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Capítulo XXXII

Los soldados estaban atrapados, aprisionados entre el diablo y sus despiadadas llamas. Se aferraban al marco de la puerta, gritando, incapaces de elegir entre morir por el fuego o morir por la espada.

Más soldados se aglomeraban en la entrada, la presión de atrás aumentando, enorme e implacable. Los gritos y maldiciones se hacían más desesperados y se dejaban llevar más por el pánico. Cegados por el asfixiante humo y el miedo irracional, empujaban y se lanzaban contra los soldados en la puerta hasta que un hombre se soltó.

Cayó hacia delante, golpeándose duramente contra las piedras del muelle. Media docena de soldados tosiendo salieron corriendo a ciegas, pisoteándole. Fuertes pisotones de botas le machacaron la espalda, la cara y las manos. Otro soldado, ciego y con los ojos en llamas, se tropezó con él, arañando el suelo y engullendo el limpio aire frío. Más hombres se apretujaron en la puerta, atascados por la enorme cantidad de ellos que salían despavoridos a causa del pánico.

Encorvados y resollando, los que estaban en primera línea no vieron la espada que acabó con ellos. Odo arremetió contra ellos, su hoja centelleando. Golpeó al primero por encima de la nuca, al hacer el tajo, la espada quedó lo suficientemente arriba como para desgarrar a otro debajo de la mandíbula. La punta acuchilló al siguiente, encontrando un hueco entre las costillas antes de que Odo se quitara del medio al muerto de una patada para liberar la espada para combatir al siguiente soldado.

Los soldados continuaban agolpándose en la puerta. Huyendo de las llamas, se aplastaban los unos a los otros. Al fondo del almacén, gritaban soldados abrasándose. Su ropa ardía y su armadura se convertía en hierros candentes que les marcaban la piel cual ganado.

El caballo de Le Brun chilló, aterrado. Corcoveando y encabritado, les daba coces salvajemente. Los gritos agonizantes se perdían en el rugido de las llamas.

Agachado en la galera, el capitán De Valery oía los gritos y reconoció el ruido sordo del chasquido del fuego incontrolado. Miró a su sargento, desconcertado, y se percató de la brillante luz que temblaba sobre el mástil y la jarcia del barco.

—¿Fuego? —preguntó, y ambos echaron un vistazo sobre la barandilla.

El almacén donde esperaban tumbadas sus tropas estaba envuelto en llamas que sobrepasaban el tercer piso del edificio. Se pegaban al tejado, extendiéndose rápidamente. Los almacenes que tenía a cada lado ardían también, nubes de humo negro salían de las ventanas. Sin embargo, era la visión del embarcadero lo que les produjo escalofríos. En las puertas y ventanas del almacén ardiendo, los soldados intentaban abrirse camino clavándose los dedos para escapar.

Derechos a las espadas de los templarios.

El gigante templario de un solo ojo bloqueaba la puerta. Otros tres se encargaban de las ventanas, matando soldado tras soldado. Las tropas arrojaban a los caídos fuera de su camino mientras los templarios caminaban por el caos, tajando y acuchillando, cortando a los hombres a izquierda y a derecha, dejando una espantosa estela. Eran implacables en su eficiencia, terroríficos en su disciplina, impávidos e inflexibles, como recordaba el sargento Luc.

—Nos han emboscado a nosotros —se dio cuenta, diciéndolo en voz alta.

Un chillido terrorífico de un caballo enloquecido desgarró el aire. Dado que el fuego iluminaba el interior del almacén, De Valery pudo distinguir a Le Brun y a su montura a través de las ventanas. Casi derribándole el caballo de la silla, Le Brun tiró como loco de las riendas mientras el semental corcoveaba embravecido. Giraba hacia un lado y hacia otro, luchando contra cualquier esfuerzo que el hombre hacía por controlarlo. Chocaba contra los soldados, pisoteándolos, pero sus gritos de dolor se enmudecían por el crujido de las llamas.

El capitán De Valery se quedó mirando; la visión infernal era sobrecogedora.

—¡Atrapadlos! —consiguió gritarle a los hombres que tenía alrededor—. ¡Atrapadlos! ¿Me oís?

De pie, el sargento indicó a los soldados que esperaban tumbados en cubierta que le siguieran. Bajó rápidamente por la plancha hacia el muelle con los demás siguiéndole. Con las armas en alto, cargaron contra los almacenes y los templarios.

Escondidos detrás de unos barriles y de fardos y cuerdas enrolladas amontonados en el muelle, Ramón, André y Etienne vieron al sargento y a los soldados salir corriendo del barco. Ocultos bajo sus capas oscuras, observaron a los soldados pasar por delante de ellos, desenvainaron las espadas y los persiguieron. Cuando Ramón iba a empezar a ir tras ellos, se paró, volviéndose a Etienne.

—Quédate aquí. Quédate escondido —le ordenó. Tenía la frente húmeda y, a Etienne, le parecía que estaba pálido, febril y con los ojos desenfocados. El muchacho asintió con seriedad y Ramón le devolvió el gesto, guiñándole un ojo. Le brillaron los ojos por un instante y salió corriendo para unirse a André.

Inmediatamente, cogieron por sorpresa a los soldados del barco. Las espadas de los templarios destelleaban y dos hombres más cayeron muertos detrás del sargento y los otros dos que quedaban.

Ramón le dislocó la rodilla al sargento de una patada y bloqueó el hacha del soldado que tenía al lado. André esquivó el descenso súbito de una espada, eludiendo y atrapando el brazo de su oponente con el suyo, pero el soldado era rápido y le asestó un puñetazo en la cara. Se le echó la cabeza hacia atrás, pero sacó la daga del cinto y se la clavó al soldado. Éste se combó de dolor y André dejó que se desplomara en el suelo.

Ramón se deslizó a un lado. La puntiaguda cabeza del hacha le pasó por el lado y golpeó de tal forma en las piedras mojadas del embarcadero que consiguió echar chispas. Ramón pisó el mango, consiguiendo que el soldado la soltara. Haciendo un remolino, le clavó el pesado pomo en la barbilla; sintiendo algo ceder cuando giró la espada en alto, la dejó caer en el hombro del hombre y se lo abrió.

Etienne respiraba con dificultad al ver toda la escena. Comprendía lo que significaba ser un templario, pero nada de lo que había visto en el Temple le preparaba para la violencia que veía salir de sus hermanos mayores. Estaba repugnado y cautivado, aterrado e impresionado.

Unos fuertes golpetazos de botas contra el muelle de piedra le sobresaltaron. Echando un vistazo por encima del hombro con gran preocupación, Etienne vio al capitán De Valery alzarse lentamente tras haberse tirado de la cubierta de la galera, espada en mano. El muchacho retrocedió, tropezándose con una de las cuerdas enrolladas.

Entre las llamas, Le Brun luchaba por controlar a su caballo aterrado. Más hombres se chocaron con él y la bestia daba empujones sin control. Cuando volvió a girar, Le Brun alcanzó a ver una ventana cerrada. Casi consumida por las llamas, se estaba derrumbando, cayendo astillas y dejando ver el cielo nocturno. Vio un camino al apartarse, por un momento, las llamas y los hombres. Tiró de las riendas, forzando al caballo a girar y hundió las afiladas espuelas todo lo que pudo en los flancos del caballo. El animal se desbocó. Le Brun enganchó la brida entre los dedos y se agachó, apretando la cara contra uno de los lados del cuello del semental mientras cargaba hacia la pared y saltaba.

Emergió de la ventana, con los cascos resbalándose en las piedras mojadas del exterior y zarandeando a Le Brun de modo que casi estuvo a punto de tirarle de la silla. Lejos del fuego y la confusión, el caballo volvió a tranquilizarse y Le Brun pudo volver a dirigirlo.

Los soldados siguieron los pasos del caballo, saliendo impetuosamente por las ventanas cerradas. Con tantos hombres escapando por tantos puntos a la vez, los templarios no podían contenerlos por más tiempo. Heridos y enfadados, los soldados desenvainaron sus armas y se reagruparon, hambrientos de represalia. En el exterior, con el incremento de su número, podían presentar una verdadera amenaza.

Odo sabía que habían perdido la ventaja de su emboscada. Rezaba por que hubieran tenido tiempo suficiente para rebajar su número a su favor. Un grito agónico le despertó de golpe de sus cálculos y se dio la vuelta. Un soldado, con la cara quemada y llena de ampollas, corría hacia Odo asiendo el hacha por encima de la cabeza. Antes de que pudiera bajar el arma, Odo se abalanzó sobre él. Alargó el brazo, agarró el hacha por el mango y se la arrebató, tirando al soldado calcinado hacia delante y haciéndole perder el equilibrio. Odo pivotó y dio una estocada con la espada a la vez que le hundía la cabeza del hacha entre los omóplatos de otro soldado. El segundo soldado se puso rígido y cayó al húmedo empedrado del embarcadero, echándose las manos a la espalda en un intento desesperado por alcanzar la herida.

Le Brun dirigía a su caballo de un lado a otro para observar detenidamente a las tropas dispersas. Se agrupaban en pequeñas unidades, unos sacando a rastras los muertos asesinados o quemados, otros formando grupos desordenados, con las armas desenfundadas. Le Brun miró más allá de los hombres, distinguiendo en la luz cambiante del fuego las formas de un blanco impactante que sus soldados rodeaban . Su corazón colérico latía desenfrenado. Estos fugitivos templarios les habían costado muy caro y decidió que ya estaba harto de ellos. Le Brun observó luchar a sus hombres. Las espadas de los templarios los masacraban y los apartaban bruscamente como si fueran despojos. Luego vio a un templario apartado del resto.

Manteniendo a los soldados que luchaban por rodearlo lejos de su espalda, el templario se había alejado de la pelea y estaba casi fuera de ésta. La pesada espada larga de Le Brun sonó al sacarla en alto de su vaina y el capitán espoleó al caballo para ir a la carga.

Apartado de sus hermanos y rodeado, Francesco paraba y esquivaba, arremetiendo contra los hombres que le rodeaban cuando podía. Hacía lo posible por dirigir la refriega de vuelta al centro de la batalla. Bloqueó un ataque, contraatacando desde la derecha con una estocada mortal. Un soldado cayó a sus pies y Francesco se agachó hacia un lado. Con la maza de armas barrada que tenía en la mano izquierda le golpeó la cadera al siguiente soldado, lisiándolo a la vez que le clavaba las cuchillas de la maza detrás de la rodilla a otro y le desgarró tirándolo al suelo.

Apareció un soldado tras apartar a un compañero anonadado y confuso de la contienda, alejándolo del peligro, o eso pensaba hasta que le envolvió el sonido semejante al estallido de un trueno que provenía de unos cascos galopando. Alzó la vista y ambos fueron arrollados por las herraduras de la montura de su capitán.

Le Brun se inclinó sobre su caballo, cuyas pisadas se triplicaban en los adoquines. Francesco se giró cuando oyó el sonido, levantando la espada y la maza.

Lo había oído demasiado tarde. La espada larga del capitán cayó sobre él con toda la fuerza de la carga, rompiendo la cota de malla de Francesco y casi cercenándole el brazo a la altura del hombro. La sangre apareció rauda con forma de mancha roja en su manto. El dolor fue demasiado repentino e incontenible para que se le escapara ningún grito. Dando la vuelta por el impacto, la batalla de alrededor se silenció y no paraba de girar como un torbellino. Se le cayó la espada de sus dedos dormidos. Sin fuerzas, levantó la maza, rezando en voz alta pidiéndole fuerzas a Dios mientras veía a los soldados reales acorralarle. Francesco cayó y los soldados se abalanzaron sobre él, apuñalándolo y tajándolo.

Etienne cayó al suelo con fuerza, de nuevo, sobre el brazo torcido. Dio un grito, al apretarlo contra el costado mientras se revolvía se dolor por el empedrado disforme e irregular. La pared de barriles y fardos le paró. Donde antes le habían escondido, ahora le atrapaban.

De Valery apartó un barril de una patada y levantó la espada. Su desprecio era evidente al ver al muchacho.

—Deberían saber mejor que nadie que no hay que dejar solo al más débil —le dijo a Etienne. Bajó la espada dibujando un arco y se detuvo cuando le derribaron por detrás.

Etienne le vio caer al suelo, pesadamente. De Valery se dio la vuelta, la ira ardía en sus mejillas mientras intentaba ponerse en pie a la vez que André se levantaba en silencio de una voltereta.

—Los templarios nunca están solos.

André se encaró con él, la espada baja para protegerse. De Valery balanceó la espada, intentando rebanarle el cuello. André se apartó de un salto, levantando la espada; el metal chocando y las armas resonando. Impelió el bloqueo sólo para encontrarse con el arma del capitán rodeando la suya, amenazando con arrancarle el arma de las manos. André dio un paso adelante, adelantando y atrasando la punta con rapidez, arriesgándose con la ofensiva para obtener ventaja al forzar la punta de la espada de De Valery hacia la guarnición. André pivotó sobre el pie atrasado y subió el pie adelantado, dándole una patada en las costillas. Pero el capitán se giró, adelantándose al golpe, y mitigó así su fuerza. Fue entonces cuando André descubrió que el capitán era un luchador hábil. Aunque confiado, sintió que la preocupación le oprimía el corazón cuando otro soldado arremetió contra él.

El hermano Armande se había mantenido pegado a la pared del almacén dándole la espalda, confiado de que las llamas los disuadirían de atacarle por detrás. De un solo tajo, mató a dos hombres. El primero cayó muerto al suelo, el segundo se retorció al lado del cadáver. Luchando contra tantos al mismo tiempo, no tenía tiempo para tener en cuenta sus opciones, acuchilló al siguiente soldado mientras se agachaba para esquivar un martillo de armas. Aún tenía una segunda arma envainada, pero confiaba en la espada con la que había combatido en las Cruzadas.

Un chillido silbante desgarró el aire y, acto seguido, se le clavó una flecha en el riñón. El impacto le impulsó hacia delante. Dio un paso tambaleándose y la cabeza le daba vueltas mientras el combate se cernía sobre él.

Detrás del almacén, el arquero de Le Brun preparó otra flecha; sus ojos blancos y redondos destacaban en su cara tiznada. Levantó el arco, tensando la cuerda mientras enfocaba la vista en el tambaleante templario. Soltó la flecha y ésta se sumergió en la batalla, perdiendo a su objetivo y desapareciendo en las onduladas aguas del río sin ni siquiera salpicar.

El arquero se desplomó. Con la cara hacia abajo, los adoquines mojados se le clavaban en la mejilla. Una daga hundida en su espalda. Entre las sombras de los almacenes, Nicolas se deslizó hasta el arquero muerto y recuperó su arma.

Etienne no podía moverse. Tenía los miembros petrificados por el terror, jadeaba con dificultad, dando cortas y rápidas boqueadas mientras se apoyaba en los fardos apilados. Delante de él, André se defendía de De Valery y otros dos soldados. El oficial era rápido, diestro e insistía en atacar para mantener a André a la defensiva. El iniciado movía la espada con rapidez para desviar un ataque y bloquear el siguiente, esquivando y girándose para evitar que los aceros afilados de los soldados encontrasen cualquier hueco que su espada dejase.

Más soldados le cercaban al desprenderse del combate principal y ver una pelea donde los números estaban a su favor. Como templario, André no retrocedería, no podía. Estaba perdiendo terreno rápidamente y, con el torrente del oscuro río detrás de él, pronto le acorralarían. Etienne estaba desesperado por ayudar.

Armande se obligó a despejar la mente. Con una sacudida violenta, miró al frente y detuvo el bamboleo de los ataques que le rodeaban. Los soldados se acercaban más a André. Armande tiró de espaldas a los atacantes que tenía más cerca con un gruñido y se echó la mano atrás. Encontró una flecha sobresaliéndole de la espalda y se la arrancó.

Un soldado con un martillo de armas cargó contra él. Con la flecha aún en la mano, Armande giró en un remolino. Esquivando el martillo, se tropezó con el soldado que corría hacia él y dio una vuelta, conduciendo el proyectil astillado al cuello de otro soldado que le bloqueaba el paso hacia André.

Se abrió paso a estocadas hasta el joven templario. Podía sentir la punta de la flecha moverse y rasparle dentro de la espalda con cada paso. Cada pisada le dejaba sin aliento. Delante, podía ver a su joven hermano y a Etienne, oculto entre los barriles y los fardos, que miraba nerviosamente como un ratón acorralado.

Cuando se acercó, Armande apretó los dientes y alzó la espada. Descargando el arma hacia delante, le asestó un tajo contundente al soldado que tenía más cerca. André le acuchilló entre el hombro y la mandíbula. La hoja se hundió profundamente, cortando arterias y tendones acompañado de un rocío negro. El soldado cayó.

La arremetida repentina de Armande proporcionó una pausa al ataque sobre André que éste no se esperaba. Se aprovechó de ello, cambiando de posición y matando a otro soldado. Armande se giró. El soldado que estaba más cerca de él empezó a dirigirse a la pared de barriles y fardos. Armande le metió la bota en la barriga, haciendo que se retorciera de dolor. Se volvió hacia André, pero De Valery le hundió la espada en el pecho.

Armande se quedó petrificado. Aún no sentía el dolor, tan sólo la parada en seco por el golpe en la boca del estómago. De Valery extrajo la hoja y las extremidades de Armande se relajaron. Aún de pie, lleno de rabia, el cruzado sacó la espada, una enfermiza defensa contra el capitán. La punta empezó a descender y la mano fue soltando la empuñadura. Con cautela y curiosidad, el capitán De Valery bajó la espada y, con la mano que tenía libre, le arrebató la espada de un manotazo.

Ramón observó cómo Francesco desaparecía en la belicosa multitud de soldados. Vio a Le Brun ralentizar la carga de su caballo y hacerle girar. La bestia iba a medio galope mientras el capitán buscaba un nuevo objetivo. Goteaba sangre de la hoja del oficial, su acero centelleaba por la temblorosa luz del fuego. Ramón no dudaba de que con la ventaja del caballo este capitán podía arrollarlos a todos. Librándose de sus atacantes, Ramón salió corriendo por el embarcadero.

Le Brun atisbó al templario por el rabillo del ojo cuando saltó sobre él, una figura cadavérica amortajada de blanco y rojo sangre. Ramón se abalanzó sobre él, tirándolo del caballo. El corpulento oficial se golpeó contra el suelo, rompiéndosele algo en el hombro por el impacto. Aferrándose a las crines, Ramón permanecía a lomos del caballo, ocupando el puesto de Le Brun en la silla. En el mismo momento que agarró las riendas, se encabritó y empezó a relinchar. Le Brun se cubrió la cabeza con los brazos antes de que el caballo le machacara con los cascos, haciéndole añicos el cráneo antes de que el templario pudiera controlar a la bestia.

Odo aplastó con la maza un yelmo de hierro, el soldado bajo éste se tambaleaba y se derrumbaba detrás de Odo, pero antes de que cayera, lo recogió y lo utilizó de escudo, bloqueando el filo de un hacha que se cernía sobre él. El soldado aturdido soltó un alarido cuando el arma le cortó la cadera, abriéndole el músculo y astillándole el hueso.

El tejado del almacén casi había sido consumido por el fuego, las llamas, insatisfechas, lamían el oscuro cielo. En lo más profundo de la estructura, Odo escuchó un gemido grave y estremecedor. La madera que quedaba se retorcía y combaba. Lanzó al tullido a los pies de otro, que se tropezó con él mientras Odo se alejaba del fuego.

La espada de Armande resonó en los adoquines cuando se enfrentó a aquel crío de oficial. Los ojos del joven capitán brillaban complacidos e incluso alegres. Rabioso, Armande lanzó la mano a su cinto, liberando su daga larga y empuñándola sobre la cabeza para atacar.

Antes de que pudiera apuñalarlo, la punta osciló. Se le hundió el brazo, sus extremidades ya no le obedecían. Descubrió que no podía inhalar aire. En vez de eso, se le escapó de los labios un lento y siseante sonido agonizante. El latido del corazón, que resonaba en sus oídos, se fue tranquilizando. Su ira se acrecentó en el mismo instante que se le doblaron las rodillas.

Estaba muerto.

Y su mente ya no podía ordenarle a su cuerpo que actuara.

Le flaquearon las piernas y se le debilitó la voluntad. La ira menguó junto con su vida y se desplomó en el suelo. Sólo entonces, soltó la empuñadura de la pequeña arma. En las frías y húmedas piedras, se encontraba confuso, aterrado de pensar que podría haber hecho más. Rogó por la misericordia de Dios, por que considerara que su servicio era suficiente para absolverlo de su excomunión.

De Valery se erguía sobre él. Arrugó la nariz mostrando su desdén. De repente, no podía respirar. Boqueando, intentaba engullir el aire frío. Sintió la cabeza ligera, las piernas débiles y las rodillas endebles. Al darse cuenta que el dolor agudo provenía de debajo de su brazo, miró hacia abajo y vio al muchacho que había acorralado momentos antes sacando una larga y sangrienta daga de sus costillas.

Etienne miró al oficial mientras retrocedía tambaleándose y agarrándose el costado perforado. Los ojos del muchacho eran fríos y distantes cuando De Valery se desplomó y cayó torpemente al suelo. La sangre se extendía despacio a su alrededor formando un charco superficial.

En la pasarela de la galera, André se deshizo de otro atacante. Al alzar la vista, empezó a llamar a Etienne, instándole a que viniera al barco para ayudarle a prepararlo para zarpar, cuando sintió una puñalada dolorosa en la espalda y vio una punta asomándose por las anillas de su cota de malla.

Girándose, André asestó un golpe con la espada, abriéndole el guantelete a un soldado que había detrás de él. Su arma salió volando y le cortó el pulgar. Cuando el soldado empezó a gritar, André saltó sobre él, echando rápidamente el arma hacia atrás en la misma dirección que había venido y silenció el alarido.

Echándose la mano a la espalda, André llamó a Etienne. El muchacho no alzó la vista, tenía los ojos fijos en el oficial muerto a sus pies. André fue hacia él con dificultad.

Ramón manejaba al caballo por el muelle. Como todos los caballeros templarios, era un jinete experto. La caballería templaria era afamada en el campo de batalla, sus conrois cargaban en una formación tan cerrada que la luz apenas podía pasar a través de los jinetes. Podían perforar las líneas enemigas, desperdigándolos y conduciéndolos a la devastadora segunda línea de templarios que iban a pie. El semental era brioso, entrenado pero no tan curtido por la guerra como las monturas de los establos templarios. El animal estaba confuso, desconcertado y cada vez que Ramón le dirigía hacia el fuego y las paredes en llamas del almacén, se encabritaba, ansioso por salir huyendo.

Puso los talones en los flancos de la bestia y, con la espada en alto, la espoleó hacia el grueso de la batalla.