¡Pídeme lo que tú quieras!

Es el hedor de diez mil cadáveres en un campo de batalla a los tres días de una derrota histórica. Kilómetros antes de llegar ya empieza a sentirse. El basurero de Medellín no es una montaña cubierta de basura: es una montaña hecha de millones y millones de toneladas métricas de basura descomponiéndose todas a un tiempo. Es el hedor de la materia orgánica acumulada durante lustros en todos los estados de putrefacción que preceden a la licuefacción final. Es el olor de los chorros de gas que siguen a ésta y que brotan por doquier. Es el hedor de todo lo que queda del mundo animal y vegetal cuando se mezcla con el de los desechos químicos. Es el olor de la más absoluta miseria y de las formas más extremas de la pobreza absoluta. Es el hedor de la injusticia, la corrupción, la arrogancia, la indiferencia total. Impregna cada molécula de oxígeno y puede casi verse cuando se pega a la piel para entrar por los poros hasta las entrañas y sacudirnos las vísceras. Es el aroma dulzón de la muerte que a todos aguarda, un perfecto perfume para el día del Juicio Final.

Iniciamos el ascenso por el mismo camino gris cenizo utilizado por los camiones que depositan su carga en la parte superior. Pablo conduce, como siempre. A cada minuto siento que me observa, escrutando mis reacciones: las del cuerpo, las del corazón, las de la mente. Yo sé lo que él piensa y él sabe lo que estoy sintiendo: una fugaz mirada nos sorprende, una cierta sonrisa lo confirma. Sé que con él a mi lado voy a poder soportar sin problema todo lo que nos espera; pero a medida que nos acercamos a nuestro destino empiezo a preguntarme si mi asistente, Martita Brugés, y el camarógrafo podrán trabajar durante cuatro o cinco horas en aquel ambiente de náusea, ese escenario sin ventilación, ese calor encerrado entre las paredes metálicas de un día nublado, opresivo y agobiante como ninguno que recuerde.

El olor ha sido sólo el preámbulo de un espectáculo que haría retroceder de vergüenza al más duro de los hombres. El infierno de Dante que se abre ante nosotros parece medir varios kilómetros cuadrados, y la cumbre es el espanto en toda su magnificencia: arriba de nosotros, contra un fondo gris sucio que nadie en su sano juicio osaría llamar cielo, revolotean miles de gallinazos y de buitres con picos como navajas bajo ojillos crueles y plumas tan asquerosas que hace rato dejaron de ser negras. En actitud superior, como si aquí fuesen águilas, los miembros de la dinastía reinante en este submundo evalúan en segundos nuestro estado de salud para continuar con sus festines de caballos cuyas vísceras húmedas brillan al sol. Abajo, centenares de canes recién llegados nos reciben enseñando dientes afilados por el hambre crónica junto a otros veteranos que, menos flacos y más despreocupados, menean su cola o se rascan el escaso pelaje invadido de pulgas y de garrapatas. Toda la montaña parece estremecerse con una agitación undulante y frenética: son millares de ratas, tan grandes como gatos, y millones de ratones de todos los tamaños. Nubes de moscas se posan sobre nosotros y nubarrones de zancudos, mosquitos y anopheles celebran la llegada de sangre fresca. Para todas las especies del bajo mundo animal parece haber aquí un paraíso de nutrientes.

En la distancia comienzan a aparecer unos seres cenicientos, distintos de todos los demás. Primero se asoman los pequeños curiosos de barrigas infladas, llenas de lombrices; luego unos machos de mirada hosca y, finalmente, unas hembras tan macilentas que sólo las preñadas parecen estar vivas; por suerte para alguien, casi todas las más jóvenes lo están. Las pardas criaturas parecen brotar de todas partes, primero por docenas y luego por centenares; nos van envolviendo para cerrarnos el paso o impedirnos huir y en cuestión de minutos nos tienen rodeados. Súbitamente, aquella marea oscilante, apretujada, estalla en un clamor de júbilo y mil destellos blancos iluminan sus rostros:

—¡Es él, don Pablo! ¡Llegó don Pablo! ¡Y viene con la señorita de la televisión! ¿Van a sacarnos en televisión, don Pablo?

Ahora lucen radiantes de felicidad y de entusiasmo. Todos vienen a saludarlo, a abrazarlo, a tocarlo como queriéndose llevar un pedazo de él. A primera vista, sólo esa sonrisa milagrosa separa a estas personas sucias y famélicas del reino animal que parece haberlos relegado a una especie más dentro de aquel hábitat de bestias; pero en las horas siguientes aprenderé de aquellos seres una de las más espléndidas lecciones que la vida haya querido regalarme.

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—¿Quiere ver mi árbol de navidad, señorita? —pregunta una pequeña halando la manga de mi blusa de seda.

Pienso que va a enseñarme la rama de algún árbol caído, pero resulta ser un arbolito navideño escarchado, casi nuevo y Made in USA.

Pablo me explica que allí la Navidad llega con dos semanas de retraso, que todas las posesiones de aquellas personas provienen de la basura, y que los sobrados y cajas de los ricos son los tesoros y materiales de construcción de los más pobres.

—¡Yo también quiero mostrarte mi pesebre! —dice otra niñita—. ¡Por fin quedó completo!

El niño Dios es un gigante cojo y tuerto, la Virgen es tamaño medium y San José es de talla small. El burro y el buey de plástico, obviamente, pertenecen a referencias comerciales de dos tiendas distintas. Trato de contener la risa al ver esta simpática versión de una familia contemporánea y continúo mi recorrido.

—¿Puedo invitarla a conocer mi casa, doña Virginia? —me dice una afable señora con la misma seguridad de cualquier mujer de la clase media colombiana.

Imagino una choza de cartón y latas como las de los tugurios de Bogotá, pero estoy equivocada: la casita está hecha de ladrillos pegados con cemento y el techo es de tejas plásticas. Adentro tiene cocina y dos habitaciones, con muebles gastados pero limpios. En una de ellas el hijo de doce años hace su tarea escolar.

—¡Por suerte botaron a la basura el juego de sala completo! —me cuenta—. Y mire mi vajilla: es de modelos diferentes pero en ella comemos seis personas. Los cubiertos y los vasos no hacen juego, como los de su merced, ¡pero es que a mí me salieron gratis!

Sonrío, y pregunto si también sacan la comida de la basura. Ella responde:

—¡Uy, no, no! ¡Nos moriríamos! Y, en todo caso, ésa la encuentran primero los perros. Nosotros bajamos a la plaza de mercado y la compramos con el producto de nuestro trabajo como recicladores.

Un joven con aspecto de líder de banda juvenil, que luce jeans americanos y tenis modernos en perfecto estado, me enseña orgullosamente su cadena de oro de dieciocho quilates; sé que en cualquier joyería costaría unos setecientos dólares, y pregunto cómo hizo para dar con algo tan valioso, y tan pequeño, entre millones de toneladas métricas de basura.

—Pues me la encontré con esta ropa entre una bolsa plástica. ¡No me la robé, doña, se lo juro por Dios! Alguna mujer furiosa que echó al tipo con todo y bocelería a la calle… ¡Es que estas paisas son muy bravas, Ave María!

—¿Qué es lo más extraño que han hallado? —pregunto al grupo de niños que nos sigue.

Se miran entre ellos y luego contestan casi al unísono:

—¡Un bebé muerto! ¡Se lo estaban comiendo las ratas cuando llegamos! También encontraron el cadáver de una niñita violada, pero mucho más lejos, cerca del nacimiento de agua, por allá arriba —y me señalan el lugar—. Pero esas son cosas que hace gente mala de afuera. La de aquí es muy buena, ¿verdad, don Pablo?

—Así es: ¡la mejor del mundo! —dice él, con absoluta convicción y sin el menor ápice de paternalismo.

Veinticuatro años después he olvidado casi todo lo que Pablo Escobar me decía en aquel a entrevista, su primera para un medio nacional, sobre las 2 500 familias que habitaban en aquel infierno. En alguna parte debió quedar la videocinta con sus palabras entusiastas y mi rostro lavado en sudor. De esas horas que cambiaron para siempre mi escala de los valores materiales que los seres humanos necesitan para experimentar un poco de felicidad sólo me quedan los recuerdos del corazón y las memorias de mis sentidos. Junto a esa fetidez omnipresente, la mano guía de él en mi antebrazo transmitiéndome su fuerza; historias de aquellos sobrevivientes —unos pocos medio limpios, casi todos medio sucios, orgullosos de su ingenio y agradecidos de su suerte— sobre el origen de sus humildes posesiones o el hallazgo de pequeños tesoros; rostros de mujeres iluminados con la descripción de las casas que ya pronto podrían llamar suyas; hombres entusiasmados con la idea de recuperar el respeto de una sociedad que los había tratado como escoria; niños ilusionados con la perspectiva de poder abandonar aquel lugar para convertirse en hombres de bien. Sueños colectivos de fe en un líder que los inspirara y un político que no los traicionara.

El lugar se ha contagiado de alegría y algo así como un aire festivo parece ahora flotar sobre todo aquel ambiente. Mi impresión inicial del horror ha ido cediendo el paso a otras emociones y a nuevos raciocinios. El sentido de la dignidad de estos seres humanos, su coraje, su nobleza, su capacidad de soñar intacta en un entorno que arrastraría a cualquiera de nosotros a las más profundas cimas de la desesperanza y la derrota han acabado por transformar mi compasión en admiración. En alguna parte de aquel sendero polvoriento que quizás reencontraré en otro tiempo o espacio una infinita ternura por todos ellos golpea de pronto a las puertas de mi conciencia e inunda cada fibra de mi espíritu. Y ya no me importan ni el hedor ni el espanto de aquel basurero, ni cómo consigue Pablo sus toneladas de dinero, sino las mil y una formas de magia que logra con ellas. Y su presencia junto a mí borra como por encanto el recuerdo de cada hombre que amé hasta entonces, y ya no existe sino él, y él es mi presente y mi pasado y mi futuro y mi único todo.

—¿Cómo te pareció? —me pregunta mientras descendemos hacia el lugar donde hemos estacionado los autos.

—Estoy profundamente conmovida. Fue una experiencia enriquecedora como ninguna. Desde la distancia parecían vivir como animales… De cerca se parecen a los ángeles… Y tú sólo vas a devolverlos a la condición humana, ¿verdad? gracias por invitarme a conocerlos. Y gracias por lo que estás haciendo por ellos.

Sigue un largo silencio. Luego me pasa su brazo sobre los hombros y me dice:

—Nadie me dice cosas como esas… ¡Tú eres tan distinta! ¿Qué opinas de cenar conmigo esta noche?… Y como creo que sé lo que vas a decir… me tomé el trabajo de verificar que el salón de belleza esté abierto hasta la hora que tú quieras, para que puedas quitarte del pelo ese olor a mofeta fétida…

Le digo que él también apesta como un zorrillo y, riendo feliz, exclama que él jamás podría ser algo terminado en «illo», porque es nada más y nada menos que… ¡el Zorro!

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Nuestra entrada al restaurante va dejando una sucesión de miradas atónitas y un crescendo de susurros. Nos ubican en la mesa más alejada de la puerta, desde donde puede verse quién entra. Le comento que jamás había salido a cenar con un entrevistado, y menos con un político, y él comenta que siempre hay una primera vez para todo. Luego, mirándome fijamente y con una sonrisa, añade:

—¿Sabes? Últimamente, cada vez que estoy triste o preocupado… me pongo a pensar en ti. Te recuerdo gritándole a todos aquellos hombres tan duros en medio de esa nube de gas lacrimógeno: «¡Conserven la dignidad! ¿No les da vergüenza? ¡Parecen nenas!», como si fueras napoleón en Waterloo… ¡Es la cosa más cómica que he visto en toda mi vida! Me río sólo durante un buen rato, y luego…

Mientras él hace una pausa para picar mi curiosidad, yo preparo mentalmente una respuesta.

—Me quedo pensando en ti, lavada en agua helada y hecha una pantera, con esa túnica pegada al cuerpo… y me río otro buen rato… y me digo que eres, realmente, una mujer muy… muy… valiente.

Antes de que yo pueda responder que nadie me ha reconocido jamás esa virtud, continúa:

—Y tienes una capacidad de gratitud nada común, porque las mujeres bellas no tienen por costumbre agradecer nada.

Le digo que, efectivamente, tengo una capacidad de gratitud desbordada porque, como no soy bella, nadie me ha dado jamás nada ni me ha reconocido ningún talento. Él pregunta qué soy, entonces, y yo contesto que una colección de defectos poco comunes que por el momento no son notables pero que el paso del tiempo se irá encargando de destacar. Me pide que le cuente por qué me metí en esa programadora con Margot. Le explico que en 1981 parecía ser mi única opción de independencia profesional. Había renunciado a ser presentadora del noticiero 24 Horas, el de las 7:00 p.m., porque, para referirme al M-19, su director Mauricio Gómez pretendía obligarme a decir «banda de fascinerosos» y yo cambiaba los términos por «grupo guerrillero, insurgente, rebelde o subversivo». Mauricio me regañaba casi a diario, amenazaba con despedirme y me recordaba que yo ganaba el equivalente de US $5 000 mensuales. Le respondía que él podía ser nieto del presidente más archiconservador de Colombia e hijo de Álvaro Gómez, posiblemente el próximo, pero que ahora era periodista. Un buen día, yo había estallado y abandonado el puesto mejor pagado de la televisión y, aunque sé que cometí un error garrafal, moriría antes de reconocerlo ante otra persona.

Él dice que agradece mi confianza y pregunta si los «insurgentes, rebeldes o subversivos» lo saben. Le digo que no tienen idea, porque ni siquiera los conozco; y que, en todo caso, no renuncié por simpatías políticas sino por principio, y por rigor periodístico e idiomático.

—Pues ellos no tienen tus principios: secuestraron a la hermana de Jorge Ochoa, entre otros. Yo sí los conozco muy bien… y ahora ellos también me conocen a mí.

Comento que algo leí de la liberación y le pido que me cuente cómo lo lograron.

—Me conseguí a ochocientos hombres, para ubicarlos junto a cada uno de los ochocientos teléfonos públicos de Medellín. Luego seguimos a todo el que hizo una llamada a las 6:00 p.m., hora fijada por los secuestradores para discutir telefónicamente la forma de pago de un rescate de doce millones de dólares. A punta de seguimiento, seguimiento, fuimos eliminando uno a uno a los inocentes hasta dar con los guerrilleros. Ubicamos al jefe de la banda y le secuestramos a toda su familia. Rescatamos a Martha Nieves y los «rebeldes, insurgentes o subversivos» aprendieron que con nosotros no se meten.

Asombrada, le pregunto cómo hace uno para conseguirse ochocientas personas de confianza.

—Es simple cuestión de logística y, aunque no fue fácil, era la única forma. En los próximos días, si me dejas invitarte a conocer los demás proyectos cívicos y sociales, vas entender de dónde salió toda la gente. Pero esta noche sólo quiero que hablemos de ti: ¿qué pasó con Aníbal, si ustedes dos se veían tan felices?

Le digo que, gracias a esas «rocas» de coca que él le obsequiaba, decidí que alguien como yo no podía vivir con un adicto. Y añado que, por principio, no hablo de un hombre que haya amado con otro. Comenta que ésa sí es una cualidad poco común y me pregunta si es cierto que estuve casada con un director argentino veinte años mayor. Yo le confieso que, desgraciadamente, sigo casada con él:

—Aunque ya hicimos separación de bienes, se niega terminantemente a firmar el divorcio, para que yo no pueda volver a casarme. Y para no tener que casarse él con la mujer que ahora sabe con qué poco me conformaba yo.

Me mira en silencio, como memorizando la última frase. Luego se transforma y, en un tono que no deja lugar a la menor discusión, me indica lo que debo hacer:

—Mañana tu abogado va a llamar a David Stivel para decirle que tiene plazo hasta el miércoles para firmar el divorcio, o que se atenga a las consecuencias. Tú y yo hablamos después de la hora del cierre de notarías, y me cuentas qué pasó.

Con los ojos brillando por la luz ambarina de las velas, pregunto si el Zorro sería capaz de matar al ogro que tiene encerrada a la princesa en la torre. Tomando mi mano entre las suyas, él responde muy serio:

—Sólo si es un valiente. Porque yo no gasto plomo en cobardes. Pero por ti vale la pena morir… ¿o no, mi amor?

Con esas dos frases finales, y aquella pregunta en su mirada y una parte de su piel, supe finalmente que él y yo estábamos dejando de ser amigos porque estábamos destinados a ser amantes.

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Cuando Pablo llama en la noche del miércoles, no le tengo buenas noticias.

—Conque no firma… ¿Pero es bien terco el che, no?… Como que quiere complicarnos la vida… ¡Qué problema más serio! Pero eso sí, antes de ver cómo hacemos para resolverlo, debo preguntarte algo: ¿cuando seas por fin una mujer libre, cenarás conmigo nuevamente en el restaurante de mi amigo «Pelusa» Ocampo?

Respondo que es bastante improbable que para el año 2000 yo todavía esté libre, y él exclama:

—¡No, no, no! Yo estoy hablando del viernes, de pasado mañana, antes de que algún otro ogro se me atraviese.

Con un suspiro de resignación comento que ese tipo de problemas no se resuelven en cuarenta y ocho horas.

—Pasado mañana serás una mujer libre, y estarás aquí conmigo. Buenas noches, amor.

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El viernes, cuando regreso a casa para almorzar tras pasar horas en el estudio editando el programa del basurero, mi ama de llaves me informa que el doctor Hernán Jaramillo ha llamado tres veces porque necesita hablar urgentemente conmigo. Cuando lo llamo, mi abogado exclama:

—¡Esta mañana llamó Stivel desesperado para decirme que tenía que firmar ese bendito divorcio antes del mediodía o estaba muerto! El pobre hombre llegó a la notaría lívido como la cera y temblando como una hoja; parecía al borde de un infarto, al punto que casi no podía firmar. Luego, sin decir palabra, salió corriendo como alma que lleva el diablo. ¡No puedo creer que hayas estado casada tres años con semejante gallina! Pero, bueno… ¡eres una mujer libre! Te felicito, y a la orden para el próximo, ¡pero que esta vez sí sea rico y buen mozo!

A las dos y media de la tarde mi ama de llaves me anuncia que seis hombres antioqueños traen unas flores; el arreglo no cabe en el ascensor y piden permiso para subirlo por las escaleras, lo que a ella le parece muy sospechoso. Le digo que, efectivamente, es posible que provengan no de un sospechoso, sino de algún criminal, y le pido que, para nuestra tranquilidad, baje como un rayo veloz a la portería y averigüe quién las manda. Sube y me entrega la tarjeta:

Para mi Pantera Reina liberada,

de El Zorro. P.

Cuando los hombres se van, frente a mil cattleyas trianae, la flor nacional de Colombia, y orquídeas en todos los tonos del morado, del lavanda, del lila, del rosa, con phalaenopsis blancas aquí y allá como espumas en aquel intenso mar violeta, mi ama de llaves sólo atina a comentar, con los brazos cruzados y el ceño fruncido:

—A mí esos sujetos no me gustaron ni cinco… ¡y sus amigas opinarían que ésta es la cosa más ostentosa que han visto en toda su vida!

Sé que de mostrarles algo tan espléndido, efectivamente, morirían de envidia y le explico que aquello sólo pudo haber sido hecho por los famosos sil eteros de Medellín, los de la Feria de las Flores.

A las tres de la tarde timbra el teléfono; sin tomarme el trabajo de averiguar quién llama, pregunto dónde le puso el revólver. Al otro lado de la línea alcanzo a sentir primero su sorpresa y luego su felicidad. Estalla en una carcajada y responde que no sabe de qué estoy hablando. Luego pregunta a qué hora quiero que me recoja en el hotel para salir a cenar. Mirando el reloj, le recuerdo que el aeropuerto de Medellín cierra a las 6:00 p.m. y que el último vuelo de ese viernes debe tener ya como a veinte personas en lista de espera.

—Ah, caramba… no había caído en cuenta… ¡Y yo que tenía la ilusión de celebrar tu libertad! ¡Qué tristeza!… Bueno, cenaremos entonces otro día, en el año 2000.

Y cuelga. Cinco minutos después el teléfono vuelve a sonar. Esta vez ruego a Dios que no vaya a ser alguna de mis amigas cuando, sin esperar a que se identifique, digo que sus mil orquídeas se están saliendo por las ventanas del salón y son la cosa más bel a que he visto en mi vida. Le pregunto cuánto tiempo necesitaron para recogerlas.

—Son exactamente iguales a ti, mi amor. Y las están recogiendo desde… el día en que te vi con curitas en la cara y en las rodillas, ¿recuerdas? Bueno, sólo quería decirte que Pegaso te está esperando desde anoche. Puedes viajar en él hoy, mañana, pasado, en una semana, en un mes, en un año, porque no se va mover de ahí hasta que tú no te subas. Yo sólo voy a esperar… y a esperarte.

Éste sí que es un carruaje para una Cenicienta moderna: un Lear jet nuevecito, blanco, reluciente y con tres pilotos guapos y sonrientes en vez de seis percherones blancos. Son las 5:15 p.m. y tenemos el tiempo justo para llegar a Medellín antes del cierre del aeropuerto. Podría haberlo hecho esperar una semana o un mes, pero también lo amo, y no soy capaz de esperar un día más. Mientras me deslizo por las nubes me pregunto si él me hará sufrir como un par de hombres crueles, quizás más ricos que él, que amé siglos atrás. Entonces recuerdo las palabras de Françoise Sagan: «Es mejor llorar en Mercedes que llorar en bus», y me digo feliz:

—Pues, ¡es mejor llorar en Lear jet que llorar en Mercedes!

No hay carruajes halados por unicornios, ni cenas a la luz de la luna bajo la torre Eiffel, ni aderezos de esmeraldas o rubíes, ni juegos pirotécnicos. Sólo él pegado a mí, confesando que la primera vez que me sintió aferrada a todo su cuerpo en aquel Río Claro supo que no había salvado mi vida para que fuera de otro sino para que fuera de él, ahora suplicando, rogando, implorando, repitiendo una y otra vez:

—¡Pídeme lo que quieras, todo lo que tú quieras! ¡Sólo dime qué más quieres! —como si fuese Dios, y yo diciéndole que es sólo un hombre y ni siquiera él podría detener jamás el tiempo para congelar en el espacio o prolongar por un segundo aquella lluvia de instantes dorados que la generosidad espléndida de los dioses ha querido derramar sobre nosotros.

Es esa noche secreta en la Hacienda Nápoles la última de mi inocencia y la primera del ensueño. Cuando él se queda dormido me asomo al balcón y contemplo los luceros que titilan sobre toda aquella insondable extensión de azul cobalto. Inundada de felicidad, sonrío recordando el diálogo de Pilar y María en Por quién doblan las campanas y pienso en los temblores de la tierra bajo los cuerpos de los amantes terrenales. Luego, me doy media vuelta para regresar a los brazos que me están esperando, mi universo de carne y hueso, el único que tengo y el único que existe.