Lisette avanzaba despacio y sola por las calles vacías. Se abría camino cuidadosamente a través de los charcos y los excrementos mezclados con barro. Las ventanas cerradas muchas horas atrás y las puertas oscuras le recordaban que estaba sola y que no debía estarlo en este barrio de la ciudad.
No le gustaba salir sola por la noche. Incluso con el buen conocimiento que tenía de la vida en las calles, era peligroso, como el roce que tuvo con el herrero y sus amigos en el callejón le había probado. «Si no hubiera sido por William el Templario...» Desechó la idea de su cabeza. Tenía la situación controlada. Una noche con dolores y unos pocos días con moratones habrían sido lo peor que le hubiera pasado. Puede que aquellos hombres no tuvieran intención de pagarle, ¿pero no les había cogido el dinero que le debían?
Sin embargo, William la había ayudado y no esperaba nada a cambio, para su sorpresa. Y cuando le abordó sobre la amenaza que aún suponían los hombres que él había espantado, le ofreció que le acompañara.
Se detuvo. Al principio pensó que había oído voces a lo lejos, pero supuso que era el aire nocturno jugándole una mala pasada, quizá sólo era el sonido que llegaba magnificado de un habitante de la ciudad mascullando. Siguió avanzando, pero se resbaló. Sus dedos se deslizaron por el barro, hundiéndole el pie hasta que se paró bruscamente en una piedra áspera oculta bajo la porquería.
Lanzó maldiciones al cielo y sacó la chinela del barro. La sacudió para limpiarla y escupió, maldiciendo en silencio a los caballeros que había abandonado. Los cobardes sin corazón. Su querido William era su amigo y, por muy seguro de sí mismo que pareciera, jamás podría luchar contra una compañía entera de soldados. El valor no era siempre suficiente cuando la diferencia era tan abrumadora.
Se detuvo. ¿Qué pretendía hacer si era capaz de encontrar el camino de vuelta a su lado? Se lo imaginó, herido y sangrando, cojeando con determinación hacia los muelles. Ella podía ayudarle, vendarle las heridas y servirle de apoyo.
Lisette volvió a oír las voces y se dio cuenta de que no eran balbuceos somnolientos, no era una broma del aire. Había alguien cerca. Gemidos suaves y jadeos de dolor llegaban a sus oídos, demasiado lejanos para distinguirlos. Con el corazón latiéndole con fuerza, se colocó el zapato y, tras echar un vistazo, se deslizó con cautela por una esquina.
La pasarela donde habían dejado a William estaba delante. Puestas donde el barro las mantenía erguidas, unas cuantas antorchas esparcidas aquí y allí titilaban iluminando la calle.
Había soldados heridos sentados en el barro, jadeando y apretando los dientes. Algunos atendían sus propias heridas ensangrentadas mientras otros se ocupaban de los cortes abiertos y los huesos rotos de otros. Lisette dejó escapar un grito ahogado cuando vio salir un chorro de sangre del hombro de un hombre recostado, justo debajo del cuello. Gritaba incluso cuando el soldado que le atendía le presionaba la dantesca herida con un trozo de túnica reliada. Más allá de los dos, vio a más igual de ensangrentados, pero inmóviles, yaciendo en el frío barro, con los ojos en blanco y sosegados.
Lisette abrió los ojos de par en par, llena de esperanza. Mientras veía a dos soldados arrastrar el cuerpo sin vida de un tercero y tirarlo entre los fallecidos, no paraban de asediarle pensamientos. Tantos heridos, tantos muertos... Le dio un vuelco el corazón ante la perspectiva. Quizá, era posible que su querido William aún viviera.
Escuchó voces demasiado cerca. Sobresaltada, ahogó un grito de sorpresa cuando un soldado fuerte y corpulento apareció con pasos pesados por la esquina del edificio de al lado, seguido de un soldado más pequeño con la cara enjuta; a pocos pasos de ella.
Miraron de inmediato hacia el movimiento brusco en las sombras de los edificios.
—Oye, tú —le gritó el grandote—, alto.
El jadeo nervioso le aceleraba la respiración y, sin pensárselo dos veces, salió corriendo.
—Alto —repitió el soldado más pequeño. Sus ojos negros eran como los de una rata. Lisette no había dado más de dos pasos cuando sintió una mano cogiéndole del brazo y tirando de ella hacia atrás. Al resbalarse en el barro, tiró del brazo, pero no pudo deshacerse del soldado. Tiró de ella más fuerte y la giró, dándole la vuelta y poniéndola de pie. Se golpeó contra la pared de yeso tras la que se había escondido y cayó al suelo.
Le escocía la cara. Podía notar la humedad de su vestido, absorbiendo el sucio barro. Ambos soldados se aproximaron a ella.
—El toque de queda fue hace horas —dijo el grandullón.
Lisette le devolvió la mirada sin decir nada. El soldado corpulento le agarró el brazo con su enorme mano y la puso de pie de un tirón.
—¿Qué haces aquí? —le exigió. Se acercó más a ella. Lisette intentó soltarse, pero el soldado le apretó más el brazo, produciéndole gran dolor. Buscó algo en la calle, pero la zarandeó impaciente por su silencio.
El segundo soldado posó sus ojos negros en la cara magullada de la chica, hermosa a pesar de las heridas, y acabó viendo las cintas atadas a su hombro. Entreabriendo los labios, le miró rápidamente las manos y vio los guantes andrajosos, manchados por resbalones y caídas en las fangosas calles. Entrecerró los ojos y estiró los labios hasta mostrar una leve sonrisa.
—Ya sé lo que está haciendo aquí.
El soldado fornido le miró sin comprender nada. El bajito se entremetió entre los dos y cogió a la chica, hundiéndole los dedos en el brazo. A Lisette no le gustó el frío vidrioso de sus ojos mientras recorrían su cuerpo desde la falda rasgada y llena de barro, pasando por el cuello y encontrándose finalmente con su mirada.
—Pretende ganar un poco de plata —dijo.
Lisette se tensó cuando la acercó más hacia él y la besó con fuerza. Dejó de forcejear con él tras un instante y le devolvió el beso. El soldado con ojos de rata la soltó con desprecio y se dirigió a su amigo.
—¿Ves?
Lisette le siguió la corriente. Los soldados siempre querían chicas. Sabía por experiencia que ese deseo les hacía descuidados. Quizá podría ganar algo de plata gracias a la situación.
El grandullón tiró de ella hacia él. Abrazándola con firmeza, apretó sus labios con los de ella; su aliento apestaba a vino y cebolla. Pero Lisette era una profesional. Estaba acostumbrada al trato tosco y al nada agradable olor penetrante que tenía que aguantar debido a su trabajo. Le devolvió el beso, con fuerza, mordiéndole con avidez los labios. El soldado empezó a apartarse y dejó de abrazarla, pero ella le sujetó, dejándole sin aliento hasta que no pudo soportarlo más y se libró de ella. Lisette le miró mientras recuperaba el aliento con ojos llenos de deseo, como le habían enseñado a hacer las chicas con más experiencia. Cuando los dos tenían la mirada puesta en ella, se desabrochó los lazos del escote del vestido con una práctica propia de una profesional.
—¿Qué ocurre aquí? —acució una voz nueva detrás de ella. Se le salió el corazón, pero los dos soldados parecían más irritados que preocupados. Se arriesgó a mirar furtivamente por encima del hombro.
Dos soldados más habían aparecido por la misma esquina que los dos primeros. Uno de ellos, aunque casi igual de alto que el corpulento que la descubrió, tenía cara de niño, con mejillas suaves y redondeadas, ojos grandes y la frente ancha bajo una maraña de pelo ondulado. El rostro del otro le resultaba desagradable: tenía la boca y los ojos demasiado pequeños para su cara y con la cabeza bien erguida, lo que le daba un aire de crueldad a su expresión.
Les lanzó una mirada radiante enmascarándose con una sonrisa seductora y tentadora.
—Creo —oyó decir al de ojos negros y fríos— que hemos encontrado una manera más agradable de pasar la ronda.
Sintió que una mano le toqueteaba tirándole de la falda. Se alejó dando un giro y sintió la falda apretándole antes de que los nudos con los que la había arreglado empezaran a saltar. Lisette fingió una risa chillona y tiró de la falda para quitársela al soldado, cuidando de mostrar por un instante su pierna desnuda.
—Tranquilos, muchachos —exhaló con un tono juguetón. La confianza avivó su sonrisa. Volvió a juntar la falda para esconder de nuevo la carne—. Siempre y cuando tengáis bastante plata, habrá suficiente para todos.
Conocía a los de su calaña. Se turnarían, pero no tardarían mucho y podría proseguir su camino.
—¿Quién ha dicho nada de plata? —dijo el de cara aniñada detrás de ella, agarrándole la falda. Oyó cómo se desgarraba la tela y se giró transformando su aspecto de profesional en una sonrisa astuta y expectante.
Todos tiraban de ella y la manoseaban. Todos desprendían el mismo olor a vino y cebolla. El aniñado se abrió paso estrujándose entre los demás. Se arrimó a ella. La manoseaba con sus manos duras, ásperas y llenas de callos, arañándole la piel debajo del vestido. En su cintura, las manos dieron con su faltriquera y sintió cómo el peso del saquito desaparecía. Lisette intentó cogerlo, pero otro soldado le cogió por la muñeca y la hizo girar hasta él.
Tiró para deshacerse de él, desesperada por recuperar la faltriquera y la plata. Se dio la vuelta destruyendo la apariencia que había creado. Echando un vistazo rápido a los hombres, descubrió su faltriquera en la mano del de rasgos menudos y crueles. La hacía botar en la mano, contento por el peso.
—Eso es mío —le gritó. Intentó agarrarlo de nuevo, pero sus dedos sólo encontraron aire, el soldado la apartó de su alcance a la vez que el grandote tiró de ella.
La aplastó contra él, besándola empalagosamente. Lisette buscó la faltriquera con los ojos bien abiertos y al soldado que jugaba con ella. Fingió un gesto de tristeza y asintió.
Había conseguido apartar sus labios de los del soldado fornido cuando le pusieron los brazos atrás con las muñecas juntas. Una punzada de dolor le brotó en los hombros.
—Oye —intentó decir en broma—, tampoco hace falta llegar a esto.
La presión hizo que le saliera una voz estridente.
El soldado con cara de niño se inclinó desde atrás, acercándose a ella. Tenía la mejilla tan suave y blanda como la de una niña.
—Me gusta hacerlo —le dijo al oído.
Retorció la boca y Lisette sonrió cálida y calmadamente. Intentó soltarse, mostrándose dispuesta y afable, pero el soldado le tensó más los brazos cruzándole las muñecas. El dolor punzante de los hombros se intensificó.
—Me haces daño —le dijo amablemente.
—No me digas que no te gusta —le dijo al oído.
Sus ojos saltaban del soldado a la calle impetuosamente. El gigantesco soldado estaba desabrochándose el cinturón. El de ojos de rata se la comía con la mirada. El de rasgos menudos miraba expectante calle abajo. Sus ojos pasaban rápidamente de uno a otro, desesperada por recuperar su dinero.
Lisette forzó una sonrisa.
—Pensaba que nos estábamos divirtiendo.
—Exacto —respondió el aniñado. Con sus delgados brazos en una mano, le cogió del pelo con la otra y le tiró de la cabeza hacia atrás. Le cubrió la boca con la suya en un beso asfixiante, como hizo el herrero... cayó en la cuenta, sintiendo un temor frío. Demasiado tarde, empezó a forcejear.
El soldado aniñado la agarró con fuerza, intentando meterle la mano por debajo de la falda. Con las manos apresadas, no podía coger el cuchillo que tenía escondido. Buscaba desesperadamente alguna forma de escapar.
Por el rabillo del ojo, donde ella había estado observando a los heridos, vio a un hombre a caballo. Con la cabeza gacha y cabalgando despacio, contemplaba la avenida. Su uniforme eran las ropas finas de un oficial. Su largo pelo dorado resplandecía sobre sus hombros, donde le iluminaba la danzante luz de una antorcha. Lisette reconoció al capitán Érard de Valery al instante. Sabía que la conocía.
Apartó la cara violentamente hacia el lado, librándose de la boca del soldado.
—¡Capitán! —exclamó.
Los ojos del soldado corpulento se llenaron de terror. Apretándose el cinturón a la cintura con una mano, le dio un puñetazo en el estómago para silenciarla con la otra. Le dio una arcada y se dobló de dolor. La atención de De Valery se fijó donde se encontraba ella. El soldado de cara aniñada apartó la mano del pelo de Lisette para taparle la boca.
El capitán los vio. Arreó a su montura y se dirigió trotando hacia ellos, intentando ver en la oscuridad. Vio a la muchacha en manos de sus soldados, uno de ellos la tenía apretada contra él y le tapaba la boca con la mano, otro se ajustaba el cinturón mientras el resto miraban lascivamente. Miró a la chica y se cruzó con su mirada, indiferente. Inhaló aire y le dio la vuelta al caballo haciendo un gesto de reproche.
Lisette se dio cuenta de que los soldados estaban asustados y sabía que se enfadarían. Vieron que a su capitán no le importaba que la hirieran. Forcejeó con más brío y consiguió librarse de la mano con que el soldado le tapaba la cara.
—Capitán. Sé dónde están.
De Valery se dio la vuelta en su silla y centró la mirada en la muchacha. Le era familiar, así que hostigó al caballo hacia ella.
—Deteneos —ordenó. Todos los soldados se quedaron quietos como estatuas, sin saber ahora si el capitán pretendía imponerles un castigo.
De Valery se inclinó hacia Lisette.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que sé dónde están.
—¿Quiénes? —preguntó con cautela. Lisette vio lo mucho que el capitán intimidaba a sus hombres. Se liberó del aniñado que le cogía los brazos y le lanzó una mirada asesina antes de volverse hacia el capitán.
—A los que estáis buscando. —Hablaba como un negociante—. Los templarios.
—Soltadla —ordenó el capitán De Valery y los soldados retrocedieron por cobardía—. Ven aquí, muchacha.
Lisette subió la barbilla, altiva, y se acercó al oficial, que ahora podía ver las magulladuras que tenía y las reconoció. No era cosa de los soldados. Las había visto antes, aquella misma noche. Se dio cuenta de que conocía a la chica.
Bajó de su silla y se acercó a ella.
—Te llaman Solange, ¿verdad?