Aspiraciones presidenciales

Unas semanas después Aníbal recibe una llamada de Escobar. El parlamentario quiere invitarnos a conocer la hacienda y el zoológico de su gran amigo y socio en el proyecto social Medellín sin Tugurios, Jorge Luis Ochoa, situada cerca de la costa caribeña de Colombia. Pablo envía un avión a recogernos, y al aterrizar vemos que él ya nos está esperando y que lo acompaña únicamente la tripulación del suyo. Es evidente que, al no ser esta vez el dueño de casa, está allí para unirse a nosotros como un invitado más del grupo que nuevamente incluye a nuestra amiga Ángela. No hemos podido llevar a los niños de Aníbal porque la madre ha reaccionado con auténtico horror a la narración de las aventuras vividas en Nápoles y le ha prohibido terminantemente volver a llevar a los niños con nosotros a «fines de semana con esas personas extravagantes y enriquecidas de la noche a la mañana».

La carretera que conduce del aeropuerto al municipio donde se encuentra ubicada la hacienda tiene poquísimo tráfico. Después de unos minutos de recorrido bajo un sol inclemente, con Escobar al volante del vehículo descubierto, llegamos al retén donde se paga un peaje equivalente a unos tres dólares americanos. Nuestro conductor reduce la marcha, saluda al recolector con su más amplia sonrisa y sigue derecho, muy campante y a velocidad mínima, dejando atrás al estupefacto muchacho quien, primero, se queda boquiabierto con el tiquete en la mano y, luego, emprende carrera tras de nosotros agitando infructuosamente los brazos para que nos detengamos. Sorprendidos, le preguntamos a Pablo por qué «se voló el peaje», como se dice en buen colombiano.

—Porque si no hay policía en la caseta, no pago. ¡Yo sólo respeto a la autoridad cuando está armada! —exclama triunfante y en el mismo tono de un maestro de escuela que estuviera dando una lección a sus pequeños discípulos.

Los Ochoa son reconocidos criadores y exportadores de caballos campeones; miles de ellos se encuentran en la hacienda la loma, cercana a Medellín y dirigida por su padre, Fabio. Esta hacienda, la Veracruz, está dedicada a la crianza de toros de lidia y, aunque sus dimensiones o las de su zoológico no pueden compararse con las de Nápoles, la casa está bellamente decorada y por todas partes se ven esos pequeños Ferraris y Mercedes eléctricos, rojos y amarillos, que son el sueño de muchísimos niños. El mayor de los tres hermanos Ochoa es Jorge Luis, un hombre afable, de la misma edad de Pablo, a quien sus amigos llaman «el gordo», casado con una mujer alta y guapa, María lía Posada, prima de la ministra de Comunicaciones, Noemí Sanín Posada. Si bien Jorge no hace gala de esa cualidad eléctrica de Escobar cuando se encuentra en plan de divertirse, salta a la vista que a los dos hombres los une un gran afecto y un profundo respeto nacido del tipo de lealtad que ha sido puesto a prueba una y otra vez a lo largo de los años.

Al despedirnos, le hablo a Jorge de mi deseo de conocer sus famosos caballos campeones. Con su amplia sonrisa, me promete que muy pronto programará algo especial y que no quedaré desilusionada.

Regresamos a Medellín en otro de los aviones de Escobar y, aunque sus esfuerzos por conquistar a Angelita han resultado nuevamente infructuosos, los dos parecen haberse hecho buenos amigos. Medellín es la Ciudad de la Eterna Primavera, y para los paisas, sus orgullosos habitantes, es la capital del Departamento, la capital industrial del país y la capital del mundo. Nos hospedamos en el intercontinental, ubicado en el hermoso sector de El Poblado y próximo a la mansión-oficina de Pablo y Gustavo, propiedad del gerente del Metro de Medellín y gran amigo de ellos. Esta parte de la ciudad se caracteriza por una infinidad de caminos curvos entre colinas cubiertas de exuberante vegetación semitropical. Para los visitantes como nosotros, acostumbrados a las calles planas de Bogotá, que son numeradas, como las de Nueva York, resultan un auténtico laberinto, pero los paisas los recorren a toda velocidad mientras suben y bajan entre los barrios residenciales rodeados de árboles y jardines y el ruidoso centro de la ciudad.

—Como hoy es domingo y todo el mundo se acuesta temprano, a la medianoche voy a invitarlos a un recorrido de vértigo en el auto de James Bond —anuncia Pablo. Cuando nos presenta la joya de su colección quedamos terriblemente desilusionados. Pero, aunque no es ningún Aston Martin y sólo ostenta dosis supremas de anonimato automovilístico, el tablero de control está recubierto de botones. Al ver nuestros rostros iluminados por la curiosidad, su orgulloso propietario comienza a recitar las bondades de algo que sólo pudo haber sido diseñado con la policía en mente: —Con éste se arroja una cortina de humo que obliga a los perseguidores a detenerse; con este otro, el gas lacrimógeno que los deja tosiendo y buscando agua con desesperación; con aquel, aceite para que patinen en zigzag y se vayan al fondo del precipicio; con este otro, centenares de puntillas y tachuelas para pincharles las llantas; éste es un lanzallamas que se activa a continuación del que arroja gasolina; aquél enciende los explosivos y a lado y lado se ubican las ametralladoras, pero hoy las hemos desmontado en previsión de que el auto pudiera caer en manos de alguna pantera vengativa. ¡Ah!, y en la eventualidad de que todo lo anterior llegare a fallar, este último botón emite una frecuencia de sonido que destroza el tímpano. Vamos a hacer una demostración de la utilidad práctica de mi tesoro; pero lamentablemente sólo las damas y Ángela, que va a ser mi copiloto, caben en el auto de Bond. Los hombres… y Virginia… irán en los de atrás.

Y arranca muy despacio, mientras nosotros lo hacemos a toda velocidad. Al cabo de varios minutos lo vemos venir como alma que lleva el diablo; no sabemos si nos pasa volando por encima, pero segundos después está delante de nosotros. Una y otra vez intentamos sobrepasarlo pero, cuando estamos a punto de conseguirlo, emprende la huida y se esfuma entre las curvas de las calles desiertas de El Poblado para reaparecer en el momento menos pensado. Ruego a Dios que ningún vehículo vaya a cruzarse en su camino, porque caerá por el borde de la carretera dando tumbos o quedará arrollado contra el asfalto como una estampilla. El juego se prolonga durante casi una hora y, en una pausa que hacemos para recuperar el aire, Escobar sale rugiendo de entre las sombras y nos deja flotando en un mar de humo que nos obliga a detenernos. Tardamos varios minutos en encontrar el camino y, cuando por fin lo logramos, nos pasa como una exhalación y quedamos envueltos en nubarrones de gas que parecen multiplicarse e inflamarse con cada segundo que pasa. Sentimos como si el ácido sulfúrico nos quemara la garganta y subiera por la nariz para nublarnos la vista e invadir cada pliegue de nuestro cerebro. Tosemos, y con cada bocanada del aire envenenado que aspiramos el ardor se multiplica por diez. A espaldas nuestras oímos a los guardaespaldas gimiendo, y a lo lejos alcanzamos a escuchar las risas de los ocupantes del auto de James Bond que ha huido del lugar a 200 kilómetros por hora.

A un lado del camino, no sé cómo, encontramos una pluma de agua. Los muchachos de Escobar bajan corriendo de los autos, maldiciendo y atropellándose unos a otros mientras se pelean por un sorbo del líquido. Al verlos llorando me hago a un lado y, para darles ejemplo, me coloco en el último lugar de la fila. Luego, con los puños en la cintura y la poca voz que me queda, les grito con todo el desprecio del que soy capaz:

—¡Tengan más hombría, carajo! ¡Por lo visto aquí el único con valor soy yo, una mujer! ¿No les da vergüenza? ¡Conserven la dignidad, que parecen niñas!

Pablo y sus cómplices llegan al lugar y, al encontrarse con esta escena, estallan en carcajadas. Una y otra vez nos jura que la culpa fue de su copiloto, porque él sólo la autorizó para arrojarnos cortina de humo, mientras la malvada bruja, sin parar de reír, confiesa que «oprimió por error el botoncito del gas lacrimógeno». Luego, en tono castrense, él ordena a sus hombres:

—¡Conserven la dignidad que, realmente, parecen nenas! ¡Y dejen pasar a la dama!

Tosiendo y tragándome las lágrimas, digo que le cedo el paso a «las señoritas» y tomaré agua al llegar al hotel, que está a dos minutos. Añado que su pobre carroviejo es sólo una mofeta fétida, y me despido.

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En otro de nuestros viajes a Medellín en el segundo semestre de 1982, Aníbal me presenta a un capo muy distinto de Pablo y de sus socios, llamado Joaquín Builes. «Joaco» es exacto a Pancho Villa, y su familia desciende de monseñor Builes. Es riquísimo, simpatiquísimo y se jacta de ser también malísimo, «pero remalo de verdad, no como Pablito», y de haber mandado a asesinar con su primo Miguel Ángel a cientos y cientos y cientos de personas, tantas que parecieran sumar toda la población de algún municipio antioqueño. Ni Aníbal ni yo le creemos una palabra, pero Builes se carcajea y jura que es cierto.

—La verdad es que Joaco es una caja de música —le oiré decir más adelante a Pablo— pero es tan, tan tacaño, que prefiere perder una tarde completa tratando de venderle a uno una alfombra persa para ganarse mil dólares que invertir ese mismo tiempo y esfuerzo en despachar quinientos kilos de coca ¡que dan para poner diez almacenes de alfombras!

En aquella entretenida tertulia con Joaco, Aníbal y el Cantautor me entero de que Pablo, siendo apenas un jovencito, inició su exitosa carrera política como ladrón de lápidas del cementerio. Tras lijar los nombres de los difuntos, él y sus socios las vendían como nuevas. Y no una vez, sino varias. A mí la historia me parece hilarante, porque me imagino a todos esos viejos paisas avaros dando saltos en su tumba al descubrir que sus herederos pagaron un dineral por una lápida que no es siquiera de segunda mano sino de tercera o cuarta. También les escucho hablar con admiración sobre el indiscutible y muy loable talento de Escobar para «deshuesar» en pocas horas automóviles robados de cualquier marca y venderlos luego por pedacitos, como «repuestos con descuento». Para mis adentros, concluyo que los enciclopédicos conocimientos del parlamentario suplente en materia de mecánica automotriz son los que le permitieron encargar ese producto «exclusivo, único y totalmente hecho a mano» que es el auto de James Bond.

Alguien comenta que nuestro nuevo amigo también fue algo así como gatillero durante las guerras del Marlboro pero, cuando pregunto qué quiere decir eso, nadie me sabe dar razón y todo el mundo cambia de tema. Me imagino que debe ser algo así como asaltante de cigarrerías —porque mil paquetes de Marlboro de contrabando definitivamente pesan menos que una lápida— y concluyo que la vida de Pablito, definitivamente, se parece bastante al slogan de los cigarrillos Virginia Slims: «You’ve come a long way, baby!»

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Unos días después recibimos una invitación de los Ochoa para viajar a Cartagena. Allí nos espera una de las noches más inolvidables que yo recuerde haber vivido. Nos hospedamos en la suite presidencial del Cartagena Hilton y, tras cenar en el mejor restaurante de la ciudad, nos preparamos para lo que Jorge y su familia quieren regalarnos en cumplimiento de la promesa hecha días atrás: un paseo por las calles de la ciudad —la parte antigua y la nueva— en coches tirados por caballos que han hecho traer desde la loma.

La escena parece sacada de Las mil y una noches, planeada por un jeque árabe para la boda de su única hija, producida por un director artístico de Hollywood para enmarcar la fastuosidad de alguna celebración en una imponente hacienda mexicana del siglo XIX.

Los coches de caballos no son como los de Cartagena ni los de Nueva York; ni siquiera como los de un grande de España en la Feria de Sevilla. Éstos tienen también dos faroles que enmarcan a un cochero impecablemente uniformado, pero cada uno de los cuatro carruajes va tirado por seis percherones campeones, blancos como la nieve, enjaezados y con el pecho henchido como los de la carroza de la Cenicienta, orgullosos a más no poder de su tamaño y de su espléndida belleza. Taconeando con el mismo rigor hondo y sensual de veinticuatro bailaores de flamenco, marchan como sincronizados por aquellas calles históricas. Pablo nos informa que cada tiro tiene un valor de un millón de dólares pero, para mí, el disfrute de aquella emoción sublime vale todo el oro del mundo. La visión va dejando una estela de asombro entre los humanos que la contemplan: gentes que se asoman a los balcones blancos de la ciudad antigua, turistas encantados, pobres cocheros cartageneros que ven desfilar con la boca abierta el despliegue de tan magnífica ostentación.

No sé si el espectáculo ha sido planeado obedeciendo sólo a la generosidad de Jorge para con su socio y para con nosotros, o por sutil sugerencia de Pablo en la esperanza de seducir a Angelita con algo tan romántico y único, o para expresar el agradecimiento de la familia Ochoa al valor, la estrategia y los resultados mostrados por Escobar con ocasión del secuestro y rescate de la hermana de Jorge un año atrás. Yo sólo sé que ninguno de los grandes magnates colombianos que conozco podrá exhibir jamás para la boda de su hija un espectáculo tan soberbio como el que el innegable estilo de esta familia ha sabido regalarnos en esa noche.

En otro fin de semana largo viajamos a Santa Marta, ubicada sobre el Mar Caribe y cuna de la legendaria Samarian Gold. Allí conocemos a los Dávila, los reyes de la marihuana. Al contrario de los de la coca, que, con raras excepciones, como los Ochoa, son de extracción pobre o de clase media baja, los Dávila pertenecen a la antigua aristocracia terrateniente de la Costa Atlántica. Y en contraste con los coqueros, que en su mayoría son poco atractivos —o, como diría Aníbal, «de pinta espesa»—, casi todos estos hombres son altos y guapos, aunque elementales; algunas de las mujeres Dávila han contraído matrimonio con personas como el presidente López Pumarejo, el hijo del presidente Turbay y Julio Mario Santo Domingo, el hombre más rico de Colombia.

Aníbal me cuenta que el aeropuerto de Santa Marta se cierra a las seis de la tarde, pero los Dávila son allí tan poderosos que en la noche se reabre sólo para ellos. Así es como pueden despachar tranquilamente los aviones cargados con la que tiene fama de ser la mejor marihuana del mundo. Le pregunto cómo lo consiguen y contesta que «untándole» la mano a todo el mundo: la torre de control, la policía y uno que otro oficial de la marina. Como a estas alturas ya conozco a muchos de sus amigos más nuevorricos, comento:

—Yo pensaba que todos estos narcos tenían pista propia en sus haciendas…

—Nooo, mi amorcito. ¡Eso sólo los grandes! la marimba no da para tanto y ya tiene mucha competencia con la de Hawai. Ni te sueñes que eso está al alcance de todos, porque para pista propia se necesitan un millón de permisos. ¿Conoces el papeleo para ponerle la placa a un automóvil en este país, no? Pues multiplica los trámites por cien y puedes ponerle el HK a un avión; y ahora multiplícalos por otros cien y consigues la licencia para una pista privada.

Le pregunto cómo hace, entonces, Pablo para tener pista propia y flota de aviones, sacar toneladas de coca, traerse jirafas y elefantes desde África y meter Rolligons y botes de seis metros de altura de contrabando.

—Es que el negocio de él no tiene competencia. Y es el más rico de todos porque Pablito, mi vida, es un Jumbo: tiene al tipo clave en la Dirección de la Aeronáutica Civil, un muchacho joven hijo de uno de los primeros narcos… un tipo Uribe primo de los Ochoa… Álvaro Uribe, me parece. ¿Por qué crees tú que toda esta gente acaba de financiar las campañas de los dos candidatos presidenciales? ¿Estás creyendo que fue sólo para codearse con el nuevo presidente? ¡No seas tan inocente!

—Pues ¡vaya puesto el que se consiguió el muchacho! Todos estos tipos deben estar haciéndole cola.

—Así es la vida, mi amor: ¡la mala fama pasa, la plata queda en casa!

orla

Aquellos son los días de vino y rosas, miel y risas, y amistades adorables. Pero como nada es para siempre, un buen día las notas de aquella canción dejan de sonar tan repentinamente como habían comenzado.

Con la adicción de Aníbal, que pareciera ir in crescendo con cada «roca» que Pablo le regala, las más absurdas y embarazosas escenas de celos han ido reemplazando a las públicas declaraciones de amor y a las expresiones de ternura. Antes reservadas a los desconocidos, incluyen ahora a los amigos comunes y se extienden incluso a mis fans. Tras cada disgusto, seguido de una separación de cuarenta y ocho horas, Aníbal busca consuelo en una ex novia, dos luchadoras de barro o tres bailaoras de flamenco. Al tercer día llama implorándome que vuelva con él; horas de súplicas, docenas de rosas y alguna furtiva lágrima logran vencer mi resistencia…y todo vuelve a recomenzar.

Una noche, mientras departimos con el grupo en un elegante bar, mi novio saca un revólver y encañona a dos admiradores que sólo querían mi autógrafo. Cuando, casi una hora después, nuestros amigos logran desarmarlo, les ruego que me acompañen a casa. Y esta vez, cuando Aníbal llama pretendiendo justificar lo ocurrido, le digo:

—Si dejas la coca hoy mismo, voy a cuidarte y hacerte feliz por el resto de tu vida. Si no, te dejo a partir de este instante.

—Pero, mi amor… ¡Debes entender que yo no puedo vivir sin «Blancanieves» y que jamás voy a dejarla!

—Pues entonces he dejado de amarte. Y hasta aquí llegamos.

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, en la primera semana de enero nos decimos adiós para siempre.

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En 1983 no existen todavía en Colombia los canales privados de televisión. Cada nuevo gobierno adjudica los espacios por licitación a productoras privadas conocidas como programadoras, y TV impacto —mi sociedad con la conocida periodista de línea dura Margot Ricci— ha recibido varios espacios en tiempos AA y B. Pero Colombia atraviesa por una recesión económica y las grandes empresas sólo están anunciando en los horarios AAA, es decir, de 7:00 a 9:30 p.m. Al año de haber iniciado operaciones, por no tener ingresos suficientes para cubrir los costos del instituto nacional de radio y Televisión, prácticamente todas las productoras pequeñas estamos en quiebra. Margot me pide que nos reunamos para decidir qué vamos a hacer, pero al llegar el lunes a la oficina lo primero que me dice es:

—¿Verdad que Aníbal la cogió a usted a tiros el viernes?

Respondo que si así fuera estaría en el cementerio o en el hospital, y no en la oficina.

—¡Pues es lo que dice todo Bogotá! —exclama en tono de que las palabras de otros tienen prelación sobre lo que sus ojos están viendo.

Contesto que yo no puedo cambiar la realidad para complacer a todo Bogotá. Pero que, si bien es falso que Aníbal hubiera hecho disparos, lo dejé para siempre y no he parado de llorar en tres días.

—¿Por fin? ¡Pero qué alivio, qué descanso! Y ahora prepárese para llorar de verdad, porque tenemos deudas por el equivalente de cien mil dólares. Al paso que vamos, en unas semanas voy a tener que salir a vender el departamento, el carro, ¡el niño!… Claro que antes de vender a mi hijo, la vendo a usted al beduino de los cinco camellos, ¡porque no sé cómo vamos a salir de ésta!

Ocho meses antes, atendiendo una invitación del gobierno de Israel, Margot y yo habíamos viajado a dicho país y visitado luego Egipto para ver las pirámides. Mientras nos encontrábamos en el bazar de El Cairo regateando un collar de turquesas, un beduino desdentado y escuálido de unos setenta años, con cayado de pastor y olor a chivo, me observaba con mirada lasciva, dando vueltas nerviosamente y tratando de captar la atención del dueño del puesto. Tras cruzar unas palabras con el viejo, el vendedor se había dirigido a Margot en inglés con su más refulgente sonrisa: —El rico señor desea regalar el collar a la joven. Y no sólo eso: desea casarse con ella y negociar la dote ya. Está dispuesto a ofrecer por ella ¡cinco camellos!

Ofendida por la cifra, pero divertidísima ante la insólita propuesta, yo le había dicho a Margot que pidiera por mí siquiera treinta camellos y, de paso, le advirtiera a esa momia de la Cuarta Dinastía que la joven no era virgen: había estado casada, y no una, sino dos veces.

Exclamando que sólo un jeque tenía treinta camellos, el viejo, alarmado, había preguntado a Margot si era que yo ya había enterrado a dos maridos.

Tras sonreír compasivamente al aspirante a mi mano, y advertirme que me preparara para correr, mi socia se había dirigido al vendedor con expresión triunfal:

—Dígale al rico señor que no los enterró: ¡que esta jovencita de treinta y dos años ya botó a dos maridos veinte años menos viejos que él, veinte veces menos horrorosos y veinte veces menos pobres!

Y habíamos salido a perdernos, mientras el anciano nos perseguía aullando en árabe y dando furiosos bastonazos al aire. No habíamos parado de reír hasta llegar al hotel y contemplar felices desde nuestra habitación, brillando bajo las estrellas, aquel legendario Río Nilo del color del jade.

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La mención del beduino me trae a la memoria a un coleccionista de dromedarios que no es septuagenario, ni iracundo, ni fétido, ni desdentado. Y le digo a Margot:

—¿Sabes que conozco a alguien con más de cinco camellos que ya una vez me salvó la vida y, de pronto, podría salvar también a esta empresa?

—¿Jeque o dueño de circo? —pregunta ella con ironía. —Jeque con treinta camellos. Pero primero debo hacer una consulta.

Llamo al Cantautor, le explico que a Margot y a mí nos van a embargar y le digo que necesito el teléfono de Pablo para pedirle publicidad de alguna compañía suya o venderle nuestra programadora de televisión.

—Pues… ¡la única empresa anunciante que yo le conozco a Pablo es la Coca-Cola! Pero ése es, precisamente, el tipo de problemas que a él le encanta resolver de un plumazo… ¡Quédate quieta ahí donde estás, que ya te llama!

Minutos después suena mi teléfono. Tras un breve diálogo, voy hasta la oficina de mi socia y, con mi más radiante sonrisa, le digo:

—Margarita: el representante a la Cámara Escobar Gaviria está en la línea y quiere saber si nos parece bien que envíe su jet por nosotras mañana a las tres de la tarde.

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Al regresar de Medellín me encuentro con una invitación a cenar de Olguita y el Cantautor. Ella es dulce y fina, y él es el andaluz más simpático y desabrochado del mundo. Al llegar a su casa —y casi sin darme tiempo de sentarme— Urraza me pregunta cómo nos fue. Respondo que gracias a la pauta publicitaria de Bicicletas osito que Pablo nos ofreció vamos a poder pagar todas las deudas de la programadora, y que en la semana siguiente regresaré para grabar con él un programa en el basurero municipal.

—Bueno… ¡pues por esa plata yo hasta me como la basura! ¿Y vas a sacarlo en televisión? ¡Hostia!

Le hago ver que todo periodista entrevista semanalmente a media docena de congresistas sin gracia y que Pablo es un representante a la Cámara; suplente, sí, pero parlamentario al fin y al cabo. Y añado:

—Se encuentra en proceso de regalar 2 500 casas a los «residentes» del basurero y otras tantas a los habitantes de los tugurios. ¡Si eso en Colombia no es noticia, yo me corto una mano!

Él quiere saber si Pablo puso la entrevista como requisito y le digo que no: fui yo quien la exigió como condición para aceptar la pauta, porque él sólo quería una nota de cinco minutos. Le explico que siento tal gratitud por su generosidad, y tal admiración por lo que Medellín sin Tugurios está haciendo, que voy a dedicarle la hora completa de mi programa del lunes, de 6:00 a 7:00 p.m., que saldrá al aire en tres semanas.

—¡Pues tienes cojones!… Y me está pareciendo que Pablo tiene interés en ti…

Respondo que a mí sólo me interesa salvar mi empresa y seguir adelante con mi carrera, que es lo único que tengo.

—Pues, si Pablo llega a enamorarse de ti y tú te enamoras de él —como creo que puede pasar—, ¡no vas a tener que volver a preocuparte por tu carrera, ni tu futuro, ni esa puta programadora! Y me lo vas agradecer por el resto de tu vida, créeme…

Riendo, le digo que eso no va a ocurrir: yo todavía tengo el corazón muy magullado, y Pablo siempre ha estado fascinado por Ángela.

—¿Pero acaso no te has dado cuenta de que todo aquello eran sólo juegos de niños? ¿Que ella es el tipo de chica que siempre estará enamorada de algún jugador de polo? Pablo sabe que Angelita no es para él, porque no es un imbécil… Él tiene aspiraciones políticas muy grandes y necesita a su lado a una mujer de verdad, elegante, que sepa hablar en público; no una modelo ni una chica de su misma clase, como la última novia… ¿Sabías que le dejó dos millones de dólares?… ¡Qué no le daría a una princesa como tú alguien que quiere ser presidente y que a los treinta y tres años va camino de convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo!

Le comento que a esos hombres tan ricos siempre les han gustado las chicas muy jóvenes, y que yo ya tengo treinta y tres años.

—¡Pero no sigas diciendo maricadas, que tú pareces de veinticinco, hostia! ¡Y a los multimillonarios siempre les han gustado las mujeres sensacionales, representativas, no las niñas que no hablan de nada ni saben hacer el amor! Tú eres un símbolo sexual y tienes veinte años de belleza por delante. ¿Para qué quieres más? ¿Conoces algún hombre a quien le importe la edad de Sophia Loren, pelotuda? ¡Tú eres la professional beauty de este país, un purasangre, algo que Pablo jamás ha tenido! Hostia, y yo que creía que eras una mujer inteligente…

Y para cerrar la perorata con broche de oro, exclama horrorizado:

—¡Y si piensas meterte al basurero ese en Gucci y Valentino, te advierto que no vas a poder quitarte el olor en una semana! Tú todavía no te has soñado lo que es eso…