que una tortuga.

Le preocupaba que los fugitivos cambiaran el sigilo por la rapidez. Corriendo a toda velocidad, podían mejorar su ventaja respecto al obligado avance palmo a palmo de la búsqueda hasta que ya no hubiera ninguna posibilidad real de atraparlos. En silencio, maldijo a la tesorería por dejarle aquella noche como único hombre a caballo en la compañía.

Le dolía la mejilla. La hinchazón y la quemazón del corte y la cicatriz que dejaría, era lo que le ocupaba la mayor parte de los pensamientos. Una cosa más, pensó, de la que desahogarse en el pellejo de los monjes cuando los encontraran.

—¡Capitán! —le llamó uno de los hombres que estaba delante. El hombre que le había gritado estaba al final de la calle, agitando los brazos para que le viera. De Valery espoleó al caballo para que se pusiera al trote.

La avenida en la que estaban terminaba en las orillas empinadas de un canal. De Valery redujo la marcha del caballo. Delante de él, una pasarela estrecha y solitaria se extendía sobre el canal. De Valery se detuvo y les hizo señas a sus hombres para que fueran con él. Se transmitieron el aviso entre ellos y, unos instantes después, la compañía entera se había puesto en formación a su alrededor al final del puente.

Delante, en el puente, había un hombre.

De Valery escudriñó en la oscuridad, discerniendo, al principio, nada más que una silueta en las sombras. Al mirarla fijamente, reconoció la figura: el hombre que se había enfrentado a él con tanto descaro con la espada en alto hacía unos minutos. El hombre de Le Basilisk et Chalice que había matado a su tío y le había asestado el corte en la cara.

El hombre estaba solo. Con el arma hacia abajo pero preparada y la cabeza gacha, rezando. Sin su disfraz, se veía la armadura a plena vista: las negras anillas de hierro de su loriga y las calzas de cota de malla y las centelleantes aletas pulidas en sus hombros atrapaban la poca luz que había. No estando ya ocultos por la oscura capa, el blanco de su manto y el brillante carmesí de la cruz sobre el pecho eran inconfundibles.

Como había supuesto. Los fugitivos eran templarios.

Miró fríamente al hombre del puente y giró su caballo para echar un vistazo a sus tropas.

—Tú —le aulló a un joven soldado cuyo nombre no se había molestado en memorizar.

El joven soldado se puso firme de inmediato. Mejor vestido que los demás hombres, tenía una espada sujeta a la cintura. De Valery recordaba vagamente, del momento en el que su tío le asignó a su compañía, que el hombre era el bastardo de algún noble de bajo rango que le compró un puesto en el ejército de su majestad para que, quizás, pudiera ganar algún estatus por estar al servicio del rey.

Esta noche sería su oportunidad. De Valery se inclinó desde el caballo.

—Ve y arresta a ese arrogante templario hijo de puta.

El joven se puso firme y se dirigió al puente, pasando por delante del sargento de De Valery. Los dos dedos que el sargento Luc Caym perdió en las Cruzadas empezaron a picarle. El veterano maldijo entre dientes los dedos fantasma que no podía rascar mientras observaba al joven soldado entrar en el puente y desenvainar la espada.

El templario permanecía de pie, inmóvil. A varios pasos de él, el soldado fue yendo cada vez más lento hasta pararse, indeciso.

—En el nombre de su real majestad el rey Felipe —comenzó a decir, resultándole su voz muy alta en el silencio—, quedas por la presente...

—Vete —le cortó William.

Incrédulo, al joven se le fue la voz. Se quedó mirando al templario.

La voz de William era poco más que un susurro que sólo el joven ante él podía oír.

—Ríndete. Date la vuelta. Y vete. Este camino ahora pasa por mí.

Al joven soldado le ardieron las mejillas. Ya había sufrido suficiente humillación por su cuna y sólo la generosidad no reconocida de su padre le había alejado tanto de las mofas y los maltratos que había sufrido en el pueblo campestre de su madre.

Alzó la espada y, con un grito encolerizado, cargó contra William.

William se movió casi sin darse cuenta. El pie se deslizó hacia atrás y su espada golpeó con presteza, matando al joven soldado a un solo paso de él.

El cuerpo del joven cayó en la calzada del puente dando un golpetazo. De Valery, sentado en su silla, lo observó. Se le encogió el estómago y sintió un pinchazo en el pecho. Las tropas, estupefactas detrás de él, miraban boquiabiertas y en silencio cómo el fugitivo se retiraba detrás del cadáver, bajando su arma, hasta su posición original.

—Insolente... —dijo con voz áspera. Se giró y le echó otro vistazo a su compañía. Sus ojos fueron a parar a tres hombres que estaban juntos: dos hermanos de hombros anchos, Briand le Sarrasin y Michel le Tristram, y su amigo Daniel, bautizado de broma por la compañía «Le Petite». De Valery recordaba a los tres. El primer día bajo su mando, le impresionaron con un entrenamiento cuerpo a cuerpo, los tres luchando espalda contra espalda con espadas de madera romas contra el resto de la compañía y casi derrotándolos ellos solos.

—Vosotros tres —les llamó. Apuntó al puente con el dedo—. Traédmelo.

Michel y Daniel desenvainaron las espadas. Briand tiró la antorcha y sacó un hacha del cinto. Se abrieron paso los tres a través de las tropas reunidas y se dirigieron al puente.

William permanecía solo mientras se acercaban con cautela. Con Briand a la cabeza y Daniel y Michel, apretados casi uno al lado del otro, detrás de él, caminaron por la angosta pasarela. Con un repentino aullido, Briand saltó por encima del cadáver hacia William con el hacha pesada bien alta. Michel y Daniel le seguían de cerca, sus espadas centelleando.

Antes de que el hacha cayera, William avanzó rápido como el viento. Arrastrando la espada tras él, pasó como una flecha al lado de Daniel, desjarretándole con un corte en el muslo. El soldado cayó y la espada repiqueteó en el puente mientras se agarraba a su pierna casi cercenada.

William alzó como un rayo la espada, bloqueando el ataque de Michel y respondiendo con un corte en la garganta. Con la sangre saliendo a borbotones de la terrible herida, Michel cayó de espaldas.

El templario giró la espada en la mano. La punta al lado opuesto y la hoja debajo del brazo, entre el codo y las costillas, apuntando hacia atrás. Con ambas manos en la empuñadura, le dio una estocada a Briand, aún empuñando el hacha, deteniendo así su movimiento cuando empezó a darse la vuelta.

William sacó el arma del cuerpo sin vida, que se desplomó. Se volvió a Daniel.

El último de los tres soldados se sostenía casi de pie, apoyado contra el muro bajo del puente. Su espada estaba en el suelo donde la había tirado e intentaba alcanzar el arma arañando el suelo, luchando por cogerla, con una pierna inutilizada y sangrando. Se quedó petrificado cuando William se giró hacia él.

—Ríndete —dijo con aspereza William, acercándose.

Daniel movió la boca pero no le salían palabras. Volvió a intentar alcanzar su espada, desesperado.

William se aproximó a él. Agarrando al aterrorizado soldado de la túnica, le tiró por el puente. El soldado gritó hasta que le siguió el fuerte sonido del cuerpo golpeando con el agua y, después, más gritos, más suaves y afligidos.

William volvió a su posición en el puente, los tres cadáveres esparcidos en el suelo frente a él.

De Valery no daba crédito a lo que había pasado ante sus ojos, avergonzado y disgustado. Cuatro hombres y el templario seguía en pie. Incluso si le costaba todos los hombres que tenía...

Furioso, les hizo una seña a sus tropas para que avanzaran hacia el puente.

—Vivo o muerto, pero traédmelo —gritó, echando espumarajos por la boca.

Media docena de hombres corrieron hacia el puente, aunque cada vez más lentamente conforme entraban en el puente, incapaces de continuar más de dos hombres juntos por la estrechura.

Impasible, William observaba cómo se acercaban a él a toda velocidad. En su mano derecha sostenía la espada ensangrentada, suelta y preparada. Con resolución, llevó la mano que tenía libre a la cintura y desenfundó su daga larga.