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Capítulo XXXV

Las colinas verdes y onduladas se extendían hasta praderas inmensas densamente surcadas por árboles tornándose de brillantes colores otoñales. Cautelosamente, desde un arbusto bajo los árboles, una liebre salió muy despacio a un claro. El pelaje marrón se le ondulaba y arrugó la nariz como olisqueando el aire y la tierra antes de escabullirse a una mata de hierba donde esconderse. Un chillido en el cielo desgarró el aire y, de repente, una flecha se enterró en la tierra a su lado. La liebre salió corriendo, desapareciendo de nuevo en el abrigo del caos de árboles y arbustos.

El rey Felipe IV bajó el arco, dejándolo cruzado en la silla. Se abrigó mejor con sus pieles ligeras para combatir el frío.

—Condenado viento. —Podía verse su aliento formando una nubecilla delante de él.

Detrás de él, sus gigantescos guardaespaldas, Bertrant y Karles, se removían en sus sillas. Ambos se miraron y Karles cedió. Espoleando al caballo, se adelantó hasta donde había caído la flecha mientras Bertrant seguía vigilando.

De Nogaret dirigió su caballo cerca del rey. Normalmente, su alteza disfrutaba cazando en el bosque de Fountainebleu, pero la caza había sido escasa. Las presas brillaban por su ausencia y no era fácil perseguirlas a través del bosque. Que el rey fallara un tiro a una liebre en lugar de a un ciervo, un jabalí o una criatura más digna de su estatus real era prueba de la decepción que suponía ese día.

Delante, Karles arrancaba la flecha de la tierra. Limpiando el barro de la punta con los dedos, se giró y vio al rey con la mano en alto: le ordenaba que se quedara esperando donde estaba.

El rey arreó el caballo para que avanzara a paso lento. De Nogaret le siguió al mismo ritmo, cabalgando cerca pero manteniéndose detrás. Hoy, el rey parecía cansado. Las ojeras oscuras habían permanecido bajo sus ojos durante semanas. Las mechas grises de su pelo rubio hacían destacar el color cenizo de sus mejillas, que se le habían hundido considerablemente en las últimas semanas.

—Ciertamente ha sido un mal día de caza —dijo el rey a su canciller sin girarse.

A pie, Karles echó a correr hacia el rey, colocando la flecha que había recuperado en la aljaba antes de regresar junto a su caballo, guiado por Bertrant.

—Vuestra hija os espera —le recordó De Nogaret—. Demos terminado este día e interrumpamos la caza.

El rey asintió. Despreciada por su marido, el rey inglés Eduardo II, su hija Isabel había vuelto a Francia junto con su nieto hacía casi dos años. El rey sonrió al pensar en su hija y su pequeño, un niño que algún día reinaría y sentaría a su linaje en los tronos de Inglaterra y Francia.

De Nogaret continuó.

—Aún os estáis recuperando, alteza. Después de todo, cuando enfermasteis la última...

—No empieces con esos disparates de la maldición, Nogaret.

De Nogaret se detuvo.

—Debéis admitir que el periodo fijado por las últimas palabras del Gran Maestre en su ejecución...

—De Molay era un necio. Antes de que hablara cuando se le impuso la pena, su castigo era el mismo que el de los otros tres templarios condenados aquella mañana. Iba a pasar sus días en prisión.

Quizá fue el emplazamiento del tribunal a los pies de la catedral de Notre Dame, pero fuera lo que fuese, algo envalentonó al viejo Gran Maestre aquella mañana de marzo hacía siete meses. Gritando insolentemente por encima de las voces de los comisionados de la iglesia, negó la confesión que Imbert le había sacado siete años antes. Al retractarse de su confesión, se condenó a sí mismo a la pena de muerte.

—Sí, mi señor, era, al igual que lo fue el preceptor del Temple de Normandía por unirse a él en la retractación.

Apresurándose a hacer un ejemplo de esos templarios desafiantes antes de que sus acciones alentasen a los hermanos que sobrevivieron, el rey ordenó construir una pira en la cercana isla de Javiaux para que la pareja pudiera ser ejecutada esa misma tarde. Para desanimar a otros a que les siguieran, especificó que la pira se construyera de modo que el fuego no produjera humo y que quemara lentamente a los dos prisioneros sin que las asfixiantes nubes negras asfixiaran a los culpables, como solía pasar, y les evitase la peor agonía que les deparaban las llamas.

Atado a un poste entre las brasas, De Molay gritó injurias al rey y a los comisionados durante una hora antes de juntar las manos para rezar en silencio y morir. Incluso el rey Felipe tuvo que admitir la valentía final que el Gran Maestre mostró al enfrentarse a su final.

Pero las últimas palabras del templario antes de entregarse a la oración preocupaban a De Nogaret. «Que el mal caiga con presteza sobre aquellos que nos han condenado injustamente», gritó, «Dios nos vengará».

—Pidió que vos y vuestro papa os uniérais a él ante Dios antes de un año y rindierais cuentas por vuestros actos contra él—recordó De Nogaret.

—Estuve allí —escupió el rey. Entornó los ojos mirando las colinas. Estaba contento por volver a poder salir.

—Hasta ahora, su maldición se ha cumplido. El papa Clemente está muerto.

El rey Felipe se deshizo de sus preocupaciones

—No prueba nada. Si De Molay tuviera algún poder real, no se habría podrido en mis mazmorras durante siente años antes de que lo hiciera matar.

—Su reciente enfermedad...

—No significa nada. Un rey no tiene nada que temer de un hombre que ha ejecutado y mucho menos de sus impotentes palabras.

Las bravatas del rey eran un buen indicio de que recuperaba sus fuerzas, pero De Nogaret mantenía cerca a los médicos reales porque sabía lo precaria que había sido la salud del rey Felipe durante semanas y de lo incierto que el futuro de su reinado había sido.

El rey espoleó a su caballo para ponerlo al trote.

—Incluso si mi enfermedad fuera obra de su maldición, falló.

De Nogaret galopó hasta ponerse a su altura. No era un hombre supersticioso ni religioso, prefería confiar en los resultados que había trabajado por conseguir con sus propias manos más que con la oración. Aun así, en los pasadizos de poder que había recorrido al lado de su rey, había aprendido que existía una delgada línea entre la coincidencia y la evidencia.

—Sólo os aconsejo cautela, majestad. No ha terminado el año. Y...

—¿Qué?

—Hay informes... de la batalla en Bannockburn de este pasado verano.

—¿Por qué te preocupan las últimas flaquezas de mi yerno?

Cualquier mención de Eduardo sacaba el mal genio de Felipe. No tenía en gran estima al rey Eduardo II de Inglaterra. No era ni la mitad de rey que su padre, el Zanquilargo, lo había sido, además de que Eduardo había estado perdiendo tierras escocesas desde su ascensión al trono.

—Tras casi dos días de victorias —continuó el rey Felipe— sufrió la peor derrota de la historia de su tierra por una desgreñada banda de irregulares sin caballería ni arqueros. No eran más que campesinos con palos afilados. —Todo el asunto era una vergüenza para el rey Felipe, personalmente, y para su hija, que tenía que soportar la humillación de llamar «esposo» al sarasa—. Y eso lo dijo Eduardo en su propio relato de la batalla.

—Ciertamente, el rey Eduardo mantiene que eso es lo que aconteció —coincidió De Nogaret—. Pero hay otras versiones.

—De interés académico, quizá.

—Despachos, señor. Relatan que las tropas inglesas se doblegaron sólo ante una falange de jinetes que se unieron a la batalla en el bando escocés.

—¿Jinetes? Los informes que vi contaban que los escoceses no tenían caballería ni caballeros. Que las líneas inglesas se rompieron cuando confundieron un grupo de sirvientes escoceses en la lejanía con refuerzos de Bruce.

Felipe tiró de las riendas, parando el caballo mientras fijaba la mirada en el canciller.

—Lo he verificado lo mejor posible teniendo en cuenta que es un relato de una batalla extranjera en territorio extranjero —comentó De Nogaret—. Me han comentado que esos jinetes salieron de su escondite en las cercanas colinas de Coxtet. Se dice que acabaron con la primera línea inglesa gracias a una carga de la caballería que los desperdigó y los arrojó directamente a una segunda línea mortífera de caballeros que los seguían a pie.

—Los conroi —exhaló Felipe lo que pensaba en voz alta. Era un clásico, una de las tácticas que habían conquistado Tierra Santa unas generaciones antes.

—Se informó que este nuevo contingente era imparable, portaban estandartes blancos y negros con una cruz roja.

—Habladurías.

—Se decía que sus gritos de «¡Gloria!» desmoronaron las hileras inglesas por el pánico que les producía ver a los jinetes cabalgar directamente hacia el rey Eduardo y sus comandantes. Según estos informes, fue entonces cuando el rey Eduardo y su comitiva se retiraron, reuniendo a sus tropas a su alrededor por su seguridad y así huir a Stirling.

El rey Felipe frunció el ceño.

—¿Es información de primera mano?

De Nogaret asintió.

—De los Lancaster.

El rey no daba crédito a las maldiciones. Pero entendía bien el asesinato y la venganza. El silbido de una flecha desgarró el aire. Bertrant, cabalgando detrás del rey, fue arrojado de su caballo.

Los demás se giraron, dando la vuelta a sus caballos cuando el guardaespaldas golpeó con fuerza el césped; el astil de una flecha larga se hospedaba en su pecho. Karles examinó los colores jaspeados de la línea de árboles. Se puso de pie de un golpe sobre los estribos para luego desplomarse en la silla con una flecha saliéndole del cuello.

Cuando el guardaespaldas cayó del caballo, el rey Felipe tiró de las riendas. Levantó el arco y sacó una flecha de la aljaba que tenía al lado. De Nogaret se quedó helado, el corazón le latía con fuerza, resonando en sus oídos. Cuando el rey preparó el astil en la cuerda, otra flecha se le clavó en el muslo y luego otra en la espalda. Cayó de la silla, clavando los dedos en la tierra, intentando levantarse, mientras que su caballo se alejaba a medio galope sin saber a dónde ir.

De Nogaret bajó de su caballo para ayudar al rey, ensangrentado. Los pensamientos le inundaban la mente intentando averiguar la identidad de los asesinos. Los flamencos habían estado exigiendo más concesiones en los tratados que el rey Felipe les había impuesto. Puede que algunos de sus nobles pensaran que un nuevo rey sería más acomodadizo a sus deseos.

Al acercarse al rey, escuchó el crujido de hierba seca siendo pisada y el sonido inconfundible de la cota de malla. Se dio la vuelta y se encogió, horrorizado.

Un hombre corpulento se acercó, envuelto en los hábitos oscuros de un monje. Con paso firme y determinado, se comportaba como un soldado. De hombros anchos y pecho fuerte y con el pelo enredado jaspeado de gris, al igual que su barba espesa. Un parche ocultaba uno de sus ojos, mientras que el otro, negro, ardía de ira. Había salido de los árboles y se dirigía directamente a ellos.

De Nogaret iba a coger la daga de su cinto cuando, detrás del tuerto que se acercaba, vio a un arquero. Estaría a unos cien pasos, salió de la línea de árboles y apuntó al canciller. De Nogaret dio un paso atrás. El tuerto pasó a su lado. Su túnica oscura estaba desatada y se abrió para revelar la armadura que llevaba debajo y la espada a la cintura.

A pesar de su horror, De Nogaret retrocedió, dejando al caballo entre él y el arquero de los árboles. Le asaltaron los pensamientos. Los despachos, los rumores, las derrotas de los ingleses ese verano... Vio cómo el extraño agarraba al rey y lo tiraba a sus pies.

Odo se inclinó para acercarse a él y sujetó con firmeza la flecha que le sobresalía de la pierna al rey Felipe. Desafiante, el rey sólo dejó escapar una mueca de dolor cuando le retorció la punta afilada en el muslo, rasgándole músculos y nervios.

—Eso por el muchacho —dijo Odo con voz áspera. Atrás, entre los árboles, Etienne mantenía el arco tensado con una flecha preparada. Ahora un hombre joven, delgado, con la cara marcada por una tenue cicatriz que le desaparecía tras una ligera barba rubia. Poco quedaba del chico que William había cuidado hacía tantos años antes en el Temple de París. El crisol de los años consumía todo lo superfluo en él. Era más mayor y más frío.

Acero.

Odo apretó los dientes.

—¿Quién eres? —le exigió el rey Felipe—. ¡Cómo te atreves!

Odo pasó a cogerle de la garganta, ahogándole las palabras en un resuello débil y gorjeante.

—Ésto por la Orden a la que traicionaste.

Los ojos de Felipe se dirigieron al pecho de su captor. Sus hábitos oscuros se habían abierto por completo, revelando la característica cruz roja engalanada sobre su corazón.

—Y ésto es por los hermanos a los que asesinaste.

Empujó al rey Felipe hacia atrás. El monarca se tambaleó, perdiendo el equilibrio.

—Te quemaré por esto —dijo enfurecido, pero su peso recayó sobre la pierna perforada por la flecha. El súbito dolor agudo le impidió hablar e hizo que le flaqueara la rodilla. Se tambaleó y cayó hacia atrás.

Se golpeó contra el suelo. Se le hundió la flecha de la espalda por culpa de su peso. La punta de acero le salió por el pecho como una flor plateada. El rey Felipe se debilitó, se le escapaba el aliento en siseos y la sangre le goteaba por las comisuras de los labios. Odo observaba y esperaba. El rey Felipe yacía inmóvil.

De Nogaret intentaba mantenerse en calma, aguantando el aliento, esperando seguir pasando inadvertido. El canciller consiguió resistirse a salir huyendo cuando el templario se volvió hacia él, amenazador. La cicatriz, oculta en parte por el parche del ojo, ennegrecida.

—Si alguna vez mencionas esto... —Odo señaló al cuerpo del rey, en forma de amenaza. Empezó a alejarse de nuevo.

—Se harán preguntas —le gritó De Nogaret, apartándose de detrás del caballo. Hizo un barrido con el brazo señalando a los cadáveres llenos de flechas—. ¿Qué pretendes que diga?

—Di que fue un accidente de caza —respondió Odo sin girarse.

—¡Has matado al rey! —gritó De Nogaret.

Odo volvió al bosque.

—Los reyes mueren —gritó por encima del hombro—. Sus reinos se desmoronan.

De alguna manera, la confusión y la desesperación envalentonaron al canciller. Empezó a seguir al templario, pero se detuvo y se quedó en silencio. Entre los árboles, vio más templarios. Con sus semblantes adustos, sus hábitos abiertos, descubriendo sus cruces escarlatas sobre sus corazones, permanecían allí de pie.

Vigilando. Esperando.

De Nogaret se quedó helado y sin aliento cuando Odo desapareció entre los árboles junto con sus hermanos.

La voz del templario resonó como un eco.

—La Orden vivirá siempre.

Fin