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Capítulo XXIX

Imbert estaba al pie de la mesa donde ataron a William. Delante de él, el brasero parpadeaba. La llama se mecía en su plato de hierro. Con un cuchillo largo, atizaba las brasas con cuidado, estudiando la forma en que las ascuas brillaban y se oscurecían cuando las giraba o colocaba con la punta de la daga, cuya hoja se ennegrecía con el tacto de las llamas.

Durante un largo rato, atendió el fuego en silencio, el crepitar y el chasquido de éste era lo único que se oía. William yacía en la mesa, habiendo desistido, de momento, de poner a prueba sus ataduras. Le dolía todo el cuerpo, especialmente agudo era el dolor de la estocada en la espalda y punzante el de los cortes en los hombros. Le palpitaba la cara, su cráneo dolorido de la mandíbula a la coronilla por los golpes que había recibido. Estaba seguro de que tenía huesos rotos en manos y costillas y, al final de la garganta, podía saborear la sangre.

Agradecía el respiro que esta situación le brindaba. Manteniendo una respiración superficial por el dolor en el costado, rezaba; las palabras que pronunciaba en su corazón le centraban y le distraían de su sufrimiento.

—¿Qué sabes del dolor, hermano William de Barking? —le preguntó el inquisidor.

Por dentro, William se rió porque sabía cuál hubiera sido la respuesta del hermano Odo. Abrió los ojos y miró a las tinieblas que había sobre él.

—Tan sólo lo que me enseñaron las Cruzadas.

—Ya. —Imbert atizó las brasas, aunque William no podía verle con claridad—. Tus hermanos parecen muy orgullosos de lo que han padecido.

—Fue un honor. Por la gloria de Dios.

Imbert había aprendido que estos hombres no temían nada después de haber sobrevivido a aquellas guerras en tierras lejanas. Nada les intimidaba. Su orgullo todavía se resentía por el arrogante templario —el primero al que había interrogado aquella noche— que se rió de él nada más intimidarle con lo que tendría que afrontar si no confesaba. «He marchado y luchado durante días con toda la armadura puesta bajo un sol tan abrasador que calentaba los yelmos hasta que se convertían en hornos, cociéndote los sesos en el cráneo», le había dicho mirándole a los ojos. «He visto a un prisionero apaleado, atado y cosido al cadáver cocido al sol de una mula de carga. He estado en murallas de ciudades al lado de hombres empalados en picas, con la punta saliéndoles de la garganta mientras suplicaban morir. He visto las extremidades de mis propios hermanos arrancadas una a una a manos de los sarracenos y, lo que quedaba de ellos, lo troceaban en pedazos aun más pequeños, y todo eso mientras imploraban entre jadeos la misericordia de Dios. Torturador, no puedes amenazarme con nada peor de lo que he vivido».

«Y lo viviría todo y lo soportaría todo de nuevo por la gloria de Dios».

Estos templarios eran para echarlos de comer aparte, robustos e insolentes. Imbert aprendió esa noche cómo debía intensificar el interrogatorio.

—El fuego es purificador, hermano William —dijo, sin apartar la mirada de las llamas. Aislados en sus templos de la Iglesia y la sociedad, los templarios estaban corrompidos por sus maestres herejes y sus prácticas obscenas y blasfemas. Volvió a pinchar las ascuas con la daga—. Quema la polución y la corrupción y saca a la luz la verdad.

Satisfecho con el calor del brasero y sus brasas, lo deslizó con indiferencia bajo el pie grasiento de William.

Sintió inmediatamente el dolor en el tobillo, abrasador. William tensó el cuerpo, intentando soltarse de las tiras de cuero. Se le marcaron las venas del cuello y apretó los dientes a falta de poder librar su pie de sus ataduras.

Imbert apartó el brasero y observó a su sujeto, como si estuviera lejos. William se desplomó en la mesa, jadeando. Ningún otro sonido escapó de sus labios.

Imbert le examinó. La grasa se extendía por el pie del templario y se escurría, acuosa, por el talón, goteando en el suelo de oscura piedra.

—Bien, admite los cargos —le ordenó Imbert—. Confiésame tus pecados.

—No he hecho nada de lo que afirmas.

—Tus hermanos, pues. Sé que no todos los hombres de una asociación tan grande pueden estar corrompidos. Al igual que sé que no todos pueden ser puros. Dime lo que han hecho ellos. Si no de todas, especifica de qué acusaciones. ¿Qué has presenciado, William?

William recostó la cabeza.

—La mayoría de los hombres confiesan con la mera insinuación de tortura —continuó el inquisidor—. Pero tú y los de tu clase no reaccionáis ante las insinuaciones. —El soporte de hierro arañaba el suelo al volver a deslizar el brasero bajo el pie de William—. Así que no voy a perder el tiempo.

William se puso rígido, intentando soltarse de nuevo. Respirando de forma entrecortada, todo el dolor que le recorría el cuerpo se concentró en el pie ardiendo. Movió violentamente la cabeza de un lado a otro mientras un chisporroteo empezó a llenar el aire.

Impasible y distante, Imbert esperaba.

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Lisette tenía de frente al joven y guapo capitán y lo miraba con ojos menesterosos y desamparados.

El capitán De Valery se la llevó aparte. Al otro lado de la calle, los soldados caminaban preocupados con las cabezas gachas, lanzando largas miradas mientras el capitán y la muchacha hablaban en las sombras de una casa alta.

El capitán De Valery estaba muy cerca de Lisette y ella se percató de ello, deslizándose aun más cerca. Le susurró, mirándola fijamente con interés. Ella le dio las gracias y lo aduló, acentuando su gratitud y elogio con su deslumbrante sonrisa. Ésta era la parte que disfrutaba de su trabajo: la atención de los hombres y el control que su encanto y su belleza le otorgaban sobre ellos. Descubrió que los nobles eran siempre los más fáciles. Entendían el juego igual que ella, apreciándolo por encima del premio y pagando el mejor precio.

Dejó entrever su muslo desnudo por la larga rasgadura de su falda y mantenía los labios entreabiertos mientras le escuchaba. De Valery se dio cuenta.

—¿Estás segura de que el barco está atracado allí? —le preguntó.

—Ahí es donde creen que está. Sólo el jovencito conoce las instrucciones exactas.

—¿El muchacho?

—No, aunque no es mucho mayor. El más joven de los caballeros.

—No tendría ninguna razón para mentir —pensó De Valery en voz alta—. ¿Y no tienen ningún otro plan?

Lisette le pasó la mano por el hombro y reposó allí los dedos.

—No tienen otro medio de escape.

—Esos muelles no están lejos de aquí. Incluso con la ventaja que llevan, deben estar avanzando lentamente por miedo a ser capturados.

—Uy, sí, muy despacio. Al menos mientras estuve con ellos. —Lisette subió los dedos hasta el cuello, acariciándole suavemente. Sus carantoñas tenían el efecto deseado y el capitán se volvió hacia ella. Se acercó a ella y pudo sentir su cálido aliento en su mejilla. Alzó la cabeza y frunció los labios.

El capitán se detuvo.

Arrugó la frente y se le ablandó la mirada.

—Pobre Solange —empezó a decir; la chica bajó la barbilla, advirtiendo lo que venía a continuación—, te sacaron a rastras de Le Basilisk et Chalice, ¿no es cierto?

Lisette puso una expresión triste, sacando el labio inferior y bajando la comisura de los labios, y asintió como una niñita herida. Sus ojos, los de un niño: tristes y llorosos.

Sabía con qué soltura el capitán y su tío soltaban el dinero cuando estaban en la taberna. La noche no sería un fracaso.

De Valery permaneció allí un rato.

—Si se están entreteniendo, como dices, podemos ir directamente al barco y bloquearles allí el paso.

Le puso la rodilla desnuda en la pierna. Él la miró profundamente a los ojos y se marchó dando la vuelta.

—¿Os vais? —exclamó.

—Es mi deber, mi preciosa joya. —Se dirigió a su caballo, dando zancadas en el barro.

Lisette echó una mirada nerviosa a los cuatro soldados. Al ver a su oficial ir hacia ellos, empezaron a andar con menos nervios y con más inquietud, hambrientos como perros de caza esperando su comida. Ella corrió tras él.

Tenía el pie en el estribo cuando le alcanzó, a unos pasos de los cuatro soldados.

—Capitán... —empezó a decir.

—En otro momento, Solange.

Miró más allá de las ancas del caballo. El soldado aniñado estaba un paso más cerca.

—Pero...

—Quizá la próxima vez que te vea en Le Basilisk. Si lo que me has dicho es cierto, debo irme.

Su voz se endureció al final. Lisette volvió a mirar a los soldados y vio que el de ojos negros y el grandote estaban más cerca.

—Pero los soldados... —dijo con voz suplicante.

El capitán De Valery subió a su silla. Hizo girar a su caballo, forzando a la chica a dar un salto atrás para evitar los cascos. Casi perdió el equilibrio por el barro.

El capitán y el caballo estaban justo entre Lisette y los cuatro soldados. Los señaló ladeando la cabeza.

—Son como perros. —Miró al otro lado y les gritó—: Bien hecho, soldados.

Se volvió a Lisette.

—Son buenos perros; y, de vez en cuando, tienes que recompensarlos con las sobras.

Lisette sintió cómo se le paraba el corazón al escuchar sus palabras. Se quedó boquiabierta. La había creído. Se había convencido de que la iba a dejar marchar, quizás pagándole por adelantado, y así poder continuar buscando.

De Valery se alejó al trote, dejando a Lisette sola con los cuatro soldados.

—Nos vamos en cinco minutos —le gritó a sus tropas—. Para entonces tendréis que haber acabado con la ramera.

—¡No! —chilló Lisette con lágrimas brotándole de los ojos.

De Valery arreó a su caballo al galope y de dirigió de vuelta a la pasarela. Lisette se volvió y la devoró la cuadrilla hambrienta.

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A William se le saltaron las lágrimas, dibujando surcos en su rostro manchado de sudor. El hedor penetrante de su carne carbonizada llenaba el aire junto con el siseo chisporroteante del aceite ardiendo. Se revolcaba en la mesa con las extremidades sujetas. Apretó los dientes rotos mientras los tendones de sus brazos, golpeados y cortados, luchaban por soltarse de las tiras de cuero. El cuello y los hombros estremeciéndose y temblando y un grito peleando por ser arrancado de la garganta.

Retorciéndose en la mesa, jadeaba profundamente, exhalando palabras casi imperceptibles en un susurro febril.

Crux mihi certa salus. Crux est quam semper adoro... —

Los murmullos atrajeron al inquisidor. Escuchó, reconociendo tras un momento las palabras del templario.

La cruz es mi clara salvación. Rezaba el templario. La cruz es lo que siempre adoro. Imbert atisbó una debilidad que podía aprovechar.

—Sí —alabó a su agonizante prisionero. Apartó el brasero del pie de William. El hierro sonaba hueco en la piedra mientras el chisporroteo del aceite sonaba y se apagaba.

William gruñó. El tormento dio paso a un dolor abrasador. La crepitación del fuego y los susurros entrecortados del templario era lo único que Imbert oía en el oscuro despacho.

Crux Domini mecum. Crux mihi refugium.

Imbert rodeo la mesa, manteniéndose lejos de los bordes, arrimándose a las sombras y quedándose fuera de la vista de William. La cruz de mi Señor está conmigo. La cruz es mi refugio. El sexto salmo. El templario había recurrido a la oración, un signo inequívoco de que había renunciado a cualquier esperanza de controlar el interrogatorio y que había elegido depositar su confianza en el poder e intervención de Dios.

En aquella habitación, Imbert se había convertido en el instrumento de su intervención. El templario le había cedido la autoridad. Pronto obtendría su confesión.

William continuó:

Domine, ne in furore tuo arguas me, neque in ira tua corripias me...

—Sí —le instó Imbert—. Señor, no me reprendas por tu enojo, ni me castigues por tu indignación. Sí, hermano William, reza. Reza por misericordia.

Miserere mei, Domine, quoniam infirmus sum; sana me, Domine...

Imbert recorrió en su mente los versos del salmo. Ten compasión de mí, Señor, porque me faltan las fuerzas, decía el templario, sáname, Señor, porque mis huesos se estremecen...

Quoniam conturbata sunt ossa mea —terminó el salmo junto al caballero. El dolor, el ruego... Imbert sabía cómo orientarlo hacia una confesión.

—Puedes acabar con esto ahora, hermano William —dijo tiernamente, sonando casi paternal.

A William no le tembló la voz cuando el inquisidor le solapó sus oraciones desesperadas pronunciadas casi en silencio.

Et anima mea turbata est valde, sed tu, Domine, usquequo? Convertere, Domine, eripe animam meam; salvum me fac propter misericordiam tuam.

Imbert sonrió por dentro. Y mi alma está atormentada, y tú, Señor, ¿hasta cuándo...? Ven, Señor, y sálvame la vida, sálvame, por tu misericordia... El templario estaba suplicando ser liberado.

—Tu dolor es el tormento de tu alma hecha carne —explicó Imbert—. Confiesa, hermano William. Confiesa tus pecados aquí y ahora y todo terminará.

William cerró los ojos con fuerza.

Quoniam non est in morte, qui memor sit tui, in inferno autem quis confitebitur tibi.

Imbert se acercó más al oír esas palabras. Porque nadie en la muerte se acuerda de ti, ¿y quién podrá alabarte en el abismo?

—Puedo ayudarte. Tú y yo... no somos tan distintos. Hemos dedicado nuestras vidas a servir a Dios, a erradicar a sus enemigos y a salvar a sus siervos. Confiesa y podrás reunirte con los justos y realizar su obra.

Aún con los ojos cerrados, William se paró, respirando hondo, humedeciéndose los labios.

Imbert perseveró en su intento.

—Podemos acabar con esto —le aseguró—. Relata los pecados de tus compañeros. Tan sólo cuéntame lo que has visto y detendré esto por ti, William. Puedo hacerlo.

Se inclinó, acercando la mejilla a la del templario atado. Bajó la voz en un mero suspiro.

—Confiesa por ellos. Sólo tienes que susurrármelo y podré salvar sus almas.

Turbatus est a maerore oculus meus, inveteravi inter omnes inimicos meos.

Imbert vio las grietas. Mis ojos se consumen de dolor, se agotan entre tantos opresores... Ahora era cuando tenía que abrir la brecha y ensancharla.

—Puedes hablar sin miedo a represalias —le susurró aún más cerca—. Tu orden ya no existe. Estás bajo mi protección. Fuera de su alcance.

William abrió los ojos y se volvió hacia Imbert. Los ojos del inquisidor se iluminaban con una emoción extraña. Imbert asintió a modo de concederle permiso para hablar, su respiración, entrecortada.

William entrecerró su ojo bueno casi tanto como el hinchado.

Discedite a me omnes —continuo. Su voz clara—. Qui operamini iniquitatem, quoniam exaudivit Dominus vocem fletus mei.

Imbert parpadeó perplejo ante las palabras de William. Apartaos de mí todos los malvados, pues el Señor ha oído mis sollozos... Sin duda era el salmo, pero las palabras no se dirigían al cielo.

Se le puso la cara rígida.

—Tampoco tu orden puede ayudarte —le recordó Imbert con dureza.

William apretó con fuerza los labios y miró a Imbert.

Erubescant et conturbentur vehementer omnes inimici mei; convertantur et erubescant valde velociter.

La luz de emoción en los ojos de Imbert se extinguió. Que caiga sobre mis enemigos la confusión y el terror y huyan al instante avergonzados.

—Ésta es tu oportunidad para salvar tu alma —le advirtió Imbert. Sabía que el salmo había terminado, pero el templario había conseguido deformar las escrituras en un arma. Imbert tensó el cuello y sacudió la cabeza.

—Tu última oportunidad...

Non nobis, Domine, non nobis —le cortó William, mirando al frente.

No a nosotros, Señor, no a nosotros. El lema e himno al estandarte de los templarios. Sólo que ahora, determinó Imbert, el templario decía las palabras como un insulto, como una ofensa insolente y llena de orgullo.

Sed nomine —continuo William, volviendo los ojos al cielo y con la voz más contundente con cada palabra.

Imbert volvió enfurecido al pie de la mesa, su voz: un gruñido bajo e inarticulado en la garganta. En una lluvia de chispas, empujó el brasero de nuevo bajo el pie de William, la base de hierro chirriando en las piedras casi se vuelca.

El cuerpo de William dio un espasmo. Arqueó la espalda y tensó los miembros, pero atado como estaba, sólo podía soportar el dolor. Resoplando y jadeando, reprimió a duras penas un grito.

—¡TUO DA GLORIAM! —rugió en su lugar, sincero y desafiante.

Imbert observó cómo se retorcía en la mesa. Sino a tu nombre da la gloria, había conseguido terminar de decir. Su prisionero soltó un alarido, tirando de las tiras, sin embargo, las ataduras de cuero resistían; la grasa de los pies borboteando otra vez y convirtiéndose en un chisporroteo súbito.