Odo se pegó contra la pared de la callejuela y esperó. Sus hermanos le imitaron, rezando por que no les hubieran visto. Un par de hombres pasaron por la entrada de la callejuela de enfrente. Uno con un bastón y el otro con una lanza, pero ambos vistiendo una gorra y una capa oscuras bien ajustadas para protegerse del tiempo.
La ronda de noche.
Patrullando las calles de noche, hacían cumplir el toque de queda dando el alto a cualquiera que se encontraran y deteniéndolo si era necesario.
Odo no los había visto cuando se les acercaron por la derecha, el lado del que estaba ciego, mientras andaba sigilosamente por la callejuela. Únicamente los murmullos de su conversación, traídos por el aire en calma gracias a la lluvia de la noche, le advirtieron de su aproximación. Retrocedió a la callejuela, escondiéndose entre las sombras.
Detrás de él, Nicolas se retiró también a las sombras, haciéndoles señas a los demás para que les imitaran. Esperaron, sus corazones saliéndoseles del pecho. Etienne y el hermano André contuvieron el aliento, temerosos de que incluso ese sonido les delatara.
Los vigilantes pasaron de largo, caminando con parsimonia. Sus ojos yendo de un lado a otro, buscando cualquier cosa fuera de lo normal. El que se ayudaba a andar con el bastón se paró cerca de la callejuela. El otro prosiguió adelante y echó un vistazo en las tinieblas de ésta.
Armande deslizó la mano hasta la empuñadura de su arma. Nicolas la tenía ya en la mano. Odo estaba preparado para coger al vigilante por la cara y arrastrarlo a la oscuridad en el mismo instante que mostrara algún indicio de haberles vistos ocultos entre las sombras. El vigilante se acercó más.
Su compañero le llamó. Así que dirigió la mirada a la calle, donde le pedía a gritos que continuaran con la ronda para poder terminarla. Se fue corriendo con él.
Odo escuchaba con atención cómo los pasos de los vigilantes se alejaban y se desvanecían. Miró hacia Nicolas al otro lado de la callejuela, que, lentamente, introdujo de nuevo la daga en su funda. Odo se acercó a él.
—Eso ha estado muy cerca —susurró—. William tenía razón. Estando tuerto no soy un buen vigía. —Señaló la calle con la cabeza—. Ve tú al frente.
Nicolas se deslizó en silencio tomando la delantera. Se dirigió a la calle y le hizo señas a Odo y a los demás para que se quedaran quietos antes de desaparecer entre las sombras.
Odo miró atrás y vio que todos estaban en posición, esperando, vigilando la calle, imperturbables. Todos menos Etienne.
Detrás de todos, el muchacho estaba recostado en la pared. Su inquietud se veía reflejada en los tendones y venas que se le marcaban en el cuello y en las manos pálidas que cerraba en puño con fuerza.
Odo se dirigió a su lado. Se puso en cuclillas, como si quisiera disimular su gran corpulencia.
—Tienes miedo —le susurró.
El muchacho no respondió, como si no le hubiera oído. A punto de llorar, asintió muy despacio.
—Bien —dijo Odo—. Eso refleja que comprendes lo funesta que se ha vuelto nuestra situación.
—Tú no tienes miedo —dijo Etienne, mirando fijamente el ojo del hermano Odo.
—Mi alma ha sido templada en el fuego de la batalla.
El muchacho se afligió.
—No es culpa tuya —le dijo Odo—. El miedo surge de la incertidumbre. Las Cruzadas me enseñaron cuáles eran mis faltas... y mis puntos fuertes.
—Tú has vivido cosas peores.
—Tengo más seguridad que un hombre al que se le haya puesto a prueba menos veces.
Con el extremo de la manga, Etienne se secó las lágrimas y asintió nada aliviado.
—Estás escéptico —dijo Odo.
—No, hermano. Creo en que has pasado más pruebas que yo.
—Escéptico respecto a nuestra situación.
Etienne le miró confuso.
—¿Cómo?
—Escuché lo que tú y el hermano Ramón decíais.
El muchacho se mordió el labio y tardó un buen rato en responder.
—Temo que Dios nos haya dado la espalda. —La voz de Etienne temblaba al terminar la frase. Las lágrimas le inundaban los ojos, pero las contuvo—. Primero el hermano Bernard y luego el hermano William. Temo que esto sea lo que la voluntad de Dios ha dispuesto para nosotros.
—¿Eh?
—El rey está en nuestra contra. La Iglesia está en nuestra contra. Incluso la muchacha nos ha abandonado.
Odo se inclinó hacia el chico hasta poner la cara a la misma altura que la de Etienne.
—Momentos como éstos están ideados para ponernos a prueba. Para endurecer nuestros espíritus. Pulir nuestras almas. Reza por ganar fuerza, Etienne, y, a veces, Dios te ofrecerá algo así para que puedas hacerte más fuerte al enfrentarte a ello.
Odo bajó la vista al suelo.
—Dios no necesita que salgamos victoriosos, sólo necesita que luchemos por ello. ¿Te has dado por vencido en esta lucha?
El muchacho dudó.
—No, hermano.
—¿Le has dado la espalda a Dios?
—No, hermano.
—Entonces Él nunca te la dará a ti. —Odo se incorporó y, antes de dar el primer paso, añadió—: En estos tiempos oscuros, debes estar en armonía con tu fe. Sentirás que estás en manos de Dios, que está apoyándote.
Etienne asintió.
—En el puente, mostraste un gran valor al enfrentarte a la decisión de William y le ayudaste. Puedes ser fuerte, muchacho. Fuerte como el acero. Y eso es lo que necesitamos ahora.
Etienne gimoteó.
—Sí, hermano.
—William contaba contigo. Y yo también.
Etienne volvió a secarse las lágrimas con la manga. Odo había resuelto retirarse cuando el chico le susurró:
—Hermano, lo que dijo Lisette cuando se fue...
—¿Qué pasa con eso?
—Ella apenas conoce al hermano William. ¿Por qué...? —No encontraba las palabras para terminar su pregunta.
Odo dio un paso atrás y volvió a ponerse en cuclillas. Mantuvo la voz baja, así que Etienne tuvo que inclinarse hacia delante para poder oírle.
—Es una muchacha —dijo Odo—. Una que no ha tenido muchas oportunidades de ver amabilidad en su vida. Nunca consideres insignificante ningún acto de amabilidad. Recuérdalo, y no olvides lo que el mínimo acto de buena voluntad puede significar para alguien.
Etienne frunció el ceño, pero ni respondió ni asintió. Odo se puso de pie y volvió al extremo de la callejuela. Asomándose, vio a Nicolas reaparecer en la calle, haciéndoles señas para que le siguieran. Odo les repitió la señal al resto de templarios. En fila de a uno, se fundieron con la noche.
El brasero ardía en un rincón del despacho del Gran Maestre Jacques de Molay. Imbert estaba absorto en el fuego, mirando las llamas destellear y danzar mientras el inquisidor las alimentaba con leños y paja. Inspiró, percibiendo el suave aroma a sangre en el aire, y miró hacia la puerta vacía. Las marcas de los clavos de hierro, que se asemejaban a las hechas por una gubia, estropeaban la madera que había sobre las húmedas manchas oscuras. Pero el hombre ya no estaba.
Había ordenado que bajaran a De Molay y que se lo llevaran para que se recobrara. La parte más escabrosa de su trabajo como inquisidor era decidir hasta qué punto aguantaría el interrogado. Por miedo a obtener todo menos una confesión completa, no podía guardarse nada. Pero excederse, al mismo tiempo, ponía en riesgo la vida del preso, lo que hacía perder tiempo y suponía un castigo. La Iglesia prohibía arrebatar vidas, incluso para un inquisidor que se hubiera ganado el favoritismo de ésta. Sólo un rey o sus leyes podían fijar y llevar a cabo una sentencia de muerte. A menudo, sin embargo, trabajaba codo a codo con el tribunal para asegurarse de que se llegaba a un veredicto apropiado.
Resonaba una riña a través de los pasillos, cada vez más fuerte conforme se iba acercando. Imbert echó más leños al fuego, avivando las llamas mientras que los bordes de las ascuas irradiaban un color anaranjado. Se quemó los dedos al meter apresuradamente los últimos trozos de leña.
Con un ruidoso crujido de las bisagras, se abrieron las pesadas puertas. Cuatro guardias acarreaban a un prisionero exánime. Completamente desnudo excepto por los vendajes ensangrentados que cubrían las heridas más espantosas, su cuerpo tenía las marcas de un maltrato atroz, cubierto de cardenales y cuchilladas sangrantes.
Imbert prefirió no alzar la vista. En lugar de eso, miraba las llamas y cómo las briznas más delgadas se ennegrecían y rizaban.
Cuando el prisionero volvió a la vida, empezó a sacudir a los guardias intentando liberarse. Se deshizo de un guardia, que le dio una patada con saña en la rodilla, derribándole antes de darle un puñetazo en la sien.
El prisionero se desplomó. Los cuatro guardias juntos lo subieron a la robusta mesa de madera del Gran Maestre. El guardia que le había golpeado le dio un codazo en la barriga, arrancándole un grito sordo. Los guardias le extendieron los brazos, estirándoselos y amarrándoselos a la mesa. El prisionero jadeaba mientras forcejeaban con él para doblarle los brazos hacia atrás y atárselos. Le tiraron con fuerza de las piernas, sujetándolo con correas a la mesa, los pies sobresaliendo por el borde.
Los guardias permanecieron allí un momento, retirándose sólo cuando Imbert se aproximó. El prisionero los observó, fijándose en sus puestos mientras se mezclaban con la oscuridad circundante. Imbert analizó al hombre apaleado y ensangrentado. Un estertor seco salía a través de sus labios agrietados. Tenía los dientes mellados y rotos, la sangre se le estancaba en el interior de la mejilla y le salpicaba la barba. Oscureciéndose hasta alcanzar un morado irregular, su ojo izquierdo estaba cerrado por la hinchazón.
Los ojos de Imbert le penetraron.
—En presencia de estos testigos, te identificarás y responderás sobre los cargos de los que has sido acusado.
El prisionero separó los labios y emitió una especie de gruñido. Tosió y tragó y pasó la lengua por la boca antes de responder.
—William de Barking —dijo una voz áspera que le raspaba la garganta—. Hermano de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón.
Imbert reflexionó sobre el interrogatorio del Gran Maestre. El viejo templario había sido fuerte, más de lo que habían previsto, y no se había rendido tan pronto como había estimado.
Este tal William de Barking era más joven que el Gran Maestre, y un solo vistazo a sus delgados músculos magullados bastaba para indicarle a Imbert su fuerza y resolución. Puede que la paliza le hubiera ablandado. Pero en sus años de experiencia, Imbert había descubierto que los apaleamientos también llevaban a algunos hombres a ser más decididos.
En particular, los guerreros.
Aun así, era un siervo de Dios, un monje, e Imbert pensó que sería mejor dirigirse a él como una figura autoritaria.
—William de Barking —entonó como si empezase un sermón de misa—, tú y tu orden estáis acusados de las herejías más viles y obscenas, incluyendo el rechazo a nuestro Señor, la profanación de su presencia, la adoración a falsos ídolos, sodomía...
—Soy William de Barking —repitió William desde la mesa con los ojos cerrados—, hermano de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón.
Imbert quiso suponer que sería culpa de la desorientación. Pero la confusión podría ayudar a que el interrogatorio avanzase.
—Me describirás qué habéis hecho —le ordenó—. Me describirás qué has presenciado hacer a otros.
—Soy William de Barking... —Las palabras cobraron más fuerza—. Hermano de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón.
Imbert cayó en la cuenta.
—¡No eres un prisionero de guerra! —casi le gritó.
—Soy un soldado del ejército de Dios —le explicó calmadamente William—. Y...
Echó un vistazo a las ataduras que le inmovilizaban a la mesa antes de volver a mirar al inquisidor definitivamente.
—Y nosotros somos el martillo de Dios contra el mal —insistió Imbert—. Responderás estas preguntas.
William le miró con el ojo bueno. Inhaló, estremeciéndose, y dejó salir el aire.
—No he presenciado tales hechos.
—Mentira —dijo Imbert—. El mal permanece tras los muros del templo de tu orden. Tenemos declaraciones. Confesiones.
Se alejó con parsimonia, dejando que el silencio llenara la oscura habitación. William cerró los ojos, respirando lentamente. Sentía un pinchazo agudo en el costado cada vez que inhalaba aire.
Imbert continuó.
—Me lo dirás, William de Barking. Descríbeme los rituales obscenos de tu orden templaria y el demonio de cuatro cabezas que venera.
William perdió la concentración. Miró a Imbert, los nódulos de su cara y cabeza le oprimían, produciéndole un gran dolor. Los labios agrietados se le partían y un atisbo de comprensión le iluminaba el ojo.
Imbert sabía que había encontrado algo.
—No existe ninguna cabeza de demonio. —William le miró a los ojos.
Imbert empezó a dar vueltas alrededor de la mesa, despacio, mirando con sus ojos negros al prisionero hereje. William le observaba como mejor podía, perdiéndole de vista cuando el dolor al doblar el cuello se hacía demasiado insoportable. Así que dejó la cabeza atrás y escuchó, siguiendo al dominicano por el sonido de sus pasos y el ruido de su hábito.
El inquisidor se detuvo en un extremo de la mesa, justo detrás de William, sobre su cabeza. William escuchó más pasos, botas en el suelo pulido, alejándose. Escuchó el chirrido del hierro sobre la roca y los pasos regresaron. A pesar de que tenía los ojos cerrados, la habitación se iluminó.
William abrió los ojos y vio a uno de los guardias llevando el brasero que estaba en el rincón hacia la mesa donde estaba atado. El brasero era bajo, así que William no podía verlo desde el borde de la mesa. No reconocía el objeto y sabía que no estaba en el despacho del Gran Maestre la última vez que habló con él.
El guardia se alejó y ya no podía verlo. Tras un momento, pudo ver al inquisidor cuando éste se acercó. En silencio, volvió a mirar a William.
—Hablas bien francés —dijo finalmente Imbert—, para ser inglés.
William volvió a reposar la cabeza.
—Latina mea melior est —exhaló.
Imbert se negó a reaccionar. Mi latín es mejor. La pronunciación y dicción del templario eran impecables. Le estaba desafiando, tentándole a picar el anzuelo, mostrándole que era un erudito. Este tal hermano William no era tan sólo uno de tantos, uno de los nobles desafectos o mercenarios excomulgados que las órdenes militares reclutaban para rellenar sus filas y que servían de carnaza en las batallas.
—Cierto es —reconoció Imbert, aún en francés.
—Kaif Arabi? —preguntó William.
Imbert hizo lo posible por no mostrar su sorpresa, pero frunció los labios y entrecerró un ojo. ¿Qué tal tu árabe?, le había preguntado, tanteando al inquisidor. En las Cruzadas, era habitual que los caballeros y sus sirvientes aprendieran árabe para que todos pudieran entender y hacerse entender entre la gente del Mediterráneo. El conocimiento de lenguas era esencial para llevar negocios con los mercaderes locales y, en especial, cuando se negociaba con los sultanes y sus generales. William sabía que era poco probable, incluso imposible, que este dominicano lo hubiera aprendido nunca. Le sorprendió que lo reconociera.
—No hables esa lengua demoníaca en mi presencia —le amenazó Imbert.
—Es la lengua de comercio y conversación en Tierra Santa —dijo William—. Pero nunca has estado en Tierra Santa o visitado las tierras donde nuestro Señor nació y predicó, ¿verdad?
Imbert se enrojeció.
—Estás aquí para responder a mis preguntas.
—Las he respondido.
Imbert se quedó mirando a su prisionero a los ojos, uno negro y morado y tan hinchado que casi estaba cerrado y el otro normal. Le indicó a un guardia que se acercara y volvió a rodear la mesa despacio.
—Llegaremos a la verdad. —Le señaló el pie al guardia, que, como William pudo ver, llevaba un pequeño cubo.
William levantó la cabeza, intentando ver al otro extremo de la mesa. El guardia sacó un paño arrugado y grasiento y lo introdujo en el cubo, extrayendo una porción de grasa espesa y mantecosa, y empezó a embadurnarle el pie izquierdo con ella. Fría y resbaladiza, se quedaba pegada a su piel, aglutinándose entre los dedos y oliendo levemente a rancio.
Imbert se dirigió altiva y lentamente hasta el pie de la mesa mientras el guardia se alejaba, otra vez fuera del campo de visión de William y perdiéndose en las sombras. Al templario le palpitaba la mejilla y el ojo mientras observaba al inquisidor inspeccionar el trabajo del guardia.
—Estoy seguro de que compartirás conmigo todos tus pecados antes de que amanezca —dijo Imbert.